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REFLEXIONES SOBRE LA ENFERMEDAD

NEGRA FLOR

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A veces Lenz ve en la enfermedad un encuentro fortuito con un transeúnte que, tras un fuerte impacto, deja en nuestras manos, distraído, una flor negra. Y cuando por fin nos levantamos para devolvérsela, el transeúnte ya ha desaparecido apresuradamente. Empezamos a correr con la flor en la mano –no nos pertenece, podrá necesitarla quien la perdió–, pero en vano; no hay rastro de él. El extraño transeúnte ha desaparecido, se ha evaporado. Y en nuestras manos está la negra flor. El movimiento siguiente podrá hasta parecer un no movimiento –la indecisión–, pero la incomodidad no tardará en dejar de ser un pormenor para convertirse en lo esencial: se hace urgente deshacernos de aquella flor que nos repele. Pues bien, estamos a unos centímetros de un contenedor de basura público, levantamos la tapa y con la mano derecha dejamos caer la flor. Pero algo ocurre: la flor negra no se separa de la mano, está pegada a ella, ya no es posible expulsarla, a no ser que dejes caer también el brazo. Los días siguientes dejarán entrar incontables intentos de expulsar la flor negra primero, y de olvidarla después. No obstante, en un momento dado se producirá un cambio de un extremo al otro del organismo, similar al cambio de moneda en un país, que surge con otros valores, otras referencias; y el hombre se resigna. Ya no hay flor negra; y los médicos se refieren a ese conjunto de hechos inverosímiles con un nombre lógico y antiguo: enfermedad.

ESTRATEGIA DEL MAL

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Lo que más asombraba a Lenz en su trayectoria como médico era el hecho de haber comprendido rápidamente que cada enfermedad fundaba una ciencia singular, con su propia metodología, sus instrumentos específicos, con su tiempo –no confundible– de crecimiento y maduración, con sus resultados, que siempre eran algo asombroso, algo nuevo. Había en Lenz la sensación clara de que alguien estaba llevando a cabo experimentos; tal como un químico que manipula sustancias en su mesa de trabajo, alguien junta­ba elementos, probaba reacciones, introducía ligeras variantes. Las enfermedades –aquella enfermedad en particular– buscaban los mejores caminos, como cualquier animal vivo, los caminos que ofrecían una inclinación más favorable al movimiento; había en aquella enfermedad una lógica de infiltración. No era una masa negra, brutal y súbita que provocaba el hundimiento de algo, no era una bomba. Al contrario, era algo que parecía experimentar placer en no derribar de inmediato que mantenía una unidad malvada de movimiento, un ritmo de sufrimiento por minuto o centímetro cuadrado que en un primer momento procuraba no sobrepasar, como si su placer aumentara con la resistencia del organismo. Era una enfermedad que discurría por callejones; quizá partiera de un punto central, pero no tardaba en extenderse hasta los puntos más insignificantes del organismo. Era una enfermedad que sólo empezaba a reclamar la atención del organismo precisamente cuando éste estaba a punto de convertirse ya en la parte más débil del combate. No había, pues, un enfrentamiento cuerpo a cuerpo; la enfermedad no era un cuerpo, sino un material poco visible, casi transparente; no se arrojaba aquella enfermedad al suelo del mismo modo que se arroja a un hombre.

Al rehuir el duelo, al insistir en una guerrilla mínima, la enfermedad actuaba mediante una estrategia de conquista sucesiva de aliados, y lo que los diversos análisis demostraban, a lo largo del tiempo, era que diversas partes sanas del organismo se iban pasando, mes tras mes, al otro bando, al bando enemigo, en una entrega que mezclaba rendición y traición.

Al contemplar, estupefacto, la rapidez de progresión de la enfermedad en ciertos individuos, la asombrosa rendición de las armas de órganos que sólo unos meses antes parecían vigorosos y no conquistables, Lenz sentía que aquellos órganos, ya domesticados por el mal, no eran sencillamente prisioneros, pues éstos no disparan contra su antiguo cuartel. Más que prisioneros, eran ya parte del ejército enemigo. De ahí la velocidad con la que, a partir de cierto punto, la muerte venía a buscar a las personas. No había, pues, equilibrio entre el mundo de los vivos y el mundo de la muerte. A un lado no se podía hacer nada, no había material de construcción, mientras que al otro sí se hacía: existía un evidente material de aniquilación, de extinción, de destrucción.

DOS BANDOS EN LUGAR DE UNO

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Sin embargo, en el fondo, el material que estaba en juego era el mismo: la enfermedad mataba con las células de las que se componían las grandes voluntades, decisiones y acciones del pasado: la misma materia con otra organización, con una carga negativa.

Un hombre intentaba resistir, sobrevivir, teniendo por aliados a los otros hombres e incluso los siglos de perfeccionamiento médico y técnico, y al otro lado estaba la enfermedad, fortalecida asimismo por siglos de una historia particular, de una historia a la que los hombres no tenían acceso pero que de seguro tendría también su trayectoria, sus altibajos, sus invasiones, sus revueltas, ruinas y grandezas. Las enfermedades, los emisarios de la muerte, no se habían detenido.

En el mundo había, así pues, dos sistemas organizados, y no uno sólo. Había el sistema de los vivos, dominado por el gran hombre de las ciudades más evolucionadas, y el sistema de la muerte, perfectamente desconocido, con poleas de otra naturaleza, que tenía objetivos y métodos específicos.

El sistema de la muerte, o más concretamente la voluntad de la muerte, avanzaba con incontables medios, algunos de ellos sorprendentes, pero las enfermedades, y aquélla en particular, constituían sus grandes ventajas, precisamente porque escapaban a la clasificación de accidentales, de no intencionales, de fruto del azar. La enfermedad no era consecuencia de una naturaleza distraída. Al contrario, la naturaleza, pensaba Lenz –tomando ésta como todo aquello que no es el hombre o no se halla bajo el incontestable dominio de éste–, ejercía a través de la enfermedad una voluntad de lucha, una voluntad malvada, si lo consideramos desde el punto de vista humano, o sencillamente una voluntad fuerte, si el punto de vista es neutro, extra­humano.

Y era en este punto elevado, al nivel de las montañas, que Lenz intentaba colocarse a veces: contemplaba con perspectiva extrahumana la lucha entre ambas fuerzas y sus respectivas voluntades, y desde el papel de espectador se maravillaba con la estética de las chispas y los heridos, negándose a tomar partido emocional ni moral por ninguna de las dos partes.

Siendo médico, tenía por supuesto la obligación profesional, y también a nivel práctico e instrumental, de actuar y tomar partido por uno de los bandos, el humano. Era un soldado del ejército que había fundado las ciudades, pero no más que eso. Nunca lo oirían gritar por la causa humana, no sufriría por la especie del mismo modo que no sufriría si su bisturí se rompiera por accidente. Su abordaje del sufrimiento era individual; no aceptaba el sufrimiento prestado de otros; la compasión era un sentimiento innecesario o, como solía decir el propio Lenz, una herramienta inútil para la existencia, que no resolvía nada desde el punto de vista técnico: como si alguien empuñara un martillo para unir dos telas.

ACERCARSE A LA MONTAÑA

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Siendo un maestro en aquel lenguaje que no levantaba la cabeza, un lenguaje minúsculo situado entre sus dos manos y las células enfermas, Lenz era ante todo un adorador del aire libre, del aire alejado del olor y la temperatura de las máquinas de defensa que los hospitales tenían en abundancia.

En contacto con los elementos mudos del mundo que el hombre aún no controlaba, Lenz se sentía cercano a verdaderos instrumentos de ataque y no de defensa, a diferencia de lo que ocurría en el hospital. En la montaña, en el bosque, entre campos de tierra desordenados, Lenz sentía el temblor de la cercanía de algo que no se contenta con mantenerse, que no lucha por la supervivencia con el apoyo de ninguna máquina médica.

El desorden de la tierra no era un bisturí sino un puñal. Sólo, vagando por lugares extraños y sin un sólo vestigio de metal en las cercanías, Lenz se sentía como un soldado extranjero que, habiéndose perdido, se ve de pronto en medio de un ejército que habla otra lengua y avanza en formación de ataque hacia una ciudad. Y siendo ese soldado, Lenz sabe que lo más sensato es repetir lo que ve, mantenerse en medio de aquella corriente de excitación: no sabe si está entre los vencedores, pero tiene la certeza de que está entre aquéllos que atacan. Y ahí es donde Lenz Buchmann quiere estar.

Aprender a rezar en la era de la técnica

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