Читать книгу El misterio de los días - Gloria Liberman - Страница 7
Dos
ОглавлениеEl avión aterriza en el aeropuerto de Tel Aviv. Filas de personas, trámites, maletas, espera, revisiones, preguntas, una gran prueba de paciencia; todo bien. Miro al cielo, era de mañana. Me digo: gracias por haber llegado sana y salva.
A la salida veo a una persona que tiene un cartel con mi nombre, nuevamente ¡gracias! Me dirijo a ella, me ayuda con mi maleta y comenzamos una caminata hasta el estacionamiento. Me habla en inglés, gracias y más gracias; me lleva al lugar donde voy a alojar; otras personas me esperan y me dan la llave de mi habitación.
Estoy contenta, ha sido un viaje muy largo, necesito descansar un poco, sin embargo, mi cabeza no para de pensar.
Me arreglo rápidamente la cara de trasnochada.
Bajo a la recepción y pido un taxi, quiero llegar pronto y conocer a las personas que han sido uno de los motivos de mi viaje.
Me dirijo al Centro de Kabbalah de Tel Aviv. Traigo un papel con el nombre de mi contacto y le anoto el mío, se lo muestro a la recepcionista, quien me pide que espere un momento mientras la veo caminando por el corredor hacia adentro.
Diez minutos, que se me hicieron más largos que las dieciocho horas de vuelo, y mi voz interior repite “paciencia”. En eso aparece un hombre relativamente joven, con pelo y barba rojos y el sombrerito pequeño llamado “kipá” que le cubre la nuca y que es típico en los religiosos judíos.
Me saluda y exclama: “¡Llegaste justo!, porque mañana temprano iremos a visitar lugares claves para activar nuestra espiritualidad. Haremos un paseo que culminará en la noche de Lag Ba’omer, ‘la noche de las luces’ —me explica—. Es el aniversario de la muerte del gran kabbalista Simon bar Yojai y todos los años visitamos su tumba para despertar espiritualmente y estudiamos toda la noche, pues el universo entero se abre para impregnarnos de su sabiduría”.
“¡¡Gracias!!”, le respondo. “¿Qué necesito llevar? ¿Y cuánto tengo que pagar?”.
Entonces, me contesta mis inquietudes, cerrando la conversación sin más que con un “nos vemos mañana”.
Le pido a la recepcionista que llame a un taxi y vuelvo a mi hotel.
¿Ilusionada? ¿Desilusionada? ¿Cuál es el pensamiento que voy a alimentar hoy?
En la habitación a solas me sigo preguntando: ¿qué es lo que siento?
El día no ha terminado, es hora de comer algo. Me ducho y cambio de ropa, llevo poco equipaje, lo que es un tremendo logro para mí. Aprendí que no puedo acarrear más cosas de las que mi cuerpo puede cargar y tengo que reconocer que ese aprendizaje me llevó muchos años, pero al final somos seres de costumbres.
Bajo al pequeño restaurante del hotel en el que alojo en Tel Aviv y pido algo típico, “shawarma en pan pita con hummus”. No sé hablar hebreo y me las arreglo con el poco inglés que manejo.
Me tomo un té y retorno a mi habitación, ordeno mis cosas, abro mi computador, la clave de internet está en una tarjeta pegada en el pequeño escritorio. Entonces me asalta la duda: ¿habrá un refugio de emergencia en este hotel? Por los medios de comunicación he sabido que en este país se vive en amenaza permanente, ¿cómo alcanzaré paz estando en este lugar?
Me doy cuenta de que, aunque todo vaya bien, mi mente busca alguna razón para inquietarme.
Ha sido un día especial, lleno de sentimientos opuestos. ¿Habré logrado descifrar la magia que escondía este día?
Abro una página de un libro consejero con el que viajo y sale la palabra “alma”, donde dice que el alma y la fe son un mismo concepto. Debo de tener la certeza de que todo está bien y lo seguirá estando, porque es parte de mi misión en esta vida enfrentarme a mis propios fantasmas, miedos y aprehensiones.
Sigo leyendo: “La salud mental se basa en la fe y la convicción de que el ‘Creador’, ‘Dios’, es bueno y hace todo por nuestro propio bien”.
Vine para seguir adelante con mi plan de conocer personas y lugares sagrados, de encontrarme con partes de la familia espiritual a la que pertenezco o “pertenecí en alguna otra vida”, sin embargo, mi “inclinación negativa”, que ha sido una herencia familiar y también propia de tantas otras vidas, me inunda de dudas y de miedo.
Si todos los seres humanos somos “hermanos” al nivel del alma, deberíamos encontrar personas que vibren en la misma frecuencia en diversos lugares.
La espiritualidad no es una religión, es la parte del ser humano que busca la trascendencia, que va más allá de la materia y que se relaciona con la conciencia, los pensamientos, las ideas, los sentimientos, las emociones. Se caracteriza por un anhelo de conexión con la inteligencia suprema universal, la divinidad, con lo sagrado, con nuestra capacidad de creación, con el servicio hacia los otros seres humanos. Se asocia al aliento divino. En la Biblia se dice que Dios formó al hombre e insufló en sus narices aliento de vida que lo transformó en un ser viviente. Ese aliento se entiende como un alma. Es la parte nuestra que no es tangible.
Mis acercamientos religiosos han sido complejos. Vengo de una familia en la que una parte ha sido católica y otra judía, en consecuencia, mis padres se definieron como ateos y cualquier tema que oliera a “Dios” era casi un insulto personal para mi padre, que transitó por internados católicos en su infancia y quedó marcado por experiencias poco gratas.
Me ha costado descubrir y aceptar mi chispa creativa divina, tanto como reducir mi equipaje cuando viajo. Valga la comparación, pues una cosa está bastante relacionada con la otra: uno cree en la vida cotidiana que necesita muchas cosas y no considera qué es realmente lo esencial, lo que te servirá para toda ocasión y que está relacionado más con la conciencia espiritual que con los objetos materiales.
El misticismo ha sido un gran imán que ha dotado de sentido a lo profundo de mi existencia. A temprana edad leía la vida de Buda, Yogananda, Rumi, San Juan y muchos otros seres iluminados por el amor hacia lo supremo, a lo trascendente que denominamos Dios.
Atardece y pido un snack a la pieza, un sándwich “club”. Eso parece que es internacional y consiste en unos pancitos tostados y cortados con verduras y queso. Una buena alternativa para hacer rendir mi presupuesto es dedicarme a invertir el dinero en paseos y programas culturales y menos en comida, lo que me hace pensar en ir a un pequeño almacén al frente del hotel donde venden pan, agua y otros abarrotes para llevar mañana al tour.
Me pregunto: ¿qué aprendí? ¿Cuál era la magia de hoy? Quizás empezar por la gratitud y continuar con fe. Tengo mucho que aprender.
¡Gracias por el día!