Читать книгу Te echo de menos - Харлан Кобен - Страница 8

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Mientras se duchaba, Kat pensó en lo que le diría exactamente a Jeff. Se planteó una docena de posibilidades, a cual más ñoña. Odiaba sentirse así. Odiaba tener que preocuparse de lo que le iba a escribir a un tío, como si estuvieran en el instituto y fuera a dejarle una nota en la taquilla. Ufff... ¿Es que aquello iba a durar toda la vida?

Un cuento de hadas, había dicho Stacy. Pero real.

Se puso su uniforme de poli de diario —unos vaqueros y una americana— y un par de zapatillas ligeras. Se recogió el cabello en una cola de caballo. Kat nunca había tenido valor para dejarse el pelo muy corto, pero le gustaba recogérselo hacia atrás, para no sentirlo en el rostro. A Jeff también le gustaba así. La mayoría de los hombres preferían que llevara el pelo suelto. Jeff no. «Me encanta tu rostro. Me encantan esos pómulos y esos ojos...».

Tenía que parar.

Era hora de ir a trabajar. Ya pensaría en qué escribir más tarde.

La pantalla del ordenador parecía burlarse de ella cuando pasaba por delante, retándola a irse sin más. Se detuvo. El salvapantallas mostraba su baile de líneas. Miró la hora.

«Acaba con esto de una vez», se dijo.

Se sentó y, una vez más, abrió la página EresMiTipo.com. Cuando inició sesión, vio que tenía «nuevas coincidencias interesantes». No se molestó en mirar. Encontró el perfil de Jeff, hizo clic en la foto y volvió a leer su descripción personal: A VER QUÉ PASA.

¿Cuánto tiempo habría tardado Jeff en pensar en algo tan simple, tan tentador, tan informal, tan poco comprometedor y a la vez tan sugerente? No suponía ninguna presión. Era una invitación, nada más. Kat presionó el icono para escribirle un mensaje directo. Se abrió la ventana. El cursor parpadeó, impaciente.

Kat escribió: SÍ, A VER QUÉ PASA.

Ufff...

Lo borró inmediatamente.

Probó otras cosas: ADIVINA QUIÉN ES...; HA PASADO MUCHO TIEMPO...; ¿CÓMO ESTÁS, JEFF? ES AGRADABLE VOLVER A VERTE. Borra, borra, borra. Todo lo que se le ocurría era soso hasta no poder más. Quizá, pensó, esa fuera la naturaleza de aquellas cosas: que era difícil mostrarse tranquilo y relajado cuando se está en un sitio web intentando encontrar al amor de tu vida.

Un recuerdo le trajo una sonrisa nostálgica al rostro. Jeff tenía debilidad por los vídeos musicales rancios de los años ochenta. Eso era antes de que YouTube hiciera fácil ver cualquier vídeo al momento. Había que encontrarlos cuando la VH1 emitía algún programa especial o algo así. De pronto, se imaginó lo que estaría haciendo Jeff en aquel momento, probablemente sentado en su ordenador, buscando viejos vídeos de Tears for Fears, Spandau Ballet, Paul Young o John Waite.

John Waite.

Waite tenía un antiguo éxito que ponían en la MTV, una canción pop, casi new wave, que le gustaba mucho, incluso ahora, cuando la oía por casualidad en la radio o en algún bar que pusiera éxitos de los ochenta. Cuando Kat oía a John Waite cantando Missing You, le traía recuerdos de aquel vídeo sensiblero en el que se veía a John caminando solo por la calle, exclamando una y otra vez «No te echo de menos en absoluto»,1 con una voz tan angustiosa que hacía que el verso siguiente («No puedo mentirme a mí mismo») resultara superfluo y demasiado explicativo. John Waite aparecía en un bar, ahogando en alcohol su evidente dolor, evocando recuerdos felices de la mujer que siempre amaría, al tiempo que repetía que no la echaba en absoluto de menos. Ya, pero la mentira se le ve. Se le ve a cada paso, a cada movimiento. Luego, al final del vídeo, un John solitario vuelve a casa y se pone los auriculares, ahogando esta vez sus penas en música, en lugar de en alcohol, y así, en un giro de tintes casi shakesperianos con estética de serie de televisión cutre, no oye cuando —¡oh!— su amor vuelve y llama a su puerta. Al final, la persona con la que estaba destinado a vivir hasta la eternidad llama otra vez, pega la oreja a la puerta y acaba por irse, dejando a John Waite con el corazón roto para siempre, insistiendo en que no la echa de menos, mintiéndose eternamente.

Ironías del destino.

El vídeo se había convertido en una especie de broma recurrente entre Jeff y ella. Cuando estaban lejos el uno del otro, aunque fuera por poco tiempo, él solía dejarle mensajes diciendo «No te echo de menos en absoluto», y ella quizá respondiera algo como que podía mentirse a sí mismo.

Sí, el amor no siempre es bonito.

Pero cuando Jeff quería ponerse más serio, firmaba sus notas con el título de la canción, que ahora mismo los dedos de Kat escribían en la caja de texto sin proponérselo siquiera:

TE ECHO DE MENOS.

Se lo quedó mirando un momento y se planteó si debía clicar en Enviar.

No podía hacerlo. Él se presentaba con toda sutileza, con su «a ver qué pasa», y ella va y responde con un «te echo de menos». No. Lo borró y volvió a intentarlo, esta vez transcribiendo el verso completo del estribillo:

NO TE ECHO DE MENOS EN ABSOLUTO.

Eso quedaba demasiado frívolo. Borrar de nuevo.

Vale, ya basta.

Entonces se le ocurrió una idea. Abrió otra ventana del navegador y encontró un vínculo al viejo vídeo de John Waite.

No lo había visto en... unos veinte años, quizá, pero aún tenía aquel encanto pringoso. Sí, pensó Kat, asintiendo. Perfecto. Copió y pegó el vínculo en la caja de texto. Apareció una fotografía de la escena del bar del vídeo. Kat no se lo pensó más.

Hizo clic en el botón Enviar, se puso en pie enseguida y casi salió corriendo hacia la puerta.

Kat vivía en la calle Sesenta y siete, en el Upper West Side de Nueva York. El Distrito Diecinueve, donde trabajaba, también estaba en la calle Sesenta y siete, solo que en el lado este, no muy lejos del Hunter College. Le encantaba el camino de casa al trabajo: solo tenía que atravesar Central Park. Su brigada ocupaba un edificio emblemático de la década de 1880 de un estilo que alguien le había dicho que se llamaba Neorrenacimiento. Ella era investigadora, y trabajaba en la tercera planta. En la tele, los investigadores suelen tener alguna especialidad, como los homicidios, pero la mayoría de esas especializaciones o destinos particulares han desaparecido hace tiempo. El año en que mataron a su padre había habido casi cuatrocientos homicidios. Ese año llevaban doce. Los grupos de homicidios con seis agentes cada uno habían quedado obsoletos.

En cuanto pasó por la recepción, Keith Inchierca, sargento de guardia, le dijo:

—El capitán te quiere ver ipso facto.

Keith le señaló el camino con su pulgar rechoncho, como si ella no supiera dónde estaba el despacho del capitán. Subió los escalones de dos en dos hasta el primer piso. A pesar de su buena relación personal con el capitán Stagger, casi nunca la llamaba a su despacho.

Llamó suavemente con los nudillos.

—Adelante.

Abrió la puerta. El despacho era pequeño y de color gris, como una acera mojada. El capitán estaba inclinado sobre la mesa, con la cabeza gacha.

Kat de pronto sintió que se le secaba la boca. Stagger también llevaba la cabeza gacha aquel día, dieciocho años atrás, cuando se presentó a la puerta de su apartamento. En aquel momento, Kat no lo había entendido. Al menos al principio. Siempre había pensado que, si alguien se presentaba a darle aquella noticia, ella lo sabría, que habría tenido algún presagio de algún tipo. Se había imaginado la escena un centenar de veces: sería entrada la noche, mientras llovía, unos golpes secos. Abriría la puerta, ya consciente de lo que se avecinaba. Se encontraría de frente la mirada de algún policía, negaría con la cabeza, vería el lento asentimiento del policía y luego caería al suelo gritando: «¡NO!».

Pero cuando llegó aquella llamada a su puerta, cuando Stagger se presentó para comunicarle la noticia que partiría su vida en dos —habría un antes y un después—, el sol brillaba con fuerza, ajeno a todo. Ella estaba a punto de salir hacia la biblioteca de la universidad, en el norte de Manhattan, para preparar un trabajo sobre el plan Marshall. Aún se acordaba de aquello. El maldito plan Marshall. Así que abrió la puerta, con prisa por ir a coger la línea C del metro, y ahí estaba Stagger, de pie, con la cabeza gacha, como ahora, y no entendió nada. Él no la miró a la cara. La verdad —la sobrecogedora y triste verdad— era que, la primera vez que había visto a Stagger en el rellano, Kat había pensado que quizás hubiera venido por ella. Sospechaba que Stagger tenía cierta debilidad por ella. Los policías jóvenes, especialmente los que consideraban a su padre como una figura paterna, solían encapricharse de ella. Así que cuando Stagger apareció frente a su puerta, eso fue lo que pensó: que a pesar de que sabía que estaba comprometida con Jeff, quería mover ficha con delicadeza. Nada forzado. Stagger —de nombre se llamaba Thomas, pero nadie le llamaba por el nombre— no era de esos. Más bien era un tipo dulce.

Cuando vio la sangre en su camisa, entrecerró los párpados, pero seguía sin entenderlo. Entonces él dijo tres palabras, tres simples palabras que se combinaron hasta detonar en su pecho, haciendo estallar el mundo en pedazos:

—Es grave, Kat.

Ahora Stagger tenía casi cincuenta años, estaba casado y tenía cuatro niños. Su mesa estaba llena de fotografías. Había una antigua de Stagger con su compañero desaparecido, el agente de homicidios Henry Donovan, el padre de Kat. Así son las cosas. Cuando mueres en servicio, tu foto acaba por todas partes. Para algunos es un bonito homenaje. Para otros, un doloroso recuerdo. En la pared, detrás de Stagger, había un póster enmarcado del hijo mayor de Stagger, de unos dieciséis años, jugando a lacrosse. Stagger y su mujer tenían una casa en Brooklyn. Debían de tener una vida agradable, o eso suponía Kat.

—¿Querías verme, capitán?

Fuera de comisaría le llamaba Stagger, pero, cuando se trataba de trabajo, no podía hacerlo. Cuando Stagger levantó la vista, Kat se sorprendió al ver su rostro lívido. Sin querer dio un paso atrás, casi esperándose oír aquellas tres palabras de nuevo, pero esta vez fue ella la que se adelantó.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

—Monte Leburne —dijo Stagger.

La simple mención de aquel nombre extendió un frío gélido por todo el despacho. Tras una vida perdida en la que no había provocado más que destrucción, Monte Leburne estaba cumpliendo cadena perpetua por el asesinato del agente de homicidios Henry Donovan.

—¿Qué le pasa?

—Se está muriendo.

Kat asintió, haciendo tiempo, intentando rehacerse de la impresión.

—¿De?

—Cáncer de páncreas.

—¿Cuánto tiempo hace que lo tiene?

—No lo sé.

—¿Y por qué me lo dices ahora? —dijo con más énfasis del que habría deseado. Él levantó la vista y la miró. Ella se disculpó con un gesto.

—Acabo de enterarme —dijo él.

—He intentado ir a visitarle.

—Sí, lo sé.

—Antes me dejaba. Pero últimamente...

—Eso también lo sé —dijo Stagger.

Silencio.

—¿Sigue en Clinton? —preguntó Kat.

Clinton era una prisión de máxima seguridad al norte del estado, cerca de la frontera canadiense, con pinta de ser el lugar más solitario y frío del mundo. Estaba a seis horas en coche desde la ciudad. Kat había hecho aquella deprimente excursión demasiadas veces.

—No. Lo han trasladado a Fishkill.

Bien. Aquello estaba mucho más cerca. Podía llegar en hora y media.

—¿Cuánto tiempo le queda?

—No mucho —dijo Stagger poniéndose en pie y rodeando la mesa, quizá para ofrecerle consuelo o un abrazo, pero se detuvo—. Es una buena noticia, Kat. Merece morir. Merece lo peor.

Ella sacudió la cabeza.

—No.

—Kat...

—Necesito hablar con él otra vez.

Él asintió lentamente.

—Ya me imaginé que dirías eso.

—¿Y?

—He cursado la solicitud. Leburne se niega a verte.

—Lástima —dijo ella—. Soy poli. Es un asesino convicto a punto de llevarse a la tumba un gran secreto.

—Kat.

—¿Qué?

—Aunque consiguieras hacerle hablar..., y, venga, sabemos que eso no pasará, tampoco vivirá hasta que salga el juicio.

—Podemos grabarlo. Confesión en el lecho de muerte.

Stagger parecía escéptico.

—Tengo que intentarlo.

—No querrá verte.

—¿Puedo usar un coche de la brigada?

Él cerró los ojos y no dijo nada.

—Por favor, Stagger —rogó olvidándose de pronto de llamarle capitán.

—¿Tu compañero te cubrirá?

—Claro —mintió ella—. Por supuesto.

—Tampoco parece que tenga opción —dijo él con un suspiro de resignación—. Está bien. Ve.

Te echo de menos

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