Читать книгу Te echo de menos - Харлан Кобен - Страница 11

7

Оглавление

De vuelta a casa, Kat condujo sin separar ambas manos del volante. Se concentró en la carretera, con todas sus fuerzas; era el único modo de evitar que la cabeza le diera vueltas. Su mundo se había salido de su eje. La enfermera Steiner le había vuelto a advertir que Monte Leburne podría haberse desorientado con la medicación y que sus afirmaciones debían contemplarse con una gran dosis de escepticismo. Mientras la enfermera hablaba, Kat asentía. Todo aquello lo entendía —lo de la desorientación, que no era fiable y que incluso podían ser imaginaciones suyas—, pero en su trabajo de policía había aprendido una cosa: la verdad tiene un olor particular, característico.

Y, en aquel momento, Monte Leburne apestaba a verdad.

Encendió la radio y buscó algún debate airado. Los locutores siempre encontraban soluciones facilísimas para los problemas del mundo. A Kat le resultaba irritante ese simplismo, por lo que aquellos programas, curiosamente, le distraían muchísimo. Aquellos que tenían respuestas fáciles, fueran de derechas o de izquierdas, siempre se equivocaban. El mundo es complejo. Nunca es igual para todos.

Cuando llegó a la comisaría del Distrito Diecinueve, Kat fue directamente al despacho del capitán Stagger. No estaba allí. Podía preguntar cuándo volvería, pero no le apetecía nada atraer la atención de momento. Decidió enviarle un breve mensaje de texto:

TENEMOS QUE HABLAR.

No recibió una respuesta inmediata, pero tampoco se la esperaba. Subió un piso. Su compañero Charles («Chaz») Faircloth estaba de pie en una esquina con otros tres polis.

—Bueno, ahí estás por fin —dijo Chaz con evidente sarcasmo al verla llegar. Y, luego, como Chaz era así de gracioso, añadió—: ¡Te habría llamado, pero no quería despertarte!

Lamentablemente, los hombres que estaban con él soltaron alguna risita contenida.

—Muy buena —dijo ella.

—Gracias. Tengo una para cada ocasión.

—No sabes la envidia que me das.

Desde luego, ella no estaba de ánimo para tanta tontería.

Chaz llevaba un traje caro, de corte perfecto y muy vistoso, de esos que brillan como si estuvieran mojados, una corbata con un nudo Windsor, al que sin duda había dedicado más tiempo del necesario, y unos zapatos Ferragamo que le recordaban aquel dicho sobre que a un hombre se le conoce por el brillo de sus zapatos. Aquel dicho era una memez. Los tipos que se pasaban el día sacando el brillo a sus zapatos solían ser unos capullos egocéntricos convencidos de que la superficialidad puede resultar más convincente que el fondo.

Chaz tenía un aspecto de guapo repeinado, y ese carisma casi sobrenatural de..., bueno, de un sociópata, que era lo que Kat sospechaba que era. Era un Faircloth, sí, uno de los Faircloth, familia forrada y muy bien relacionada cuyos miembros a menudo jugaban a hacer de polis porque eso quedaba bien en el currículo a la hora de presentarse a cargos públicos. Sin quitarle la vista de encima, Chaz murmuró algún otro chistecito a sus compañeros, probablemente sobre ella, y el grupo se dispersó con una risa.

—Llegas tarde —le dijo Chaz.

—Estaba trabajando en un caso para el capitán.

Él arqueó una ceja.

—¿Así es como lo llaman ahora?

Qué imbécil. Con Chaz, todo eran dobles sentidos que rayaban, cuando no caían de pleno, en el acoso. No es que él fuera ofensivo con las mujeres. Es que toda su personalidad era ofensiva para las mujeres. Algunos hombres son así; se comunican con las mujeres como si las acabaran de conocer en un bar de solteros. No podrían hablar de lo que han tomado para desayunar sin darle un tono lisonjero, como si acabaras de acostarte con él y el desayuno se lo hubieras preparado tú.

—Bueno, ¿en qué estamos trabajando? —preguntó Kat.

—No te preocupes. Te he cubierto.

—Sí, bueno, gracias, pero ¿te importa ponerme al corriente?

Chaz señaló en dirección a la mesa de Kat, dejando a la vista unos gemelos con esmeraldas.

—Los archivos están todos ahí. Échales un vistazo —dijo, y miró la hora en su enorme y reluciente Rolex—. Tengo que irme —añadió, y se fue pavoneándose, con los hombros atrás, silbando la melodía de algún rap machista sobre niñas hambrientas.

Kat ya había hablado con Stephen Singer, su inmediato superior, para pedirle que le cambiara de compañero. Chaz, al enterarse, se había quedado pasmado; y no porque le gustara tanto Kat, sino porque no podía entender cómo aquella mujer —o cualquier otra— no caía rendida a sus pies. Reaccionó aumentando la intensidad de sus demostraciones, convencido de que no habría ninguna mujer en el mundo civilizado que pudiera resistirse a sus encantos.

Aún de espaldas, Chaz levantó una mano, saludó y dijo:

—Hasta luego, bombón.

«No vale la pena», se dijo ella.

Tenía cosas más importantes entre manos. Por ejemplo: ¿podía ser verdad lo que había dicho Monte Leburne?

¿Y si habían estado equivocados todos estos años?, ¿y si el asesino de su padre aún seguía ahí fuera?

Eso era algo tan imponente que costaba incluso planteárselo. Necesitaba soltar aquel lastre, hablar con alguien que hubiera conocido a todos los implicados y todas las situaciones, y el primer nombre que le vino a la mente, la primera persona que se le ocurrió —vaya por Dios— era Jeff Raynes.

Echó una mirada al ordenador que había sobre su mesa.

Pero lo primero era lo primero. Sacó todos los expedientes sobre Monte Leburne y sobre el asesinato de Henry Donovan. Había un quintal de papeles. Vale, no era problema. Podía leérselo por la noche, en casa. Por supuesto, ya se había leído todo aquello un centenar de veces, ¿pero lo había hecho alguna vez desde la perspectiva de que Monte Leburne pudiera ser una tapadera? No. Nueva perspectiva. Se lo leería con una nueva perspectiva.

Entonces empezó a preguntarse si Jeff habría respondido ya a su mensaje en EresMiTipo.com.

Las mesas a izquierda y derecha de la suya estaban vacías. Miró atrás. No había nadie. Bien. Si sus compañeros la veían abriendo una página de citas por internet, las burlas durarían toda la vida. Se sentó al ordenador y miró alrededor otra vez. No había moros en la costa. Escribió rápidamente «EresMiTipo.com» en el campo de dirección y apretó la tecla Enter.

SITIO BLOQUEADO. PARA ACCEDER, PÍDALE UN CÓDIGO DE ACCESO A SU SUPERIOR DIRECTO.

Oh-oh. Imposible. El departamento de policía era como otras muchas otras empresas: buscaban aumentar la productividad impidiendo que los empleados perdieran el tiempo en páginas personales o redes sociales. Eso era lo que estaba sucediendo.

Antes se había planteado descargar la aplicación de EresMiTipo.com en su teléfono móvil, pero no quería llegar a tal extremo de desesperación. Tendría que esperar. No pasaba nada... Solo que sí pasaba.

Entraron nuevos casos. Kat los gestionó. Un taxista denunciaba que un miembro de la jet set se había negado a pagar una carrera. Una mujer se quejaba de que un vecino estaba cultivando marihuana. Asuntos menores. Echó un vistazo a su teléfono móvil. No había respuesta de Stagger. No sabía qué pensar. Le envió otro mensaje:

NECESITO HABLAR CONTIGO URGENTEMENTE.

Estaba a punto de meterse de nuevo el teléfono en el bolsillo cuando notó la vibración. Acababa de llegar la respuesta de Stagger:

¿TIENE QUE VER CON LA VISITA A LA PRISIÓN?

La respuesta fue: SÍ.

Esta vez la pausa fue más larga.

OCUPADO HASTA LAS OCHO. PODRÍA PASAR A VERTE ESTA NOCHE O ESPERAMOS A MAÑANA.

La respuesta de Kat no se hizo esperar:

PÁSATE ESTA NOCHE.

Kat no intentó disimular su impaciencia por ver si Jeff había respondido.

Al final de su turno, se puso la ropa de deporte, atravesó el parque a la carrera, pasó a toda prisa por delante del portero, saludándolo con una sonrisa y un gesto de la cabeza, subió los escalones de dos en dos (el ascensor podía ser más lento) y abrió la puerta de su casa sin detenerse.

El ordenador estaba en modo de reposo. Kat agitó el ratón y esperó. Apareció un pequeño reloj de arena y se puso a dar vueltas. Desde luego, necesitaba comprarse un ordenador nuevo. La carrera le había dado sed; quería ir a por un vaso de agua, pero entonces el reloj de arena se paró.

Cargó la página EresMiTipo.com. Habían pasado demasiadas horas desde su última visita, así que la página la había desconectado. Volvió a introducir su nombre de usuaria, y clicó en Continuar. Apareció la página de inicio, con seis palabras bien grandes, en un verde intenso:

¡TIENES UNA RESPUESTA EN TU BUZÓN DE CORREO!

El corazón le golpeaba contra el pecho. Lo notaba, el lento y rítmico golpeteo que estaba segura que sería visible desde el exterior. Hizo clic en las letras verdes y se abrió el mensaje, con una pequeña fotografía del perfil de Jeff al lado.

Era ahora o nunca.

La línea de asunto estaba en blanco. Pasó el cursor por encima y apretó para abrir el mensaje de Jeff:

¡JA! ¡QUÉ VÍDEO MÁS CHULO! SIEMPRE ME ENCANTÓ. SÉ QUE LOS HOMBRES SIEMPRE DICEN QUE LES ENCANTAN LAS MUJERES CON SENTIDO DEL HUMOR, PERO HA SIDO UN MODO MUY INTELIGENTE DE INICIAR LA CONVERSACIÓN. TUS FOTOGRAFÍAS ME HAN LLAMADO LA ATENCIÓN. TIENES UNA CARA BONITA, POR SUPUESTO, PERO... HAY ALGO MÁS. ¡ENCANTADO DE CONOCERTE!

Ya estaba. Sin firma. Sin nombre.

Nada.

Un momento... ¿Cómo?

La verdad le cayó de pronto como una bofetada. Jeff no se acordaba de ella.

¿Era posible? ¿Cómo podía no acordarse de ella? Calma. Mejor no perder los nervios. Respiró hondo e intentó pensarlo bien. Vale, en el mejor de los casos, Jeff no la había reconocido. ¿Tanto había cambiado? Seguramente sí. Ahora llevaba el cabello más oscuro y más corto. Había envejecido. Los hombres tienen más suerte, por supuesto. El gris de las sienes de Jeff solo le hacía más atractivo, al muy condenado. Siendo objetivos, quizás a ella los años no le hubieran tratado tan bien. Eso era todo. Kat se puso en pie, dio unos pasos y se miró al espejo. Eso uno mismo no lo ve, por supuesto. Uno no ve los cambios que traen los años. Pero ahora, mientras abría cajones en busca de antiguas fotos suyas —con el pelo a lo loco, las mejillas más llenas, el brillo de la juventud— empezaba a entenderlo. La última vez que la había visto era una chica de veintidós años de ojos brillantes y corazón destrozado. Ahora tenía cuarenta, nada menos. Su perfil no revelaba ninguna información personal. Ni su dirección, ni su licenciatura en Columbia ni nada que pudiera dar a entender que era Kat.

Así que, en cierto modo, tenía sentido que Jeff no la hubiera reconocido.

Por supuesto, cuando empezó a pensarlo con más calma, su justificación empezaba a fallar. No estrepitosamente, pero tampoco encajaba mucho. Habían estado enamorados. Comprometidos. Aquella canción —aquel vídeo— había sido para ellos algo más que algo «chulo», algo más que un detalle que se te olvida, o pasas por alto o...

Algo le llamó de pronto la atención.

Kat se acercó más a la pantalla del ordenador y vio un corazón latiendo junto a la fotografía de perfil de Jeff. Según la leyenda de la parte inferior, eso significaba que estaba en línea y que aceptaría mensajes instantáneos «de las personas que hubieran comunicado previamente» con él.

Se sentó, abrió la ventana de mensajes instantáneos y escribió:

SOY KAT.

Para enviar el mensaje, tenía que pulsar la tecla Enter. No perdió un instante, ni se dio tiempo para pensárselo dos veces Pulsó la tecla. Mensaje enviado.

El cursor parpadeó. Kat se quedó allí sentada, esperando su respuesta. Su pierna derecha empezó a dar botecitos de impaciencia. Nunca le habían diagnosticado el síndrome de piernas inquietas, pero suponía que su caso rozaba lo patológico. Su padre también solía hacer botar la pierna. Mucho. Se puso una mano sobre la rodilla e hizo un esfuerzo por parar, sin despegar los ojos de la pantalla.

El cursor que parpadeaba desapareció. Apareció una nubecita.

Eso significaba que Jeff estaba escribiendo su respuesta. Un momento más tarde, apareció en la pantalla:

NADA DE NOMBRES. AL MENOS, DE MOMENTO.

Kat frunció el ceño. ¿Qué narices significaba eso? Entonces recordó vagamente que, durante su sesión de «introducción» a EresMiTipo.com, advertían a los usuarios que no usaran sus nombres reales hasta que estuvieran seguros de que querían conocer en persona a su interlocutor.

¿Así que no estaba seguro? ¿Qué estaba pasando? Volvió a poner los dedos en el teclado y empezó a escribir:

¿JEFF? ¿ERES TÚ? SOY KAT.

El curso parpadeó exactamente doce veces —las contó— y luego el corazón rojo que latía desapareció.

Jeff se había desconectado.

Te echo de menos

Подняться наверх