Читать книгу Te echo de menos - Харлан Кобен - Страница 14

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Gerard Remington estaba volviéndose loco.

Casi sentía cómo se le desprendía el tejido cerebral, como si estuviera sometido a alguna extraña fuerza centrífuga. La mayor parte del tiempo estaba a oscuras y sentía el dolor, y, sin embargo, pese a la confusión reinante, de pronto tuvo una potente sensación de claridad. Quizá «claridad» no fuera la palabra idónea. «Iluminación» podría ser más apropiada.

El hombre musculoso con acento le señaló el camino.

—Ya sabes por dónde.

Se puso en marcha. Iba a ser el cuarto viaje de Gerard a la granja. Titus le estaría esperando. Una vez más, Gerard se planteó huir corriendo, pero sabía que no llegaría muy lejos. Le daban de comer lo justo para mantenerlo vivo, no más. Aunque no hacía nada en todo el día, encerrado en aquella maldita caja bajo tierra, estaba exhausto y debilitado. La caminata por aquel camino le costaba un esfuerzo supremo. No le quedaban más fuerzas.

Sería inútil.

Aún mantenía su fe en algún rescate milagroso. Su cuerpo, sí, le había fallado. Pero su cerebro era otra cosa. Mantenía los ojos bien abiertos y había empezado a recopilar algunos datos básicos sobre su situación.

Le retenían en una zona rural de Pensilvania, a unas seis horas por carretera del aeropuerto Logan, el lugar donde le habían secuestrado.

¿Cómo lo sabía?

La simple arquitectura de la granja, la falta de cableado eléctrico (Titus tenía su propio generador), el viejo molino, la calesa, las contraventanas de color verde hoja..., todo eso daba a entender que aquello era territorio amish. Además, Gerard sabía que las calesas de determinados colores eran propias de ciertas zonas. Las grises, por ejemplo, solían corresponder al condado de Lancaster, en Pensilvania, así que aquello le daba una idea del lugar donde se encontraba.

No tenía sentido. O quizá sí.

El sol brillaba a través de las ramas de los árboles. El cielo era de un azul que solo una deidad podría pintar. La belleza siempre encontraba refugio en la fealdad. Aunque, a decir verdad, la belleza realmente no podría existir sin la fealdad. ¿Cómo puede haber luz si no hay oscuridad?

Gerard estaba a punto de entrar en el claro del bosque cuando oyó el ruido de la camioneta.

Por un momento, quiso creer que alguien había venido en su rescate. Luego llegarían los coches de policía. Se oirían sirenas. El musculoso sacaría el arma, pero un agente le abatiría de un disparo. Casi se imaginaba la escena: Titus detenido, la policía peinando el terreno, aquella horrible pesadilla expuesta a los ojos de la gente, para que todo el mundo la viera, aunque no fuera fácil de entender.

Porque ni siquiera Gerard conseguía comprenderla.

Pero la camioneta, una pick-up, no había venido a rescatar a nadie. Más bien lo contrario.

Desde la distancia, distinguió a una mujer en la parte trasera. Llevaba un vestido sin mangas amarillo intenso. Era lo único que veía. Aquel vestido veraniego estaba tan fuera de lugar entre todo aquel horror que Gerard llegó incluso a notar cómo una lágrima le asomó en su ojo. Se imaginó a Vanessa vestida con un vestido amarillo sin mangas como aquel. La veía poniéndoselo, girándose hacia él, sonriéndole de un modo que le aceleraba el corazón. Veía a Vanessa con aquel vestido amarillo chillón, y aquello le hacía pensar en todo lo demás que hay de bello en el mundo. Pensaba en su infancia en Vermont. En lo mucho que le gustaba a su padre llevarlo a pescar en el hielo cuando era pequeño. Pensaba en la muerte de su padre, cuando Gerard tenía solo ocho años de edad, y en cómo había cambiado todo en aquel momento, pero, sobre todo, pensaba en cómo destrozó aquello a su madre. Pensó en sus novios, hombres sucios y horribles que trataban a Gerard como si fuera un rarito o algo peor. Pensó en las burlas que había recibido en el colegio, donde era el último que escogían para los partidos del recreo, las risas, las tomaduras de pelo y los abusos. Pensó en su habitación del desván, convertida en refugio, en cuando se encerraba allí, a oscuras, y simplemente se tendía en la cama, y en que aquella caja bajo tierra en ocasiones no le parecía tan diferente; en el laboratorio de ciencias que, al crecer, empezó a ejercer la misma función. Pensó en su madre, que envejeció y empezó a perder su atractivo, lo que hizo que los hombres desaparecieran y que ella acabara yéndose a vivir con él, cocinándole, mimándolo, convirtiéndose en una parte importante de su vida. Pensó en cuando ella murió de cáncer, dos años atrás, dejándole solo, y en cuando Vanessa le había encontrado, llenando su vida de belleza, de color —como el de aquel vestido amarillo chillón—, de todo lo que ahora estaba a punto de desaparecer.

La camioneta no paró. Desapareció entre una nube de polvo.

—¿Gerard?

Titus nunca levantaba la voz. Nunca se enfadaba ni amenazaba con la violencia. No necesitaba hacerlo. Gerard había conocido a hombres que inspiraban respeto, que entraban en una sala e inmediatamente se hacían con el control de la situación. Titus era así. Su tono mesurado, de algún modo, te agarraba por las solapas y te obligaba a obedecer.

Gerard se giró hacia él.

—Ven —dijo Titus, y desapareció de nuevo en el interior de la granja.

Gerard le siguió.

Una hora más tarde, Gerard volvía a recorrer el camino de vuelta con paso vacilante. Se puso a temblar. No quería que volvieran a meterle en aquella caja maldita. Le habían hecho promesas, desde luego. El modo de volver con Vanessa, según Titus, era cooperar. Él no sabía ya qué creer, pero ¿importaba eso realmente?

Gerard se planteó una vez más salir corriendo. Pero volvió a descartar la opción, considerándola una tontería.

Cuando llegó al claro, el musculoso dejó de jugar con su labrador color chocolate y le dio una orden en un idioma que a Gerard le pareció portugués. El perro salió corriendo por el camino y desapareció. El musculoso apuntó a Gerard con la pistola. Ya habían pasado por aquella rutina antes. El musculoso le apuntaría mientras él entraba en la caja. Luego cerraría la puerta y echaría el candado.

La oscuridad volvería a engullirle.

Pero esta vez había algo diferente. Gerard podía verlo en los ojos del hombre.

«Vanessa», se dijo Gerard en voz baja, para sí. Había cogido la costumbre de repetir su nombre, casi como un mantra, algo que le calmara y le tranquilizara, como hacía su madre en los últimos tiempos con las cuentas del rosario.

—Por aquí —dijo el musculoso señalando con la pistola hacia la derecha.

—¿Adónde vamos?

—Por aquí.

—¿Adónde vamos? —repitió Gerard.

El musculoso se le acercó y le apoyó la pistola en la cabeza.

—Por. Aquí.

Se puso en marcha hacia la derecha. Ya había estado allí antes. Era el lugar donde se había lavado con la manguera y se había puesto aquel mono.

—Sigue adelante.

—Vanessa...

—Sí. Sigue adelante.

Gerard siguió, más allá de la manguera. El musculoso le seguía a dos pasos de distancia, apuntándole con la pistola a la espalda.

—No te pares. Ya casi estás.

Más adelante, Gerard vio otro calvero más pequeño. Frunció el ceño, confundido. Dio un paso más, lo vio, y se quedó paralizado.

—Sigue adelante.

No lo hizo. No se movió. No parpadeó. Ni siquiera respiró. A su izquierda —junto a un enorme roble— había un montón de ropa. Mucha ropa, como si alguien se dispusiera a hacer la colada. Era difícil calcular cuantas mudas completas había allí. Diez. O quizá más. Incluso vio el traje gris que él mismo llevaba de camino al aeropuerto Logan.

¿A cuántos de nosotros...?

Pero no fue su traje gris lo que le llamó la atención; ni siquiera el gran tamaño del montón. Aquello no fue lo que le hizo acercarse, detenerse y ver por fin la verdad. No, no era la cantidad de ropa. Fue una prenda, situada en lo alto de la pila, como la guinda del pastel, lo que hizo que el mundo se le rompiera en mil pedazos.

Un vestido sin mangas, amarillo chillón.

Gerard cerró los ojos. Toda su vida pasó ante sus ojos —la vida que había vivido, y la que a punto había estado de vivir— antes de que un estallido volviera a sumirlo en la oscuridad, esta vez para siempre.

Te echo de menos

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