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EL FUNERAL DE ALBERT BUCHMANN

UN MECANISMO QUE FUNCIONA

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Albert, entretanto, camina ya por otros medios distintos a los del mundo del hombre: cuatro militares generosos cargan el pesado ataúd en el que los símbolos del país y del Partido se mezclan, para algunos de forma inaceptable, con las flores que familia y amigos han querido dejar.

Lenz y su mujer, luciendo sobrios trajes en los que el negro anticipa el llanto, se mantienen rectos, en una asombrosa contención de movimientos que parece haber sido impartida a cada uno de los presentes, una consigna que pasa de mano en mano y en la que se definen los gestos aceptables, una extraña epidemia que hace que algunos de los hombres más activos de la ciudad parezcan en realidad señores insignificantes, invadidos por una pereza física que los coloca en situación de espera, como si fuera al muerto a quien se exigen grandes acciones.

Sin embargo, el cadáver de Albert Buchmann ya no está preparado para grandes acciones, y si alguna actividad existe, esta se mantiene del lado de fuera del cementerio. A veces un grito salta de un lado al otro del muro y llama a los señores activos que siguen simulando una debilidad respetuosa. Son gritos de niños que, desprovistos aún de órganos capaces de entender los grandes acontecimientos, demuestran un comportamiento constante sea cual sea el tumulto que agita la ciudad.

Lenz recibe una considerable secuencia de pésames, así como su esposa, que nunca soportó al cuñado Albert, al que consideraba desprovisto de “grandes objetivos”, pero que ahora recibe con avidez cada muestra de consuelo que le brindan los habitantes de la ciudad. Todos jurarían que aquella mujer tenía en gran estima a su cuñado Albert, a la vista de su recepción sentimental; en un momento dado, la fila de pésames hubo incluso de hacer una pausa, pues Lenz se vio obligado a atender a su esposa, que lloraba amargamente.

Cierto es que no había en este llanto atisbo de false­dad. La mujer de Lenz era sincera, no había la menor interferencia de la intención. Lo que sí existía era la manifestación de una impresionante eficacia por parte de ese mecanismo que llamamos entierro. Cada persona que lloraba, y a algunas se les había visto agachando la cabeza, lo hacía no por el muerto sino por el ruido que liberaban las ruedas de aquel mecanismo. Había, tanto en las pala­bras religiosas como en los gestos casi universales de los soldados bajando el ataúd hacia la tierra, la fijación de un punto que era común y no ya individual. Ese punto que unía a la comunidad de los presentes era la sensación de que cada uno de ellos podría, al día siguiente, convertirse en el muerto al que los demás hombres respetan. Se lloraban en conjunto por el fracaso de la ciudad: aún no se había hallado un antídoto para aquel ruido que parecía liberarse con cada entierro. Cada hombre reivindicaba que la muerte –y su sistema de funcionamiento– terminara antes de llegar a él. Y en cada funeral la despedida del muerto era asimismo la rememoración de un fracaso común, de un fracaso incluso de la más alta referencia de los humanos: su cultura, su forma de razonar que había construido un nuevo mundo y que casi había convertido el peligro, en tiempo de paz, en una energía no normal, extra­ordinaria, incluso. En verdad, en las ciudades sin guerra el peligro se había vuelto raro, pero la muerte en cambio seguía siendo abundante; parecía imposible que el hombre dominara su precio: éste seguía siendo bajo, accesible, igual al de cualquier producto insignificante. La muerte, cada muerte individual, manifestaba el fracaso económico, técnico y cultural de las ciudades.

Por eso se lloraba en el entierro de Albert Buchmann, como en cualquier otro, no por la ruina individual de un cuerpo sino por la continuada ruina de la comunidad de los hombres y de su principal proyecto, la inmortalidad.

LO QUE SE PUEDE DESCUBRIR POR EL RABILLO DEL OJO

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No obstante, se produjo una transformación importante en el espíritu de Lenz durante el funeral de su hermano. Y dicha transformación profunda se debió a un conjunto de hechos, imperceptibles y aparentemente sin el menor volumen, si se analizaban de uno en uno, pero que en su cabeza y en su voluntad se unieron resultando en una grieta que surgió de pronto en una pared hasta entonces intacta.

A partir de un momento dado, Lenz centró todo su interés en observar, por el rabillo del ojo, en los últimos momentos del funeral –momentos en los que algunas personas empezaban ya a salir–, el modo en que la población se dirigía al presidente de la ciudad que, por cortesía, había comparecido en aquella ceremonia fúnebre.

Mientras recibía los últimos pésames, Lenz notaba que las personas se acercaban a aquel elemento representativo del poder de un modo totalmente distinto. A muchos de los que habían ido a presentarle sus respetos con el rostro dolorido, gestos recatados y palabras que repetían fórmulas clásicas y contenidas, los veía ahora por el rabillo del ojo, saludando minutos después, o tan sólo segundos, con modales bastante más enérgicos y, por qué no decirlo, con alegría, en una alteración rapidísima, no del exterior sino del propio centro del organismo; aquellos hombres habían dado un salto como suelen hacer las gacelas, un salto en este caso aparentemente sentimental, pero que en el fondo revelaba una agilidad social que no era nueva: Lenz conocía a los hombres.

Lo que lo fascinó no fue, pues, la rapidez con la que un ciudadano pasaba de la tristeza a la adulación –si bien controlada, de modo que resultara todavía más eficaz–, lo que fascinó a Lenz fue el modo colectivo en que cada ciudadano individual saludaba al presidente de la ciudad, un modo totalmente distinto del que habían empleado para acercarse a él. No era la diferencia entre una tristeza fingida (por la muerte de su hermano) y una posible admiración fingida (por las cualidades del presidente), sino entre un hombre que se presentaba como individuo o que aceptaba ser alguien que pertenece a un grupo. Los pésames los habían dado individuos, y ésos mismos individuos, unos metros más allá, saludaban al poder en tanto que soldados, en tanto que elementos humanos que se repiten y anulan en medio de una masa. En aquel corto trayecto entre su hermano, la cuñada del difunto y el presidente de la ciudad, aquellos hombres habían perdido su nombre, como quien pierde un papel que llevaba en el bolsillo, y cuando llegaba el momento de hablar, ya al otro lado, parecían capaces tan sólo de repetir en voz alta el nombre del país, de la ciudad y de sus representantes más elevados.

A Lenz nunca lo habían saludado de aquel modo que, en la distancia, seguía contemplando. Incluso en otras ocasiones, siempre lo habían saludado de hombre a hombre. Hasta las madres cuyos hijos había salvado lo saludaban en tanto que hombre –en su caso, un médico de asombrosas capacidades–, pero nunca lo habían saludado como si fuera un país o una ciudad.

UN CAMBIO FUNDAMENTAL EN LA POSICIÓN DEL ESPÍRITU

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De hecho, la idea de que no era posible estrechar la mano a una ciudad, pues ésta posee una constitución física múltiple, casi infinita y por tanto incontrolable, se había desvanecido por completo en el funeral de su hermano. Lo que Lenz había visto a la salida del cementerio, era una fila de hombres disimulando la mediocridad que revelaba el hecho mismo de guardar fila mediante conversaciones inocuas que sólo pretendían hacer pasar el tiempo hasta que llegara su oportunidad. Lo que Lenz había visto era un conjunto de hombres despojados de nombre individual que saludaban con sus dedos óseos y aún cubiertos de carne y piel, los dedos que, si bien aparentaban la misma anatomía, terminaban en el centro de una ciudad; la población estrechaba la mano a la ciudad y se alejaba después, absolutamente saciada, como si hubiese acabado de comer, de satisfacer una necesidad orgánica. De hecho, fue esto lo que más sorprendió a Lenz: los hombres que acababan de saludar al máximo representante del poder se alejaban tal como él había visto alejarse infinidad de veces a “su” vagabundo tras haberle dado de comer. Lo que había visto en aquellos hombres aduladores o tan sólo miedosos era una clara satisfacción que iba del exterior, del rostro, hasta la más profunda célula de aquellos cuerpos. Se alejaban saciados con un apretón de manos, reproduciendo el modo en que se alejaba su vagabundo después de que desapareciera el estómago de este (después de quedar olvidado) con el alimento recibido y con algo de dinero en las manos.

¿Qué era aquello, qué les sucedía a los hombres, no sólo al razonamiento de los hombres sino a su organismo, a sus instintos, a todo aquello que la cabeza no puede controlar por completo?

Lenz no comprendió del todo los contornos de aquel fenómeno casi mágico, pero en aquel momento tomó una decisión, cuando ya el espacio alrededor de la tumba de Albert se hallaba desierto: entraría en el Partido y lucharía por conquistar uno de los puestos más elevados en su seno.

Tenía vía libre, en cierto sentido: su único hermano había muerto. Lenz podía al fin utilizar en exclusiva el nombre que representaba públicamente la sangre fuerte de la que había nacido. Lenz Buchmann estaba listo para emprender una nueva vida, a la altura del orgullo que le producía el renacimiento de su apellido.

Fue entonces, justo cuando en el exterior sus gestos autónomos se implicaban en el intento de retirar el barro que se había adherido a los zapatos, frotando un zapato en el otro con movimientos específicos, especializados incluso; fue entonces, en aquel instante pero en otro punto, en su mundo interior, cuando Lenz tomó la decisión de abandonar por completo la medicina –no le quedaba nada por conquistar en ese campo– y entrar en el mundo de la política, en el “mundo de los grandes acontecimientos y las grandes enfermedades”. Estaba cansado de tratar con hombres individuales y de serlo él también; aquélla no era su escala; quería operar la enfermedad de una ciudad entera y no de un sólo e insignificante ser vivo. Por encima de todo, quería sentir el placer de dar aquella comida extraña que el poder daba a sus soldados y empleados, aquella comida de energía casi mágica que saciaba los estómagos de la población de un modo no material, pero igualmente eficaz.

Algo de pan y algo de miedo, dijo Lenz en voz alta, de forma impulsiva, cortando un largo período de silencio. Estas palabras tomaron por sorpresa a su esposa, que desde hacía instantes se hallaba asimismo enfrascada en medio del cementerio ahora desierto, en el intento de expulsar el barro de los zapatos.

–¿Qué has dicho, Lenz? –preguntó su esposa, Maria Buchmann.

–Nada –contestó Lenz–. Estaba pensando en mi hermano.

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