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TODO EL MUNDO TIENE DERECHO A DESPEDIRSE

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Pero los días pasaron y el doctor Lenz se fue olvidando de la carta. Nada intencionado.

Es que había en él un doble circuito: uno exterior, constituido por sus acciones y diálogos, y otro interior, invisible y no compartible que, al fin y al cabo, era el más relevante. Este circuito de los pensamientos lo ocupaba de tal modo que a veces su propia mujer tenía que señalar su presencia, obligándose así a interferir en el espacio material del marido, tocándolo o incluso empujándolo de forma dócil, para que Lenz le prestara atención y detectara verdaderamente una existencia cercana.

Lenz se veía como un observador del mundo, y de ahí provenía parte de su gran fuerza: aún no había sido llamado al centro; la existencia era algo que podía ver, tanto la suya como la de los demás; un espectador cuya única preocupación era la alimentación, el sueño y la calidad del espectáculo. Lenz no podía ocultar que se consideraba la única instancia decisiva de su vida. Todos los demás elementos eran secundarios a aquello que él consideraba esencial en ese problema –el único problema importante– que era el hecho de estar vivo. Cierta adoración desproporcionada que siempre había desplazado hacia su padre se basaba, en el fondo, en esta adoración por la autosuficiencia, y sus padres –aquéllos que le habían dado la posibilidad de tener el problema de estar vivo para resolverlo– eran los únicos de los que nunca podría decir: no han hecho nada por mí, porque a decir verdad lo habían hecho, de la cabeza a los pies: una casa humana.

Con su hermano, por ejemplo, no tenía ninguna deuda: eran construcciones distintas, Albert y él, dos casas paralelas; en una podría faltar la luz durante años y en otra haber electricidad abundante y por ello despreciada, como todo lo que tenemos en exceso, pero nada entre las dos casas se volvería sentimental.

Entre los dos hermanos se producía un irreversible alejamiento. Es decir, todo acercamiento era un ataque y nunca el inicio de un vulgar apretón de manos.

Había, sin duda, la sensación de lucha por un espacio. El patrimonio material, y también el nombre de la familia, eran los motivos de una repulsa que sólo un conflicto explícito podría posponer. ¿Quién tenía más derecho a usar el apellido familiar? He aquí la cuestión más relevante. Porque llegados a este punto no había posibilidad de división: un nombre no era un terreno que una regla más o menos bien intencionada pudiera dividir manteniendo dos lados mínimamente satisfechos. No se puede dividir un nombre.

Y para Lenz era fundamental el nombre de la familia: Buchmann. Si Lenz Buchmann no lo exhibía y no exigía que lo llamaran por el apellido familiar era tan sólo porque Albert, Albert Buchmann, su hermano unos años mayor que él, había empezado a exhibirlo mucho antes, como si lo dejara sobre la mesa antes de iniciar cualquier diálogo. Lenz jamás aceptaría ser el segundo Buchmann, y de hecho consideraba que en su hermano el nombre Buchmann se había convertido en un nombre defensivo, mientras que en sus manos, antecediendo sus acciones, el nombre Buchmann tomaba innegablemente un carácter guerrero, de ataque. Y por eso era sencillamente Lenz y trataba también a su hermano por el nombre de pila, negándose a explicitar el apellido familiar.

Pero fue precisamente su hermano, Albert, quien estuvo en el origen de un cambio en su actitud respecto a la carta que una mujer a punto de morir le había entregado en el hospital.

En una de sus raras visitas, siempre amenizada con alguna disertación sobre literatura (ambos eran grandes lectores), y ya en el momento en que, de pie, se preparaba para los pequeños diálogos insignificantes previos a la despedida, Albert vio la carta, todavía el armario de la sala, con el remitente y el destinatario vueltos hacia arriba.

Lenz se lo aclaró:

–Es la carta de una mujer que se está muriendo en el hospital. Me la dio para que la echara al correo. No le queda mucho más tiempo de vida. Aún no he podido...

Albert frunció el ceño, como solía hacer ante cualquier alusión a la enfermedad, pues él mismo estaba enfermo, y por más que pareciera hallarse todavía en el bando del poder respecto al otro bando, al de la muerte, tenía ya la percepción de que en poco tiempo se alteraría el resultado del combate.

–Son momentos delicados –se limitó a decir Albert–. Todo el mundo quiere despedirse.

–Todo el mundo tiene derecho a despedirse –respondió Lenz con sequedad.

Aprender a rezar en la era de la técnica

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