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EL REINO

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Para Lenz la carta, aquella carta que tenía delante, se hacía pues intolerable: un síntoma de debilidad de la humanidad que no era inconsecuente. Era un elemento que, de ponerse en circulación, partiría de un punto elevado; la fuerza de la gravedad haría que echara a rodar, y los efectos de aquel nuevo elemento circulando a gran velocidad en el mundo no tardarían en manifestarse.

Aquella carta era un virus débil, un mensaje que los vencedores guardarían más tarde como ejemplo histórico del anuncio de la caída. Los castillos empezaban a desmoronarse y los reinos perdían la fuerza y multiplicaban a los reyes hasta el punto de que éstos se confundían con camareros.

Aquella carta encerraba la decadencia del reino humano. Por fin Lenz lo había comprendido.

Y había sido su hermano, también él un enfermo, alguien que ya no sube con los estrategas a la montaña –los observa y los teme–, quien sin pretenderlo le había abierto los ojos. La compasión de su hermano por aquella carta –en una alianza entre dos débiles– hacía evidente la acción que se le exigía a Lenz. El doctor Lenz, importante cirujano de la ciudad, poseedor absoluto de sus placeres íntimos, apreciador de pequeñas humillaciones a prostitutas que había desarrollado el hábito reciente de recibir en su casa a un vagabundo, de ofrecerle sustanciosas limosnas, de darle pan y comida, y por encima de todo, de humillarlo, de retrasar la limosna, la comida, de regodearse en el hecho de estar en la parte fuerte y tener dos ojos sanos para ver lo que la claridad del mundo mostraba. La crudeza de ese mismo mundo, la violencia y la diferencia entre el que posee salud y el que no, entre el que tiene di­nero y el que no, entre el que es viejo y el que no, entre el que es feo o discapacitado y el que no, entre el que tiene marcas de accidentes en el rostro, quemaduras, cortes que desfiguran la belleza media y el que, por el contrario, no tiene nada que manche su orgullo, su orgullo externo, físico, la única moneda común a todos los siglos, todos los países, todas las lenguas. Era esto lo que veían los ojos sanos y claros de Lenz, era esto lo que le enseñaba la claridad del mundo.

En verdad, aquella carta no era de su mundo, no era de su física, de su ciencia, no pertenecía al mundo de sus máquinas de efectos asombrosos, de las técnicas médicas cada vez más modernas, de los trenes rápidos, no pertenecía siquiera al mundo más orgulloso de los animales, al mundo de los caballos fuertes.

Aquella carta era infantil, era del mundo que sólo sobrevive porque alguien o algo más fuerte lo protege. Per tenecía al mundo de la infancia, eso era, y a él, Lenz, cirujano, se le pedía que ejerciera el papel de protector. El papel del hombre que, por compasión o empatía, coge la carta, le pone un sello y la echa al buzón, haciendo un favor; repitiendo en definitiva, de forma modesta, el gesto de quien coge la mano de otro que empieza ya a caer desde las alturas.

Sin embargo, a Lenz no le gusta ver su mano utilizada en tales actos, que trascienden sus competencias, su profesión, sus deberes de médico.

Su deber es otro. El lado en el que se halla, el lado hacia el que avanza y hacia el que apunta la hoja del bisturí es otro: es el lado opuesto al de aquella carta.

Lenz avanza en otra dirección; más aún: es contra esa carta que vive y es contra ella que desea seguir vivo.

Lenz ya sabe que sólo le queda hacer un gesto y que su hermano ha desempeñado el papel de mensajero. Un mensajero estúpido, tonto, que recorre miles de kilómetros y vence decenas de peligros para llevar al otro lado del mundo un mensaje que ni él mismo entiende, un mensaje que en realidad dice lo opuesto de lo que él hubiese querido decir. Y Lenz ha recibido ese mensaje, y él sí lo ha entendido.

Y hete aquí que hace entonces lo que sabe que debe hacer. Y que lo percibe no como un gesto ocasional sino como un gesto con el que da cumplimiento a uno de sus deberes más elevados, un gesto que pertenece a su reino más profundo, el reino al que ha jurado lealtad, el reino de quien ataca y de quien sabe que hay elementos que se preparan para atacarlo.

Lenz coge la carta y la rompe una, dos, tres veces: la carta queda destruida.

Aprender a rezar en la era de la técnica

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