Читать книгу Te echo de menos - Харлан Кобен - Страница 12

8

Оглавление

En el caso de que fuera de verdad Jeff...

Esa fue la otra duda que se le planteó de pronto. Quizás el viudo del perfil no fuera Jeff. Quizá fuera otro tipo que se parecía a su exnovio. Las fotografías, ahora que las examinaba de nuevo, tenían grano. La mayoría eran al aire libre, a cierta distancia. Había una en el bosque, otra en alguna playa desierta con una valla rota, y otra en lo que podía ser un campo de golf. En algunas llevaba una gorra de béisbol. En otras también llevaba gafas de sol (nunca bajo techo, gracias a Dios). Al igual que en las fotografías de Kat, el «posible» Jeff nunca parecía completamente cómodo, casi como si se estuviera escondiendo, como si le hubieran pillado desprevenido o hubiera querido evitar al fotógrafo.

Como policía, Kat había aprendido de primera mano lo fácil que resulta engañarse a uno mismo cuando se quiere ver algo, creer algo..., y lo poco fiables que son los ojos en casos de autosugestión. Había visto testigos que señalaban a un sospechoso en una rueda de reconocimiento solo porque los polis querían que señalaran a esa persona. Al cerebro se le puede engañar con estímulos muy simples.

¿Cómo no iba a engañarse bajo aquella presión?

La noche anterior había hecho una búsqueda rápida por un sitio web en busca de un compañero para toda la vida. ¿Qué era más probable: que se hubiera imaginado que daba con el hombre que más cerca había estado de ese puesto en su vida o que lo hubiera encontrado realmente?

Sonó el intercomunicador con la portería. Apretó el botón.

—¿Sí, Frank?

—Está aquí su capitán.

—Dígale que suba.

Kat dejó la puerta abierta para que Stagger pudiera entrar sin llamar —lo último que quería era revivir recuerdos de dieciocho años atrás—. Salió de la página EresMiTipo.com y, para mayor seguridad, limpió el historial del explorador.

Stagger rezumaba agotamiento. Tenía los ojos rojos y hundidos. Su sombra habitual de las cinco se había oscurecido, convirtiéndose más bien en una sombra de medianoche. Tenía los hombros caídos como un ratonero demasiado cansado como para perseguir a su presa.

—¿Estás bien? —le preguntó Kat.

—Ha sido un día muy largo.

—¿Te pongo algo de beber?

Él negó con la cabeza.

—¿Qué pasa? —dijo él.

Kat decidió abordar el tema de frente.

—¿Hasta qué punto estás seguro de que Monte Leburne mató a Henry?

Fuera lo que fuera lo que Stagger se esperaba que dijera Kat, o el motivo por el que ella tenía tanta prisa por hablar con él, no podría haberse imaginado que fuera aquello.

—¿Lo dices en serio?

—Sí.

—Así que supongo que has conseguido verle.

—Sí.

—¿Y qué? ¿De pronto ha negado que disparara a tu padre?

—No exactamente.

—¿Entonces?

Kat tenía que ir con cuidado. Stagger no solo seguía la ley al pie de la letra: él mismo era la ley, impresa, encuadernada y lista para su uso. Si se enteraba de lo de la enfermera Steiner y el sueño crepuscular, se pondría como una moto.

—Mira, quiero que me escuches un segundo —dijo ella—. Pero con la mente abierta, ¿vale?

—Kat, ¿te parece que estoy de ánimo para juegos?

—No, desde luego que no.

—Pues dime qué pasa.

—Voy, pero espera un momento. Volvamos al principio.

—Kat...

Ella prosiguió:

—Aquí tenemos a Monte Leburne, ¿vale? Los federales lo enchironan por matar a dos personas a tiros. Intentan usarlo para llegar a Cozone. Pero no suelta prenda. No es de esos. Demasiado tonto, a lo mejor. O quizá piensa que harán daño a su familia. Sea como fuere, Leburne cierra el pico. —Hizo una pausa, esperando que él le dijera que fuera al grano. No lo hizo—. Mientras tanto, vosotros estáis buscando al asesino de mi padre. No tenéis mucho, solo rumores y algunas pistas sueltas, y, de pronto, voilà, Leburne confiesa.

—No fue así —dijo Stagger.

—Sí, sí que lo fue.

—Teníamos pistas.

—Pero nada sólido. Así que dime: ¿por qué confesó de pronto?

Stagger hizo una mueca antes de hablar.

—Lo sabes muy bien. Mató a un poli. Nuestra investigación estaba sometiendo a Cozone a una gran presión. Tenía que darnos algo.

—Exactamente. Así que Monte Leburne se carga el muerto. Y así Cozone se libra. Muy práctico. A un tipo que ya está condenado a cadena perpetua le cae otra perpetua.

—Durante años intentamos pillar a Cozone. Lo sabes.

—Pero nunca pudimos. ¿No lo ves? Nunca pudimos relacionar a Cozone y a Leburne en ese caso. ¿Sabes por qué?

Stagger suspiró.

—No vas a caer en una paranoia conspiratoria ahora, ¿verdad, Kat?

—No.

—El motivo por el que no pudimos relacionarlos es simple: así funciona el mundo. No es un sistema perfecto.

—O quizás —propuso Kat intentando mantener la calma— no pudimos relacionarlos porque Monte Leburne no disparó a mi padre. Sí pudimos relacionar a Leburne con los otros dos asesinatos. Pero nunca pudimos relacionarlo con el de mi padre. ¿Y qué hay de esas huellas que nunca pudimos identificar? ¿No te has preguntado quién más estaba en la escena del crimen?

—¿Qué ha pasado en Fishkill? —dijo Stagger mirándola a los ojos.

Kat sabía que tenía que ir con cuidado.

—Está muy grave.

—¿Leburne?

Ella asintió.

—No creo que le queden más de una o dos semanas.

—Así que fuiste. Y él accedió a verte.

—Más o menos.

Él la miró con desconfianza.

—¿Qué significa eso?

—Estaba en la enfermería. Conseguí que me dejaran entrar. No hice nada raro, no te preocupes. Enseñé la placa y no dije nada comprometedor.

—Vale. ¿Y?

—Pues que cuando llegué hasta la cama de Leburne, estaba en unas condiciones bastante malas. Le habían drogado con una dosis enorme de analgésicos. Morfina, supongo.

Stagger entrecerró los párpados.

—Vale. ¿Y?

—Pues que empezó a balbucir. Yo no le interrogué ni nada. Estaba demasiado ido como para eso. Pero empezó a delirar. Pensaba que la enfermera era su hermana muerta, Cassie. Se disculpó por haber permitido que su padre abusara de ella o algo así. Se echó a llorar y le dijo que muy pronto estaría con ella. Cosas así.

Stagger la atravesó con la mirada. Kat no estaba muy segura de que se lo estuviera tragando, pero tampoco sabía si lo estaba vendiendo muy bien.

—Sigue.

—Y dijo que nunca había matado a ningún poli.

Los ojos hundidos de Stagger se abrieron un poco de pronto. No era exactamente la verdad, pero Kat pensó que más valía así.

—Dijo que era inocente —prosiguió. Stagger parecía incrédulo—. ¿De todo?

—No, exactamente lo contrario. Dijo que ya le habían pillado por dos asesinatos, así que no tenía nada de malo confesar un tercero, si así salía ganando.

—¿Salía ganando?

—Esas fueron sus palabras.

Stagger meneó la cabeza.

—Esto es una locura. Te das cuenta, ¿no?

—No lo es. De hecho encaja perfectamente. Ya iba a cumplir cadena perpetua. ¿Qué más le daba una acusación de asesinato más? —Kat dio un paso hacia el capitán—. Pongamos que os estabais acercando al asesino. A lo mejor estabais a días, o incluso a horas, de atar cabos. De pronto, un tipo que ya está en la cárcel, condenado a cadena perpetua, confiesa. ¿No lo ves?

—¿Y quién, exactamente, organizaría algo así?

—No lo sé. Cozone, probablemente.

—¿Utilizaría a su propio hombre?

—¿A un hombre que sabía, y que nosotros sabíamos, que nunca hablaría? Claro. ¿Por qué no?

—Tenemos el arma del delito, ¿recuerdas?

—Lo recuerdo.

—El arma con que dispararon a tu padre. La encontramos exactamente donde Monte Leburne dijo que estaría.

—Leburne lo sabía, claro. El asesino se lo dijo. Piénsalo. ¿Desde cuándo un matón a sueldo como Leburne guarda la pistola? Se libra de ella. Nunca encontramos las armas de los otros dos asesinatos, ¿no? De pronto, mata a un poli y decide guardarla. ¿Como qué? ¿Como recuerdo? Y una vez más, ¿qué hay de esas huellas? ¿Tenía un cómplice? ¿Fue él solo?

Stagger le apoyó las manos en los hombros.

—Kat, escúchame.

Kat sabía lo que venía ahora. Era parte del juego. Tenía que capearlo.

—Has dicho que Leburne estaba drogado, ¿no? —dijo el capitán—. ¿Con morfina?

—Sí.

—Así que estaba delirando. Son tus palabras. Balbució tonterías, cosas imaginarias. Eso es todo.

—No me trates como a una niña, Stagger.

—No lo hago.

—Sí, sí que lo haces. Tú sabes que yo no me trago cosas como lo de «pasar página» —dijo haciendo el gesto de comillas con los dedos—. Creo que todo eso son memeces. Aunque metiéramos en la cárcel a todos los que hayan participado en este asesinato, mi padre sigue muerto. Eso no cambiará. Así que lo de pasar página..., no sé, es casi un insulto a su memoria. ¿Me entiendes?

Él asintió lentamente.

—Pero esta detención... —continuó ella—. A mí nunca me convenció. Siempre sospeché que había algo más.

—Y ahora lo estás convirtiendo en eso.

—¿En qué?

—Venga, Kat. Es Monte Leburne. ¿Tú crees que no sabía que estabas ahí? Está jugando contigo. Sabe que has tenido dudas desde el principio. Querías ver algo que no existe. Y ahora te lo ha dado.

Kat abrió la boca para protestar, pero de pronto pensó en el «posible» Jeff del ordenador. La voluntad puede alterar la percepción. ¿Sería eso? ¿Tendría tantas ganas de encontrar una solución —de «pasar página»— que se estaba creando escenarios alternativos?

—Eso no es así —dijo Kat, pero su voz denotaba un nivel de convicción menor.

—¿Estás segura?

—Tienes que entenderlo. No puedo dejarlo así.

—Lo entiendo —dijo él asintiendo lentamente.

—Estás volviendo a tratarme como a una niña.

Él esbozó una sonrisa fatigada.

—Monte Leburne mató a tu padre. No es una buena solución, ni siquiera es una solución. Nunca lo es. Eso ya lo sabes. Las dudas sobre el caso, todas normales, rutinarias y fácilmente explicables, te consumen. Pero en un momento dado hay que aflojar. O te volverás loca. Si dejas que te afecte así, acabarás deprimida y...

Stagger no acabó la frase.

—¿Como mi abuelo? —saltó ella.

—Yo no he dicho eso.

—No hacía falta.

Stagger la miró a los ojos, y se quedó mirándola un buen rato.

—Tu padre querría que siguieras con tu vida.

Ella no dijo nada.

—Sabes que te digo la verdad.

—Lo sé —dijo ella.

—¿Pero?

—Pero no puedo hacerlo. Eso también lo sabría mi padre.

Kat se llenó otro vaso de chupito de Jack Daniel’s y mandó a imprimir el viejo dosier del asesinato de su padre.

No era el informe oficial de la policía. Ese, por supuesto, ya lo había leído muchas veces. Este era uno creado por ella, que incluía todo lo que había en el dosier oficial —los investigadores que habían cerrado el caso de su padre eran ambos amigos de la familia— y muchas otras cosas, incluidos los rumores, los cuales había recogido por su cuenta. La conclusión del caso era bastante sólida, basada en dos elementos claves: la confesión del propio Leburne y el hallazgo del arma del delito, escondida en casa de Leburne. La mayoría de los cabos sueltos se habían atado bastante bien, con una notable excepción, la cual siempre le había hecho dudar a Kat: en la escena del crimen se habían encontrado huellas sin identificar. Los tipos del laboratorio habían encontrado una huella completa en el cinturón de su padre y la habían introducido en el sistema, pero no habían hallado coincidencias.

Kat nunca se había quedado satisfecha con la explicación oficial, pero todo el mundo, incluida ella, lo habían achacado a su conexión personal. Aqua lo había definido como nadie en uno de sus días más lúcidos, al encontrarse ambos en el parque: «En este caso estás buscando algo que nunca encontrarás».

Aqua.

Aquello era algo raro. Podía hablar con Stacy sobre el asesinato de su padre, pero Stacy no lo había conocido. Stacy no conocía a la «antigua Kat», la Kat de antes, la que salía con Jeff, sonreía despreocupadamente y existía antes de la muerte de Henry Donovan. Pero el primer nombre que le había venido a la cabeza —la persona que entendería más que nadie lo que estaba pasando— era, bueno, Jeff.

Aunque eso no parecía una buena idea, ¿no?

No. Al menos, no lo sería a las seis de la mañana o a las diez de la noche. Pero, en aquel momento, a las tres de la madrugada, con unas rondas de Jack corriéndole por las venas, le pareció la idea más brillante de la historia del mundo. Miró por la ventana de su apartamento. Dicen que Nueva York es la ciudad que nunca duerme. Aquello era una tontería. Cuando había estado en otras ciudades, incluso algunas más pequeñas, como San Luis o Indianápolis, daba la impresión de que la gente estaba despierta hasta más tarde, aunque quizá más por desesperación que por otra cosa. «No estamos en Nueva York, así que tenemos que esforzarnos más para pasárnoslo bien». Algo así.

¿Las calles de Manhattan a las tres de la madrugada? Muertas.

Con paso incierto, Kat se dirigió al ordenador. Tuvo que intentarlo tres veces para conectarse a EresMiTipo.com porque, al igual que la lengua, tenía los dedos torpes a causa de la bebida. Miró si por casualidad Jeff estaba conectado. Bueno, era una pena, ¿no? Apretó el vínculo para enviarle un mensaje directo.

JEFF,

¿PODEMOS HABLAR? ME HA PASADO ALGO Y ME GUSTARÍA MUCHO HABLAR DE ELLO CONTIGO.

KAT

Parte de su cerebro se daba cuenta de que era una muy mala idea; era el equivalente a los SMS de borrachera, pero en versión página de citas. Los SMS de borrachera nunca funcionaban. Nunca jamás.

Envió el mensaje y se medio durmió, medio perdió la conciencia. Cuando sonó el despertador, a las seis de la mañana, Kat se odió a sí misma antes incluso de sentir el efecto de la resaca, atravesándole el cerebro con punzadas de dolor.

Comprobó los mensajes. Nada de Jeff. O del «posible» Jeff. Vale, ¿es que no se había dado cuenta ya de que quizá no fuera Jeff, sino un tipo que se le parecía? No importaba. ¿A quién le importa? ¿Dónde demonios estaba el paracetamol extrafuerte?

La clase de yoga de Aqua. Ni hablar. Esta vez no. Su cabeza no lo soportaría. Además, ya había ido el día anterior. No tenía que ir.

Solo que...

Un momento, espera un segundo. Volvió corriendo al ordenador y recuperó el perfil de Jeff. Aparte de Stagger, la única persona que seguía en su vida, que la había conocido con Jeff y con su padre, que conocía la Kat de antes era..., bueno, era Aqua. Aqua y Jeff se habían conocido a través de ella, incluso habían compartido vivienda todos juntos en un miserable piso de dos habitaciones en la calle Ciento setenta y ocho. Clicó Imprimir, se puso la ropa, corrió hasta el lado este del parque y llegó, como siempre, cuando todo el mundo estaba ya meditando, con los ojos cerrados.

—Tarde —dijo Aqua.

—Lo siento.

Aqua frunció el ceño y abrió los ojos, sorprendido. Era la primera vez que Kat se disculpaba. Sabía que pasaba algo.

Dos décadas antes, Aqua y Kat habían ido juntos a clase en Columbia. Allí es donde se habían conocido, en su primer año. Aqua era, sencillamente, la persona más brillante que había conocido Kat. Sus notas eran impresionantes. Tenía el cerebro siempre al límite de revoluciones, trabajaba a destajo, acabando en minutos trabajos de clase que a otros les llevaban toda la noche. Aqua consumía conocimientos como otros consumen comida rápida. Se había apuntado a asignaturas extras, hacía dos trabajos, practicaba atletismo, pero no había nada que pudiera detener aquella ansia.

Con el tiempo, el motor de Aqua se recalentó. Así lo veía Kat. Se rompió, aunque lo cierto era que simplemente enfermó. Mentalmente. En realidad no era diferente a contraer un cáncer, lupus o algo así. Desde entonces, Aqua había estado entrando y saliendo de diversos centros de salud. Los médicos lo habían intentado todo para curarle, pero su enfermedad mental, como las físicas, era, si no ya terminal, crónica. Kat no sabía dónde vivía ahora exactamente. En algún lugar del parque, supuso. A veces, Kat se lo encontraba fuera de las clases de yoga, cuando su manía se volvía más febril. A veces Aqua iba vestido de hombre. Otras —sí, bueno, la mayoría de las veces— iba vestido de mujer. A veces, ni siquiera reconocía a Kat.

Al final de la clase, cuando los demás cerraron los ojos y adoptaron la postura del Cadáver, Kat se quedó sentada mirando a Aqua. Él —o ella; resultaba muy confuso tratar con un travestido a tiempo parcial— le devolvió la mirada, con rabia. En aquellas clases había unas normas. Y ella estaba rompiendo una de ellas.

—Quiero que relajéis el rostro —dijo Aqua con aquella voz reconfortante—. Relajad los ojos. Sentid cómo se hunden. Relajad la boca...

No apartó la mirada de la de Kat. Al final, cedió y se levantó, pasando de la posición del Loto a estar de pie en un movimiento suave y silencioso, sin esfuerzo aparente. Kat también se puso en pie. Le siguió por un sendero en dirección norte.

—Así que aquí es donde vienes después de clase —dijo Kat.

—No.

—¿No?

—No voy a enseñarte adónde voy. ¿Qué es lo que quieres?

—Necesito un favor.

—Yo no hago favores —dijo Aqua sin dejar de caminar—. Yo enseño yoga.

—Eso ya lo sé.

—Entonces ¿por qué me molestas? —Sus manos se cerraron en dos puños, como un niño pequeño al borde de la pataleta—. El yoga es rutina. A mí me va bien la rutina. Que me saques de la clase para hablar, así, no es parte de la rutina. No me conviene apartarme de la rutina.

—Necesito tu ayuda.

—Yo ayudo enseñándote yoga.

—Eso ya lo sé.

—Soy un buen profesor, ¿no?

—El mejor.

—Pues déjame hacer lo que hago. Así es como ayudo yo. Así es como me mantengo centrado. Así es como contribuyo a la sociedad.

Kat de pronto se sintió abrumada. Mucho tiempo atrás habían sido amigos. Buenos amigos. Amigos íntimos. Se sentaban en la biblioteca y hablaban de cualquier cosa. Las horas se les pasaban volando; así de amigos eran.

Tras su primera cita con Jeff, había hablado con Aqua. Él lo entendió enseguida. Aqua y Jeff también se habían hecho amigos. Habían compartido habitación fuera del campus, aunque Jeff acababa pasando la mayor parte del tiempo en casa de Kat. Ahora, viendo el gesto perplejo en el rostro de Aqua, se dio cuenta de lo mucho que había perdido. Había perdido a su padre. Eso era obvio. Había perdido a su prometido. También era obvio. Pero quizás —aunque no fuera tan obvio— había perdido algo más, algo real y profundo, al venirse abajo Aqua.

—¡Dios!, te echo tanto de menos —dijo Kat, y Aqua empezó a acelerar el paso.

—Esto no ayuda en absoluto —repuso él.

—Lo sé. Lo siento.

—Tengo que irme. Tengo cosas que hacer.

—Vale, pero antes ¿quieres echar un vistazo a esto? —dijo ella poniéndole la mano sobre el brazo para frenarlo.

Él frunció el ceño, sin reducir mucho el paso. Ella le mostró las copias impresas del perfil de Jeff en EresMiTipo.com.

—¿Qué es esto? —preguntó Aqua.

—Dímelo tú.

A Aqua aquello no le gustaba. Era evidente. Toda aquella ruptura de su rutina le estaba poniendo nervioso. No era lo que pretendía Kat. Sabía que alterarlo era un peligro.

—¿Aqua? Tú solo echa un vistazo, ¿vale?

Lo hizo. Miró las hojas de papel. Intentó leerlas. Su expresión no cambió, pero a Kat le pareció ver un brillo en sus ojos.

—¿Aqua?

—¿Por qué me enseñas esto? —dijo él con un hilo de temor en la voz.

—¿Se parece a alguien que conozcas?

—No —dijo él.

Kat sintió que el corazón se le encogía. Aqua se dispuso a marcharse.

—No se parece a Jeff, Kat. Es Jeff.

Te echo de menos

Подняться наверх