Читать книгу Niña y Basurero - Grimanesa Lazaro - Страница 6

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La panza me apareció recién a los ocho meses, como un rayo. Antes había sido una embarazada sin antojos, sin manchas en la cara ni retención de líquido en los tobillos. Tuve al principio poco aumento de peso. Pero a mediados del tercer trimestre, reforzando la idea de que la naturaleza arrasa con fuerza, no me entraban ni los vestidos más holgados. Me levantaba desesperada de noche para tomar agua y comer naranjas y me faltaba el aire cuando lavaba el piso.

En ese momento lo que entonces no me parecía normal en mi cuerpo era paradójicamente naturalizado por todos a mi alrededor. Ellos decían entender mis síntomas. A veces siento que la mayoría de las personas hasta se alegraron cuando por fin empecé a quejarme de las manchas y los edemas. Se sintieron felices de verme la panza cuadrada y de enterarse de que tenía que dormir sentada para poder respirar.

En las tres ecografías que me hice Lucero tenía un crecimiento normal. En la primera descansaba horizontal. Me hizo acordar al dibujito del niño acostado sobre la luna, pescando. Vi la silueta de la cara y las patitas flotando en su colchón de líquido. En la segunda reposaba con la cara hacia mi ombligo. En la última, antes del parto, la escondía entre sus brazos y no se dejaba ver.

En el hospital no pudieron imprimir fotos de ninguna de las tres porque no tenían papel, así que sólo yo la conocí en su feliz estado fetal. Alimentada en vivo por los nutrientes de mi placenta. Dormida a treinta y siete punto cuatro grados, que fue la temperatura de la mayor parte del verano, respirando un poco de carbón por la quema de caña.

Así se desarrolló Lucero. Escuchando mi corazón arrítmico, siempre supe que una de mis válvulas funcionaba mal por la fiebre reumática que me había dado de chica, y que yo no debía quedar embarazada. Pero ahí estaba. Cargando los tres kilos y medio rosados de carne y huesitos de una niña y los seis kilos de placenta y líquidos.

Rompí bolsa a la madrugada. Me fui inmediatamente al hospital. Mis amigas me advirtieron de esperar unas horas en casa, pero por tener el corazón fallado entendí desde antes de concebirla que había riesgos. Que tenía que nacer por parto porque mi cuerpo no toleraría una cirugía. Para mi marido también estaríamos más seguras en el hospital. Le impresionaba la sangre y tenía miedo de no poder ayudar si mi casa se volvía una sala de parto.

Al comienzo de todo, la niña me revolvía las entrañas, hacia arriba. Empujaba con sus pies la base de mi pelvis e intentaba llegar hasta mi corazón. Si lo encontraba, ¿se agarraría de él?, ¿ese bofe tendría olor a sangre?, ¿latería distinto durante el trabajo de parto?, ¿lo arreglaría esta niña santa?

En el hospital mi médica no estaba ni iba a estar. Había viajado a un congreso, así que la reemplazaba otra médica. La chica me saludó cuando llegué y me puso la mano sobre la panza. Después se hizo cargo una partera que me revisaba cada dos horas mientras me daba algún consejo. Si bien estaba sola en el cuarto, no lo vi como algo cómodo. Tenía miedo en serio, pero no dejaban entrar a nadie. “Recién cuando vaya a nacer vamos a llamar a tu marido”. “Ahora dormí”. “Aprovechá”. Yo quería estar con mi marido, con la vecina o con la quiosquera. Necesitaba que alguien me hablara. Que me trajera de vuelta de mis pensamientos de catástrofe inminente y de muerte segura al norte de Argentina.

A las tres de la mañana del día siguiente la partera gritó que veía una piernita. Yo también la sentí. La pata acarició todo alrededor: las telas esterilizadas, los labios de mi vagina y la superficie de la camilla. La partera comenzó a gritar y vino la misma médica del día anterior. Apareció corriendo y me revisó. No vio la pata. Yo también dejé de sentirla. Introdujo su dedo por la carne viva de mi vagina y le dijo a la partera que era imposible, que tocaba la cabeza del bebé.

La médica me preguntó cuántas horas llevaba ahí. Le dije que dieciséis y puso una cara que no me gustó. Me abrió el goteo del suero y desde entonces todo me dolió mucho más. Estoy segura de que desde ese momento todo dolió más. Parece que apartaron a la partera del sector, porque no regresó. En cambio dejaron pasar a mi marido. Pasamos el resto de las horas en silencio. Deberíamos haber llevado una radio.

Lucero nació a las pocas horas, cuando comienza el día pero todavía no se ve el sol. Dudé en ponerle Alba, Solange, Clara. A la hora de enseñarle a escribir me gustaría haberle puesto Ana. Algo más fácil de aprender y de internalizar.

La bebé gritó y abrió los ojos llenos de grasa. Negros y redondos como los del padre sobre un fondo pálido. Me preguntaron ¿cómo le vas a poner? Dije Lucero. “Lucero, vení con mamá”, pero no me miró. Hasta el día de hoy no responde por su nombre. La llamás y no entiende que te dirigís a ella. No entiende que aunque no le guste la bauticé así, que tiene identidad y se llama Lucero.

Niña y Basurero

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