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ОглавлениеSin embargo, al prometer a Miss Daisy que la presentaría a su tía, la señora Costello, se había comprometido a más de lo que iba a resultar factible. Tan pronto como esta dama se repuso de su jaqueca, Winterbourne fue a visitarla a su apartamento y después de las consabidas averiguaciones con respecto a su salud, le preguntó si había observado la presencia de una familia americana en el hotel: madre, hija y un chiquillo.
—¿Y un «courier»? —dijo la señora Costello.
—Oh, sí, los he observado. Los he visto, oído, y he procurado evitarlos.
La señora Costello era una viuda adinerada; una persona de gran distinción, que a menudo daba a entender que, si no hubiera sido por su horrible predisposición a las jaquecas, probablemente habría dejado una huella más profunda en su época. Tenía el rostro alargado y pálido, la nariz subida y gran cantidad de cabello llamativamente blanco, dispuesto en amplios «puffs» y rouleaux sobre su cabeza. Tenía dos hijos casados en Nueva York y otro que actualmente se encontraba en Europa. Este último estaba divirtiéndose en Homburg, y aunque viajaba a menudo, raramente se le veía visitando una ciudad en la misma ocasión que escogía su madre para aparecer en ella. Su sobrino, que había venido a Vevey expresamente para verla, era pues más atento que aquellos que, como ella decía, le eran más próximos. En Ginebra, Winterbourne había asimilado la idea de que uno siempre debe ser atento con su tía. La señora Costello no le había visto en muchos años y estaba ahora muy complacida, manifestando su aprobación iniciándole en los numerosos secretos de la influencia social que, según dio a entender, ejercía en la capital americana. Admitía que era muy «selecta», pero si él hubiera estado familiarizado con Nueva York, habría comprendido que era necesario serlo. Y el retrato de la estructura minuciosamente jerárquica de la sociedad de aquella ciudad, que ella le presentaba bajo muchas luces diferentes, era para la imaginación de Winterbourne sorprendente hasta el punto de casi oprimirle.
Comprendió inmediatamente, por el tono de su tía, que el lugar de Miss Daisy Miller en la escala social era bajo.
—Me temo que esa familia no es de su agrado —le dijo.
—Son muy vulgares —declaró la señora Costello—. Son de esa clase de americanos con quienes te crees en tu deber al no... al no aceptarlos.
—Ah, ¿usted no los acepta? —dijo el joven.
—No puedo, mi querido Frederick. Lo haría si pudiera, pero no puedo.
—La muchacha es muy bella —dijo Winterbourne, al cabo de un instante.
—Efectivamente es bella. Pero es muy vulgar.
—Comprendo lo que quiere usted decir —dijo Winterbourne, tras otra pausa.
—Tiene ese aire encantador que tienen todas —continuó su tía—. Me pregunto de dónde lo sacan; y viste a la perfección... No, no te puedes hacer una idea de lo bien que viste. No me explico dónde adquieren ese buen gusto.
—Pero, querida tía, después de todo no es una comanche salvaje.
—Es una jovencita —dijo la señora Costello— que intima con el «courier» de su mamá.
—¿Que intima con el «courier»? —inquirió el joven.
—La madre es igual. Tratan al «courier» como si fuera un amigo de la familia. Como si fuera un caballero. No me sorprendería que comiese con ellas. Seguramente no han visto nunca un hombre de modales tan refinados, con ropas elegantes, tan parecido a un caballero. Probablemente corresponde a la idea que la chica tiene de un conde. Por la tarde se sienta con ellas en el jardín. Creo que fuma.
Winterbourne escuchaba con interés estas revelaciones: le ayudaron a concretar su opinión sobre Miss Daisy.
Evidentemente, estaba más bien emancipada.
—Bueno —dijo—, yo no soy un «courier», y sin embargo estuvo encantadora conmigo.
—Deberías haber comenzado por ahí —dijo la señora Costello con dignidad—, diciéndome que la habías conocido.
—Nos encontramos en el jardín y charlamos unos minutos.
—Tout bonnement! ¿Y puedo saber qué dijiste?
—Dije que me tomaría la libertad de presentarla a mi admirable tía.
—Te estoy muy agradecida.
—Fue para garantizar mi respetabilidad —dijo Winterbourne.
—¿Y puede saberse quién garantiza la suya? —¡Ah, qué cruel es usted! —dijo el joven—. Es una chica muy agradable.
—No lo dices demasiado convencido —observó la señora Costello.
—Carece por completo de cultura —continuó Winterbourne—. Pero es maravillosamente bella y, en suma, muy agradable. Para demostrarle que así lo creo voy a acompañarla al castillo de Chillon.
—¿Vais a ir allí juntos? Yo diría que eso demuestra justamente lo contrario. ¿Puedo preguntarte cuánto hacía que la conocías cuando se forjó ese interesante proyecto? No hace ni veinticuatro horas que estás en este hotel.
—La había conocido media hora antes —dijo Winterbourne sonriendo.
—¡Dios mío! —exclamó la señora Costello—. ¡Qué terrible muchacha!
Su sobrino permaneció en silencio duante unos segundos.
—Así que usted realmente cree —empezó a decir muy serio y con un deseo de información fidedigna—. Usted realmente cree que... —pero volvió a hacer una pausa.
—¿Creo qué, caballero? —dijo su tía.
—Que es de esa clase de chicas que esperan que un hombre, tarde o temprano, se las lleve.
—No tengo la menor idea de lo que tales chicas esperan de un hombre. Pero creo que harías mejor no mezclándote con jóvenes americanas sin cultura, como tú mismo dices. Has vivido demasiado tiempo fuera del país. Sin duda cometerás algún grave error. Eres demasiado inocente.
—Querida tía, no soy tan inocente —dijo Winterbourne, sonriendo y rizándose el bigote.
—¿Eres demasiado culpable, entonces?
Winterbourne continuó rizándose el bigote pensativamente.
—¿No dejará pues que la pobre muchacha la conozca? —preguntó al fin.
—¿Es realmente cierto que va a ir contigo al castillo de Chillon?
—Creo que ésa en su intención.
—En ese caso, mi querido Frederick —dijo la señora Costello—, debo declinar el honor de conocerla. Soy una mujer anciana, pero no lo suficiente —gracias a Dios— como para no escandalizarme.
—¿Pero no hacen todas esa clase de cosas... las jóvenes americanas? —inquirió Winterbourne.
La señora Costello le miró fijamente un instante.
—¡Me gustaría ver a mis nietas actuar de ese modo! —declaró inflexible.
Esto pareció aclarar un poco el asunto, pues Winterbourne recordó haber oído que sus bellas primas de Nueva York eran «tremendas coquetas». Por lo tanto, si Miss Daisy Miller excedía el margen de libertad que se les permitía a esas jóvenes, era probable que de ella pudiera esperarse cualquier cosa. Winterbourne estaba impaciente por volverla a ver, y molesto consigo mismo por no haber sabido juzgarla correctamente por instinto.
Aunque impaciente por verla, no sabía demasiado qué iba a decirle acerca de la negativa de su tía a conocerla; pero pronto descubrió que con Miss Daisy Miller no era necesario ser tan puntilloso. Esa misma noche la encontró en el jardín, paseando bajo la tibia luz de las estrellas como una sílfide indolente y meciendo el mayor abanico que jamás hubiese contemplado. Eran las diez. El había cenado con su tía, y tras hacerle compañía un rato, se despidió de ella hasta el día siguiente. Miss Daisy Miller pareció muy contenta de verle; declaró que era la velada más larga que había pasado en su vida.
—¿Ha estado usted sola? —preguntó él.
—He estado paseando con mamá. Pero ella se cansa pronto de pasear —respondió.
—¿Se ha retirado a dormir?
—No, no le gusta irse a dormir —dijo la muchacha—. Apenas duerme... ni tres horas seguidas. Dice que no sabe cómo vive. Es terriblemente nerviosa. Yo pienso que duerme más de lo que cree. Está por ahí buscando a Randolph; intenta conseguir que se vaya a la cama. Tampoco a él le gusta dormir.
—Esperemos que le convenza —observó Winterbourne.
—Usará toda clase de argumentos para hacerlo; pero a Randolph no le gusta que mamá trate de convencerle —dijo Miss Daisy abriendo su abanico—. Luego intentará que sea Eugenio quien lo haga. Pero él no le tiene miedo a Eugenio. ¡Eugenio es un «courier» espléndido, pero no parece impresionar mucho a Randolph! No creo que se vaya a la cama antes de las once.
Pareció en efecto que la vigilia de Randolph se estaba prolongando victoriosamente, ya que Winterbourne continuó paseando con la muchacha un buen rato sin encontrarse con la madre.
—He estado buscando a esa dama a quien quiere usted presentarme —prosiguió su acompañante —. Es tu tía.
Y al admitirlo Winterbourne, y expresar cierta curiosidad por saber cómo lo había averiguado, ella le dijo que había oído hablar de la señora Costello a la sirvienta. Era muy callada y muy comme il faut: llevaba «puffs» blancos, no hablaba con nadie y nunca cenaba en la table d' hôte. Cada dos días tenía una jaqueca.
—¡Creo que es una descripción preciosa, jaquecas y todo! —dijo Miss Daisy, parloteando con su voz fina y alegre—. Tengo tantas ganas de conocerla. Puedo imaginarme perfectamente cómo es su tía; sé que me gustará.
Debe ser muy «selecta». Me gusta que las damas sean «selectas»; yo misma me muero de ganas por serlo.
Bueno, mamá y yo somos «selectas». No hablamos con cualquiera... o quizá cualquiera no habla con nosotras.
Supongo que viene a ser lo mismo. En fin, estaré contentísima de conocer a su tía.
Winterbourne se sentía incómodo.
—A ella le gustaría enormemente —dijo—, pero me temo que sus jaquecas van a impedirlo.
La muchacha le miró a través de la oscuridad.
—Pero supongo que no tendrá jaqueca todos los días —dijo, compasivamente.
Winterbourne se quedó callado un momento.
—Eso es lo que me dijo —respondió por fin, sin saber qué decir.
Miss Daisy Miller se detuvo y se quedó mirándole. Su belleza era visible incluso en la oscuridad; abría y cerraba su enorme abanico.
—¡Así que no quiere conocerme! —dijo de pronto—. ¿Por qué no lo dice? No tiene por qué tener miedo. Yo no tengo miedo —y se rió brevemente.
Winterbourne creyó percibir un temblor en su voz. Se sintió conmovido, impresionado y mortificado.
—Querida señorita —protestó—, ella no conoce a nadie. Es debido a su calamitosa salud.
La joven siguió dando unos cuantos pasos, riéndose todavía.
—No tiene por qué tener miedo —repitió—. ¿Por qué tendría que querer conocerme?
Luego se detuvo de nuevo. Estaba junto a la balaustrada del jardín, y ante ella se extendía el lago iluminado por las estrellas. Había un vago resplandor sobre su superficie y a lo lejos se adivinaba la oscura silueta de las montañas. Daisy Miller miró el misterioso paisaje y volvió a reir brevemente.
—¡Dios mío, realmente es «selecta»! —dijo.
Winterbourne se preguntó si de veras se sentiría herida, y por un momento casi deseó que su sentimiento de la ofensa fuese tal que justificara por su parte un intento de consolarla y tranquilizarla. Experimentaba la sensación agradable de que sería muy accesible a sus intentos de consolación. Se sintió en ese instante totalmente dispuesto a sacrificar de palabra a su tía; a admitir que era una mujer descortés y orgullosa, y a declarar que no valía la pena preocuparse por ella. Pero antes de que hubiese tenido tiempo de comprometerse en esta peligrosa mezcla de galantería e impiedad, la muchacha, empezando a andar, exclamó en un tono completamente distinto.
—¡Mire, ahí viene mamá! No debe haber conseguido meter a Randolph en la cama.
La silueta de una mujer apareció a cierta distancia, bastante confusa en la oscuridad, avanzando con un lento movimiento de vaivén. De pronto pareció que se detenía.
—¿Está usted segura de que es su madre? ¿Puede distinguirla en esta densa oscuridad? —preguntó Winterbourne.
—¡Bueno! —exclamó Miss Daisy Miller con una carcajada—. Creo que conozco a mi propia madre. ¡Y más aún cuando lleva mi chal! Siempre se pone mis cosas.
La dama en cuestión había dejado de avanzar y giraba distraídamente en torno al punto donde había detenido sus pasos.
—Me temo que su madre no la ha visto —dijo Winterbourne—. O quizás —añadió, pensando que con Miss Miller podía permitirse la broma— quizá se siente culpable por lo del chal.
—¡Oh, es viejo y espantoso! —replicó la muchacha con serenidad—. le dije que podía ponérselo. Si no viene es porque le ve a usted.
—En ese caso —dijo Winterbourne— será mejor que la deje.
—¡Oh no, venga conmigo! —le urgió Miss Miller.
—Temo que su madre no apruebe que esté paseando con usted.
Miss Miller le miró seriamente.
—No es por mí, es por usted... Quiero decir, es por ella. ¡Bueno, no sé por quién es! Pero a mamá no le gusta ninguno de los caballeros que tengo por amigos. Es sumamente tímida. Siempre arma líos cuando le presento a uno. Pero yo sigo presentándoselos... casi siempre. Si no le presentara a mis amigos —añadió la joven con su vocecita suave y monótona— no lo encontraría natural.
—Para presentarme —dijo Winterbourne— tiene usted que conocer mi nombre.
—Y acto seguido se lo pronunció.
—¡Cielos, soy incapaz de decir todo eso! —dijo su acompañante, riéndose.
Para entonces, habían llegado hasta donde estaba la señora Miller, quien, mientras se acercaban, había ido hasta la balaustrada del jardín, en la que se había apoyado con la mirada fija en el lago y dándoles la espalda.
—¡Mamá! —dijo la muchacha con tono resuelto.
Al oírlo, la dama se volvió.
—El señor Winterbourne —dijo Miss Daisy Miller, presentando al joven de forma muy franca y agradable.
Era «vulgar», como la señora Costello había dicho; y sin embargo, Winterbourne se maravilló de que pese a su vulgaridad poseyera una gracia tan singularmente delicada.
La madre era una persona baja, liviana y menuda, de mirada inquieta, nariz exigua y amplia frente, adornada con cierta cantidad de cabello fino y rizado. Como su hija, la señora Miller vestía con extrema elegancia: llevaba unos enormes diamantes en las orejas. No le saludó, al menos de modo que Winterbourne pudiera notar... ciertamente ni le miraba. Daisy, junto a ella, le componía el chal.
—¿Qué estás haciendo, husmeando por aquí? —inquirió la muchacha, aunque sin la dureza en el tono de la voz que cabría esperar de la elección de tales palabras.
—No lo sé —dijo la madre, voiviéndose de nuevo hacia el lago.
—¡No puedo creer que te guste este chal! —exclamó Daisy.
—¡Pues me gusta! —respondió la madre, riendo brevemente.
—¿Conseguiste que Randolph se fuera a la cama? —preguntó la joven.
—No; no pude convencerle —dijo la señora Miller con suavidad—. Quiere hablar con el camarero. Le gusta hablar con ese camarero.
—Se lo estaba contando al señor Winterbourne —continuó la muchacha; y su voz sonó en los oídos del joven como si ella se hubiera pasado la vida pronunciando ese nombre.
—¡Es cierto! —dijo Winterbourne—. Tengo el placer de conocer a su hijo.
La mamá de Randolph permanecía en silencio: se concentraba en el lago. Finalmente se decidió a hablar.
—¡No entiendo cómo lo aguanta!
—En cualquier caso, es mejor que en Dover —dijo Daisy Miller.
—¿Y qué ocurrió en Dover? —preguntó Winterbourne.
—No quería irse a la cama de ninguna manera. Supongo que se pasaba la noche sentado en el salón. Sólo sé que a las doce aún no estaba en la cama.
—Eran las doce y media —declaró la señora Miller con un ligero énfasis.
—¿Duerme mucho durante el día? —preguntó Winterbourne.
—No creo que duerma mucho —respondió Daisy.
—¡Ojalá lo hiciera! —dijo la madre—. Parece como si no pudiera.
—Es realmente exasperante —prosiguió Daisy.
Hubo silencio por unos momentos.
—Bueno, Daisy Miller —dijo la dama entonces—; espero que no irás a hablar mal de tu propio hermano.
—Es realmente exasperante, mamá —dijo Daisy, sin que hubiera en su voz la aspereza de una réplica.
—Sólo tiene nueve años —alegó la señora Miller.
—Bien, se niega a ir al castillo —dijo la muchacha—. O sea que iré con el señor Winterbourne.
Lo había dicho muy plácidamente y la madre permaneció en silencio. Winterbourne dio por sentado que desaprobaba profundamente la excursión proyectada, pero se dijo que era una persona simple, fácil de manejar, y que unas palabras corteses bastarían para atenuar su enojo.
—Sí —empezó—, su hija ha tenido la amabilidad de concederme el honor de ser su guía.
Los ojos inquietos de la señora Miller se fijaron en Daisy con un cierto aire de súplica, pero ella se alejó unos pasos canturreando suavemente.
—Supongo que irán en tren —dijo la madre.
—Sí, o en el vapor —dijo Winterbourne.
—Bueno, claro que yo no sé —dijo la señora Miller—. Nunca he ido a ese castillo.
—Sería una lástima que no fuera —dijo Winterbourne, empezando a tranquilizarse en cuanto a la oposición de la dama. Sin embargo, estaba dispuesto a aceptar como algo natural que quisiera acompañarles.
—Hemos pensado tantas veces en ir —prosiguió ella—, pero parece como si no pudiera ser. Daisy quiere, por supuesto, ir a todas partes. Pero hay aquí una dama, cuyo nombre desconozco, que dice que no tenemos ni que pensar en visitar castillos aquí; piensa que deberíamos esperar hasta llegar a Italia. Dicen que hay tantos por allí —prosiguió la señora Miller, con un aire de creciente confianza—. Naturalmente nosotras queremos ver sólo los más importantes. En Inglaterra visitamos varios —añadió.
—¡Sí! En Inglaterra hay castillos muy bonitos —dijo Winterbourne—. Pero Chillon, aquí, es realmente digno de verse.
—Bueno, si Daisy lo desea... —dijo la señora Miller, en un tono que traslucía la magnitud de la empresa—. Parece como si no hubiera nada a lo que ella no se anime.
—¡Oh, estoy seguro de que le va a gustar! —declaró Winterbourne. Y aumentaban sus deseos de asegurarse el privilegio de un tete-à-tete con la muchacha, que seguía paseando frente a ellos mientras tarareaba suavemente.
—¿Usted señora, no se atreve a intentarlo? —inquirió él.
La madre de Daisy le miró de soslayo un instante, y después avanzó en silencio.
—Creo que es mejor que vaya ella sola —dijo simplemente.
Winterbourne se dijo a sí mismo que era éste un tipo de maternidad bien distinto al de las vigilantes matronas que se daban cita en primera línea del trato social en la vieja y sombría ciudad, al otro lado del lago. Pero sus meditaciones fueron interrumpidas cuando oyó a la indefensa hija de la señora Miller pronunciar su nombre con toda claridad.
—¡Señor Winterbourne! —murmuró Daisy.
—Mademoiselle! dijo el joven.
—¿Quiere llevarme a dar un paseo en bote? —¿Ahora? —preguntó él.
—¡Naturalmente! —dijo Daisy.
—¡Bueno, Annie Miller! —exclamó su madre.
—Le ruego, señora, que la deje ir —dijo Winterbourne ardientemente, pues jamás había experimentado la sensación de navegar bajo la luz de las estrellas, en un bote, llevando a una fragante y hermosa muchacha.
—No creo que ella quiera realmente —dijo la madre—. Creo que es mejor que se retire.
—Estoy segura de que el señor Winterbourne quiere llevarme —declaró Daisy—. ¡Es tan atento!
—La llevaré remando hasta Chillon, bajo la luz de las estrellas.
—¡No lo creo! —dijo Daisy.
—¡Bueno! —exclamó de nuevo la señora.
—Hace media hora que no me dirige la palabra —continuó la hija.
—Estaba manteniendo una agradable conversación con su madre —dijo Winterbourne.
—¡Bien, quiero que me lleve a dar un paseo en bote! —repitió Daisy.
Se habían detenido, y ella se volvió mirando a Winterbourne. Su rostro mostraba una encantadora sonrisa, sus bellos ojos brillaban, y en su mano balanceaba el enorme abanico.
«No, no es posible ser más bella», pensó Winterbourne.
—Hay media docena de botes amarrados en ese embarcadero —dijo, señalando unas escaleras que descendían desde el jardín hasta el lago—. Si usted me hace el honor de aceptar mi brazo, pudemos ir y elegir uno.
Daisy sonreía inmóvil; echó la cabeza atrás con una breve risa.
—¡Me gusta que los caballeros sean formales! —declaró.
—Le aseguro que es una oferta formal.
—Estaba segura de que lograría hacerle decir algo —prosiguió Daisy.
—Ya ve usted que no es muy difícil —dijo Winterbourne—. Pero me temo que se está usted burlando de mí.
—Yo creo que no, caballero —remarcó la señora Miller amablemente.
—Permítame entonces ofrecerle un paseo en bote —le dijo a la muchacha.
—¡Es adorable la forma en que lo dice! —exclamó Daisy.
—Más adorable sería hacerlo.
—¡Sí, me encantaría! —dijo Daisy. Pero no hizo el menor movimiento para acompañarle; se limitó a permanecer allí riendo.
—Creo que harían mejor averiguando la hora que es —sugirió la madre.
—Son las once, señora —dijo con acento extranjero una voz que provenía de la vecina oscuridad. Y al volverse, Winterbourne adivinó al pintoresco personaje al servicio de ambas damas. Al parecer, llegaba en ese instante.
—¡Oh; Eugenio! —dijo Daisy—. Voy a dar un paseo en bote.
Eugenio se inclinó.
—¿A las once, mademoiselle?
—Me acompaña el señor Winterbourne. Nos vamos ahora mismo.
—Dígale que no puede ir —dijo la señora Miller al «courier».
—Creo que sería mejor que no saliera en bote, mademoiselle —declaró Eugenio.
Winterbourne hubiera dado cualquier cosa para que aquella linda muchacha no tuviera un trato tan familiar con el «courier», pero no dijo nada.
—¡Supongo que no lo encuentra correcto! —exclamó Daisy—. Eugenio no encuentra nada correcto.
—Estoy a su servicio —dijo Winterbourne.
—¿ Mademoiselle se propone ir sola? —le preguntó Eugenio a la señora Miller.
—¡Oh, no; con este caballero! —respondió la mamá de Daisy.
El «courier» miró a Winterbourne por un momento —éste tuvo la impresión de que sonreía, y luego inclinándose solemnemente dijo:
—Como guste mademoiselle.
—¡Oh, creía que armaría usted un escándalo! —dijo Daisy—. Ahora no tengo ya ganas de ir.
—Si no viene seré yo quien arme el escándalo —dijo Winterbourne.
—¡Eso es lo que quiero, un poco de escándalo! —Y la joven empezó a reír de nuevo.
—El señorito Randolph se ha ido a la cama —anunció fríamente el «courier».
—¡Oh, Daisy, ahora ya podemos retirarnos! —dijo la señora Miller.
Daisy empezó a alejarse de Winterbourne sin apartarle la mirada, sonriendo y abanicándose.
—Buenas noches —dijo—. ¡Espero que esté usted defraudado, o enfadado, o algo!
El la miró y tomando la mano que ella le ofrecía, respondió:
—Estoy desconcertado.
—Bueno, espero que eso no le quitará el sueño —dijo ella vivamente.
Y, bajo la escolta del privilegiado Eugenio, las dos damas se dirigieron hacia el edificio.
Winterbourne las siguió con la mirada; estaba realmente desconcertado. Permaneció por las cercanías del lago un cuarto de hora, dándole vueltas al misterio de las súbitas familiaridades y caprichos de la muchacha. Pero la única conclusión clara a que llegó fue que le gustaría endemoniadamente «salir» con ella a donde fuera.
Dos días más tarde fue con ella al castillo de Chillon. La esperó en el amplio vestíbulo del hotel, donde «couriers», sirvientes y turistas extranjeros paseaban ociosos y husmeantes. No era ése el lugar que él hubiera escogido, pero ella había decidido citarle allí. Llegó bajando airosamente la escalera, abrochándose los largos guantes, apretando contra su bella figura la sombrilla cerrada, y vestida a la perfección con un sobrio pero elegante traje de viaje. Winterbourne era un hombre con imaginación y, como decían nuestros antepasados, con sensibilidad: mirando su vestido, en la monumental escalera, su paso rápido y seguro, sintió como si algo muy romántico estuviera sucediendo. Podría haber creído que iban a fugarse juntos. Cruzaron entre la gente que allí se reunía: todos la miraban con insistencia. Daisy había empezado a charlar en cuanto se encontraron.
Winterbourne hubiese preferido ir en carruaje hasta Chillon, pero ella expresó un ardiente deseo de tomar el vaporcito: afirmó tener pasión por los barcos de vapor. Soplaba siempre una brisa tan agradable sobre el agua y se veía a tanta gente. La travesía no era larga, pero la compañera de Winterbourne encontró tiempo para decir un sinfín de cosas. Para el joven, aquella pequeña excursión suponía hasta tal punto una escapada —una aventura— que, aun teniendo presente el habitual sentido de libertad de la muchacha, confiaba en que ella la consideraría de forma similar. Pero hay que decir que en este aspecto quedó decepcionado. Daisy Miller estaba terriblemente animada, de excelente humor; pero al parecer no estaba en absoluto excitada, no estaba turbada, no evitaba su mirada ni la de nadie, no se sonrojaba ni cuando la miraba él ni cuando la miraban los demás. La gente seguía mirándola incesantemente y a Winterbourne le satisfacía el aire distinguido de su bella compañera.
Había tenido cierto temor de que alzara la voz al hablar, de que riese con exceso e incluso, quizá, de que quisiera pasear demasiado por el barco. Pero olvidó sus temores por completo: estaba sentado y sonriente con los ojos fijos en el rostro de la muchacha mientras ella, sin moverse de su sitio, hacía gran cantidad de originales reflexiones. Era la cháchara más encantadora que nunca hubiese oído. Había aceptado la idea de que era «vulgar»; pero ¿lo era en realidad, o simplemente se estaba habituando él a su vulgaridad? Su conversación se centraba primordialmente en lo que los metafísicos llaman el carácter objetivo, pero de vez en cuando tomaba un cariz más subjetivo.
—¿Por qué demonios está usted tan serio? —preguntó de pronto, fijando sus agradables ojos en los de Winterbourne.
—¿Estoy serio? —dijo él—. Tenía la impresión de que estaba sonriendo de oreja a oreja.
—Parece como si me llevara a un funeral. Si eso es una sonrisa debe usted tener las orejas muy juntas.
—¿Le gustaría que bailara una hornpipe sobre la cubierta?
—Hágalo, por favor y yo pasaré el sombrero. Eso cubrirá los gastos de la excursión.
—En mi vida he estado más contento —murmuró Winterbourne.
Le miró un momento y luego rompió a reír.
—¡Me gusta hacerle decir esas cosas! ¡Es usted una mezcla curiosa!
En el castillo, después que hubieron desembarcado, prevaleció decididamente el tono subjetivo. Daisy correteó por las salas abovedadas, hizo susurrar sus faldas en las escaleras de caracol, dio un saltito hacia atrás, acompañado de un encantador chillido y un estremecimiento, desde el borde de las oubliettes, y prestó su oído particularmente bien formado a las explicaciones de Winterbourne sobre el lugar. Pero él vio que le importaban muy poco las antigüedades feudales, y que las sombrías tradiciones de Chillon no le producían más que una ligera impresión. Tuvieron la suerte de poder pasear por el castillo sin otra compañía que la del guardián, y Winterbourne se puso de acuerdo con ese funcionario para que no les apurase, para que pudiesen detenerse y demorarse donde les apeteciera. El guardián interpretó generosamente el pacto —Winterbourne, por su parte, también había sido generoso— y terminó por dejarlos solos. Las observaciones de Miss Miller no se distinguían por su coherencia lógica; siempre encontraba un pretexto para todo cuanto quería decir. Halló una buena cantidad de pretextos en las severas troneras de Chillon para plantear a Winterbourne súbitas cuestiones acerca de él mismo —su familia, su pasado, sus gustos, sus costumbres, sus intenciones— y para suministrarle información sobre los correspondientes aspectos de su propia personalidad. En lo relativo a sus gustos, costumbres e intenciones, Miss Miller estaba dispuesta a dar la información más precisa y, de hecho, la más favorable.
—¡Vaya, cuántas cosas sabe usted! —le dijo a su acompañante después que éste le hubo relatado la historia del desdichado Bonivard—. ¡Nunca conocí a un hombre que supiera tanto!
Era evidente que la historia de Bonivard, como suele decirse, le había entrado por un oído y salido por el otro.
Pero Daisy continuó diciendo que desearía que Winterbourne viajase y «diese vueltas» con ellos; así aprenderían algo.
—¿No quiere usted venir para enseñar a Randolph? —preguntó.
Winterbourne dijo que nada le gustaría tanto, pero que por desgracia tenía otras ocupaciones.
—¿Otras ocupaciones? ¡No lo creo! —dijo Miss Daisy—. ¿Qué quiere decir? Usted no es hombre de negocios.
El joven admitió que no era un hombre de negocios, pero tenía compromisos que dentro de un par de días le forzaban a regresar a Ginebra.
—¡Vaya! —dijo ella—. ¡No le creo! —y empezó a hablar de otra cosa. Pero al cabo de unos instantes, mientras él le mostraba el bello diseño de una antigua chimenea, le interrumpió intempestivamente: —¿No habrá dicho de veras que piensa regresar a Ginebra?
—Resulta triste de decir, pero debo regresar a Ginebra mañana.
—Bueno, señor Winterbourne —dijo Daisy—. ¡Es usted horrible! —¡Oh, no diga usted esas cosas! —dijo Winterbourne—. ¡Precisamente al final! —¡Al final! —exclamó la muchacha—. Yo le llamo el principio. Estoy pensando en dejarle aquí plantado y regresar sola al hotel.
Y durante los siguientes diez minutos no hizo otra cosa que decirle que era horrible. El pobre Winterbourne estaba bastante sorprendido; nunca joven alguna le había hecho el honor de agitarse tanto ante el anuncio de sus desplazamientos. Después de esto, su acompañante dejó de prestar atención a las curiosidades de Chillon o a las bellezas del lago; abrió fuego contra la misteriosa hechicera de Ginebra a quien, según parecía haber dado inmediatamente por entendido, él regresaba corriendo a ver. ¿Cómo sabía Miss Daisy Miller que en Ginebra había una hechicera? Winterbourne, que negó la existencia de tal persona, no supo descubrirlo, y estaba entre asombrado por la rapidez de su deducción y divertido por la franqueza de su persiflage. En todas estas cosas, le pareció una extraordinaria combinación de crudeza e inocencia.
—¿Le concede alguna vez más de tres días seguidos? —preguntó Daisy irónicamente—. ¿Le da vacaciones en verano? Incluso los que trabajan en las peores condiciones pueden tomarse un descanso durante esa época del año. Supongo que si se queda un día más, tomará el vapor para venirlo a buscar. ¡Quédese hasta el viernes y bajaré al embarcadero para verla llegar!
Winterbourne empezaba a pensar que se había equivocado al sentirse defraudado por el estado de ánimo con que Daisy había subido a bordo. El acento personal que había extrañado, hacía ahora su aparición. Y sonó bastante claro, al fin, cuando ella le dijo que dejaría de «importunarle» si le prometía solemnemente ir a Roma en invierno.
—Eso no es difícil de prometer —dijo Winterbourne—. Mi tía ha alquilado un apartamento en Roma para el invierno. Y me ha pedido que vaya a visitarla.
—No quiero que vaya por su tía —dijo Daisy—, quiero que vaya por mí.
Y ésta fue la única vez que la oyó aludir a su odiosa pariente. Declaró que, en cualquier caso, era seguro que iría. Después de esto Daisy dejó de importunarle. Winterbourne tomó un carruaje y llegaron a Vevey al anochecer. La muchacha estuvo muy callada.
Por la noche, Winterbourne le mencionó a la señora Costello que había pasado la tarde en Chillon con Miss Daisy Miller.
—¿Los americanos... del «courier»? —preguntó la dama.
—Por suerte —dijo Winterbourne— el «courier» se quedó en casa.
—¿Fuisteis los dos solos?
—Completamente solos.
La señora Costello aspiró las esencias de su botellita de sales.
—¡Y ésa —exclamó— es la muchacha que querías presentarme!