Читать книгу Aprender a rezar en la era de la técnica - Gonçalo M. Tavares - Страница 10

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UNA EXPLOSIÓN

LA EMBRIAGUEZ DE LOS QUE SOBREVIVEN

1

La embriaguez provocada por una explosión era de una intensidad tal que reducía a una nadería cualquier embriaguez provocada por otra sustancia tóxica. En primer lugar, en la explosión de una bomba, la alucinación o el desvío brusco de la racionalidad hacia un campo de la emergencia que exige otra racionalidad era colectivo, no individual. Por otro lado, nada más estallar una bomba, los hombres a su alrededor se veían unidos entre sí por un sentimiento inexplicable, que el miedo y la necesidad práctica de ciertas acciones no bastaban para justificar.

Había, en realidad, la percepción de que los hombres habían ingerido de pronto una sustancia tóxica, una sustancia que podía tener su germen en el sobresalto y la sorpresa de la explosión, pero que se mantenía en los momentos siguientes. Por tanto, sus efectos no se reducían a un sólo instante. Esa sustancia que embriagaba a los hombres y los obligaba a comportarse como si pertenecieran a otra clase de animales parecía ser una sustancia incontrolable, y ningún especialista, psiquiatra de conductas en tiempos de catástrofe, podría prever jamás las dosis en que se repartía por los distintos organismos.

MOVIMIENTO E INMOVILIDAD. ATAQUE Y DEFENSA

2

En el paisaje antes sereno, racional y ordenado, la bomba había explotado entre un grupo de militares que se entregaba a tareas secundarias. Parecía que el demonio en persona había caído en el paisaje –como un avión que ha perdido el control– y en la caída, en el momento del impacto, el vulgar demonio había esparcido, sin una sola orden, chispas rojas por el suelo.

Incontables soldados habían resultado heridos. Se había producido un intento de asesinato de un importante oficial, pero era ese mismo oficial el que, tras la explosión, impartía órdenes.

Había en ese oficial un núcleo de la legalidad antigua, de la ley anterior a la catástrofe, que permitía que los demás sintieran todavía un mínimo de seguridad. La sensación de que el peligro ya no existía sólo era posible porque la sangre no había llegado a interrumpir la voz de mando. Un barco que se hundiera bajo las órdenes firmes e innegociables del comandante era un barco que, pese a todo, se hundiría de un modo organizado y humano, tal como un hombre que antes de suicidarse deja la casa pulcra y ordenada, viste su mejor traje y limpia con cuidado el arma, para que nada falle.

Mientras, el tumulto en la ciudad era generalizado. Las ambulancias circulaban a la velocidad del triunfo: la afirmación de su utilidad dejaba en segundo plano los cuerpos deshechos y los gritos de auxilio que se repetían.

Como es natural, el doctor Lenz acudió al hospital. El martillo había golpeado, se necesitaban hombres que supieran hacer retroceder los efectos del metal que ya se disolvía en algunos cuerpos. Las bombas dejaban restos en los organismos cercanos y los médicos se transformaban en pescadores apresurados que recuperaban la basura que alguien había introducido intencionadamente en aquel sistema que, de tan tranquilo, se había dejado vencer, quizá por el tedio. De hecho, Lenz defendía una teoría que verificaba a cada momento: un hombre hastiado, alcanzado por una bala a la misma velocidad y en las mismas circunstancias que otro hombre que, por el contrario, se halle en combate, atento, con sus energías concentradas, morirá mucho antes. El hastiado morirá en un instante; quien resulte alcanzado en pleno movimiento y en plena atención quizá pueda aun sobrevivir. Y Lenz distinguía aun dos movimientos: el de ataque y el de defensa. El movimiento de ataque no convertía en inmortal al organismo que lo protagonizaba pero sí que lo acercaba a dicha condición. Y en ese sentido, había para Lenz una jerarquía, no sólo de las fuerzas sino también de la resistencia a las balas; los más fuertes y, valga la expresión, más inmortales, eran los que se movían atacando; luego venían los que se movían en el campo de la defensa y, por último, los más frágiles, los más mortales. En definitiva, los más enfermos: los que no se mueven, los hastiados.

Pero el doctor Lenz hubo de suspender sus divagaciones: llegaban ya algunos hombres que la técnica malvada y rápida había alcanzado en movimientos de avance. Merecían, pues, que los salvara.

HAGA EL FAVOR DE SALIR, ÉSTE NO ES SU SITIO

3

El arte de la búsqueda de esquirlas de metal en medio del cuerpo; su mano derecha se paseaba por aquel espacio, si bien con un sentido determinado, con un destino.

Si Lenz no se reía a carcajadas era porque no estaba sólo, pero sus gestos –que parecían ocultos por un extra­ño segundo guante: el pecho del soldado alcanzado– se mofaban de sí mismos. Lenz se sentía como si practicara algún tipo de manualidad que, en el fondo, consideraba similar a la manipulación de las formas de barro o al trabajo con la madera. Todo el sentimiento de empatía se disolvía en la pericia profesional y el reconocimiento de su triunfo sobre el cuerpo que yacía en la camilla. Lenz estaba vivo, de pie, con su razón intacta, y dominaba aún el lenguaje: era él quien determinaba en aquel quirófano cada sí y cada no, y hacía mucho que había aprendido que dominar esas dos palabras extremas era la más incontestable manifestación de poder.

Una enfermera, sobresaltada, preguntaba al doctor Lenz si quería que le pasara otro bisturí de punta más fina, a lo que Lenz contestaba: No. No, no. Sí, sí, sí.

Cabe señalar que, llegados a cierto punto, aquella “artesanía orgánica”, aquella artesanía rudimentaria, lo entusiasmaba. Lenz sabía que las balas o las esquirlas de bomba –en resumen, todos los trozos de metal allí esparcidos– sólo buscaban lo mismo que buscan todos los seres vivos: un refugio, un último hogar, una casa en la que se puedan quedar, en la que se sientan seguros. Y lo que para un individuo representa buscar refugio, para los demás, los que lo ven desde fuera, representa una huida: algo o alguien trata de esconderse. Lenz sabía que, también en la caza del metal, era de suma importancia que ésta se consumara antes de que cada fragmento hallara su refugio final, pues de lo contrario, por muy capaz que fuera, resultaría difícil arrancar no el metal, sino sus efectos en la estructura de órganos y células que Lenz conocía tan bien. En el fondo el metal, por pequeño que fuese, no poseía una intuición distinta a la de las liebres o de cualquier otro animal que en el bosque intentaba escapar a la mirada del cazador y encontrar un refugio indestructible. Y lo que estaba en juego en la velocidad de su bisturí era el conflicto entre el refugio, la comodidad y la seguridad que el metal trata de encontrar y la vida del hombre que había sido alcanzado. El peligro para la vitalidad del hombre era el refugio –el aburguesamiento, diría Lenz– del metal y de sus efectos en el último compartimento, en el último milímetro cúbico del cuerpo.

El murmullo, mientras tanto, aumentaba y disminuía; las estancias del hospital parecían obedecer los mismos ritmos que las mareas. Por otro lado, la concentración de racionalidad se reducía en proporción inversa a la llegada de más cuerpos sanguinolentos; la visión de la decadencia brusca de los cuerpos, aunque fuera meramente física, parecía afectar, de arriba abajo, la gran arma de la colectividad humana: el modo planeado y sensato en que decide. Algunos enfermeros se topaban entre sí, dos médicos daban indicaciones contradictorias respecto al mismo paciente; en definitiva, había en determinadas personas un evidente analfabetismo respecto al discurso de un hecho rayano en la catástrofe. Muchas de las personas del hospital estaban preparadas tan sólo para la normalidad, y la normalidad parecía ser otro nombre para referirse a la eternidad: la repetición hasta el infinito de una deter­minada secuencia de hechos.

Ahora Lenz gritaba a una enfermera que temblaba como si cada uno de los heridos fuese su amante, padre o hijo. Había en ella un nerviosismo tal que la hacía olvidar todo lo aprendido; confundía todos los movimientos.

Así pues, tras un nuevo gesto torpe, Lenz gritó a la enfermera: ¡No! Y con un gesto desabrido le señaló la puerta del quirófano.

Si no sabe coger el bisturí ni controlar las máquinas como es debido –dijo–, váyase de aquí. ¡Váyase! –llegó a gritar.

No la necesitaba, no necesitaba su irracionalidad.

Que se fuera a rezar fuera. Allí no, allí se trataba de otra cosa.

Y la enfermera hubo de abandonar el quirófano.

Aprender a rezar en la era de la técnica

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