Читать книгу Niña y Basurero - Grimanesa Lazaro - Страница 11

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A los ocho años Lucero empezó a tener caídas y a golpearse contra las cosas. Pensé que no veía bien, pero la llevé a un control y no necesitaba anteojos. Se caía de la silla, de la hamaca y de la cama. Comenzó a marcarse el cuerpo. Cosas simples como moretones, pero que igual dolían. Que igual me desmoralizaban.

Le contaba al padre por teléfono y me respondía que era torpe, que era niña, que era salvaje como un cabrito, que no me enojara porque no era la bailarina de ballet que yo quería. No me tomaba en serio. No sé de dónde había sacado lo de la bailarina si en la localidad no había ballet. La niña se caía. Estallaba y era yo quien recogía los pedazos de su cuerpo del piso. Era yo la que caminaba por la casa y encontraba una lonja de piel. Barría el piso y me topaba con un diente de leche.

—¡No te caigas! —le decía.

—¡Qué chica tan tonta!

—¡Prestá atención, carajo!

—¡Rompés otro pantalón de gimnasia y te mando a dormir afuera!

La existencia de Lucero era violenta y más violencia no mejoraba las cosas. Si le gritaba se ponía nerviosa y empezaba a contorsionarse y a llorar. “Me duele, mamá”. “No quiero, ma”. Nos sentábamos a respirar juntas para que se le pasara.

La llevaba al médico cada vez que podía. Me hicieron comprarle zapatillas ortopédicas. Se las hice traer con mi hermana de la ciudad. Miriam trabajaba en una casa de familia casi todo el día, pero se dio tiempo de viajar para buscar zapatillas rosas.

No sé por qué Miriam me quiere, no fui muy buena con ella. Mi mamá pasó mucho tiempo fuera de la casa por la enfermedad de mi abuela. Con Martín presentíamos que Miriam no era su hija. Que había sido parida por otro ser y que por eso no le costaba dejarla. No nos importaban el hecho de haber visto a mi mamá embarazada ni los malos recuerdos de esa época. Su encierro en la pieza con la luz apagada y la jarra de plástico al lado de la cama por los constantes vómitos. El recuerdo de la semana que estuvo en el hospital por una infección urinaria. Los llantos de Miriam recién nacida. Tanto llanto en una misma noche.

No hacía mucho que había pasado todo eso, es cierto, pero lo mismo pensábamos que no era su hija. Y lo peor era que por dentro, por ese recuerdo de su sufrimiento, por lo menos yo justificaba que mi madre la dejara tan chiquita a nuestro cuidado. A mi cuidado.

Una siesta, yo estaba alimentando a mi hermanita con un racimo de uvas. Hacía calor. Casi todos mis recuerdos son del verano porque en invierno pasábamos todo el día encerrados en la pieza. Miriam disfrutaba la fruta. Cómo le brillaban los ojitos. Los cachetes rosados. Escupía lento las semillas con mucha habilidad. Le di de comer las mejores y de repente puse dentro de su boca una uva podrida. ¿Le enseñé la decepción? ¿Le enseñé el sabor agrio?

Otro recuerdo: ella acababa de aprender a andar en bicicleta. Mejor dicho, acababa de poder mantener el torso en una bicicleta con rueditas. Me pidió ir a la bajadita. Subimos. Le dije que era para niños grandes. Me dijo que iba a poder. Yo también pensé que iba a poder. La empujé desde lo alto. Comenzó a llorar. Se detuvo recién a unos doscientos metros, en los arbustos con espinas. Me obligaron a sacárselas una por una. “Es tu culpa, Miriam. Ahora no puedo salir a jugar”.

Otro recuerdo: yo quería averiguar si ella podía volver sola a casa. Salimos a comprar. Ella caminaba con seguridad, tarareando el feliz cumpleaños. Nadie había cumplido años, ¿por qué cantaba esa canción? Me escondí en la puerta de una casa sin que me viera. Tardó un rato en darse cuenta de que había seguido caminando sola. Se dio vuelta, empezó a correr hacia los costados, llorando. Fueron sólo dos minutos, luego salí a agarrarla del brazo.

—¿Por qué te vas? ¡Te van a robar!

Por más que me vio, no dejó de llorar. Siguió llorando en el negocio, en la calle y en la casa. Ya iban dos horas. ¿Se había enfermado? No se dormía. La vecina se acercó a preguntar si estábamos bien. No quería la taza de leche con chocolate. No quería una cuchara con dulce de leche. Mi papá comenzó a volverse loco.

—¿Qué le pasa a la chica? Callá a tu hermana.

—No le pasa nada. Fue a la calle y volvió así.

—Martín, andá a preguntar en el quiosco qué le pasó a la chica.

—No le pasó nada, papá.

Las zapatillas ortopédicas ayudaron. Lucero se cayó menos. A todos les gustó que fueran de color rosa. Pasaron los años y siguió usando zapatos ortopédicos. Al poco tiempo algunas nenas dejaron de usar zapatillas y comenzaron a ir a la escuela con sandalias blancas. No existen hasta el día de hoy sandalias ortopédicas en la localidad.

Niña y Basurero

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