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Gerard Remington vio por fin la luz del día.

No tenía ni idea de cuánto tiempo había estado a oscuras. El repentino baño de luz le había explotado en los ojos como una supernova. Se le habían cerrado solos. Habría querido protegérselos con las manos, pero aún las tenía atadas. Intentó parpadear. Los ojos le lloraban con la luz.

Había alguien justo encima de él.

—No te muevas —dijo una voz masculina.

Gerard no lo hizo. Oyó un chasquido y se dio cuenta de que el hombre estaba cortando las ataduras. Por un momento, el pecho se le llenó de esperanza. Quizás aquel hombre hubiera venido a rescatarlo.

—Levántate —dijo el hombre. Tenía un leve acento, quizá caribeño o sudamericano—. Tengo una pistola. Si haces algún movimiento, te mataremos y te enterraremos aquí mismo. ¿Lo entiendes?

Gerard tenía la boca sequísima, pero aun así consiguió decir que sí.

El hombre salió de la... ¿caja? Por primera vez, Gerard Remington vio dónde había estado metido todas aquellas... ¿horas? Era algo a medio camino entre un ataúd y una cámara pequeña, de quizás un metro y treinta de profundo y de ancho, y unos dos metros y medio de largo. Cuando se puso en pie, Gerard vio que estaba rodeado de un bosque frondoso. La cámara estaba enterrada en el suelo, como una especie de búnker. Quizá fuera un lugar donde esconderse en caso de tormenta, o para guardar el grano. Era difícil saberlo.

—Sal —dijo el hombre.

Gerard miró hacia arriba, entornando los párpados. El hombre (no, en realidad era más bien un adolescente) era grande y musculoso. Ahora le parecía que tenía un acento como portugués; quizá fuera brasileño, pero Gerard no era experto en esos temas. Tenía el cabello corto y rizado. Llevaba unos vaqueros rasgados y una camiseta ajustada que le presionaba los hinchados bíceps como un torniquete.

También llevaba una pistola.

Gerard salió de la caja y se encontró entre los árboles. A lo lejos vio un perro —un labrador, quizá, de color chocolate— corriendo por un sendero. Cuando el hombre tapó de nuevo el búnker, el habitáculo desapareció de la vista. Solo se veían dos grandes anillas de metal, una cadena y un candado, todo ello sujeto a la puerta.

A Gerard le daba vueltas la cabeza.

—¿Dónde estoy?

—Apestas —le dijo el joven—. Detrás de ese árbol hay una manguera. Lávate, haz tus necesidades y ponte esto.

El joven le dio a Gerard un mono con colores de camuflaje.

—No entiendo nada de todo esto —dijo Gerard.

El hombre de la pistola se le acercó y tensó sus musculados pectorales y sus tríceps.

—¿Quieres que te patee el culo?

—No.

—Pues haz lo que te digo.

Gerard intentó tragar saliva, pero tenía la garganta demasiado seca. Se giró hacia la manguera. Nada de lavarse, lo que necesitaba era beber agua. Corrió hacia la manguera, pero las rodillas le fallaron y a punto estuvo de caerse. Había estado demasiado tiempo en aquella caja. Consiguió mantenerse en pie lo suficiente como para llegar a la manguera. Abrió el grifo y, cuando apareció el agua, bebió con ansia. El agua sabía, bueno, a manguera vieja, pero no le importaba.

Gerard esperaba que el hombre le soltara otro bufido, pero de pronto el hombre se mostró paciente. Por algún motivo, aquello lo preocupó. Miró alrededor. ¿Dónde estaba? Giró sobre sí mismo, esperando encontrar un claro, un camino o algo. Pero no había nada. Solo bosque.

Escuchó, intentando distinguir algún ruido. Nada.

¿Dónde estaría Vanessa? ¿Esperándole en el aeropuerto, confusa pero a salvo?

¿O la habrían atrapado también a ella?

Gerard Remington salió de detrás del árbol y se quitó la ropa sucia. El hombre seguía mirándolo. Gerard se preguntó cuánto tiempo haría que no se desnudaba delante de otro hombre. En clase de educación física, en el instituto, supuso. Qué cosas para pensar en un momento como aquel, en el pudor.

¿Dónde estaría Vanessa? ¿Estaría bien?

No lo sabía, por supuesto. No sabía nada. No sabía dónde estaba, ni quién era aquel hombre, ni por qué él estaba allí. Gerard intentó calmarse, pensar racionalmente su próximo movimiento. Intentaría cooperar y mantener la cabeza despejada. Gerard era inteligente. En aquel momento tuvo que recordárselo a sí mismo. Sí, aquello le hacía sentir mejor.

Era inteligente. Aquel animal tenía una pistola, sí, pero no era rival para el intelecto de Gerard Remington.

—Date prisa —dijo el hombre por fin.

Gerard se lavó con la manguera.

—¿Hay alguna una toalla? —le preguntó.

—No.

Aún mojado, Gerard se enfundó el mono. Estaba temblando. La combinación de miedo, agotamiento, confusión y aislamiento sensorial estaba cobrándose su precio.

—¿Ves ese camino? —dijo el hombre de los músculos hinchados, y señaló hacia el claro por el que Gerard había visto correr al perro.

—Sí.

—Síguelo hasta el final. Si te desvías, te dispararé.

Gerard no se molestó en cuestionar la orden. Siguió el estrecho sendero. Huir corriendo no parecía una opción viable. Aunque el hombre no le disparara, ¿adónde iría? Quizá podría ocultarse en el bosque. Intentar darle esquinazo. Pero no tenía ni idea de en qué dirección debía ir. No tenía ni idea de si estaría corriendo hacia una carretera o si se estaría adentrando aún más en el bosque.

Era un plan de tontos.

Además, si aquella gente quisiera matarle —a estas alturas suponía que habría más de uno, ya que el gigantón había hablado en plural— ya lo habrían hecho. Así que más valía estar atento. Estar alerta. Seguir vivo.

Encontrar a Vanessa.

Gerard sabía que su zancada medía aproximadamente 81 centímetros. Contó los pasos. Cuando llegó a doscientos pasos, que sumaban 162 metros, vio que el camino quedaba cortado. Había un claro no muy lejos de allí. Doce pasos más, y Gerard se encontró fuera de la espesura del bosque. Más allá había una granja blanca. Gerard la examinó de lejos y observó que los postigos de las ventanas de arriba eran de color verde oscuro. Observó en busca de cables eléctricos que llegaran a la casa. No había ninguno.

Interesante.

En el porche de la casa había un hombre de pie, apoyado contra uno de los postes de madera. Iba arremangado y tenía los brazos cruzados. Llevaba gafas de sol y botas de trabajo. Tenía el cabello rubio oscuro y largo hasta los hombros. Cuando vio a Gerard, le hizo señas para que entrara en la casa. Luego, él mismo se metió allí y desapareció.

Gerard se acercó a la casa. Observó de nuevo los postigos verdes. A la derecha había un cobertizo. El perro —sí, sin duda era un labrador color chocolate— estaba sentado delante, observando pacientemente. Detrás del perro, Gerard vio la esquina de lo que parecía una calesa gris. Gerard también vio un molino. Tenía sentido. Eran pistas coherentes. No sabía qué conclusión sacar —o quizá sí sabía, y eso no habría hecho otra cosa que confundirle más—, pero de momento se limitó a registrar las pistas.

Subió los dos escalones del porche y vaciló antes de atravesar el umbral. Respiró hondo y pasó al recibidor. El salón quedaba a su izquierda. El hombre de pelo largo estaba sentado en un sillón. Ya no llevaba las gafas de sol. Tenía los ojos marrones, inyectados en sangre, y los brazos cubiertos de tatuajes. Gerard los estudió, intentando tomar nota mentalmente, esperando encontrar en ellos una pista de la identidad del hombre. Pero los tatuajes eran dibujos simples. No le decían nada.

—Me llamo Titus —dijo el hombre con un deje particular. Como dulzón, suave, casi frágil—. Siéntate, por favor.

Gerard entró en la habitación. El tal Titus le miró fijamente. Gerard se sentó. Otro hombre, al que cualquiera habría definido como un hippie, entró en la habitación. Llevaba una túnica africana, un gorro de punto y gafas con cristales rosados. Se sentó ante el escritorio de la esquina y abrió un MacBook Air. Todos los MacBook Air se parecen, motivo por el que Gerard había pegado un trocito de cinta adhesiva negra a la tapa del suyo.

La cinta adhesiva negra estaba ahí. Gerard frunció el ceño.

—¿Qué es lo que pasa? ¿Dónde está Vanessa...?

—Chist... —dijo Titus con un sonido que cortó el aire como una cuchilla.

Titus se volvió hacia el hippie con el portátil. El hippie asintió y dijo:

—Preparado.

«¿Preparado para qué?», habría querido preguntar Gerard, pero el sonido de aquel «chist» aún flotaba en el aire y le hizo guardar silencio.

Titus se volvió hacia Gerard y sonrió. Gerard Remington nunca había visto nada más aterrador que aquella sonrisa.

—Tenemos unas preguntas para ti, Gerard.

Te echo de menos

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