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Todos los años, a partir del quince de diciembre, me sentaba con mi hija Lucero a estudiar. Aprovechábamos las vacaciones para repasar lengua y matemática. No era por sugerencia de ninguna maestra. Yo quería que le fuera mejor en la escuela, no para que brillara, sino para que pasara desapercibida y que nadie hablase de ella.

Después de la entrega de diplomas en el acto de fin de año la dejaba dormir y jugar dos semanas de forma ininterrumpida. Luego, antes de la navidad, abríamos los cuadernos por la tarde. El mejor momento del día era cuando caía el sol. Durante la siesta era imposible, hacía mucho calor. Si comenzaba a llover tampoco podíamos. El ruido del agua sobre el techo de chapa de nuestra casa impedía que pudiéramos escucharnos.

La iniciativa de la escuela en casa comenzó cuando Lucero terminó primer grado y me advirtieron que no había aprendido a escribir. Sólo copiaba algunas palabras del pizarrón. Entonces me pasé todo el verano enseñándole a escribir su nombre.

—Poné Lucero.

A veces se lo pedía hasta tres veces antes de que se dispusiera a cumplir la orden. Ella agarraba la lapicera con la mano derecha, toda torcida. No sé cómo podía escribir en esa posición. Escribía “lcerol”.

—Está mal. Lu, U. Como muuu de la vaca. Y la primera es con mayúscula, si es tu nombre, ¿o sos un perro?

—Sí sé mamá.

No se reía mucho y le costaba concentrarse. Le gustaba quedarse mirando objetos pequeños con la boca abierta como moscas o gotas de jugo sobre el mantel de plástico. Otra cosa difícil era retenerla. La sentaba alrededor de la mesa en una silla alta con las piernas colgando y no dejaba de moverse. Contorneaba las piernas o bien simulaba andar en bicicleta. Tenía seis años y no podía dejar la cola fija sobre una superficie dura.

Siempre moviéndose, así la recuerdo. Varias veces la había tratado contra los parásitos sin éxito. Nunca me gustó retarla por el movimiento, pero era difícil que pudiera escribir o pintar en el libro de animales de la granja. Mi papá me aconsejó agarrarla con una sábana, así que la ataba al respaldar de la silla con la esperanza de que no se deslizara para abajo. Tampoco podíamos comer o tomar algo mientras estudiábamos. Volcaba los vasos en los cuadernos.

Después de dos horas de repaso me daba pena que no hubiera tomado líquido y la dejaba libre. Salía corriendo como un bicho. Ágil, con la huida planificada desde tiempos inmemoriales. Nadie me diría que ella no era inteligente. Escapaba de mí como un cachorro mamífero en peligro de una carnicería e inclusive del canibalismo que yo pudiera ejercer contra ella.

—Escribí de nuevo. Luuuuuceeeero. Escribí bien una vez y te vas.

Inmediatamente había puesto “lucreli”.

—Lucero no lleva letra I. Y la primera es con mayúscula. ¿Sos niña o perro?

Niña y Basurero

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