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ОглавлениеAunque Ralph Touchett era un verdadero filósofo, cuando llamó con los nudillos a la puerta de la habitación de su madre, a las siete menos cuarto en punto, sentía no poca inquietud. Los filósofos tienen también sus preferencias, y no cabe la menor duda de que, respecto a sus progenitores, las de Ralph se inclinaban del lado del padre, por el que sentía el mayor afecto y al que tributaba una filial sumisión. No se le ocultaba que su padre era quien poseía un sentimiento verdaderamente maternal, mientras que su madre se mostraba paternal y, para decirlo con el lenguaje popular del momento, incluso gubernativa. Lo cual no obstaba para que quisiera entrañablemente a su único hijo y siempre insistiera en que pasara tres meses al año con ella. Por su parte, Ralph le devolvía el afecto debido, pues le constaba que, en los pensamientos y en el sistema de vida de su madre, concienzudamente organizada y dirigida, a él le tocaba el turno inmediatamente después de los asuntos que exigían su inmediata atención y cuya minuciosidad de ejecución constituía la esencia de su personalidad. Halló, pues, Ralph a su madre completamente vestida ya para la cena, y ella le abrazó y besó sin quitarse los guantes, haciéndole sentar luego en el sofá a su lado. La madre le pidió con todo interés noticias relativas a la salud del padre y a la de él mismo y, como los informes no la satisficieron en absoluto, manifestó estar más convencida que nunca del acierto de su decisión de no exponerse al clima de Inglaterra. De no ser así, tal vez ella habría podido ceder. Ralph se sonrió ante la simple idea de que su madre pudiese condescender, pero no quiso recordarle que la dolencia que él padecía no era en absoluto efecto del clima británico, pues él permanecía por lo general ausente del país la mayor parte del año.
Ralph era todavía muy niño cuando su padre, Daniel Tracy Touchett, natural de Rutland, Estado de Vermont, vino a Inglaterra como socio subordinado de una casa de banca, en la que algunos años después llegó a ejercer una autoridad preponderante. Daniel Touchett se resignó a la idea de pasarse la vida en el país de adopción y, desde el principio, tuvo el acierto de acomodarse a él con una actitud sencilla y sana. Sin embargo, como se decía a sí mismo, no tenía, ni mucho menos, la intención de desamericanizarse, ni tampoco el deseo de enseñar a su hijo arte tan sutil. Le había resultado un problema de tan fácil solución vivir en Inglaterra asimilado al país y sin abdicar del suyo que le parecía igualmente fácil el que su legítimo heredero continuara después de su muerte ejerciendo la gerencia de aquel banco ya gris y anticuado, proyectando la luz brillante del sistema americano. Por ello se esforzó en intensificar esa luz enviando al hijo a su país para que en él se educara. Gracias a ello, Ralph había seguido varios cursos en una universidad de Norteamérica, en la cual se graduó, y como al regresar a Inglaterra asustó a su padre por lo excesivamente indígena que volviera, Ralph estudió en Oxford durante tres años. Y he aquí que Oxford acabó tragándose a Harvard y, por fin, Ralph se vio convertido en un verdadero inglés. Su aparente conformidad con los procedimientos y maneras que le rodeaban era, no obstante, una máscara tras la cual ocultaba un espíritu ávido de independencia sobre el cual nada lograba prevalecer durante largo tiempo, y al ser naturalmente propenso a la aventura y a la ironía, se permitía una libertad sin límite a la hora de formar sus propias opiniones. Comenzó siendo un joven que prometía mucho; logró distinguirse en Oxford, para gran satisfacción de su padre, y quienes le conocían afirmaban que era una verdadera lástima que un joven tan brillante no estudiase una carrera. Podía haber seguido una carrera con sólo volver a su país de origen (aunque este punto está rodeado de incertidumbre), pero aun cuando el señor Touchett hubiese consentido en separarse (y ése no era caso), a él mismo le habría resultado sumamente penoso poner un océano como barrera permanente entre su persona y la de su viejo padre, a quien consideraba su mejor amigo. Ralph no sólo quería verdaderamente a su padre sino que le admiraba… y se complacía no poco en observarle y verle actuar. A su juicio, Daniel Touchett era un hombre extraordinario, un verdadero genio y, aunque él no se sentía con aptitudes para el oficio de banquero ni entendía los misterios de actividad bancaria, se había aplicado a estudiar de todo ello lo necesario para comprender el gran papel que su padre lograba desempeñar. Mas no era esto, con ser mucho, lo que de él más le gustaba; lo que más le atraía y admiraba era aquel semblante marfileño, como pulimentado por el aire inglés, que el anciano había opuesto a cualquier intento de penetración. Daniel Touchett no había estudiado en Harvard ni en Oxford y era culpa suya haber proporcionado a su hijo los medios de ejercitar la crítica moderna. Así, Ralph, que tenía la cabeza llena de ideas que su padre no llegaba a adivinar, sentía gran estimación por la originalidad de su progenitor. Por lo general se atribuye, acertada o erróneamente, a los americanos una extraordinaria facilidad de adaptación a las condiciones de otros países, pero buena parte del gran éxito del señor Touchett se debía precisamente a su renuencia a plegarse por completo al ambiente. Había sabido conservar con su prístina frescura la mayor parte de las características de su juventud, y su entonación, como acertadamente solía decir su hijo, era la de las regiones más feraces de Nueva Inglaterra. Al final de su vida había llegado a ser, en su propio terreno, tan apacible como rico, combinando la astucia más perfecta con una superficial fraternidad, y su «posición social», de la que nunca se había preocupado, tenía la turgente perfección de un fruto todavía intacto. Acaso fuese todo ello por su falta de imaginación y de lo que suele llamarse sentido histórico, pero el hecho es que su espíritu permaneció siempre herméticamente cerrado a las impresiones que por lo general causan en los extranjeros cultos las cosas de la vida inglesa. Había ciertas diferencias que jamás llegó a percibir, ciertos hábitos que nunca adoptó, muchas oscuridades que jamás trató de aclarar. Por lo que a éstas respecta, cabe asegurar que si algún día hubiera llegado a sondearlas, su hijo no habría tenido tan buena opinión de él.
Al dejar la Universidad de Oxford, Ralph había pasado un par de años viajando, después de los cuales se encontró encaramado en un alto taburete del banco de su padre, El honor y la responsabilidad que tal posición entraña no se mide, según creo, por la altura del mencionado taburete, sino por consideraciones de otra índole. Y Ralph, que tenía las piernas muy largas, no sólo se complacía en estar de pie cuando trabajaba sino, incluso, en andar de un lado para otro. Sin embargo, sólo pudo consagrar muy poco tiempo a dicho ejercicio, pues al cabo de año y medio se convenció de que había enfermado en serio por culpa de un fuerte resfriado que le afectó gravemente los pulmones y se los dejó en un estado terrible. Tuvo, pues, que abandonar el trabajo y dedicarse en cuerpo y alma al triste oficio de cuidar de su sa- lud. Al principio pareció desdeñar un poco su tarea, pues se le antojaba como si no hubiese de cuidarse a sí mismo sino a otra persona por la que él no sentía interés alguno y con la que nada tenía en común. Sin embargo, tal persona se fue haciendo más digna de aprecio a medida que la atendía, y Ralph no tuvo más remedio que ir concibiendo, aunque a regañadientes, cierta tolerancia, incluso un si es no es oculto respeto por sí mismo. Mas, como nada hace tan buenos camaradas como el infortunio, y nuestro joven se había convencido de que se jugaba algo en el asunto… (generalmente consideraba que se trataba de su reputación de ingenioso) dedicó a su poco agraciado pupilo la atención indispensable, lo cual no dejó de surtir el efecto requerido, que fue el de conservarle la vida al pobre enfermo. Así pues, comenzó a curarse uno de sus pulmones mientras que el otro prometió seguir su ejemplo, y se le aseguró que podría-soportar cuando menos otros doce inviernos si se avenía a pasarlos en los climas a que acuden principalmente los atacados del mal de consunción. Y, como había llegado a estar verdaderamente encaprichado con la ciudad de Londres, maldecía con todas sus fuerzas la falta de interés de su forzoso destierro. A pesar de todo, aunque lo maldecía acabó por conformarse y, a medida que iba sintiendo que su sensible organismo agradecía los favores que tan de mala gana le concedía, se inclinaba a concederlos cada vez con más buena voluntad. Así pues, como suele decirse, hibernó en el extranjero, calentándose al sol, quedándose en casa cuando soplaba el viento, yéndose a la cama cuando llovía, y más de una vez, cuando nevaba toda la noche, permaneciendo acostado todo el día siguiente.
Una secreta provisión de indiferencia… como sabroso pastel que la buena niñera le hubiese puesto en su primera cartera escolar… le proporcionó eficaz auxilio y le ayudó a soportar su sacrificio, ya que, en el mejor de los casos, sentíase demasiado enfermo para todo lo que no fuese aquella su ardua tarea. Como solía decirse a sí mismo, en realidad no había nada que él deseara hacer, de manera que por lo menos no renunció desertando del campo de batalla. De todos modos, había veces en que la fragancia del fruto prohibido parecía envolverle y flotar en torno suyo para recordarle que el mejor de todos los placeres es el de lanzarse a la acción. Vivir como él estaba viviendo era tanto como leer un buen libro en una mala traducción… solaz harto desmedrado para un joven convencido de que habría podido llegar a ser un excelente lingüista. Pasó algunos inviernos buenos y algunos malos, y, mientras aquéllos duraron, hubo momentos en que fue presa de la ilusión de que había recobrado la salud. Tal imagen quedó desvanecida tres años antes de que diera comienzo este relato. En aquella ocasión había permanecido en Inglaterra más de lo debido y le había sorprendido muy mal tiempo antes de llegar a Argel. Arribó allí más muerto que vivo y en ese lugar hubo de permanecer varias semanas entre la vida y la muerte. Su convalecencia resultó un verdadero milagro, pero lo que primero se le ocurrió pensar fue que semejantes milagros no ocurren más que una vez. Se dijo, pues, que su hora estaba ya a la vista y que era deber suyo no quitarle ojo de encima, pero que, por lo mismo, tenía que pasar el tiempo que le quedaba lo mejor posible y de acuerdo siempre con lo que su preocupación pudiera permitirle. Ante la simple perspectiva de llegar a perderlas en un futuro próximo, el uso de sus facultades le resultó el más delicado de los placeres, y le pareció que el deleite de la contemplación no había sido jamás ensalzado como se merecía. Estaba lejos el tiempo en que le parecía cosa sumamente ardua el verse obligado a abandonar la idea de lucirse; idea, no por vaga menos importante, y no menos deliciosa por verse forzada a luchar en el mismo pecho en el que ardía la llama de la autocrítica. Sus amigos le juzgaban ahora más alegre y atribuían tal hecho a una teoría que aprobaban con los movimientos de cabeza del que conoce: a saber, que iba a recobrar la salud. Pero lo cierto era que su serenidad no era más que el adorno proporcionado por unas flores silvestres en las ruinas de sí mismo.
Con todo ello, era muy probable que la sabrosa cualidad de la cosa observada fuese lo que principalmente suscitara el interés de Ralph por la llegada de una joven que a todas luces no tenía nada de insípida. Si él se hallaba en disposición favorable, algo le decía que tenía ya ocupación agradable para una infinidad de días. A lo cual cabría añadir, en forma harto sumaria, que la idea de amar… a diferencia de la de ser amado… seguía ocupando un sitio pre- ferente en el reducido boceto de su vida. Lo único que él se había prohibido deliberadamente era el desbordamiento de la expresión. De todos modos, ni él había de querer inspirar una pasión a su prima, ni ella habría podido, aun cuando lo hubiese deseado, ayudarle a sentirla.
Así pues, Ralph dijo a su madre:
- Bueno. Y ahora, dime algo de la jovencita. ¿Qué piensas hacer con ella?
La señora Touchett, que estaba ya lista para semejante pregunta, respondió:
- Pienso pedirle a tu padre que la invite a pasar tres o cuatro semanas en Gardencourt.
- No tienes por qué esperar a que tenga lugar esa ceremonia -dijo Ralph-. Estoy seguro de que mi padre la invitará como la cosa más natural del mundo.
- No sé nada de ello. Por lo pronto, es sobrina mía, no suya. -¡Por Dios, mamá! ¡Qué terrible sentido de la propiedad! Es una razón de más peso todavía para tratar de invitarla. Pero después de eso… quiero decir, después de los tres meses, pues sería absurdo pedirle a la joven que se quedara solamente tres raquíticas semanas… después de eso, ¿qué piensas hacer con ella?
- Pienso llevármela a París… para vestirla.
- Ah, claro; eso, por lo pronto. Pero, aparte de eso, ¿qué?
- La invitaré a que vaya a pasar conmigo el otoño a Florencia.
- Ya veo que no te extiendes en detalles, mamá. Lo que quisiera saber es qué vas a hacer con ella, en general.
- Lo que deba -declaró la señora Touchett. Y añadió-: Ya me figuro que le tienes lástima.
- Nada de eso -contestó el hijo-. No es de las que mueven a compasión. Más bien creo que la envidio. Sin embargo, antes de estar seguro, dime qué es lo que consideras tu deber para con ella.
- Le mostraré cuatro países de Europa… y la dejaré que escoja dos de ellos… procurándole la oportunidad de perfeccionarse en el francés, que ya conoce bien.
Ralph frunció un tanto el entrecejo y dijo:
- Parecen unos planes un tanto áridos y algo aburridos, aun a pesar de que le permitas escoger dos países de su gusto.
La madre se echó a reír y dijo:
- Pues, si parecen áridos no tienes más que dejar que Isabel se encargue de remediarlo. Ella se basta y se sobra porque es como la lluvia en pleno verano. -¿Quieres decir que es un ser extraordinario?
- No sé si es o no un ser extraordinario; sé que es una muchacha muy inteligente, de una fuerte voluntad y de un gran temperamento. Y no sabe qué es el aburrimiento.
- Ya me lo imagino -dijo Ralph. Y añadió bruscamente-: ¿Cómo os lleváis las dos? -¿Quieres decir con eso que soy una pesada? No creo que ella piense tal cosa. Ya sé que algunas muchachas lo creen, pero Isabel es demasiado inteligente para ello. Por el contrario, me parece que la entretengo mucho. Nos llevamos perfectamente porque creo com- prenderla, porque sé qué clase de muchacha es. Isabel es una muchacha franca, yo también soy franca, y las dos sabemos perfectamente lo que cada una puede esperar de la otra.
- Mi querida mamá -exclamó Ralph-, uno sabe siempre lo que puede esperar de ti. A mí no me has sorprendido más que una voz, y ha sido precisamente hoy, haciéndome el regalo de una preciosa prima cuya existencia ignoraba por completo. -¿Tan guapa te parece?
- Muy guapa, sin duda, pero no hay por qué insistir en tal cualidad. Lo que más me llama la atención en ella es que parece tener verdadera personalidad. ¿Quién es y qué es esa criatura tan rara? ¿Dónde la encontraste y cómo tuviste la suerte de conocerla?
- La encontré en una vieja casa de Albany, sentada en un cuarto triste en un día de lluvia, leyendo un librote enorme y aburriéndose mortalmente. Ella no se daba cuenta de que se aburría, pero, cuando la dejé, no me cupo la menor duda de que me quedaba muy agradecida por el favor que le había hecho… Ya me figuro que me dirás que no debía espabilarla… que debí dejarla en paz. Tal vez eso sea razonable, pero yo actué con plena conciencia de lo que hacía, porque se me antojó que ella estaba destinada a algo mucho mejor. Y entonces pensé que sería una buena obra por mi parte llevármela a viajar y hacerle conocer el mundo. Ella piensa que conoce mucho de él, pero le pasa lo que a la mayoría de las muchachas norteamericanas, que está ridículamente engañada. Si quieres saberlo, pensé que llegaría a sentirme orgullosa de ella. Yo deseo que piensen bien de mí, y para una mujer de mi edad no hay en cierto modo nada tan conveniente como una sobrina interesante y bonita. Ya sabes que durante muchos años no quise saber nada de los hijos de mi hermana, pues no estaba en absoluto de acuerdo con la conducta del padre. Pero siempre tuve el propósito de hacer algo por ellos el día en que él recibiese su merecido. Así pues, antes me enteré del lugar donde podría hallarlos y, sin más preámbulos, fui y me presenté yo sola. Hay dos hijas más, las dos casadas, pero no pude ver más que a la mayor, cuyo marido es por lo demás un hombre bastante mal educado. Su esposa, que se llama Lily, se entusiasmó con mi idea de encargarme de Isabel y dijo que eso era precisamente lo que su hermana precisaba…, que alguien se interesase por ella. Habló de Isabel como si se refiriera a una joven muy dotada, pero falta de ayuda y de aliento. Es posible que Isabel sea un genio, pero en tal caso no he llegado a saber todavía en qué sentido lo es. La señora Ludlow estaba verdaderamente entusiasmada con mi proyecto de traerla a Europa, pues allí todos consideran Europa una tierra donde emigrar, una especie de refugio para su exceso de población. Isabel pareció también entusiasmada con la idea de venir, de manera que la cosa no ofreció la menor dificultad y todo se pudo arreglar de la forma más fácil del mundo. Sólo había una pequeña dificultad, y era lo relativo al dinero, pues Isabel parecía no querer estar sometida a dependencia pecuniaria alguna, aunque posee una pequeña renta y se figura que viaja a sus propias expensas.
Ralph había prestado atención a tan sensata información, que no hizo que disminuyera su interés. Luego dijo: -¡Ah!, pues, si es un genio, no hay duda de que averiguaremos en qué sentido lo es. ¿No lo será tal vez para el flirteo?
- No me lo parece. Al principio es posible sospechar tal cosa, pero sería un error. Te aseguro que así como así no podrás llegar a conocerla.
- Pues, entonces -exclamó Ralph con regocijo-, Warburton se equivoca lamentablemente, porque se vanagloria de haber hecho tal descubrimiento.
La madre, moviendo la cabeza, respondió:
- Lord Warburton no podrá comprenderla, y no tiene por qué intentarlo.
- Es un hombre muy inteligente, pero no le vendrá mal tener de vez en cuando algo de qué atormentarse y preocuparse.
- A Isabel le encantará poder intranquilizar a todo un lord -dijo la señora Touchett.
Y el hijo, frunciendo el ceño, replicó:
- Pero ¿qué sabe ella de lords ni cosas por el estilo?
- Absolutamente nada. Eso es precisamente lo que más le perturbará a él.
Acogió Ralph tales palabras con una sonora carcajada y luego miró hacía el exterior por la ventana. -¿No bajas a ver a mi padre? -preguntó.
- A las ocho menos cuarto -respondió la señora Touchett. Ralph consultó su reloj e insinuó:
- Aún te queda un cuarto de hora. Bueno, dime algo más sobre Isabel. -Pero como la señora Touchett se negó a complacerle, diciéndole que debía averiguarlo por sí mismo, él prosiguió-: No hay duda de que te da prestigio, pero ¿no temes que te dé también algún quebradero de cabeza?
- Espero que no, pero, si lo hiciera, no creas que voy a tratar de zafarme. No lo he hecho nunca, ni lo haría ahora.
- A mí me parece una muchacha muy natural en todo -replicó su hijo.
- Pues la gente natural no es la que da más quebraderos de cabeza.
- Cierto -dijo Ralph-; tú eres una prueba de ello. Tú eres extraordinariamente natural y estoy seguro de que nunca le has ocasionado a nadie la menor molestia. Causar molestias da trabajo. Pero dime, se me acaba de ocurrir: ¿Isabel es capaz de hacerse antipática? -¡Ah! Eso es demasiado preguntar -contestó su madre-. Averígualo tú mismo. Pero Ralph no había acabado con el repertorio de preguntas, así que dijo:
- Desde que estamos conversando no se te ha ocurrido decirme qué piensas hacer con ella. -¿Qué pienso hacer con ella? Hablas como si se tratase de una vara de percal. Yo no pienso hacer absolutamente nada, y ella hará lo que mejor le parezca. Así me lo ha hecho saber.
- Entonces, ¿qué querías decir en tu telegrama con aquello de que era de carácter independiente?
- Yo no sé nunca lo que quiero decir en mis telegramas… sobre todo en los que envío desde América. La claridad resulta demasiado cara. Bueno, vamos a ver a tu padre.
- No son todavía las ocho menos cuarto -dijo Ralph.
- Pero debo aliviar su impaciencia -contestó la señora Touchett.
Ralph sabía perfectamente a qué atenerse con respecto a la impaciencia de su señor padre, pero no quiso replicar y se limitó a ofrecerle el brazo a su madre para bajar.
Esto le permitió detenerse un momento con ella en el rellano de la escalera… de aquella suntuosa escalera ancha y corta, de macizas barandillas de roble ennegrecidas por el tiempo y que era una de las características mías sobresalientes de la mansión de Gardencourt. Allí, Ralph dijo sonriendo: -¿No se te ha ocurrido la idea de casarla? -¿Casarla? Por nada del mundo quisiera hacerle esa mala jugada. Por lo demás, ella puede perfectamente casarse, si ése es su gusto. Para ello tiene cuantas facilidades pueda apetecer. -¿Quieres decir que ya tiene marido en perspectiva?
- Por lo que a marido hace, no sé; pero parece que un joven de Boston…
Sin embargo, Ralph no deseaba oír hablar del joven de Boston, de modo que comentó:
- Bien dice mi padre que todas están siempre comprometidas.
Su madre le había insinuado que, para satisfacer su curiosidad, debía beber en la propia fuente, y pronto se hizo evidente que no le faltarían ocasiones de hacerlo. Así, cuando él y la joven se quedaron solos en el salón, tuvo con ella una larga e interesante charla. Antes de la comida, lord Warburton, que había hecho un viaje de unas diez millas a caballo desde su propia mansión, montó de nuevo en la silla y se marchó a trote largo; y, una hora después de terminada la comida, el señor y la señora Touchett, que parecían haber agotado todo tema de conversación, se retiraron, con el pretexto del cansancio, a sus respectivas habitaciones.
En cambio, el joven se quedó todavía una hora más hablando con su prima, la que, a pesar de haber estado medio día viajando, no daba señales de agotamiento. Cierto que estaba cansada; bien lo sentía ella, como igualmente sentía que al día siguiente lo habría de pagar con creces, pero en esa época había adquirido la costumbre de soportar la fatiga hasta extremos insospe- chados y de no confesarlo hasta que ya no le era materialmente posible disimularlo. De momento era posible proceder con exquisita hipocresía, pues estaba profundamente interesada en la conversación y, como se decía a sí misma, se sentía como suspendida, flotando en el aire. Rogó a Ralph que le mostrase los cuadros, tan abundantes en la casa y muchos de los cuales habían sido seleccionados por él mismo. Los mejores de la colección estaban colgados en una galería de madera de roble, de nobles proporciones, que por lo general estaba alumbrada por la noche y en cuyos dos extremos había dos saloncitos de estar.
La luz era demasiado escasa para hacer honor a los cuadros y la visita podría haberse aplazado hasta el día siguiente, y así se atrevió a sugerirlo Ralph; pero Isabel pareció contrariada y decepcionada y, con la mejor de sus sonrisas, dijo:
- Si no tiene inconveniente, me gustaría echarles aunque sólo sea un vistazo.
Estaba ansiosa por verlos, sabía que lo estaba y parecía estarlo, pero no le era posible evitarlo. Ralph dijo para sí: «Por lo visto no atiende a las insinuaciones que se le hacen». Lo pensó sin irritación, más bien complacido e interesado por la insistencia de la muchacha. De trecho en trecho, sobresalían de las paredes unas ménsulas que sostenían las lámparas, y si la iluminación era imperfecta, su resultado era pasmoso. La luz daba en las superficies indistintas de ricos colores y en los ya desvanecidos dorados de los gruesos marcos de talla, y hacía brillar el encerado piso de la galería. Ralph tomó un candelabro y empezó a mostrarle a Isabel las cosas que eran más de su gusto. Ella fue mirando con la mayor atención las pinturas una tras otra, subrayando su opinión con pequeñas exclamaciones y murmullos. Se hacía evidente que era juez competente en la materia y que tenía un gusto verdaderamente refinado, cosa que a Ralph le impresionó. Tomó ella otro candelabro y lo acercó a este y a otro cuadro detenidamente, levantándolo hacia la parte alta de tal o cual pintura… y, mientras lo hacía, él se dio cuenta de que estaba plantado en medio de la sala, mirando también con profunda atención, pero no a los cuadros sino a ella. A decir verdad, no perdió nada con semejante contemplación, pues ella era mucho más digna de admiración que la mayor parte de aquellas obras de arte. Era indiscutiblemente delgada, probablemente liviana y evidentemente alta. Cuando quienes las conocían intentaban distinguir a Isabel de sus otras dos hermanas, la llamaban la esbelta. En las demás mujeres había llegado a suscitar enconada envidia su cabellera, tan oscura que era casi negra; y sus claros ojos grises, quizá demasiado firmes en los momentos más graves, tenían una suave mirada condescendiente. Primo y prima fueron paseando de un extremo a otro de la galería hasta que, al cabo de un rato, ella dijo:
- Bueno, ya sé más de lo que sabía cuando empezamos.
- Por lo visto, el saber te apasiona -dijo su primo.
- Así lo creo. La mayoría de las muchachas son terriblemente ignorantes.
- Pero tú eres distinta de la mayoría.
- Y muchas de ellas también lo serían… aunque tal como se les suele hablar… - murmuró Isabel, que prefería no concentrarse en misma. Y, para cambiar de conversación, añadió-: Dime, ¿no hay aquí fantasmas? -¿Fantasmas?
- Sí, algo así como un espectro del castillo, algo que se aparece. En América les llamamos duendes.
- Y aquí también, cuando los vemos.
- Entonces, ¿los veis? No hay duda de que habéis de verlos en esta vieja casa tan romántica.
- No tiene nada de romántica -dijo Ralph-. Si así lo crees, te vas a llevar un gran desengaño. Es una casa tristemente prosaica. Aquí no hay más romanticismo que el que puedas haber traído contigo.
- Indudablemente he traído mucho, pero creo que lo he traído al sitio más conveniente.
- Más conveniente para que no corra ningún peligro, no hay duda. Nada malo podrá aquí ocurrirle por parte de mi padre o por la mía. Después de mirarle un momento, Isabel le preguntó: -¿Siempre estáis solos aquí tu padre y tú?
- Naturalmente, está también mi madre. -¡Ah! Tu madre, la conozco perfectamente. No es nada romántica. ¿No hay nadie más?
- Unas pocas personas.
- Pues lo siento, porque me gusta mucho ver gente.
- Entonces invitaremos a toda la del condado para que te entretengan -dijo Ralph.
- Te estás burlando de mí -contestó ella con aire algo grave-. ¿Quién es el caballero que estaba con vosotros cuando yo llegué?
- Un vecino del condado. No viene mucho por aquí.
- Lo siento, porque me resultó simpático -dijo Isabel. -¡Vaya! Si me pareció que apenas le dirigiste la palabra -observó Ralph.
- Eso no importa, me gustó de todos modos. También me gusta mucho tu padre.
- Es lo mejor que podría ocurrirte, porque es el hombre más amable del mundo.
- Me apena mucho que esté enfermo -dijo Isabel.
- Podrás ayudarme a cuidarle; debes de ser buena enfermera.
- No lo creo; me han dicho que no lo soy. Dicen que tengo demasiadas teorías. Pero, ahora que caigo, todavía no me has dicho nada del fantasma.
Ralph no hizo caso de tal insinuación y comentó:
- Si te gustan mi padre y lord Warburton, tengo por seguro que también te gusta mi madre.
- Así es; tu madre me gusta mucho porque… porque… -Isabel trató de definir con claridad la razón del afecto que sentía por la señora Touchett. -¡Bah! Nunca sabemos por qué nos gusta alguien -dijo él riendo. Pero ella contestó:
- Yo siempre sé por qué. Es porque ella no espera gustar a los demás. No le importa gustar o no gustar.
- Entonces, ¿tú la adoras, por pura travesura? Si es así, me alegro, porque yo me parezco mucho a ella. -No lo creo, en absoluto. A ti te gusta agradar a los demás y haces lo necesario para lograrlo. -¡Santo Dios! Qué bien calas a las personas -exclamó Ralph con una consternación que no. era fingida.
- Pero me resultas igualmente simpático. La mejor manera de confirmarme en ello será mostrarme el fantasma.
Ralph movió la cabeza con escepticismo.
- Aunque te lo mostrase, no podrías verlo. No todos tienen ese privilegio, cosa por lo demás nada envidiable. Jamás lo vio una persona joven, inocente y feliz como tú. Uno tiene que haber sufrido antes, haber sufrido profundamente, y de tal suerte haber adquirido un triste conocimiento. Así es como los ojos de uno pueden abrirse a la visión del fantasma. Yo lo vi hace mucho tiempo.
- Ya te he dicho que me muero por adquirir conocimientos -dijo Isabel.
- Sí, me doy cuenta, por conocer cosas agradables. Pero tú no has sufrido y tampoco estás hecha para el sufrimiento. Así, confío en que nunca llegarás a ver al duende.
Había estado ella escuchándolo atentamente con una dulce sonrisa en sus labios, pero con mirada grave y reflexiva. Aunque a él le había parecido encantadora, también le dio la impresión de ser algo presuntuosa, en lo cual residía precisamente parte de su encanto. Esperó la contestación de la muchacha.
- Ya sabes que no tengo miedo -dijo ella. Y a Ralph esa frase se le antojó harto presuntuosa. -¿De sufrir? ¿No tienes miedo de sufrir?
- De sufrir, sí; pero no de los fantasmas. Opino que la gente sufre con demasiada facilidad.
- No creo que pienses eso -dijo Ralph mirándola fijamente, con las manos en los bolsillos.
- No creo que eso sea un defecto -respondió ella-. No es absolutamente necesario sufrir. No estamos hechos para eso.
- Tú seguramente no.
- No hablo de mí misma -dijo ella y se alejó unos pasos.
- De acuerdo, no es un defecto -replicó el primo-. Ser fuerte es un gran mérito.
- Pero si una no sufre, la gente la califica de dura.
A través del saloncito, por donde habían pasado al dejar la galería, llegaron al vestíbulo y se detuvieron allí al pie de la escalera. Ralph, tomando un candelabro de un nicho, se lo ofreció a su prima, diciéndole al mismo tiempo:
- No te impone lo que puedan decir de ti, porque cuando uno sufre, le llaman idiota. Lo que importa es ser lo más dichoso posible.
Le miró ella un momento, al punto que ponía el pie en el primer peldaño de roble, y dijo:
- A eso es precisamente a lo que he venido a Europa, a ser lo más dichosa posible.
Buenas noches.
- Buenas noches. Te deseo un gran éxito en tu empeño y será para mí una gran satisfacción contribuir a ello cuanto pueda.
Le volvió ella la espalda y él la contempló mientras subía poco a poco los bruñidos escalones. Y, metiéndose de nuevo las manos en los bolsillos, regresó al vacío y semioscuro saloncito próximo a la galería.