Читать книгу Te echo de menos - Харлан Кобен - Страница 10
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ОглавлениеEn un principio, el Centro Correccional Fishkill se había llamado Hospital Estatal Matteawan para Criminales y Enfermos Mentales. Eso había sido a finales del siglo XIX. De un modo u otro, aún había seguido funcionando como hospital para enfermos mentales hasta la década de 1970, cuando la legislación hizo más difícil internar arbitrariamente a los que consideraban locos. Ahora, Fishkill era una cárcel de seguridad media, aunque tenía de todo, desde reclusos de mínima seguridad con permisos de trabajo hasta un bloque de máxima seguridad.
El original edificio de ladrillo, localizado en Beacon, en el estado de Nueva York, y situado en un enclave pintoresco entre el río Hudson y las montañas Fishkill, aún seguía allí. Con su alambre de espino y su descuidado estado, parecía algo a medio camino entre un viejo campus universitario y Auschwitz.
Kat hizo uso de su tacto, de su profesionalidad y de su placa dorada para pasar la mayor parte de los controles de seguridad. En la policía de Nueva York, los agentes de calle tienen una placa plateada. Los investigadores la tienen dorada. Su número de placa, el 8115, había pertenecido a su padre.
Una enfermera de cierta edad, vestida completamente de blanco y con una anticuada cofia de enfermera, salió a su paso en el ala hospitalaria. Llevaba un maquillaje chillón —sombra de ojos azul intenso y pintalabios de un rojo vivo—, como si le hubieran echado pinturas de cera fundidas por la cara. Le sonrió con una dulzura exagerada, mostrando sus dientes manchados de pintalabios.
—El señor Leburne ha solicitado no recibir visitas.
Kat sacó una vez más la placa.
—Solo quiero verle... —dijo, y observó que la enfermera llevaba una placa que decía SYLVIA STEINER, ENFERMERA—, señorita Steiner.
La enfermera Steiner cogió la placa dorada, se tomó su tiempo en leerla y luego levantó la mirada para escrutar el rostro de Kat, que mantuvo su expresión neutra.
—No lo entiendo. ¿Por qué está aquí?
—Mató a mi padre.
—Ya veo. ¿Y quiere verlo sufrir?
El tono de la enfermera Steiner dejaba claro que no la estaba juzgando. Era como si fuera la cosa más natural del mundo.
—Eh..., no. He venido a hacerle unas preguntas.
La enfermera echó un último vistazo a la placa y se la devolvió.
—Por aquí, querida.
La voz era melódica, tan angelical que daba miedo. La enfermera Steiner la llevó a una sala con cuatro camas. Tres estaban vacías. En la cuarta, al fondo a la derecha, estaba tendido Monte Leburne con los ojos cerrados. En su día, Leburne había sido un matón enorme. Si hacía falta alguien para un golpe con violencia o intimidación, era a él a quien llamaban. Leburne, exboxeador de los pesos pesados que sin duda había recibido demasiados golpes en la cabeza, había usado los puños (y otras cosas) para la reclamación de deudas, la extorsión, las disputas territoriales, los ataques a sindicatos..., de todo. Después de que una familia rival le hubiera dado una paliza especialmente brutal, sus jefes —que respetaban la gran lealtad de Leburne, una lealtad que casi rayaba en la estupidez— le habían dado una pistola y le habían consignado la tarea de disparar a sus enemigos, algo menos exigente físicamente.
O sea, que Monte Leburne se había convertido en un matón de nivel medio. No era muy listo, pero, si te parabas a pensarlo, ¿cuánta inteligencia hace falta para disparar a un hombre con una pistola?
—Se despierta y se duerme a ratos —explicó la enfermera Steiner.
Kat se acercó a la cama. La enfermera Steiner se quedó unos pasos por detrás.
—¿Podría dejarnos un rato solos? —preguntó Kat.
Aquella sonrisa dulzona. Aquella voz melódica, escalofriante:
—No, querida. No puedo.
Kat miró a Leburne, y por un momento buscó en su interior algún indicio de compasión por el hombre que había matado a su padre. Si lo había, lo tenía muy bien escondido. La mayoría de los días, el odio que sentía por aquel hombre era terrible, pero otros días se daba cuenta de que era como odiar a una pistola. Él era el arma. Nada más.
Por supuesto, también habría que destruir las armas, ¿no? Kat le puso la mano en el hombro a Leburne y lo zarandeó suavemente. Leburne parpadeó y abrió los ojos.
—Hola, Monte.
El hombre tardó un momento en enfocar el rostro de Kat con la mirada. Cuando lo hizo, cuando la reconoció, se quedó rígido.
—Se supone que no tienes que estar aquí, Kat.
Kat se metió la mano en el bolsillo y sacó una fotografía.
—Era mi padre —dijo.
Cada vez que lo visitaba, llevaba esa foto consigo. No estaba segura del porqué. En parte esperaba conmoverlo con ello, pero los ejecutores raramente son vulnerables a los sentimientos de culpa. Quizá la llevara por ella, para darse fuerzas, para que su padre, de algún modo, le diera apoyo.
—¿Quién lo quería muerto? —preguntó Kat—. Era Cozone, ¿no?
Leburne tenía la nuca apoyada en la almohada.
—¿Por qué sigues haciéndome las mismas preguntas?
—Porque nunca me las respondes.
Monte Leburne le sonrió, mostrando unos dientes pequeños y puntiagudos. Incluso a aquella distancia, Kat olía su aliento putrefacto.
—¿Y qué esperas? ¿Una confesión en el lecho de muerte?
—Ya no hay motivo para no decirme la verdad, Monte.
—Claro que lo hay —respondió él.
Se refería a su familia. Aquel era su precio, por supuesto. Mantén la boca cerrada y cuidaremos de tu familia. Abre la boca y los haremos trizas.
La versión definitiva del sistema del palo y la zanahoria.
Ese había sido siempre su problema con él. No tenía nada que ofrecerle.
No hacía falta ser médico para darse cuenta de que a Monte Leburne no le quedaba mucho tiempo. La muerte ya se había instalado cómodamente e iba abriéndose paso hasta la inevitable victoria final. Monte estaba hundido en la cama, como si fuera a desaparecer en ella, y, luego, en el suelo, para después, ¡puf!, desvanecerse. Kat le miró la mano derecha —la de la pistola—, llena de venas gruesas y prominentes que parecían viejas mangueras de jardín. Tenía una vía puesta cerca de la muñeca.
Un arranque de dolor agudo hizo que Monte apretara los dientes.
—Vete —dijo no sin esfuerzo.
—No —repuso, Kat, que sentía que su última oportunidad se le escapaba de las manos—. Por favor —insistió esforzándose por evitar que la desesperación se reflejara en su voz—. Necesito saberlo.
—Vete.
Kat se le acercó.
—Escúchame, ¿quieres? Esto es solo para mí. ¿Lo entiendes? Han pasado dieciocho años. Tengo que saber la verdad. Eso es todo. Para pasar página. ¿Por qué ordenó la muerte de mi padre?
—Déjame en paz.
—Diré que has cantado.
—¿Qué?
Kat asintió, intentando mantenerse firme.
—En el momento en que mueras, detendré a ese cabrón. Diré que tú le delataste. Que tengo una confesión completa.
Monte Leburne sonrió de nuevo.
—Buen intento.
—¿Crees que no lo haré?
—No sé qué harás. Lo que sí sé es que nadie se lo creerá —dijo Monte Leburne, y miró más allá, hacia la enfermera Steiner—. Y tengo un testigo, ¿verdad, Sylvia?
La enfermera Steiner asintió.
—Estoy aquí mismo, Monte.
Una nueva punzada de dolor le hizo cerrar los ojos con fuerza.
—Estoy muy cansado, Sylvia. Me duele mucho.
La enfermera Steiner enseguida se acercó a la cama.
—Estoy aquí, Monte —dijo cogiéndole la mano. Con aquel maquillaje chillón, su sonrisa parecía prácticamente pintada, como un payaso de película de terror.
—Por favor, Sylvia, haz que se vaya.
—Ya se va —respondió ella, al tiempo que accionaba la bomba, liberando algún tipo de narcótico por vena—. Tú relájate, Monte, ¿vale?
—No dejes que se quede.
—Chist..., enseguida se te pasa —le dijo la enfermera Steiner, y le soltó una mirada amenazante a Kat—. Ya se va.
Kat estaba a punto de protestar, pero la enfermera Steiner apretó unos botones de la bomba intravenosa, con lo que aquello pasó a ser un detalle irrelevante. Los párpados de Leburne temblaron hasta cerrarse. Unos momentos más tarde, estaba inconsciente.
Una pérdida de tiempo.
Pero, claro, ¿qué podía esperarse? Hasta Leburne, en plena agonía, se había mofado de la idea de que pudiera hacer una confesión en el lecho de muerte. Cozone sabía cómo tener callados a sus subordinados. Si te portas bien, cuidamos a tu familia de por vida. Si hablas, todos mueren. No había ningún incentivo posible que pudiera hacerle hablar. Nunca lo había habido. Y desde luego ahora tampoco lo había.
Kat estaba a punto de volver al coche cuando oyó aquella voz empalagosa a sus espaldas.
—Lo has llevado muy mal, querida.
Kat se giró y vio a la enfermera Steiner allí de pie, como un personaje sacado de una película de terror, con el uniforme de enfermera y el maquillaje de brocha.
—Sí, bueno, gracias por su ayuda.
—¿Te gustaría que te ayudara?
—¿Perdón?
—Él no siente muchos remordimientos, ya sabes. Quiero decir remordimientos de verdad. Si pasa un cura, dice lo que se espera que diga. Pero no lo siente. Solo intenta negociar su entrada al cielo. Al Señor no se le engaña tan fácilmente. —Sonrió de nuevo con aquella mueca escalofriante, mostrando los dientes manchados de pintalabios—. Monte ha matado a mucha gente. ¿No es cierto?
—Ha confesado tres asesinatos. Pero fueron más.
—¿Entre ellos tu padre?
—Sí.
—¿Y tu padre era agente de policía? ¿Como tú?
—Sí.
La enfermera Steiner chasqueó la lengua, en un «tch-tch» de simpatía.
—Lo siento mucho.
Kat no dijo nada.
La enfermera Steiner se mordió el labio inferior, cubierto de pintalabios, durante un momento.
—Por favor, sígueme.
—¿Qué?
—Necesitas información, ¿no es así?
—Sí.
—Tú mantente al margen. Deja que me ocupe yo.
La enfermera Steiner dio media vuelta y volvió hacia la enfermería. Kat tuvo que correr para ponerse a su altura.
—Espere, ¿qué va a hacer?
—¿Sabes algo del sueño crepuscular?
—Pues no.
—Cuando empecé como enfermera trabajaba para un obstetra, atendiendo partos. Antiguamente usábamos morfina o escopolamina como anestesia. Producían un estado seminarcótico: la madre seguía despierta, pero luego no recordaba nada. Decían que aliviaba el dolor. Quizá lo hiciera, pero no lo creo. Yo lo que creo es que la madre después se olvidaba del dolor agónico que había tenido que soportar. —Ladeó la cabeza, como un perro al oír un sonido extraño—. ¿Se puede decir que el dolor existe si luego no lo recuerdas?
Kat pensó que era una cuestión retórica, pero la enfermera Steiner se paró, a la espera de una respuesta.
—No lo sé.
—Pues piénsalo. Cualquier experiencia, sea buena o mala, si nada más pasarla la olvidas, ¿cuenta realmente?
Una vez más, se quedó esperando una respuesta. Y una vez más, Kat respondió:
—No lo sé.
—Yo tampoco. Es una cuestión interesante, ¿no?
¿Dónde demonios querría llegar con aquello?
—Supongo que lo es —dijo Kat.
—Todos queremos vivir el momento. Eso lo entiendo. Pero si no puedes recordar el momento, ¿se puede decir que ha sucedido realmente? No estoy segura. Los alemanes fueron los precursores del sueño crepuscular. Pensaban que haría el parto más soportable para las mujeres. Pero se equivocaban. Dejamos de usarlo, por supuesto. Los niños nacían drogados. Ese era el principal motivo o, al menos, eso es lo que decía el personal sanitario. —Se inclinó hacia Kat con gesto furtivo—. Pero, entre nosotras, yo no creo que fuera por eso.
—¿Y por qué, si no?
—No era por lo que les pasara a los bebés. —La enfermera Steiner se detuvo junto a la puerta—. Era por las madres.
—¿Qué les pasaba?
—El procedimiento también las afectaba a ellas. El sueño crepuscular les evitaba el dolor, sí, pero tampoco experimentaban el parto. Entraban en una sala de partos y lo siguiente que recordaban era que tenían un bebé en brazos. Se sentían desconectadas emocionalmente, apartadas del nacimiento de su propio hijo. Era desconcertante. Llevas dentro un niño durante nueve meses. Te pones de parto, y de pronto... ¡puf! —dijo la enfermera Steiner, y chasqueó los dedos para dar más énfasis a su discurso.
—Te quedas preguntándote qué es lo que ha sucedido realmente —dijo Kat acabando la frase.
—Exactamente.
—¿Y qué tiene esto que ver con Monte Leburne?
La enfermera Steiner sonrió con picardía.
—Ya sabes.
No, Kat no sabía. O quizá sí.
—¿Puede usted provocarle el sueño crepuscular?
—Sí, claro.
—¿Y cree... que podré hacerle hablar y que luego lo olvidará?
—No, no exactamente. Quiero decir..., sí, él no se acordará. Pero la morfina no es tan diferente del tiopentato de sodio. Sabes lo que es eso, ¿no?
Kat lo sabía, aunque era más conocido como pentotal sódico, el suero de la verdad.
—No funciona como se ve en las películas —prosiguió la enfermera Steiner—. Pero cuando se suministra..., bueno, las madres tendían a parlotear. Incluso a confesar cosas. En más de un parto, mientras el marido esperaba en la sala de al lado, confesaban que el bebé no era suyo. Nosotros no se lo preguntábamos, por supuesto. Lo decían ellas, sin más, y nosotros fingíamos que no lo habíamos oído. Pero, con el tiempo, me di cuenta de que se pueden alargar las conversaciones. Podías preguntarles muchas cosas y obtener muchas respuestas, y, por supuesto, luego ellas no recordaban nada.
La enfermera Steiner miró a Kat a los ojos. Kat sintió un escalofrío recorriéndole la espalda. La enfermera apartó la vista y abrió la puerta.
—Tengo que señalar que se plantea un gran problema de fiabilidad. Lo he visto muchas veces con la morfina. El paciente a veces habla absolutamente convencido de algo que no puede ser cierto de ningún modo. El último hombre que murió en esta enfermería juraba y perjuraba que, cada vez que lo dejaba solo, alguien lo secuestraba y lo llevaba a funerales de gatos. Y no mentía. Él estaba convencido de que sucedía. Lo ves, ¿no?
—Sí.
—Entonces, lo entiendes. ¿Seguimos adelante?
Kat no sabía... Había crecido en una familia de polis. Había visto los peligros que suponía saltarse las normas.
Pero ¿qué opción tenía?
—¿Agente?
—Adelante —dijo Kat.
La sonrisa de la enfermera se ensanchó.
—Si Monte oye tu voz, activará sus defensas. Si dejas que me ocupe yo, puede que consigamos algo de información útil para ti.
—Muy bien.
—Voy a necesitar cierta información sobre el asesinato.
Les llevó unos veinte minutos. La enfermera Steiner añadió escopolamina a la mezcla, comprobó las constantes, hizo algún ajuste. Parecía tener mucha práctica, y Kat se preguntó si sería la primera vez que la enfermera Steiner hacía aquello por razones no puramente médicas. No pudo evitar preguntarse por las implicaciones del sueño crepuscular, por su potencial maltrato implícito. La aparentemente inocente justificación de la enfermera —si no lo recuerdas inmediatamente después de que suceda, ¿ha sucedido?— le parecía demasiado simplona.
Aquella mujer estaba un poco ida, de eso no había duda. Pero, ahora mismo, eso a Kat no le importaba mucho.
Kat se sentó en la esquina de la sala, fuera de la vista. Monte Leburne estaba despierto, agitando la cabeza sobre la almohada. A la enfermera Steiner empezó a llamarla Cassie, que era el nombre de su propia hermana, que había muerto a los dieciocho años. Comenzó a decir que quería verla cuando muriera. Kat se maravilló de la habilidad de la enfermedad Steiner para reconducirle hacia donde quería que fuera.
—Claro que me verás, Monte —dijo la enfermera Steiner—. Estaré esperándote en el otro lado. Solo que..., bueno, igual tienes algún problema con la gente que has matado.
—Hombres —dijo él.
—¿Qué?
—Solo he matado a hombres. No mataría a una mujer. Nunca. Ni a mujeres ni a niños. Nunca. Cassie. Yo he matado a hombres. Hombres malos.
La enfermera Steiner le echó una mirada a Kat.
—Pero también mataste a un agente de policía.
—El peor de todos.
—¿Qué quieres decir?
—Los polis. No son mejores que los demás. Pero tampoco importa.
—No lo entiendo, Monte. Explícamelo.
—Yo no maté a ningún poli, Cassie. Eso lo sabes.
Kat se quedó de piedra. Eso no podía ser verdad.
La enfermera Steiner se aclaró la garganta.
—Pero, Monte...
—¿Cassie? Siento no haberte defendido nunca. —Monte Leburne se echó a llorar—. Dejé que te hicieran daño, y no hice nada para ayudarte.
—No pasa nada, Monte.
—Sí, sí que pasa. Protegí a todos los demás, ¿no? Pero a ti no.
—Eso ya es agua pasada. Ahora estoy en un lugar mejor. Y quiero que vengas conmigo.
—Yo ahora protejo a mi familia. He aprendido. Papá era un mal hombre.
—Eso ya lo sé. Pero, Monte, has dicho que nunca mataste a ningún poli.
—Tú ya lo sabes.
—Pero ¿y el agente Henry Donovan?
—Chisss...
—¿Qué?
—Chisss... Te van a oír —dijo él—. Eso fue fácil. Total, ya estaba condenado. Me tenían pillado, por la muerte de Lazlow y Greene. Me habían atrapado. Iba a caerme la perpetua igualmente. ¿Qué más da, uno más, si así salgo ganando? ¿Entiendes?
Una mano helada rodeó el corazón de Kat y se lo apretó.
Hasta la enfermera Steiner tenía dificultades para mantener la tranquilidad.
—Explícamelo, Monte. ¿Por qué disparaste al agente Donovan?
—¿Es eso lo que crees? Yo simplemente me cargué el muerto. Ya había pringado. ¿No lo ves?
—¿No lo mataste tú?
Leburne no respondió.
—¿Monte? —le dijo. Estaba perdiéndolo—. Si no fuiste tú, ¿quién lo mató?
—¿Quién? —respondió él con una voz cada vez más ausente.
—¿Quién mató a Henry Donovan?
—¿Y cómo voy a saberlo? Vinieron a verme. El día después de mi detención. Me dijeron que cogiera el dinero y me cargara el muerto.
—¿Quiénes?
Monte cerró los ojos.
—Tengo mucho sueño.
—Monte, ¿quién te dijo que te cargaras el muerto?
—Nunca debí dejar que papá se saliera de rositas, Cassie. Lo que te hizo... Yo lo sabía. Mamá lo sabía. Y no hicimos nada. Lo siento.
—¿Monte?
—Tan cansado...
—¿Quién te dijo que te cargaras el muerto?
Pero Monte Leburne ya estaba dormido.