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ОглавлениеSin duda alguna, la señora Touchett era mujer de numerosas y singulares rarezas, un ejemplo de las cuales lo constituía su particular comportamiento a su vuelta a la casa de su marido tras varios meses de ausencia. Tenía un modo especial de hacer cuanto hacía; ésta es la descripción más sencilla de un personaje que, aunque no carente por completo de ímpetus bondadosos, rara vez conseguía dar una impresión de dulzura. Por mucho bien que hiciera, la señora Touchett no lograba agradar. Esa peculiar manera de obrar a su antojo, a la que tan fuertemente se aferraba, si bien no era en sí intrínsecamente ofensiva, se diferenciaba por completo y bien a las claras de la manera de proceder de los demás. Sus líneas de conducta eran tan tajantes que a los ojos de las personas sensibles aparecían como cortadas con agudo cuchillo. Tal dureza cortante fue lo primero que se puso de manifiesto en ella durante las primeras horas que siguieron a su regreso de América, cuando cabía presumir que se hubiese apresurado a intercambiar los habituales saludos con su hijo y su esposo. Pero, en semejantes momentos, por motivos que sólo a ella parecían excelentes, la señora Touchett acostumbraba a encerrarse en una absoluta reclusión, posponiendo toda ceremonia sentimental hasta que lograba reparar el desarreglo de su atuendo con una precisión cuya importancia era irrelevante, ya que no afectaba en absoluto ni a la belleza ni a la vanidad. La señora Touchett, mujer de edad avanzada, carecía tanto de gracia física como de una exquisita elegancia, pero profesaba un respeto extraordinario hacia sí misma por motivos que le eran muy caros y que condescendía fácilmente a explicar cuando se le rogaba que lo hiciera como favor especial, en cuyo caso siempre se ponía de manifiesto que los motivos que la impulsaban eran totalmente distintos de los que le habían atribuido. Aunque de hecho vivía separada de su marido, se diría que tal situación no le parecía irregular en modo alguno. Desde los primeros momentos de su vida en común se hizo patente que jamás llegarían a desear la misma cosa en el mismo momento, y tal convicción la había predispuesto a evitar cualquier enojo o desagrado que pudiera sobrevenirle en el vulgar ámbito de lo accidental. Había hecho todo lo posible para erigir tal norma en ley, dándole a ésta su aspecto más ejemplar al irse a vivir a Florencia, donde compró una casa y fijó su residencia, y al dejar que su marido se quedase solo al frente de la sucursal inglesa de su banco. Semejante arreglo la complacía sobremanera por lo definido y preciso que era, aspecto bajo el que también se presentaba a los ojos del marido en su oscura casa de una neblinosa plaza de Londres, donde a veces era lo único real- mente definido y preciso que alcanzaba a vislumbrar a pesar de que a todas luces habría preferido que cosas tan absurdas como las que le sucedían por lo menos aparentasen mayor vaguedad. Conceder, ponerse de acuerdo en no estar de acuerdo, había llegado a costarle un verdadero esfuerzo, pues se sentía dispuesto a admitir cualquier cosa menos aquélla y no hallaba razón alguna para que, consentidor o renuente él, los hechos hubieran de poseer tan terrible consistencia. Por su parte, la señora Touchett no se enfrascaba en cavilaciones ni lamentos de ninguna especie y seguía su costumbre de ir a pasar, cada año, un mes con su marido, espacio de tiempo que empleaba en tratar de convencerle de que ella había adoptado el método razonable. En realidad, no le gustaba el sistema de vida inglés, y solía esgrimir dos o tres razones que aunque no hacían referencia sino a puntos de menor importancia, en su opinión eran más que sobradas para justificar su voluntad de no residir en el país. Entre otras cosas, detestaba la salsa blanca, que, según sus propias palabras, parecía una cataplasma y sabía a jabón; se oponía al consumo de cerveza por parte de sus doncellas personales y aseguraba que las lavanderas inglesas -pues la señora Touchett tomaba muy en serio todo cuanto afectaba a su ropa blanca- desconocían su oficio. A intervalos fijos hacía una visita a su país, pero esta última había sido más prolongada que ninguna de las anteriores.
Que se había hecho cargo de la tutela de su sobrina era algo que no cabía poner en duda. Una triste y húmeda tarde, cuatro meses antes del suceso que acabo de relatar, se hallaba la señorita Archer sentada en su habitación, con un libro. Afirmar que estaba así ocupada es tanto como decir que su soledad no la agobiaba, pues su ansia de conocimientos era de índole verdaderamente fecunda, y el poder de su imaginación, muy grande. Sin embargo, por aquel entonces se sentía necesitada de algo fresco y nuevo, necesidad que vino a colmar una inesperada visita. La persona en cuestión no se había hecho anunciar y la joven la oyó cuando ya estaba en la habitación contigua. Sucedió ello en una antigua casa de Al- bany, una casa amplia, cuadrada, doble, con un cartelito en las ventanas del piso inferior donde se anunciaba que se hallaba en venta. Tenía dos entradas, una de las cuales estaba fuera de uso desde hacía mucho tiempo, si bien no había sido eliminada. Ambas eran exactamente iguales: grandes puertas blancas con marco y moldura arqueados y anchos ventanales adjuntos, sobre sendas pequeñas escalinatas de piedra roja que descendían hacia los laterales hasta el pavimento de ladrillo de la calle. Formaban estas casas gemelas un solo edificio, cuya pared medianera había sido demolida a fin de que se comunicasen. En el piso superior había numerosas habitaciones, todas pintadas de un blanco amarillento que, con el tiempo, se había desvaído. El tercer piso albergaba una especie de pasaje en arco que servía de enlace entre los dos lados de la casa y que, de pequeñas, Isabel y sus hermanas solían llamar el túnel, pues, aunque era corto y estaba bien iluminado, a la joven le pareció siempre solitario y siniestro, sobre todo en las tardes de invierno. Ella había pasado temporadas en la casa en distintas épocas de su niñez, especialmente mientras vivía su abuela. Después había permanecido ausente durante diez años y su regreso a ella se debió a la necesidad de acudir al lecho de muerte de su padre.
Su abuela, la anciana señora Archer, había sido sumamente hospitalaria, sobre todo con personas de la familia y durante la niñez de las muchachas, que pasaban a veces con ella semanas enteras, de las que siempre guardaron el mejor recuerdo. Allí, la manera de vivir era por completo distinta de la observada en su propia casa: más holgada, cómoda y alegre. La disciplina impuesta a los niños era lo bastante vaga para que ellos no la sintiesen gran cosa, y la oportunidad de poder escuchar las conversaciones de las personas mayores era casi ilimitada, lo que para Isabel constituía el recreo más preciado. Reinaba un ajetreo constante, un incesante ir y venir. Los hijos, hijas y nietos de su abuela parecían no estar esperando otra cosa que la invitación para ir y permanecer algún tiempo en la casa, de suerte que había momentos en que llegaba a parecer una especie de ruidoso mesón provinciano gobernado por una anciana y amable patrona que suspiraba mucho y no presentaba jamás la cuenta. Por su parte, Isabel no sabía absolutamente nada acerca de tales cuentas y siempre, aun siendo niña, consideró extraordinariamente romántica la casa de su abuela. En la parte trasera había una especie de gran patio cubierto, con un columpio que era motivo de inagotable y excitante interés, y, más allá, un amplio jardín que bajaba hacia el establo y donde crecían hermosos melocotoneros increíblemente accesibles. Isabel había pasado varias temporadas con su abuela, pero podría decirse que de todas ellas había guardado como el mejor de sus recuerdos el del sabor delicioso de los melocotones del jardín. Al otro lado, cruzando la calle, había una casa muy vieja a la que llamaban la Casa Holandesa, un peculiar edificio que databa de la primera época colonial, construido con ladrillos pintados de color amarillo, coronado por un alero que parecía dirigido contra los extraños y defendido por una raquítica empalizada que corría a lo largo de la calle. Ocupaba este edificio una escuela primaria para niños de ambos sexos, gobernada o, mejor dicho, desgobernada por una presumida señora de la que Isabel conservaba como recuerdo sobresaliente que se sujetaba los cabellos junto a las sienes con unos raros peinecillos y que era viuda de un caballero de cierta importancia. A la pequeña Isabel se le había ofrecido la oportunidad de aprender las primeras letras en tal escuela, pero, después de haber pasado un día en ella, protestó violentamente contra sus reglas y logró que se le permitiera quedarse en casa, desde donde en los templados días del mes de septiembre, cuando las ventanas de la Casa Holandesa Permanecían abiertas, le era dado oír el coro de voces infantiles repitiendo la tabla de multiplicar…, hecho en el cual se mezclaba de forma confusa el júbilo de la libertad con el dolor de la exclusión. Así pues, los cimientos de su sabiduría quedaron confiados a la indolencia de la casa de la abuela, donde, dado que la mayoría de sus parientes eran personas no interesadas por la lectura, ella gozaba de libertad absoluta para adueñarse de todos los volúmenes de la biblioteca, en la que abundaban los li- bros con bellas portadas. Solía subirse a una silla para retirarlos de sus anaqueles y, cuando hallaba uno de su gusto -para lo cual se dejaba guiar siempre por la portada-, lo llevaba consigo a un cuarto misterioso situado detrás de la biblioteca y al que tradicionalmente se le había llamado, sin que nadie supiera por qué causa, el despacho. Nunca logró ella saber de quién y en qué época había sido tal cuarto un verdadero despacho, pero le bastaba que reinara allí un eco de resonancia y un olor a rancio, y que fuese el lugar destinado a los trastos viejos e inútiles del mobiliario cuyos achaques no aparecían a simple vista (de tal suerte que, a los ojos de ella, la desgracia en que habían caído parecía del todo inmerecida, lo que les presentaba como víctimas propiciatorias de la injusticia), trastos con los que había llegado a establecer relaciones casi humanas, dramáticas sin duda alguna. En especial, había allí arrumbado un viejo sofá de crin al que ella había confiado muchos de sus infantiles sinsabores. Debía aquel lugar gran parte de su misteriosa melancolía al hecho de que se accediera a él por la segunda puerta de la casa, la que permanecía condenada y cerrada con gruesos cerrojos que a una niña débil y menuda le era de todo punto imposible descorrer. Ella conocía perfectamente aquel tranquilo y recoleto portal que daba a la calle y desde el cual, si las ventanas laterales no hubieran estado tapadas con papel verde, habría podido ver la pe- queña escalinata de piedra rojiza y el pavimento de ladrillo artísticamente labrado. Sin embargo, no sentía siquiera deseos de mirar hacia fuera porque, de intentarlo, habría destruido su propia teoría de que aquél era un lugar extraño, desconocido, imposible de ver desde el otro lado…, un lugar que en su imaginación infantil aparecía, según el estado de ánimo del momento, ora como un paraíso de delicias, ora como un páramo de terror.
Era, pues, en este despacho donde se hallaba Isabel sentada aquella melancólica tarde de primavera a que me refería. Aunque entonces tenía toda la casa a su disposición, escogió para su recogimiento el lugar más triste de todos, el más alejado de cualquier escena familiar. Jamás se le había ocurrido descorrer los cerrojos de la puerta ni arrancar el papel verde, que manos diligentes cambiaban de vez en cuando, ni se había jamás preocupado de cerciorarse por sí misma de que la calle estaba allí cerca. Caía una lluvia fría y pertinaz. La primavera parecía contener una exhortación -que en aquel momento resultaba cínica y falta de sinceridad- a la paciencia. No obstante, Isabel no prestaba gran atención a las pequeñas infi- delidades atmosféricas y seguía con los ojos fijos en su libro, tratando de centrar su pensamiento. Se le había ocurrido no hacía mucho tiempo que su mente era de naturaleza bastante vagabunda y, en su deseo de domeñarla, había empleado no poca imaginación para darle instrucción militar, enseñándole a avanzar, detenerse, retroceder y, en fin, realizar a la simple voz de mando toda clase de maniobras complicadas. En aquel momento le había dado la orden de marchar, a fin de emprender la penosa tarea de cubrir las áridas llanuras de una Historia del Pensamiento Germánico. De pronto percibió el ruido de unos Pasos que se distinguían notablemente de su propio paso intelectual; permaneció a la escucha y advirtió que había alguien en la biblioteca que comunicaba con el despacho.
Al principio le pareció el andar de una persona cuya visita estaba esperando, pero inmediatamente lo identificó como característico de una mujer, desconocida por añadidura. Era aquél un paso de carácter explorador y experimental, que manifestaba no estar dispuesto a detenerse hasta llegar al umbral del despacho. Y, en efecto, en el umbral apareció la figura de una dama que se detuvo un instante y miró duramente a nuestra heroína. Era una mujer más bien fea, entrada en años, vestida con una capa impermeable y en cuyo rostro aparecía un asomo de violenta actitud.
La recién llegada, recorriendo con la mirada aquellas sillas desparejadas y aquellas mesas cojas, inquirió: -¡Oh! ¿Es aquí donde acostumbras a estar?
Isabel, que se levantó prestamente para recibir a la intrusa, contestó:
- No cuando recibo visitas.
Acto seguido dirigió sus propios pasos y los de la visitante hacia la biblioteca. La dama siguió mirando en derredor y comentó:
- Por lo visto, tienes muchos otros cuartos para estar, y en mejores condiciones. Pero todo está terriblemente deteriorado. -¿Ha venido usted a ver la casa? -preguntó Isabel-. La criada se la mostrará.
- No, no la llames; no quiero comprar la casa. Fue a buscarte y anda por arriba dando vueltas; no parece muy inteligente. Más vale que le digas que no se preocupe. -Y de repente, mientras la muchacha trataba de adivinar quién era aquel inesperado crítico, añadió-: Supongo que tú serás una de las hijas.
Isabel pensó para sus adentros que aquella dama tenía unos modales singulares y contestó:
- Según a qué hijas se refiera.
- A las del difunto señor Archer… y mi pobre hermana. Isabel dijo entonces pausadamente: -¡Ah! Usted debe de ser nuestra extravagante tía Lydia. -¿Es así como tu padre os enseñó a llamarme? Soy tu tía Lydia, pero no tengo nada de extravagante ni de loca. No padezco de ningún extravío. ¿Cuál de las hijas eres tú?
- Soy la menor de las tres; me llamo Isabel.
- Sí, ya sé; las otras dos son Edith y Lilian. ¿Eres tú la más guapa?
- No tengo la menor idea -contestó la muchacha.
- Me parece que debes de serlo…
Y he aquí cómo se hicieron amigas tía y sobrina. Aquélla había reñido años atrás con su cuñado tras la muerte de su hermana, al recriminarle por la manera en que criaba a sus hijas; y él, que era hombre de malas pulgas, había dicho que se ocupara de sus propios asuntos, cosa que ella siguió al pie de la letra desde entonces. Así, había estado muchos años sin tener contacto alguno con él y no había enviado ni una sola palabra de pésame con motivo de su muerte a las hijas, las cuales habían sido criadas en esa irrespetuosidad hacia su tía que acabamos de ver en el caso de Isabel. Como de costumbre, la actitud de la señora Touchett había sido absolutamente premeditada. Su viaje a América obedecía a un deseo de interesarse personalmente por sus asuntos económicos (con los que su marido, pese a la elevada posición financiera de que disfrutaba, no tenía nada que ver) y, de paso, aprovechar la oportunidad para ver cómo estaban sus sobrinas. No había considerado la posibilidad de escribir, toda vez que no habría concedido importancia alguna a los informes que por carta pudiera recibir.
Creía únicamente en lo que veía con sus propios ojos. Pero Isabel se dio cuenta de que sabía acerca de ellas mucho más de lo que habría podido creer, incluso respecto al matrimonio de las otras dos hermanas: que su padre les había dejado muy pocos bienes, que la casa de Albany, que había pasado a manos del padre, iba a ser vendida para que ellas pudieran disponer de algún dinero y, por último, que Edmund Ludlow, el marido de Lilian, era el encargado de atender este asunto, razón por la cual la joven pareja había tenido que trasladarse a Albany durante la enfermedad del señor Archer y permanecía allí junto con Isabel ocupando la vieja mansión. -¿Cuánto esperáis que os den por ella? -preguntó la señora Touchett a su acompañante, quien la había conducido al salón, lugar que también su inquisitiva mirada recorrió sin mostrar entusiasmo alguno.
- No tengo la menor idea -respondió la muchacha.
- Es la segunda vez que me contestas así -replicó su tía-. Y sin embargo, no eres tonta del todo.
- No, no soy tonta, pero no sé nada de cuestiones de dinero.
- Ya veo. De esa manera os criaron…, como si fuerais a heredar millones. En realidad, ¿qué habéis heredado?
- La verdad, no sabría decirlo. Tiene usted que preguntárselo a Lilian y a Edmund, que estarán de vuelta dentro de una media hora.
- Esto es lo que en Florencia llamaríamos una casa mala -dijo la señora Touchett-. Aunque me atrevería a decir que aquí se puede obtener por ella una buena suma. Lo suficiente para que os toque a cada una de vosotras una respetable cantidad. Pero supongo que tendréis alguna otra cosa, más bienes. Es verdaderamente extraordinario que no estés enterada de ello. El emplazamiento de la casa es magnífico; casi seguro que querrán derribarla para construir en su lugar establecimientos comerciales. No me explico cómo no lo hacéis vosotras mismas; podríais alquilar las tiendas a muy buen precio.
Isabel no salía de su asombro. La idea de alquilar tiendas le parecía de lo más extraño.
- Espero que no la derriben -dijo-. Lo sentiría, porque me gusta mucho.
- No me explico por qué te gusta. Tu padre murió en ella.
- Cierto -replicó la muchacha en un tono extraño-, pero no por eso ha de desagradarme. Me gustan los sitios donde suceden o han sucedido cosas, aunque a veces sean tristes. No sólo mi padre, si otros han muerto también aquí, de modo que este sitio estuvo repleto de vida en otros tiempos. -¿Esto es lo que tú llamas repleto de vida?
- Quiero decir lleno de experiencia…, de sentimientos de las personas, de sus tristezas.
Y no sólo de tristezas, pues yo misma, cuando era niña, fui muy dichosa en esta casa.
- Si te agradan las casas donde han sucedido cosas, deberías ir a Florencia; en aquéllas sí que han sucedido cosas, sobre todo muertes. En el antiguo palacio donde yo vivo fueron asesinadas tres personas que se sepa, y seguramente muchas otras de las que yo no he llegado a tener conocimiento. -¿En un palacio antiguo?
- Sí, hija. Bastante distinto a esto, por cierto. Esta casa tiene un aspecto muy burgués. Isabel se emocionó profundamente al oír tales palabras, pues siempre había tenido en gran concepto la casa de su abuela. No obstante, la propia emoción la impulsó a exclamar: -¡Cómo me gustaría ir a Florencia!
- Pues si eres buena y haces todo lo que yo te diga, te llevaré -afirmó la señora Touchett.
La emoción de la joven aumentó extraordinariamente. Calló un instante, se ruborizó un poco, sonrió en silencio a su tía y acabó por decir: -¿Que haga todo lo que usted quiera? No sé si me será posible prometer tal cosa.
- Verdaderamente no pareces ese tipo de persona. Se nota que te gusta hacer tu voluntad, pero no seré yo quien te lo reproche. -¡Sin embargo, con tal de ir a Florencia, sería capaz de prometer casi cualquier cosa! - exclamó la joven con entusiasmo.
Como Edmund y Lilian tardaron bastante en regresar, la señora Touchett pudo sostener una conversación ininterrumpida de más de una hora con su sobrina, que acabó por encontrarla tan interesante como extraña: lo que se dice un carácter, el primero genuino con que se había tropezado. Era, en realidad, tan excéntrica como Isabel la había imaginado siempre, mas con la idea que ella se forjaba cada vez que oía hablar de personas excéntricas, a las que consideraba alarmantes y ofensivas, pues semejante vocablo te sugería cosas grotescas e incluso siniestras. Pero su tía les daba un tono irónico y hasta cómico, y ello la indujo a preguntarse si el lenguaje corriente y moliente, que por lo demás era el único que había conocido, le había parecido alguna vez tan interesante. Nadie hasta entonces había logrado impresionarla tanto como aquella pequeña mujer de aspecto extranjero, labios finos y ojos brillantes, que ennoblecía su insignificante apariencia con la distinción de sus modales y que, sentada allí delante de ella y envuelta en su impermeable, hablaba con la mayor soltura de los asuntos políticos de Europa. La señora Touchett no era frívola, pero no reconocía la existencia de seres superiores socialmente hablando, y, al aludir en tales términos a los gran- des de la Tierra, lo hacía con la plena seguridad de estar causando enorme impresión en el ánimo susceptible y cándido de su sobrina. Isabel respondió a varias preguntas que su tía le hizo al principio y, por sus contestaciones, ésta se percató del alto grado de su inteligencia. Después de haberlas contestado, le tocó a ella el turno de hacerlas, y las respuestas de su tía fueron tales que, fuera cual fuera el giro que tomasen, le proporcionaban siempre más que so- brada materia para hondas reflexiones. La señora Touchett estuvo esperando el regreso de su otra sobrina el tiempo que le pareció razonable; pero, al ver que a las seis de la tarde la señora Ludlow no se hallaba de vuelta, se dispuso a marcharse.
- Tu hermana debe de ser una chismosa de primera. ¿Tiene por costumbre pasar tantas horas fuera de casa?
- Usted ha estado fuera de la suya tanto como ella -replicó Isabel-. Acababa de marcharse cuando llegó usted.
La señora Touchett la miró con benevolencia. Comprendía que la réplica era acertada, cosa que le agradaba y la predisponía a mostrarse amable.
- Tal vez no haya tenido para hacerlo tan buena razón como yo. De todos modos, dile que venga a verme esta noche a ese horrible hotel donde estoy alojada. Si quiere, puede venir con su marido, pero no es necesario que tú la acompañes. A ti ya tendré ocasión de verte luego todo lo que quiera.