Читать книгу Niña y Basurero - Grimanesa Lazaro - Страница 7
ОглавлениеCon Alejo, mi reciente marido, pensamos el mejor lugar donde vivir durante todo el embarazo. Analizamos opciones como los adultos responsables que nos tocaba ser. Fuimos a ver un par de alquileres, regateamos precios, medimos distancias. Nos costaba aceptar que hasta que él no consiguiera un mejor trabajo, lo mejor que podíamos hacer era vivir en mi casa.
Cuando me embaracé sólo vivíamos mi papá y yo. Mi mamá había fallecido dos años antes por cáncer de pulmón. Mi hermano trabajaba en la ciudad. Mi hermana acababa de cumplir diecinueve y vivía con su novio a dos cuadras. Casi no la veíamos porque de lunes a viernes era empleada cama adentro en otra localidad. Todo por decisión propia. Nadie la obligaba a trabajar. Supuestamente quería juntar plata para viajar.
Mi viejo había cumplido cincuenta y tres. No hacía ruido. Era ordenado, todavía tenía algunas amistades y trabajaba día por medio. No le di muchas explicaciones. Le conté del embarazo y que Alejo iba a hacer una pieza de material en el terreno. Lo más probable era que se mudaría con nosotros cuando naciera el bebé. Creo que, a diferencia de mis otros dos hermanos, mi papá nunca pensó que me iría de su lado. No le generó sorpresa que me quedara y hasta se alegró que nos quedáramos viviendo con él.
Alejo invirtió en una ampliación pequeña. Contrató a dos hombres para que construyeran una habitación de material con baño. Algo sencillo, amplio para que entrasen la cuna y la cama matrimonial, acorde con el resto de la casa. Las ventanas y el piso se comprarían más adelante.
Los hombres trabajaron un mes para levantarla. Era época de lluvia y el camino de tierra desde la entrada hasta el fondo de la casa no ayudó en la construcción. La carretilla dejó todo el patio con pozos que después se llenaron de sapos. Estábamos inundados de barro y mosquitos. Mi papá limpiaba de noche. Había que baldear con agua limpia, barrer y sacar los escombros. Correr las alimañas. No me puedo olvidar del olor a humedad, del cemento ni del ruido del pico sobre el ladrillo. Estaba embarazada y me daban jaquecas y náuseas.
Durante la construcción Alejo todavía siguió viviendo en la casa de su mamá. Pasaba a la mañana a ver la obra. No entendía nada ni le ponía mucha onda. Sin mi papá todo hubiera quedado chueco. Mal encuadrado. Tampoco me ayudaba a sacar el polvo. No se daba cuenta, o no sé. No era del todo un hombre atento. Había cosas que le daban impresión. Cuando mi mamá estaba enferma no quería entrar a verla. Es cierto que no tenía buen aspecto, pero un par de veces preguntó por él y lo mismo no quiso saludarla. Decía que lo ponía mal.
Mi vieja había sido morocha y si tomaba sol se ponía dorada. Su piel quemada era bella. Como un manto que combinaba distintos matices tierra y que relucían si se iluminaba en ciertos ángulos. Cuando estaba mojada tenía cierto resplandor y se le posaban catas verdes en el hombro. No sé. Ella nunca fumó. No entendemos por qué tuvo cáncer de pulmón. A los tres meses del diagnóstico estaba esquelética y transparente. Podías seguir cada vena de su cuerpo. Palpar el borde de todas sus costillas que, lamentablemente, se quebraron una por una cada vez que le agarraba un ataque severo de tos. Su color dorado cambió por azul.
Consultó un día cualquiera en la salita del CAPS porque le dolía la panza. Me dijo el médico que no la veía respirar bien. Ninguna de las dos se había dado cuenta. Tampoco sabíamos que existía una forma correcta de respirar. Le hicieron una radiografía y la derivaron en ambulancia al Hospital Padilla. Quedó internada para hacerle un ciclo de quimioterapia. Todos eran amables, pero se puso muy mal. No aguantó. Tosía, vomitaba. Se ahogaba con la comida. Le dio diarrea con sangre. Todo junto. Ella no quería estar ahí. Firmamos unos papeles y la dejaron libre. Pagamos un auto particular para que la trajera hasta acá. Viajó con pañales.
Los pocos meses que vivió la atendí con gusto. Yo tenía veinticuatro años. Miriam seguía en la escuela secundaria y no queríamos que se impresionara. Martín se había ido hacía poco a la ciudad, ¿para qué iba a volver?
Después de ver a mi mamá con decenas de ataques de falta de aire no pasó mucho hasta perderle el miedo a la muerte, por lo menos a la mía. Igual sí me da miedo matar. Todos los saben.
La primera noche que dormimos en la habitación nueva, Lucero tenía tres meses. Aunque a la habitación la habían terminado hacía mucho, esperamos a que hiciera calor para mudarnos por la falta de una ventana sólida que protegiera del viento.
Esa noche una cucaracha intrusa salió del inodoro. Era marrón, reluciente. Medía seis centímetros, sin exagerar. La vi a las tres de la mañana cuando me levanté para ir al baño. Tendría que haberla matado en ese momento, pero entonces comencé a sentir mi fobia con matar. La culpa. Arañas, cucarachas, ratones y sapos. No podía exterminar a ninguno sin sentir que estaba acabando con la paz de un ser vivo inofensivo que no había elegido terminar así.
La dejé con vida. Era un hermoso bicho, feliz de existir. Pensé que al otro día la encontraría boca arriba, muerta por no poder girar su eje sobre sí misma. Muerta por haber comido las migas de mi piso hasta reventar. Un monstruo con gula.
Me levanté a las seis para darle la mamadera a Lucero. Alejo dormía. Vi a la cucaracha al lado de mi cama, boca arriba, moviendo sus cuatro patas sin poder girarse. La profecía se cumplía. A las diez estaría muerta. ¿Debía terminar con su sufrimiento en ese momento? No, yo no podía ser responsable, pensé. Moriría ella sola por culpa de sus propias discapacidades naturales, estaba escrito.
Me levanté a desayunar. No encontré su cuerpo al lado de la cama. Levanté las colchas para ver si estaba escondida. Nada. Al preparar el café con la pava eléctrica la sentí caminar en mi pie. No quería mirar. Era ella. Sentirla fue el peor de los castigos y me quemé por derramarme encima una taza de agua hirviendo.
Sacudí con fuerza el pie y voló. Me puse zapatillas. Aterrizó cerca de la mamadera de Lucero. Una electricidad me invadió el cuerpo y la asesiné. No iba a dejar que tocara las cosas de mi bebé. La escuché crujir. La vi continuar moviendo las antenas después de muerta. Norte, sur, norte. Dejaron de moverse.
Pienso en que Lucero tiene miedo de que yo me muera y me dan ganas de decirle que no es tan terrible que se muera tu mamá. Mucho menos si la ves azul clamando que le entre aire. El aire no es gratis como pensamos. A veces la muerte parece una bendición. Pero no puedo decirle eso todavía. Es muy chiquita.