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Yo no sé cómo aprendí a leer. No me acuerdo. Mi papá tampoco sabe. No fue él quien me enseñó. Cree que volví sabiendo de la escuela. En mi casa no había libros y el diario sólo lo dejaban los domingos. Todo lo que consumía eran fotocopias de canciones que regalaban en la iglesia y los cuadernos de la escuela.

Lucero va a la misma escuela que fui yo. Veinte años pasaron demasiado rápido. El edificio y lo que sucede en el aula se modificó un montón. Nosotros copiábamos todo del pizarrón. Me acuerdo de que las señoritas eran alérgicas a la tiza. Mi papá una vez al año se ofrecía y repasaba las pizarras con pintura negra para que no tuvieran que remarcar.

A mí me encantaba salir del aula, ir a tomar agua al patio, pasar por la dirección y elegir los colores de tiza que nadie quería. Verde y amarillo. Volver y copiar con esas tizas en el pizarrón. Tenía la letra grande y copiaba sin errores. Ni idea de dónde aprendí las reglas ortográficas. Después me dolía la muñeca porque si no marcaba fuerte se quejaban de que el amarillo no se leía. Y no quería que me prohibieran usar ese color, así que apretaba hasta causarme una tendinitis.

Ahora hay fotocopias. Mi papá junta las monedas que le piden a Lucero todos los días. Hasta una biblioteca hay. Los chicos pueden elegir un libro y traerlo a casa por un fin de semana.

Me di cuenta de su problema de adicción conmigo desde que nació. En la panza misma quizás. La niña no se movía mucho. No necesitaba comunicarse conmigo, pero sí tenerme cerca. De bebé no le gustaba estar con nadie más. Ni siquiera los animales le inspiraban confianza.

Esa puede ser una de las causas de que el padre se haya ido a trabajar a otra provincia. Con mi cría nunca dejamos de ser la misma persona. Pegada a mí, así es su historia. Apoyada en el pecho de la madre creció, con y sin teta. No era comida lo que necesitaba para vivir, era a mí.

Comemos juntas, dormimos juntas, vamos juntas a comprar. La llevé cargando a la escuela desde que iba a jardín de infantes y la retiré a upa también. Los primeros años me tuve que sentar todos los días en la puerta del aula porque si no, no quería quedarse. Debía mirarla y sonreír. Transmitirle paz. Era muy callada, no hablaba con otros chicos. Se contorneaba también en el banco del aula y, a diferencia de mí, la maestra sí la retaba.

Cuando servían el mate cocido, no lo quería. Me tocaba darle yogur de frutilla en la boca con una cuchara durante el recreo. Pero no era por fina. De verdad era como si no pudiera comer otra cosa que yogur y algunas frutas hervidas. Las texturas de las galletas le molestan y no las soporta dentro de las fauces. Me dijo “siento como un puñado de hojas de árbol adentro de la boca”.

Al principio en el jardín me ofrecían mates. Yo ayudaba con alguna función maternal, como acompañar a los niños al baño o limpiarles la nariz si estaban resfriados. Pero cuando Lucero pasó a primer grado las señoritas me pidieron que me fuera. Dijeron que no le hacía bien para su desarrollo. Entonces todos los días era siempre la misma secuencia. Hablaban conmigo y yo me iba. Luego mi hija comenzaba a gritar, a patear y a simular que no estaba respirando. Los demás no podían seguir la clase. Una nena era muy sensible y lloraba con ella. No entendía que era en vano, que Lucero la veía y lloraba más fuerte.

Lucero tenía que crecer y no sabíamos cómo ayudarla. Un día decidieron llamar a la directora. Alguien con más experiencia.

—¿Lucero, por qué llorás? —le preguntó la vieja mujer—. Tu mamá tiene que ir a hacer las cosas de la casa, no puede quedarse con vos.

Creo que nadie se había detenido a preguntárselo antes.

—Si mi mamá se va, se puede morir —dijo Lucero, y me conmovió.

Siete años y lo único en lo que pensaba mi hija era en mi muerte precoz, en su abandono, en una situación de duelo. La muerte, lo único para lo cual no tengo explicación. Desde los siete años la veo dilatar ambas pupilas como un felino, agarrar mi pierna con la mano izquierda y el lápiz con la mano derecha. Con la mano torcida ella sólo escribe “mi yamo uclerooL”.

Niña y Basurero

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