Читать книгу Niña y Basurero - Grimanesa Lazaro - Страница 12

Оглавление

Mi primer noviazgo lo tuve en el último año de la secundaria con un chico que sólo hablaba de aviones. Se llamaba Fernando. Era dos años más chico que yo, pero lo habían adelantado en la primaria porque era muy bueno en matemáticas.

Por las tardes se la pasaba estudiando física de un libro viejo de la biblioteca llamado Castiglioni. Pedía siempre los dos tomos. Los sábados pagábamos una hora de cyber entre los dos y buscábamos información sobre aviones. Modelos, colores, tipos de pintura, la comida que servían, el uniforme de la tripulación, dónde estaban las pistas de aterrizaje secretas en Argentina. Le importaba todo. Cómo funcionaba el baño también. Después me dejaba en mi casa y volvía apurado a la suya para no olvidarse. Escribía fichas en hojas A4 y las ponía en una firme carpeta azul.

Un sábado me pasó a buscar temprano. Me preguntó si yo quería acompañarlo al aeropuerto a ver despegar un avión de verdad. Hablé con mi papá y le pedí permiso. Le mentí que íbamos a ir al centro en la capital. Por supuesto que no quería dejarme ir, pero vio al chico en la puerta de la casa y lo reconoció. Todos hablaban bien de Fernando. Me dijo que regresara a las seis de la tarde a la casa. Ni un minuto más tarde. Que si pasaba algo nunca más iba a salir, ni a la fiesta de egresados.

Me puse una camisa celeste, un jean negro y las zapatillas blancas de la escuela. Un par de aros plateados en forma de clave de sol que me habían regalado para mis quince y me recogí el pelo con una vincha de tela blanca.

Fuimos caminando hasta la plaza. La gente hablaba. Nos paramos en una esquina y entonces fue obvio que estábamos saliendo juntos de la localidad. Eso sólo lo hacían los que eran novios en serio, socios o padres e hijos.

Creo que nunca habíamos estado solos. Tomamos un auto compartido hasta otra plaza vecina. Me tocó sentarme en el medio, toda apretada entre dos viejos. El auto llegó rápido. Compramos tortas fritas en un carrito. Estaban recién amasadas. Tan calientes que todavía se les escapaba el vapor al morderlas. Un colectivo de línea nos llevó hasta la terminal nueva en la capital.

La terminal era una de las pocas cosas que más o menos conocía. En quinto grado te llevaba una maestra en un viaje de estudios. Te enseñaba a comprar un boleto, preguntar direcciones y a pedir café con leche en un bar. Ese sábado había mucha gente. Todos tenían algo en la mano. Esperaban con valijas o con los más diversos bultos. Ropa, plantas, herramientas, cajas de golosinas, cajas con gatos y perros. No soy tímida, pero no podía hablar.

Me tocó hacer una cola larguísima para usar el baño. Me cobraron cincuenta centavos. Era un baño enorme con diez inodoros y lo mismo tocó hacer fila. Una señora sentada en la puerta me convidó un poco de papel higiénico blanco y suavecito, con perfume. No sé por qué me dio ese. Por lo general entregaba del común, el de color gris. Oriné pero no usé el papel. Me lo guardé en el bolsillo para mostrárselo a Miriam.

Desde la terminal tomamos otro colectivo que nos dejó sobre la ruta. Ahí estuvimos sentados en la nada misma, sin encontrar la parada del otro colectivo que nos llevaría al aeropuerto. “Me dijeron que me parara aquí”, me dijo Fernando. Creo que estuvimos tres horas. No hablamos mucho. Vi que llevaba en la mochila hojas en blanco y lápices negros de distintas puntas.

No sé cómo había conseguido la plata para tantos pasajes, pero ya eran las tres de la tarde. Él sabía que teníamos que volver. Yo no me atrevía a hablar. No quería romperle el sueño de ver el despegue, pero tenía miedo de mi papá.

Cruzamos la ruta en la dirección contraria. Comenzamos a caminar. Mis zapatillas blancas de la escuela eran pura tierra. No entendíamos mucho. Hicimos dedo. No paraba nadie. Llegamos a un semáforo y le tocamos los vidrios polarizados a una camioneta cuatro por cuatro. La manejaba una mujer muy hermosa, con botas y lentes de sol. Accedió y nos llevó en la caja.

Bajamos en un parque cerca de la terminal. Hacía mucho calor. Vimos una fuente de agua y aprovechamos para mojarnos detrás de la cabeza. Compramos un jugo en otro carrito. El parque tenía un lago con muchos patos blancos nadando. Desde la terminal fue la misma secuencia. Baño (esta vez con papel higiénico común), colectivo, auto compartido, parada en la localidad.

Llegué a las ocho. Comenzaba a estar oscuro. Fernando me dejó en la puerta y se fue a su casa. Era lo mejor. Mi mamá y Miriam me recibieron en la puerta. Me besaron y me abrazaron. Miriam preguntó si le había traído algo. Mi papá gritó mi nombre desde los tres metros de distancia de su habitación. Fui. Él había tomado.

—Te dije a las seis.

Me agarró de la muñeca, me dio vuelta, me arrodilló. Sentí cómo se sacaba el cinto. Cerré los ojos para recibir el golpe y sólo escuché un ruido. No sé si fue a propósito o de gusto, pero le pegó a la pared. Todo en menos de treinta segundos.

—Andá a dormir.

Esa noche no cené. En todo el día sólo había comido esa torta frita de la mañana, pero igual no tenía ganas de comer. El domingo fue como un día cualquiera. Todos hicieron como si no hubiera pasado nada la noche anterior.

Fernando faltó a la escuela el lunes. Nunca faltaba. No me animé a ir a buscarlo a su casa. Su mamá no me conocía y no quería presentarme de ese modo.

Para mi fiesta de egresados ya habíamos cortado. Él no salía, no hablaba con nadie, no quería ir a la escuela. Estudiaba en su casa. Había comenzado a trabajar para ayudar, para sus cosas. Del chico inteligente pasó a ser el chico raro. Supongo que dejé de interesarle. Nunca terminamos la relación formalmente, era algo sobreentendido. Conocí a mi marido al poco tiempo y seis años después quedé embarazada de Lucero.

La localidad era chica, así que me llamó la atención cuando Fernando desapareció. Me dijeron que se había ido a la capital. No supieron decirme si a estudiar o a trabajar. No sé si después volvió a intentar llegar al aeropuerto. Era la persona que más sabía de aviones que conocía, aunque él nunca había visto uno de verdad.

Niña y Basurero

Подняться наверх