Читать книгу Niña y Basurero - Grimanesa Lazaro - Страница 9
ОглавлениеDe mi cuerpo la sacaron jalándole la cabeza hacia el piso. Era un arrollado caliente de órganos. Dijeron que casi se les resbala de las manos. Me la colocaron sobre la panza. “Va a hacer un truco”, dijeron. Y efectivamente se deslizó con sus brazos y piernas como una lagartija hasta mis tetas. Me miró fijo y abrió sus fauces saboreando mi pezón. Todos rieron, adorándola. Pero entonces se soltó. Comenzó a abrir y cerrar la boca como un pescado clamando aire. Aire, no leche.
Recuerdo esto porque tal vez es la explicación de una tarde donde odié a mi hija. Una tarde que Alejo nos llevó a pasear al río. Fue un fin de semana que volvió a casa de visita. Fuimos en un auto usado que compró en el sur. Llevamos una colcha vieja para sentarnos sobre las piedras, ropa para cambiarnos por si nos mojábamos y muchos sánguches.
Antes de llegar lo obligué a parar en una farmacia y que me diera dinero para comprar protector solar y repelente para la niña, que tenía las piernas llenas de cicatrices por picaduras de mosquitos. Gasté una fortuna en algo que no íbamos a volver a usar, de una fragancia exquisita. Cítrica. Y entonces padecí su bombardeo de críticas de que yo sobreprotegía a la criatura. Que en el río se está bajo el sol y con moscas o no se está.
A Lucero le puse un sombrero rosa, un short floreado y una remera amarilla. La peiné con dos trenzas. Las zapatillas se las dejé impecables. Las había cepillado la noche anterior y repasado con tiza blanca. Acababa de cumplir cinco años. Bajó del auto y a pesar de que en casa era una niña retraída comenzó a saltar y a correr libremente. A dar piruetas en el barro.
—¿Qué querés? Vos le pusiste esa ropa nueva y la traés al río. Ahora dejala que rompa todo. Total acá el que labura soy yo. Te digo una sola cosa, bancatelá y no jodás a la chica.
Mi hija corrió al río al lado de unos pescadores. Los saludó y se puso a tocar sus cosas. Yo la llamaba, pero, como siempre, no respondía por su nombre. Los hombres se reían. Pusieron una mojarrita viva en un frasco de mermelada con agua y se la dieron. Volvió corriendo hacia mí.
Miré el frasco con asombro y le dije:
—Vamos, hija, a liberar a ese pescadito al agua.
Me miró indignada. Cuando quise agarrar al pez, se negó y me dijo que era suyo. Agarró la mojarra y la sacó. El animal abría y cerraba la boca, muriéndose. Lucero se reía y lo imitaba y de repente lo lamió.
—¡No seas cruel! —le grité y le saqué desesperada el animal de la mano. Con fuerza lo arrojé al río. Y me enojé como si ella pudiera entender ese concepto y como si el animal con toda la garganta destrozada por el anzuelo pudiera salvarse. Comenzó a llorar y ya nunca pudimos calmarla.
Volví con la nena quemada y sucia. Nunca le puse protector solar. El auto tenía olor rancio por los sánguches con mayonesa echados a perder. Alejo no me habló durante todo el viaje de vuelta. El lunes volvió al sur.