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ОглавлениеEn el pueblecito de Vevey, en Suiza, hay un hotel particularmente confortable. De hecho, allí abundan los hoteles pues el entretenimiento de los turistas es el negocio del lugar que, como muchos viajeros recordarán, está ubicado al borde de un lago intensamente azul, un lago de obligada visita para todos los turistas. La orilla del lago presenta una ininterrumpida hilera de establecimientos de este tipo y de todas las categorías, desde el «grand hotel», a la última moda, con una fachada de blanco estucado, un centenar de balcones y una docena de banderas ondeando en el tejado, hasta la pequeña y vieja pensión suiza con el nombre inscrito en letras que se pretenden góticas sobre una pared rosada o amarillenta y una desmañada glorieta en un rincón del jardín. Uno de los hoteles de Vevey, sin embargo, es famoso, incluso clásico, distinguiéndose de muchos de sus presuntuosos vecinos por un aire especial, mezcla de lujo y madurez. En esta región, en el mes de junio, los viajeros americanos son muy numerosos; puede realmente decirse que en esta época Vevey adquiere algunas de las características de un balneario americano. Ciertas imágenes y sonidos evocan una visión, un eco, de Newport y Saratoga. Hay por todas partes un revoloteo de «elegantes» jovencitas, un susurro de volantes de muselina, un traqueteo de música bailable al amanecer, un continuo sonido de voces estridentes. Al recibir todas esas impresiones en el excelente albergue de Les Trois Couronnes, uno se siente transportado con la imaginación a la Ocean House o al Congres Hall. Pero es necesario añadir que en Les Tois Couronnes existen otras características netamente contrapuestas a las anteriores: camareros alemanes impecables, que parecen secretarios de embajada; princesas rusas sentadas en el jardín; niños polacos paseando de la mano de sus preceptores; una vista de la cresta nevada del Dent du Midi y las pintorescas torres del castillo de Chillon.
Ignoro si serían las analogías o las diferencias las que privaban en la mente de un joven americano que, dos o tres años atrás, estaba sentado en el Jardín de Les Trois Couronnes, mirando con cierta indolencia algunos de los atrayentes rasgos que he mencionado. Era una hermosa mañana de verano, y cualquiera que fuese el modo en que el joven americano miraba las cosas, éstas debían parecerle encantadoras. Había llegado de Ginebra el día anterior, en el vaporcito, para ver a su tía que se hospedaba en el hotel —Ginebra había sido durante largo tiempo su lugar de residencia—. Pero su tía tenía jaqueea —su tía tenía jaqueca casi permanentemente— y estaba en ese momento encerrada en su habitación aspirando alcanfor, de suerte que él podía errar con absoluta libertad.
Tenía unos veintisiete años de edad; cuando sus amigos hablaban de él, solían decir que estaba «estudiando» en Ginebra. Cuando eran sus enemigos los que hablaban, decían... pero, después de todo, no tenía enemigos; era una persona extremadamente amable y querida por todos. Lo que debo decir es, simplemente, que cuando ciertas personas hablaban de él, afirmaban que la razón de que pasara tanto tiempo en Ginebra era su extremada devoción por una dama que allí residía, una extranjera, una persona mayor que él. Pocos americanos —en realidad creo que ninguno— habían visto jamás a esa dama, sobre la que corrían algunas historias singulares.
Pero Winterbourne sentía un viejo afecto por la pequeña metrópoli del calvinismo; allí fue a la escuela de niño y luego a la universidad, circunstancias que le habían llevado a cultivar numerosas amistades juveniles. Muchas aún las conservaba en la actualidad y constituían un motivo de la mayor satisfacción.
Tras llamar a la puerta de la habitación de su tía y enterarse de que estaba indispuesta, había ido a dar un paseo por el pueblo regresando luego a desayunar. Había terminado ya su desayuno, pero estaba tomando un tacita de café que le había sido servida por uno de los camareros con aspecto de diplomáticos. Cuando terminó su café, encendió un cigarrillo. En ese momento se acercaba un chiquillo por el camino, un bribonzuelo de unos nueve o diez años. El niño, de diminuta estatura para su edad, tenía una expresión madura en el semblante, una tez pálida y unos rasgos afilados. Llevaba pantalones de golf con calcetines rojos que resaltaban el par de palillos que tenía por piernas; también su corbata era de un rojo chillón. En su mano traía un largo bastón de alpinista cuya afilada punta clavaba en cuanto se ponía a su alcance: los parterres, los bancos del jardín, las colas de los vestidos de las señoras. Al llegar frente a Winterbourne, se detuvo mirándole con unos ojillos vivaces y penetrantes.
—¿Me da un terrón de azúcar? —preguntó con una vocecita dura y aguda; una voz inmadura pero no obstante y en cierto sentido, poco infantil.
Winterbourne volvió su mirada hacia la mesita en que, a su lado, reposaba el servicio de café, y vio que quedaban algunos terrones.
—Sí, puedes tomar uno —respondió—, pero no creo que el azúcar sea bueno para los niños.
El muchachito en cuestión avanzó, seleccionó cuidadosamente tres de los anhelados fragmentos y tras meterse dos en el bolsillo del pantalón, depositó rápidamente el tercero en otro lugar. Clavó su bastón a modo de lanza en el banco de Winterbourne y trató de romper el terrón de azúcar con los dientes.
—¡Diablos, está du-u-ro! —exclamó, pronunciando el adjetivo de modo peculiar.
Winterbourne había advertido inmediatamente que podría tener el honor de tratar con un compatriota.
—Ten cuidado, no vayas a lastimarte los dientes —dijo paternalmente.
—No tengo dientes que lastimar. Se me han caído todos. Tengo sólo siete. Mi madre los contó anoche y poco después de hacerlo se me cayó otro. Dijo que mé daría una bofetada si se me caían más. No puedo evitarlo. La culpa es de esta vieja Europa: el clima los hace caer. En América no se me caían. Son estos hoteles.
Winterbourne se divertía mucho.
—Si te comes tres terrones de azúcar, seguro que tu madre te dará una bofetada —dijo.
—Pues que me dé caramelos —replicó su joven interlocutor—. Aquí no puedo conseguir caramelos. Caramelos americanos. Los caramelos americanos son los mejores caramelos.
—¿Y los chicos americanos son los mejores también? —preguntó Winterbourne.
—No lo sé. Yo soy un chico americano —respondió el niño.
—¡Ya veo que eres uno de los mejores! —dijo Winterbourne riendo.
—¿Es usted americano? —prosiguió el despierto chiquillo. Y al responderle Winterbourne afirmativamente, declaró—: Los hombres americanos son los mejores.
Su compañero le agradeció el cumplido, y el niño que estaba ahora a horcajadas sobre su bastón, se quedó mirando a su alrededor mientras atacaba el segundo terrón de azúcar. Winterbourne se preguntaba si él habría sido así en su infancia, pues le habían traído a Europa aproximadamente a esa misma edad.
—¡Ahí viene mi hermana! —gritó el niño al cabo de un momento—. Es una chica americana.
Winterbourne miró hacia el sendero y vio a una bella joven que se acercaba.
—Las chicas americanas son las mejores —dijo alegremente a su pequeño compañero.
—¡Mi hermana no es la mejor! —declaró el niño—. Siempre me está pegando.
—Me imagino que será más por tu culpa que por la suya —dijo Winterbourne.
Entretanto, la joven se había acercado. Iba vestida de muselina blanca, con cientos de cenefas y volantes, y lazos de una cinta pálida. No llevaba sombrero, pero balanceaba en su mano una gran sombrilla con una ancha orla de bordados; y era asombrosa, admirablemente bella.
«¡Qué bonitas son!», pensó Winterbourne, incorporándose en el asiento como si se preparara para levantarse.
La joven se detuvo frente a su banco, cerca de la balaustrada del jardín que miraba hacia el lago. El chiquillo había convertido su bastón en una pértiga, con la ayuda de la cual iba dando saltos por la grava, que esparcía en abundancia.
—Randolph —dijo la joven—, ¿qué estás haciendo?
—Estoy escalando los Alpes —respondió Randolph—. ¡Se hace así!
Y dio otro saltito, haciendo llover piedrecillas cerca de las orejas de Winterbourne.
—Así es como se desciende —dijo Winterbourne.
—¡Es un americano! —gritó Randolph con su vocecilla dura.
La joven sin prestar atención a lo que su hermano decía, le miró severamente y dijo:
—Bueno, supongo que será mejor que te estés quieto.
A Winterbourne le pareció que en cierto modo habían sido presentados. Se levantó y caminó lentamente hacia la muchacha, arrojando su cigarrillo.
—Este jovencito y yo nos hemos hecho amigos —dijo con gran cortesía.
En Ginebra, como él sabía perfectamente, un joven carecía de libertad para dirigirse a una dama soltera, salvo en ciertas y muy especiales situaciones; pero aquí, en Vevey, ¿qué mejor situación que ésta?: una bella muchacha americana acercándose y deteniéndose frente a uno en un jardín. Sin embargo, esta bella muchacha americana, al oír la observación de Winterbourne, se limitó a mirarlo brevemente; luego volvió la cabeza y por encima de la balaustrada contempló el lago y las montañas de enfrente. El se preguntó si no habría ido demasiado lejos; pero decidió que era preferible seguir adelante en vez de retroceder. Mientras buscaba algo que decir la joven se volvió de nuevo hacia el chiquillo.
—Me gustaría saber de dónde has sacado ese palo —dijo.
—¡Lo he comprado! —respondió Randolph.
—¿No querrás decir que vas a llevártelo a Italia?
—¡Sí, voy a llevármelo a Italia! —declaró el niño.
La muchacha contempló la parte delantera de su vestido y alisó las cintas de un par de lazos. Luego volvió a posar la mirada en el paisaje.
—Creo que será mejor que lo dejes en algún sitio —dijo poco después.
—¿Van ustedes a Italia? —inquirió Winterbourne respetuosamente.
La muchacha le miró de nuevo.
—Sí señor —respondió. Y no dijo nada más.
—¿Atraviesan... el Simplón? —prosiguió Winterbourne, un tanto embarazado.
—No sé —dijo ella—. Supongo que pasaremos por alguna montaña. Randolph, ¿qué montaña atravesamos para irnos? —¿Para irnos adónde? —preguntó el niño.
—A Italia —explicó Winterbourne.
—No sé —dijo Randolph—. Yo no quiero ir a Italia. Yo quiero ir a América.
—¡Pero si Italia es un país maravilloso! —replicó el joven.
—¿Pueden conseguirse caramelos allí? —preguntó Randolph, alzando la voz.
—Espero que no —dijo su hermana—. Me parece que ya has comido bastantes caramelos, y mamá cree lo mismo.
—Hace tantísimo que no he probado uno... ¡Cientos de semanas! —gritó el muchacho, prosiguiendo sus saltos.
La joven inspeccionó sus volantes y alisó de nuevo las cintas; y Winterbourne arriesgó en ese momento una observación sobre la belleza del paisaje. Estaba dejando de sentirse embarazado, pues había empezado a darse cuenta de que ella no lo estaba en absoluto. Su cara encantadora no había sufrido la menor alteración y era evidente que no estaba ni ofendida ni turbada. Si miraba en otra dirección cuando él le hablaba y no parecía prestarle demasiada atención, no era sino por hábito, por su manera de ser. Sin embargo, a medida que fue hablándole, señalándole algunos puntos de interés en el paisaje —que ella parecía desconocer— empezó a otorgarle, cada vez con mayor frecuencia, el regalo de su mirada; y entonces advirtió que esa mirada era perfectamente directa e impávida. No obstante, no era lo que hubiera podido llamarse una mirada inmodesta, pues los ojos de la muchacha eran singularmente honestos e inocentes. Eran ojos increíblemente hermosos; a decir verdad hacía mucho tiempo que Winterbourne no contemplaba nada tan hermoso como los diversos rasgos de su rubia compatriota: su cutis, su nariz, sus orejas, sus dientes. Sentía una gran devoción por la belleza femenina: le gustaba observarla y analizarla; y en lo que respecta al rostro de esa jovencita, hizo varias observaciones. No era insípido en absoluto, pero tampoco era exactamente expresivo y, aunque delicado en grado sumo, Winterbourne lo acusó mentalmente —con mucha indulgencia— de requerir un toque final. Pensó que era muy posible que la hermana del señorito Randolph fuese una coqueta; estaba seguro de que tenía una personalidad propia, pero en su claro, dulce y superficial semblante no había ninguna traza de burla ni ironía.
Pronto se hizo patente que estaba bien dispuesta para la conversación. Le contó que iban a pasar el invierno en Roma... ella, su madre y Randolph. Le preguntó si era «realmente americano», confesándole que nunca lo hubiera creído; parecía más bien un alemán —esto lo dijo tras un breve titubeo—, especialmente cuando hablaba.
Winterbourne, riendo, respondió que había conocido algunos alemanes que hablaban como americanos, pero que hasta el momento no recordaba haber conocido ningún americano que hablara como un alemán. Luego le preguntó si no estaría más cómoda sentada en el banco que él acababa de dejar. Ella respondió que le gustaba estar de pie y pasear, pero al poco rato se sentó. Le dijo que era del estado de Nueva York... «si sábe usted dónde está».
Winterbourne se enteró de más cosas sobre ella cuando atrapó al escurridizo hermanito y le hizo permanecer unos minutos a su lado.
—Dime tu nombre, muchacho —dijo.
—Randolph C. Miller —dijo el chico vivamente—. Y también le diré su nombre —añadió, apuntando a su hermana con el bastón.
—¡Harías mejor esperando a que te lo preguntaran! —dijo la joven, con calma.
—Me encantaría conocer su nombre —dijo Winterbourne.
—¡Su nombre es Daisy Miller! —exclamó el muchacho—. Pero ése no es su verdadero nombre, no es el que figura en sus tarjetas.
—¡Lástima que no tengas una de mis tarjetas! —dijo Miss Miller.
—Su verdadero nombre en Annie P. Miller —prosiguió el niño.
—Pregúntale a él su nombre —dijo la hermana señalando a Winterbourne.
Pero Randolph pareció por completo indiferente en cuanto a ese punto y continuó suministrando información acerca de su propia familia.
—El nombre de mi padre es Ezra B. Miller —anunció—. Mi padre no está en Europa; está en un lugar mejor que Europa.
Winterbourne imaginó por un momento que así era como le habían enseñado al niño a decir que Mr. Miller había sido trasladado a la esfera de las recompensas celestiales. Pero Randolph añadió inmediatamente:
—Mi padre está en Schenectady. Tiene un negocio muy importante. Mi padre es rico, sabe.
—¡Bueno! —exclamó Miss Miller bajando su sombrilla y mirando la orla bordada.
En ese momento Winterbourne soltó al niño, que se alejó arrastrando su bastón a lo largo del sendero.
—No le gusta Europa —dijo la joven—. Quiere regresar.
—¿Quiere decir a Schenectady?
—Sí, quiere volver a casa. No hay otros niños por aquí. Hay sólo uno, pero siempre anda acompañado por su preceptor; no le dejan jugar.
—¿Y su hermano no tiene un preceptor? —inquirió Winterbourne.
—Mamá pensó en proporcionarle uno, que viajase con nosotros. Cierta señora le habló de un preceptor muy bueno; una señora americana —quizá la conozca usted—, Mrs. Sanders. Creo que es de Boston. Le habló de este preceptor y pensamos tomarlo para que nos acompañara. Pero Randolph dijo que no quería ningún preceptor viajando con nosotros. Dijo que no quería lecciones en los trenes y nosotros nos pasamos la mitad del tiempo en los trenes. Conocimos a una dama inglesa en el tren... creo que se llamaba Miss Featherstone; quizás usted la conozca. Quería saber por qué no le daba yo lecciones a Randolph, darle «instrucción», como ella decía. Creo que él podría darme más instrucción a mí de la que yo pueda darle a él. Es muy listo.
—Sí —dijo Winterbourne—, parece muy listo.
—Tan pronto como lleguemos a Italia mamá le procurará un preceptor. ¿Hay buenos preceptores en Italia?
—Muy buenos, creo —dijo Winterbourne.
—O, si no, le buscará alguna escuela. Tiene que aprender un poco más. Sólo tiene nueve años. Va a ir a la universidad.
Y de este modo, Miss Miller continuó conversando sobre los asuntos de su familia, y también sobre otros temas. Estaba sentada allí con sus bellísimas manos, adornadas con aniIlos muy brillantes, cruzadas sobre el regazo, y con sus bellos ojos ora posados sobre los de Winterbourne, ora perdidos por el jardín, la gente que pasaba, y el precioso paisaje. Hablaba con Winterbourne como si le conociera desde hacía mucho tiempo. El estaba encantado. Hacía muchos años que no había oído hablar tanto a una muchacha. De aquella joven desconocida, que había venido a sentarse a su lado en su banco, hubiera podido decirse que hablaba por los codos. Estaba muy quieta, sentada con un aire encantador y tranquilo, pero sus labios y sus ojos se movían constantemente. Tenía una voz suave, tenue y agradable, y su tono era decididamente sociable. Le contó a Winterbourne la historia de sus recorridos por Europa y sus proyectos, así como los de su madre y su hermano, y enumeró en particular los diversos hoteles en los que se habían alojado.
—Esa dama inglesa que conocimos en el tren —dijo—, Miss Featherstone, me preguntó si en América no vivíamos todos en hoteles. Le dije que en mi vida había estado en tantos hoteles como desde que llegué a Europa. Nunca he visto tantos; no hay más que hoteles.
Pero Miss Miller no hizo está observación en tono quejumbroso; parecía tomárselo todo con el mejor de los humores. Afirmó que los hoteles eran muy buenos una vez se habituaba uno a sus peculiaridades, y que Europa era realmente deliciosa. No estaba decepcionada... en absoluto. Quizá fuese porque había oído tantos comentarios. Tenía tantísimas amigas que habían estado aquí tantísimas veces. Y había tenido también tantísimos vestidos y otras cosas de París. Cada vez que se ponía un vestido de París tenía la sensación de estar en Europa.
—Era algo así como un sombrero de los deseos —dijo Winterbourne.
—Sí —dijo Miss Miller, sin reparar en la analogía—, siempre me hacían desear estar aquí. Pero no valía la pena venir sólo por los vestidos. Estoy segura de que mandan los mejores a América; aquí se ven unas cosas horrendas. Lo único que no me gusta —prosiguió— es la vida social. Aquí no hay vida social, o si la hay no sé dónde se encuentra. ¿Lo sabe usted? Supongo que tendrá que haberla en alguna parte, pero yo no he visto ni rastro. Me encanta la vida social y siempre he estado inmersa en ella. No sólo en Schenectady, sino también en Nueva York. Antes solía ir a Nueva York todos los inviernos. En Nueva York hice muchísima vida social. El invierno pasado tuve diecisiete cenas en mi honor; tres de ellas ofrecidas por caballeros —añadió Daisy Miller—.
Tengo más amigos en Nueva York que en Schenectady... más amigos, y también más amigas —añadió al cabo de un momento.
Hizo otra pausa breve; miraba a Winterbourne con toda la belleza de sus ojos intensos y con su ligera sonrisa un poco monótona.
—Siempre —dijo— he estado rodeada por muchos caballeros.
El pobre Winterbourne estaba divertido, perplejo y decididamente cautivado. Nunca había oído a una muchacha expresarse de este modo; nunca, salvo en los casos en que decir tales cosas venía a ser la evidencia de cierta laxitud de costumbres. Y sin embargo, ¿iba él a acusar a Miss Daisy Miller de real o potencial inconduite, como dicen en Ginebra? Sintió que por haber vivido tanto tiempo en Ginebra se había perdido muchas cosas; había perdido la costumbre del tono americano. Nunca, en efecto, desde que tuvo edad para darse cuenta de las cosas, se había encontrado con una joven americana de carácter tan acentuado como ésta.
Ciertamente era encantadora, pero ¡qué terriblemente sociable! ¿Era simplemente una chica bonita del estado de Nueva York? ¿Eran así todas las chicas bonitas que vivían rodeadas de caballeros? ¿O acaso era una joven insidiosa, audaz y sin escrúpulos? Winterbourne había perdido la intuición en estos asuntos, y la razón no podía ayudarle. Miss Daisy Miller parecía extremadamente inocente. Algunas personas le habían contado que, después de todo, las muchachas americanas eran sumamente inocentes; otras le habían dicho que, después de todo, no lo eran. Se sentía inclinado a creer que Miss Daisy Miller era una coqueta, una encantadora pequeña coqueta americana. Hasta ese momento jamás había tenido relaciones con jóvenes de esa clase. Había conocido, aquí en Europa, a dos o tres mujeres —personas mayores que Miss Daisy Miller, y provistas de esposos que les daban un viso de respetabilidad —que eran grandes coquetas; mujeres terribles y peligrosas con quienes las relaciones de uno estaban expuestas a tomar un rumbo peligroso. Pero esta joven no era coqueta en ese sentido; carecía de toda sofisticación. Sólo era una encantadora pequeña coqueta americana. Winterbourne se sentía casi reconfortado por haber hallado la fórmula adecuada a Miss Daisy Miller. Se recostó en su asiento; se dijo a sí mismo que la muchacha poseía la nariz más atractiva que había visto en su vida; se preguntó cuáles serían las condiciones y las limitaciones del trato con una encantadora coqueta americana. Sin duda, pronto iba a saberlo.
—¿Ha visitado usted ese viejo castillo? —preguntó la joven, señalando con su sombrilla los muros lejanos del castillo de Chillon.
—Sí, hace ya tiempo, más de una vez —dijo Winterbourne—. Supongo que usted también lo habrá visto.
—No, no hemos ido nunca. Me gustaría muchísimo conocerlo. Por supuesto que pienso ir; no me marcharía de aquí sin haber visto el viejo castillo.
—Es una excursión muy bonita —dijo Winterbourne—, y fácil de hacer. Se puede ir en coche o en el vaporcito.
—Se puede ir en tren —dijo Miss Miller.
—Sí, se puede ir en tren —asintió Winterbourne.
—Nuestro «courier» dice que el tren llega hasta el mismo castillo —continuó la joven—. Ibamos a ir la semana pasada; pero mi madre renunció finalmente. La dispepsia la hace sufrir mucho. Dijo que no podía ir. Randolph tampoco quería; dice que los castillos antiguos no le dicen nada. Supongo que iremos esta semana, si conseguimos convencerle.
—¿A su hermano no le interesan los monumentos antiguos? —inquirió Winterbourne sonriendo.
—Dice que los viejos castillos no le interesan. Sólo tiene nueve años. Quiere quedarse en el hotel. Mamá tiene miedo de dejarlo solo, y el «courier» no quiere quedarse con él, o sea que no hemos ido a demasiados lugares.
Pero sería una lástima que no fuéramos allí arriba —dijo Miss Miller señalando de nuevo el castillo de Chillon.
—Debería poderse arreglar de algún modo —dijo Winterbourne. ¿No pueden encontrar a alguien que se quede con Randolph por una tarde?
Miss Miller le miró unos instantes y luego dijo plácidamente: —¿Y si se quedara usted con él?
Winterbourne vaciló un momento.
—Preferiría ir a Chillon con usted.
—¿Conmigo? —preguntó la joven con la misma placidez.
No se puso de pie sonrojándose, como habría hecho una joven de Ginebra; y sin embargo, Winterbourne, consciente de que había sido muy atrevido, pensó que quizá la había ofendido.
—Con su madre —respondió muy respetuosamente.
Pero parecía que tanto su audacia como su respeto resbalaban sobre Miss Daisy Miller.
—Supongo que mi madre no irá, después de todo —dijo—. No le gusta pasear por la tarde. Pero ¿piensa de veras lo que acaba de decir?, ¿que le gustaría subir allí?
—Muy seriamente —declaró Winterbourne.
—En ese caso podemos arreglarlo. Si mamá se queda con Randolph, supongo que Eugenio querrá quedarse también.
—¿Eugenio? —inquirió el joven.
Eugenio es nuestro «courier». No le gusta quedarse con Randolph; es el hombre mas fastidioso que he conocido. Pero es un «courier» espléndido. Creo que se quedará con Randolph si mi madre se queda, y entonces nosotros podremos ir al castillo.
Winterbourne reflexionó por un instante tan lúcidamente como le fue posible; «nosotros» sólo podía referirse a Miss Daisy Miller y a él mismo. Ese programa parecía demasiado agradable para ser cierto; sintió deseos de besarle la mano. Posiblemente lo hubiera hecho, arruinando por completo el proyecto, pero en ese instante otra persona, presumiblemente Eugenio, apareció. Un hombre alto y bien parecido, de soberbías patillas, luciendo un chaqué de terciopelo y una brillante cadena de reloj, se acercó a Miss Miller mirando intensamente a su acompañante.
—¡Oh, Eugenio! —dijo Miss Miller, con el más amistoso de los tonos. Eugenio, tras inspeccionar a Winterbourne de la cabeza a los pies, se inclinó gravemente ante la joven.
Tengo el honor de informar a mademoiselle que el almuerzo está servido.
Miss Miller se levantó lentamente.
—Escucha, Eugenio, —dijo—, iré a ese viejo castillo, de todos modos.
—¿Al castillo de Chillon, mademoiselle? —preguntó el «courier»—. ¿ Mademoiselle ha hecho ya los preparativos? —añadió, en un tono que a Winterbourne le pareció muy impertitiente.
El tono de Eugenio pareció arrojar una luz un tanto irónica sobre la situación de Miss Miiler, una luz que ella misma pareció percibir. Se volvió hacia Winterbourne sonrojándose ligeramente... muy ligeramente.
—¿No se echará usted atrás? —dijo.
—No me sentiré feliz hasta que vayamos —protestó él.
—¿Se aloja usted en este hotel? —continuó ella—. ¿De veras es americano?
El «courier» seguía mirando a Winterbourne de manera ofensiva. El joven, por lo menos, consideró esa manera de mirar una ofensa contra Miss Miller: traslucía la acusación de que «buscaba» amistades.
—Tendré el honor de presentarle a una persona que le contará cuanto quiera saber sobre mí —dijo, sonriendo y refiriéndose a su tía.
—Bueno, ya iremos algún día —dijo Miss Miller. Le dirigió una sonrisa y se alejó. Abrió su sombrilla y caminó de regreso al hotel con Eugenio a su lado. Winterbourne se quedó mirándola y mientras ella se alejaba, arrastrando sus volantes de muselina sobre la grava, se dijo que tenía la tournure de una princesa.