Читать книгу Te echo de menos - Харлан Кобен - Страница 7
3
ОглавлениеMás que quedarse dormida, Kat perdió la conciencia. Como cada día laborable, la alarma de su iPod la despertó con una canción al azar —esa mañana fue Bulletproof Weeks, de Matt Nathanson— a las seis. No se le pasó que estaba durmiendo en la misma cama en la que había dormido con Jeff tantos años atrás. La habitación aún conservaba los paneles de madera oscura. El dueño anterior había sido un violinista de la Filarmónica de Nueva York que había decidido decorar todo el apartamento, de cincuenta y cinco metros cuadrados, como si fuera el interior de un viejo barco. Todo era madera oscura y ojos de buey en lugar de ventanas. Jeff y ella se reían de aquello, haciendo bromas de doble sentido sobre hacer zozobrar el barco o pedir desesperadamente un salvavidas o lo que fuera.
El amor convierte lo empalagoso en conmovedor.
—Este lugar —decía Jeff— no va contigo.
Él, por supuesto, veía a su novia universitaria mucho más alegre y llena de vida que su entorno, pero ahora, dieciocho años más tarde, cualquiera que entrara en su casa pensaría que el apartamento se adaptaba a la perfección a Kat. Del mismo modo que los miembros de una pareja acaban pareciéndose entre sí con el paso de los años, ella había empezado a parecerse a su apartamento.
Kat se planteó la posibilidad de quedarse en la cama y dormir un poco más, pero la clase empezaba dentro de quince minutos. Su instructor, Aqua, un travestido minúsculo con un trastorno de personalidad esquizofrénica, nunca aceptaba ninguna excusa para faltar a clase a menos que se tratara de un peligro de muerte. Además, Stacy podía estar allí, y Kat quería ponerla al día de todas aquellas noticias sobre Jeff y ver qué decía. Kat se puso sus pantalones de yoga y su camiseta sin mangas, cogió una botella de agua y se fue hacia la puerta. Cuando pasó delante del escritorio, la vista se le fue sin querer al ordenador.
¿Qué tenía de malo echar un vistazo rápido?
La página de EresMiTipo.com aún estaba abierta, aunque el sistema la había desconectado a las dos horas de inactividad. Mostraba una «emocionante oferta de bienvenida» a los «nuevos usuarios» (¿a quién si no iban a ofrecer una oferta de bienvenida?), un mes de acceso ilimitado (a saber qué significaría eso) por solo 5,74 dólares «facturados con discreción» (¿eh?) en la tarjeta de crédito. Afortunadamente para Kat, Stacy le había pagado la inscripción por un año.Yupi.
Kat introdujo su nombre y su contraseña de nuevo y pulsó Enter. Ya tenía mensajes de varios hombres. No hizo caso. Encontró la página de Jeff —que, por supuesto, había incluido en sus marcadores.
Clicó el botón Mensaje, y se quedó con los dedos apoyados en el teclado.
¿Qué podía decirle?
Nada. Al menos de momento. Mejor pensarlo bien. Ahora se le hacía tarde. La clase estaba a punto de empezar. Kat meneó la cabeza, se puso en pie y se dirigió hacia la puerta. Tal como hacía cada lunes, miércoles y viernes, recorrió la calle Setenta y dos a la carrera y entró en Central Park. El «alcalde» de Strawberry Fields, artista callejero que vivía de las propinas de los turistas, ya estaba colocando sus flores sobre el mosaico Imagine en recuerdo de John Lennon. Lo hacía casi todos los días, pero casi nunca tan temprano.
—Eh, Kat —dijo ofreciéndole una rosa. Ella la cogió.
—Buenos días, Gary.
Siguió corriendo por la parte superior de Bethesda Terrace. El lago aún estaba tranquilo —aún no había barquitas—, pero el agua que salía de la fuente brillaba como una cortina de cuentas. Kat tomó el sendero de la izquierda, y llegó cerca de la estatua gigante de Hans Christian Andersen. Tyrell y Billy, los mismos sintecho (si es que lo eran, ya que, por lo que ella sabía, vivían en el edificio San Remo y se vestían así por gusto) que se sentaban allí cada mañana, estaban, como siempre, jugando al gin rummy.
—Bonito culo, niña —dijo Tyrell.
—El tuyo también —respondió Kat.
Tyrell parecía encantado. Se puso en pie, se contoneó como si bailara algo muy sexual y luego chocó los cinco con Billy, tirando las cartas por el camino.
—¡Recoge las cartas! —le regañó Billy gritando.
—Cálmate, ¿quieres? —dijo Y luego se dirigió a Kat—: ¿Tienes clase esta mañana?
—Sí. ¿Cuántas personas?
—Ocho.
—¿Ya ha pasado Stacy?
Al oír su nombre, ambos hombres se quitaron el gorro y se lo colocaron sobre el corazón en señal de respeto.
—Dios se apiade de nosotros —murmuró Billy.
Kat frunció el ceño.
—Aún no ha pasado —dijo Tyrell.
Kat siguió hacia la derecha y rodeó el Conservatory Water. Aquella mañana había una regata de barquitos de modelismo. Tras la Kerbs Boathouse, encontró a Aqua con las piernas cruzadas. Tenía los ojos cerrados. Aqua, de padre afroamericano y madre judía, solía describir su piel como café con leche con un toque de nata montada. Era menudo y ágil, y, en esos momentos, estaba absolutamente inmóvil, ofreciendo una imagen que entraba en serio conflicto con la del chico nervioso que ella había conocido muchos años atrás y del que se había hecho amiga.
—Llegas tarde —dijo Aqua sin abrir los ojos.
—¿Cómo haces eso?
—¿El qué? ¿Verte con los ojos cerrados?
—Sí.
—Es un secreto especial de maestro yogui —dijo Aqua—. Se llama mirar por entre los párpados. Siéntate.
Lo hizo. Un minuto más tarde, Stacy se unió al grupo. A ella, Aqua no la riñó. Antes solía dar la clase en el césped del amplio Great Lawn, pero eso fue hasta que Stacy empezó a acudir a clase y a demostrar su flexibilidad en público. De pronto, los hombres mostraron un tremendo interés por el yoga al aire libre. A Aqua, aquello no le hacía gracia, así que había decidido que aquella clase de la mañana sería solo para mujeres, y que la daría en aquel rincón oculto detrás de la caseta de los botes. El «lugar reservado» de Stacy era el más próximo a la pared, de modo que quienes quisieran mirar desde lejos no tuvieran una visión directa.
Aqua les guio a través de una serie de asanas. Cada mañana, hiciera sol, lloviera o nevara, Aqua daba la clase en aquel mismo sitio. No cobraba una tarifa determinada. Cada uno le daba lo que le parecía justo. Era un profesor magnífico: se explicaba bien, motivaba a los alumnos, era amable, sincero y divertido. Corregía tu Perro Cabeza Abajo o tu Guerrero Dos con un mínimo contacto, y sin embargo, al hacerlo, todo tu cuerpo reaccionaba.
La mayoría de los días, Kat se concentraba en las posturas y no pensaba en nada más. Su cuerpo trabajaba duro. La respiración se le volvía más lenta. La mente se abandonaba. En su vida normal, Kat bebía, fumaba algún cigarrillo que otro, comía mal. Su trabajo podía ser un chute de toxinas puras, sin cortar. Pero allí, oyendo la voz relajante de Aqua, todo aquello solía desaparecer.
Ese día no.
Intentó soltarse, centrarse en el momento y todas esas cosas zen que sonaban a tontería a menos que las dijera Aqua, pero el rostro de Jeff —el que había conocido ella, el que acababa de ver— le perseguía. Aqua notó que estaba distraída. La miró con preocupación y dedicó algo más de tiempo a corregir sus posturas. Pero no dijo nada.
Al final de cada clase, cuando los alumnos descansaban en la postura del Cadáver, Aqua los sometía a todos con su hechizo de relajación. El cuerpo se relajaba por completo. La mente descansaba. Entonces él les daba a todos sus bendiciones y les deseaba un día especial. Se quedaban allí unos momentos más, respirando profundamente, sintiendo las cosquillas en las puntas de los dedos. Lentamente, iban abriendo los ojos —como estaba haciendo Kat en aquel momento—, y Aqua ya no estaba allí.
Kat volvió lentamente a la vida, igual que sus compañeras. Enrollaron sus esterillas en silencio, casi incapaces de hablar. Stacy acudió a su lado. Caminaron juntas unos minutos, dejando atrás el Conservatory Water.
—¿Recuerdas ese tipo con el que me he visto un par de veces? —dijo Stacy.
—¿Patrick?
—Sí, ese.
—Parecía muy agradable —dijo Kat.
—Sí, bueno, he tenido que darle puerta. He descubierto que hace algo muy chungo.
—¿El qué?
—Clases de spinning —dijo Stacy.
Kat puso los ojos en blanco.
—Que sí, Kat. El tío va a clases de spinning. ¿Qué será lo próximo? ¿Ejercicios de Kegel?
Pasear con Stacy era divertido. Al cabo de un rato, dejabas de notar las miradas y los piropos. No te ofendían ni tenías que mirar a otra parte. Simplemente dejaban de existir. Caminar junto a Stacy era lo más parecido al camuflaje que conocería Kat.
—¿Kat?
—¿Sí?
—¿Me vas a decir lo que te pasa?
Un tipo corpulento con músculos de gimnasio cubiertos de venas y el cabello engominado se paró delante de Stacy y bajó la vista hasta su pecho.
—Vaya, eso sí que es una buena delantera.
Stacy también se paró y bajó la vista hasta su entrepierna.
—Vaya, eso sí que es una polla minúscula —dijo, y volvieron a ponerse en marcha.
Sí, vale, quizá no dejaran de existir del todo. Según el tipo de acercamiento, Stacy respondía de diferentes modos. Odiaba las bravatas de los fanfarrones, los que le silbaban, los maleducados. Los tipos tímidos, los que simplemente admiraban lo que veían y lo disfrutaban... Bueno, eso también lo disfrutaba Stacy. A veces incluso les sonreía o les saludaba, casi como si fuera un personaje famoso dándose un poco a su público porque no le costaba nada y así les hacía felices.
—Anoche entré en ese sitio web —dijo Kat.
Stacy sonrió al oírlo.
—¿Ya?
—Sí.
—Vaya. No has tardado mucho. ¿Has ligado con alguien?
—No exactamente.
—¿Pues qué ha pasado?
—He visto a mi exprometido.
Stacy se detuvo, con los ojos como platos.
—¿Cómo?
—Se llama Jeff Raynes.
—Un momento. ¿Estuviste prometida?
—Hace mucho tiempo.
—Pero... ¿prometida? ¿Tú? ¿Con anillo y todo?
—¿Por qué te sorprende tanto?
—No lo sé. Quiero decir... ¿cuánto tiempo hace que somos amigas?
—Diez años.
—Pues eso. Y en todo ese tiempo, no has tenido nada mínimamente parecido a una relación amorosa.
—Yo tenía veintidós años —dijo Kat encogiéndose de hombros.
—No tengo palabras —respondió Stacy—. Tú. Prometida.
—¿Podemos saltarnos esa parte de una vez?
—Sí, vale. Lo siento. ¿Y anoche viste su perfil en ese sitio web?
—Sí.
—¿Y qué le dijiste? ¿Qué le escribiste a... Jeff?
—No lo hice.
—¿Cómo?
—No le escribí.
—¿Por qué no?
—Me dejó tirada.
—Después de prometeros —dijo Stacy meneando la cabeza de nuevo—. ¿Y nunca me lo has contado? Me siento como utilizada.
—¿Y eso por qué?
—No lo sé. Quiero decir, en cuestión de amor, siempre pensé que eras un poco cínica, como yo.
Kat siguió caminando.
—¿Y cómo crees que me convertí en una cínica?
—Touché.
Encontraron una mesa en Le Pain Quotidien de Central Park, cerca de la calle Sesenta y nueve Oeste, y pidieron café.
—Lo siento mucho —dijo Stacy. Kat le quitó importancia con un gesto de la mano—. Te he apuntado en ese sitio web para que pudieras echar un polvo en condiciones. Dios sabe que necesitas echar un polvo. Quiero decir, que necesitas un polvo urgente.
—Como disculpa no está nada mal —dijo Kat.
—No pretendía resucitar antiguos recuerdos.
—Tampoco pasa nada.
Stacy no parecía muy convencida de aquello.
—¿Quieres hablar de ello? Claro que quieres. Y yo me muero de curiosidad. Cuéntamelo todo.
De modo que Kat le contó toda la historia de Jeff. Le contó cómo se habían conocido en la universidad, cómo se habían enamorado, la sensación de que aquello sería para siempre, que todo con él era fácil, cómo se había declarado y cómo cambió todo cuando mataron a su padre, cómo se volvió más introvertida, hasta que por fin Jeff se había largado, sin que ella opusiera resistencia, por debilidad o quizá por un exceso de orgullo.
Cuando acabó, Stacy dijo:
—Guau.
Kat siguió dando sorbos a su café.
—¿Y ahora, casi veinte años más tarde, ves a tu exprometido en un sitio web?
—Sí.
—¿Está soltero?
Kat frunció el ceño.
—Habrá poca gente casada en la web.
—Sí, claro, tienes razón. ¿Y entonces? ¿Está divorciado? ¿O se ha quedado en casa todo este tiempo, languideciendo, como tú?
—Yo no estoy languideciendo —protestó Kat—. Es viudo.
—Guau.
—Deja de decir eso. «Guau». ¿Qué tienes, siete años?
Stacy no hizo caso del rapapolvo.
—Se llama Jeff, ¿no?
—Sí.
—Y cuando Jeff cortó, ¿tú le querías?
Kat tragó saliva.
—Sí, por supuesto.
—¿Y tú crees que él aún te quería?
—Se ve que no.
—Olvídate de eso. Piensa en la pregunta. Deja de pensar por un momento en que él te dejó.
—Sí, me cuesta bastante hacerlo. Soy de esas que creen que los hechos dicen más que las palabras —dijo Kat.
Stacy se le acercó antes de hablar.
—Pocas personas han visto el lado sórdido del amor y del matrimonio más claramente que una servidora. Eso lo sabemos las dos, ¿verdad?
—Sí.
—Aprendes mucho de las relaciones cuando tu trabajo, en cierta medida, consiste en romperlas. Pero lo cierto es que casi todas las relaciones tienen puntos de ruptura. Toda relación tiene fisuras y grietas. Eso no significa que sea insustancial, mala o incorrecta. Sabemos que todo en nuestra vida es complejo y gris. Y sin embargo, de algún modo, esperamos que nuestras relaciones sean siempre sencillas y puras.
—Tienes toda la razón —dijo Kat—. Pero no sé adónde quieres llegar.
Stacy se inclinó hacia ella.
—Cuando Jeff y tú cortasteis, ¿aún te quería? Y no me sueltes ese rollo de los hechos y las palabras. ¿Aún te quería?
Y entonces, sin pensarlo realmente, Kat dijo:
—Sí.
Stacy se quedó allí, mirando a su amiga sin decir nada.
—¿Kat?
—¿Qué?
—Sabes perfectamente que yo no soy religiosa, pero esto tiene pinta..., no sé..., como de algo del destino o algo así —dijo Stacy. Kat dio otro sorbo a su café—. Jeff y tú sois solteros los dos. Ambos estáis libres. Ambos habéis pasado por lo del anillo.
—Y yo he salido mal parada —dijo Kat.
Stacy se quedó pensando en aquello.
—Eso no es lo que yo... Bueno, sí, en parte sí, claro. Pero no es tanto que hayas quedado mal parada; yo diría que ahora eres más... realista. —Stacy sonrió y apartó la mirada—. Oh, Dios mío.
—¿Qué?
Stacy miró a Kat, aún sonriendo.
—Esto podría ser como un cuento de hadas, ¿sabes? —continuó Stacy. Kat no dijo nada—. Solo que aún mejor. Tú y Jeff estabais bien antes, ¿no? —Kat seguía sin decir nada—. ¿No lo ves? Esta vez ambos podéis afrontar esto con los ojos bien abiertos. Puede ser como un cuento de hadas..., pero real. Ahora veis las fisuras y las grietas. Llegáis con un bagaje y una experiencia, y con expectativas honestas. Es una compensación por lo que ambos estropeasteis hace tanto tiempo. Kat, escúchame. —Stacy alargó la mano por encima de la mesa y agarró la de Kat, que tenía lágrimas en los ojos—. Esto podría ser muy, muy bueno.
Kat seguía sin responder. Tenía miedo de que le fallara la voz. Ni siquiera se permitía pensar en ello. Pero lo sabía. Sabía exactamente lo que quería decir Stacy.
—¿Kat?
—Cuando vuelva a mi apartamento le enviaré un mensaje.