Читать книгу Te echo de menos - Харлан Кобен - Страница 6

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Gerard Remington estaba a pocas horas de declararse a Vanessa Moreau cuando su mundo se sumió de pronto en la oscuridad. La declaración, como tantas otras cosas en la vida de Gerard Remington, estaba cuidadosamente planeada. Primer paso: tras una extensa búsqueda, Gerard había comprado un anillo de compromiso de 2,93 quilates, corte princesa, claridad VVS1, color F, con una banda de platino y disposición en aureola. Lo había comprado en la tienda de un famoso joyero, en el distrito de los diamantes de Manhattan, en la calle Cuarenta y siete Oeste, y no en una de las más caras, sino en una caseta del fondo, cerca de la esquina de la Sexta Avenida. Paso dos: su vuelo, el JetBlue 267, saldría del aeropuerto Logan de Boston a las 7:30 de la mañana, y aterrizaría a las 11:31 en St. Maarten, desde donde Vanessa y él tomarían una avioneta a Anguila, donde llegarían a las 12:45. Pasos tres, cuatro, etc.: unas horas de relax en una casa dúplex en el Viceroy, con vistas a Meads Bay, un baño en la piscina infinita, hacer el amor, ducharse y vestirse, y cenar en Blanchards. La reserva de la cena era para las siete de la tarde. Gerard había llamado con antelación y había encargado una botella del vino preferido de Vanessa, un Château HautBailly Grand Cru Classé 2005, Burdeos de denominación Pessac-Léognan, para que lo tuvieran a punto. Tras la cena, Gerard y Vanessa pasearían por la playa descalzos y cogidos de la mano. Había consultado el calendario de fases lunares y sabía que la luna estaría casi llena. A 256 metros por la playa (lo había medido) había una cabaña con el tejado de paja que de día se usaba para alquilar equipo de buceo de esquí acuático. De noche no había nadie. Un florista local decoraría el porche de la cabaña con veintiún (el número de semanas que hacía que se conocían) lirios de agua blancos (la flor preferida de Vanessa). También habría un cuarteto de cuerda que, a una señal de Gerard, tocaría Somewhere Only We Know, de Keane, la que Vanessa y él habían decidido que sería siempre su canción. Entonces, como los dos en el fondo eran tradicionales, Gerard pondría una rodilla en el suelo. Gerard ya casi se imaginaba la reacción de Vanessa. Se quedaría sin habla de la sorpresa. Los ojos se le llenarían de lágrimas. Se llevaría las manos a la cara, asombrada y encantada.

—Has entrado en mi mundo y lo has cambiado para siempre —diría Gerard—. Como el catalizador más potente, has cogido este ordinario pedazo de arcilla y lo has transformado en algo mucho más fuerte, mucho más feliz y lleno de vida de lo que habría podido imaginar. Te quiero. Te quiero con todo mi ser. Quiero todo de ti. Tu sonrisa da color y forma a mi vida. Eres la mujer más bella y apasionada del mundo. ¿Quieres hacerme el hombre más feliz del mundo y casarte conmigo?

Gerard había estado estudiando hasta la última palabra —quería que fuera perfecto— cuando se hizo la oscuridad. Pero hasta la última de aquellas palabras era cierta. Quería a Vanessa. La quería con todo su corazón. Gerard nunca había sido muy romántico. A lo largo de su vida, mucha gente le había decepcionado. La ciencia no. Lo cierto es que siempre se había sentido a gusto solo, batallando contra los microbios y otros organismos, desarrollando nuevas medicinas y agentes que pudieran ganar aquellas batallas. Estaba tan a gusto en su laboratorio de Benesti Pharmaceuticals, pensando en una ecuación o una fórmula de la pizarra. Era, como solían decir sus colegas más jóvenes, de la vieja escuela. Le gustaba la pizarra. Le ayudaba a pensar —el olor de la tiza, el polvo que le ensuciaba los dedos, la facilidad para borrar— porque lo cierto era que, en cuestión de ciencia, eran muy pocas cosas las que duraban para siempre.

Sí, era allí, en aquellos momentos de soledad, donde más satisfecho se sentía Gerard. Satisfecho. Pero no feliz. Vanessa había sido la primera persona o cosa de su vida que le había hecho feliz. Gerard abrió los ojos y pensó en ella. Todo se elevaba a la décima potencia con Vanessa. Ninguna otra mujer le había estimulado mentalmente, emocionalmente y —sí, por supuesto— físicamente como Vanessa. Y sabía que ninguna otra mujer podría hacerlo.

Había abierto los ojos, y sin embargo todo seguía oscuro. Al principio se preguntó si de algún modo seguía estando en su casa, aunque hacía demasiado frío para estarlo. Él siempre tenía el termostato digital a 22 grados exactamente. Siempre. Vanessa a menudo se burlaba de su precisión. Durante su vida, algunas personas le habían planteado la posibilidad de que su obsesión por el orden se debiera a una fijación retentiva anal o incluso a un trastorno obsesivo compulsivo. Vanessa, en cambio, lo entendía y lo valoraba, y le parecía una ventaja. «Eso es lo que te convierte en un gran científico y en un hombre atento», le había dicho en una ocasión. Ella le explicó su teoría de que las personas que ahora consideramos «anómalas» en el pasado eran los genios del arte, de la ciencia y de la literatura, pero que ahora, con la medicina y los diagnósticos, los normalizan, los vuelven más uniformes, anulando su sensibilidad.

—La genialidad nace de lo insólito —le había explicado Vanessa.

—¿Y yo soy insólito?

—En el mejor sentido de la palabra, cariño.

Pero mientras el corazón se le hinchaba de orgullo con aquel recuerdo, no pudo evitar notar ese extraño olor. Algo olía a húmedo, a viejo y a mohoso, como..., como el estiércol. Como la tierra fresca. De pronto el pánico se adueñó de él. Aún rodeado de oscuridad, Gerard intentó llevarse las manos al rostro. No podía. Algo lo tenía atado por las muñecas. Parecía una cuerda o, no, algo más fino. Quizás un alambre. Intentó mover las piernas. Las tenía atadas entre sí. Apretó los músculos del vientre e intentó levantar ambas piernas juntas, pero dieron contra algo. Algo de madera. Justo por encima. Como si estuviera en...

Su cuerpo empezó a agitarse del miedo. ¿Dónde estaba? ¿Dónde estaba Vanessa?

—¿Oiga? —gritó—. ¿Oiga?

Gerard intentó levantar la espalda, pero también estaba amarrado por el pecho. No podía moverse. Esperó a que los ojos se le adaptaran a la oscuridad, pero parecía que le costaba.

—¿Hola? ¿Hay alguien? ¡Que alguien me ayude!

Ahora sí, oyó un ruido. Justo por encima. Parecía como si algo rascara la madera, como si se deslizara por ella o... ¿Pasos? Pasos justo por encima de él. Gerard pensó en la oscuridad. Pensó en el olor a tierra fresca. La respuesta de pronto se hizo evidente, pero no tenía sentido. «Estoy bajo tierra —pensó—. Estoy bajo tierra». Y entonces empezó a gritar.

Te echo de menos

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