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MOMENTOS DECISIVOS

LA MUJER MUERE, PERO ANTES PIDE

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En el hermano de Lenz, Albert, la enfermedad había desarrollado en poco tiempo una arrogancia extrema: había avanzado como un caballo de carreras que, yendo en el segundo puesto, al acercarse a la meta siente que todavía puede vencer; un animal, en este caso, que no depende de la voluntad humana.

En dos meses la enfermedad había conquistado múltiples responsabilidades en el cuerpo: controlaba ya diver­sas funciones, había invadido y levantado campamentos militares en varios órganos; las células reorganizaban ya muchos de sus movimientos teniendo en cuenta las órdenes de la enfermedad y no del ciudadano que había caído en ella, como si lo hiciera desde el suelo hacia un punto todavía más bajo. Albert se muere y su hermano pequeño, el doctor Lenz, acaba de entrar en la habitación en la que el hospital guarda los cuerpos en ese breve intervalo que va del estado de moribundo terminal al otro gran estado de la materia, del que poco se sabe y del que se habla como si de un misterio se tratara.

Lenz conoce bien esos momentos decisivos en los que la posibilidad de la muerte empieza a anular las otras alternativas. Lenz venía ahora, de hecho, de uno de esos momentos: la mujer que había escrito una carta a sus hijos –carta que jamás llegó a su destino, pues llevaba días convertida en basura–, aquella mujer que había empleado su último aliento en la espera de una carta de respuesta o de otro movimiento más explícito por parte de sus hijos –una visita sorpresa, un regalo, cualquier señal de un esfuerzo por volver a tocar aquello que dentro de poco dejará de poder tocarse–, aquella mujer, aquella paciente del doctor Lenz, acababa de morir en el hospital. Y Lenz, siendo el médico que la había acompañado en el recorrido de la decadencia final y cumpliendo con rigor estricto sus deberes profesionales, fue el responsable de cerrar el ciclo de los hechos registrados en la existencia de dicha señora.

Y el último hecho, casi irrelevante, anticipó de algún modo la pasividad monstruosa que el cadáver expone. La mujer había pedido al doctor Lenz: Por favor, ciérreme los ojos; y cuando Lenz los cerró, con su mano derecha, la muerte vino y la señora murió.

EL ÚLTIMO BUCHMANN

2

Hete aquí, por tanto, que el doctor Lenz se enfrenta a otro momento decisivo, el segundo: su hermano Albert se está muriendo.

Había en aquel instante una mezcla que lo repugnaba y, al mismo tiempo, la sensación de continuidad entre el momento anterior, en el que había visto morir en el hospital a un cuerpo que pertenecía al mundo de su profesión, el cuerpo de la mencionada señora, una paciente cuyo sufrimiento había intentado aliviar mediante todas las técnicas posibles, y este momento presente, en el que el cuerpo sobre el que el tiempo ejercía presión (en realidad, así lo sentía, el tiempo estaba hecho de una masa capaz de moverse y ejercer fuerza física) era ya no sólo un objeto anterior de su oficio sino un cuerpo con su misma sangre: el otro mundo de materia que sus padres habían puesto sobre la tierra, sin duda con la esperanza absurda de tener en ellos su continuación.

En realidad, Albert no se había casado y no había tenido hijos, y para Lenz los hijos eran también una aplicación innecesaria de la energía, un método ingenuo de bajar el fusil. Proyectos de amor arrojados, en el fondo, hacia la parte de delante de lo que va a ser destruido; nadie se esconde peor que los más frágiles.

Cabe señalar que su mujer, Maria Buchmann, se había conformado hacía ya varios años con la decisión –en palabras de Lenz– de estancar la producción de débiles. No quiero que un médico de la siguiente generación venga a salvar la vida de un niño con mi nombre.

En una familia, y Lenz lo había vivido en su propia piel, se formaba un amplio sistema de jerarquías, protecciones y compasiones que repetía, a veces incluso de un modo más intenso, la relación de intensidades de poder que existen en todo reino.

Pero, si de él dependía, el reino no pasaría de allí.

Aprender a rezar en la era de la técnica

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