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Isabel se guardó la carta en el bolsillo y dirigió a su visitante una suave sonrisa de bienvenida, sin mostrar la menor alteración y sorprendiéndose a sí misma por su propia frialdad.

Lord Warburton habló así:

- Me dijeron que estaba usted aquí y, como no había un alma en el salón y era precisamente usted a quien me interesaba ver, me dirigí aquí sin más.

Isabel se puso en pie, pues parecía sentir en su interior un vago deseo de que él no se sentara a su lado.

- Ya me disponía a entrar -dijo.

- No se vaya, por favor. Se está mucho mejor aquí fuera. He venido a caballo desde Lockleigh y puedo asegurarle que hace un día espléndido.

La sonrisa con que acompañara las anteriores palabras era especialmente amistosa y agradable, mientras que parecía desprenderse de toda su persona ese aura de bondad y amabilidad que tanto encantara a la joven desde el momento en que le vio por vez primera; aura que le rodeaba como el resplandor de un deleitoso día del mes de junio.

- Entonces daremos una vuelta -dijo Isabel, que a su pesar intuía la intención de la visita de su acompañante y que deseaba a un tiempo eludir aquella intención y satisfacer su curiosidad. Ya otra vez había vislumbrado ese designio con la fugacidad de un relámpago y, como ya sabernos, le produjo gran alarma; una alarma cuyos elementos no eran del todo desagradables. Por lo pronto llevaba varios días analizándolos, habiendo al fin logrado separar la parte agradable de la idea de que lord Warburton la estaba cortejando, de la parte de esta idea que la resultaba desagradable. A muchos de nuestros lectores ha de antojárseles que la joven era a la vez precipitada e indebidamente exigente; pero este último reproche, caso de ser justo, puede contribuir a disculparla del descrédito que el primero entraña. Isabel no sentía el menor deseo de convencerse a sí misma de que un poderoso terrateniente, como había oído llamar a lord Warburton, estaba prendado de sus encantos, pues el hecho de una declaración procedente de él comportaría más interrogantes de los que podría contestar. A ella le había impresionado mucho el hecho de que él fuese un gran «personaje», y se había dedicado a examinar la imagen que ese hecho le presentaba. Cabe decir, a riesgo de abundar aún más en la prueba de su autosuficiencia, que en determinados momentos la posibilidad de que tal personaje le tributara tanta admiración le parecía una agresión rayana en afrenta, casi una inconveniencia. Hasta entonces no había conocido a ningún verdadero personaje, no los había habido antes en su vida, y acaso tampoco existieran en su país de origen. Cuando ella había pensado que alguien pudiera ser eminente, lo hacía en razón de su carácter y de su ingenio… en razón de lo que a una pudiera gustarle en la inteligencia y en la conversación de un caballero. Por su parte, ella misma era todo un carácter, y de eso estaba perfectamente convencida. Y hasta entonces su imagen de una conciencia plena tenía relación con cuestiones morales… cosas respecto a las cuales la pregunta sería si a su alma sublime le resultaban gratas. Así, pues, lord Warburton fulgía ante sus ojos intensa y brillantemente como un conjunto de atributos y poderes que no se medían por esa sencilla norma, sino que requerían una clase de apreciación totalmente distinta… una apreciación que la joven, acostumbrada a juzgar las cosas con gran celeridad y suma libertad, se sentía falta de paciencia para poder otorgar. Era como si él fuese a pedirle algo que ningún otro había pensado pedirle. Ella sentía que un gran magnate terrateniente, social y político, había concebido el designio de arrastrarla a un sistema en el cual él vivía y actuaba de un modo un tanto ofensivo. Y un cierto instinto persuasivo, si bien nada categórico, le decía que resistiera… murmurándole que ella tenía ya su propio sistema y su propia órbita. Le decía además, muchas otras cosas… cosas que a la vez se contradecían y confirmaban mutuamente; como que una muchacha podría sin duda hacer algo mucho peor que confiarse a semejante hombre, y que resultaría de veras interesante conocer su sistema desde el punto de vista de él; que, sin embargo, mucho de aquel sistema constituía para ella una constante complicación y que, incluso tomado en conjunto, tenía algo de rígido y de inflexible que lo convertía en una verdadera carga. Por si eso fuera poco, he aquí que acababa de llegar de América cierto joven que carecía en absoluto de ninguna clase de sistema, pero que estaba dotado de un carácter respecto del cual le era inútil tratar de convencerse de que le había producido poca impresión.

La carta que en el bolsillo tenía probaba precisamente lo contrario. Sin embargo me atrevería a repetirle al lector que no sonriera ante esta sencilla muchacha de Albany que se atormentaba pensando en si debía aceptar a un par inglés antes de que él se le declarase y que, por otra parte, estaba convencida de que podía encontrar un candidato mejor. Como se ve, era una persona de inmensa buena fe, y si en realidad había mucho de insensatez en su juicio, quienes hayan de juzgarla severamente pueden tener la satisfacción de comprobar que con el tiempo se tornó juiciosa, aunque a costa de una enormidad de insensateces, que casi constituirían una apelación directa a la caridad.

Lord Warburton parecía estar dispuesto a pasear, a sentarse o hacer lo que a Isabel se la antojara proponer, y así se lo aseguró con su aire habitual de complacencia en el ejercicio de una virtud social. Pero, a pesar de todo, no era dueño de sus emociones y, mientras caminaba a su lado en silencio durante un momento, y la miraba sin que ella se diese cuenta, había algo azorado en su mirada y en su risa a destiempo. Sí, ciertamente… ya que he tratado antes este punto, podemos volver ahora sobre él… los ingleses son la gente más romántica del mundo, y lord Warburton estaba a punto de brindar un ejemplo de ello. Estaba al borde de dar un paso que habría de asombrar a todos sus amigos, desagradando a no pocos de ellos, y que visto superficialmente no tenía nada positivo. La joven que iba a su lado hollando el césped procedía de un país extraño de allende los mares, país que él conocía bastante; los antecedentes y las relaciones de la muchacha se le aparecían muy vagos salvo en la medida en que eran genéricos, pero en tal sentido se le antojaban claros y sin importancia. La señorita Archer no poseía fortuna ni esa clase de belleza que justifica a un hombre ante la multitud y él calculaba que había pasado ya como unas veintiséis horas en su compañía. El lo había so- pesado todo: la contumacia de su propio impulso, que rehusara aprovechar las mejores oportunidades que se le ofrecían para apaciguarse, y el juicio del género humano, ejemplificado particularmente por la mitad más rápida a la hora de juzgar; después de mirar todas estas cosas cara a cara, en el acto las desalojó de su pensamiento, no preocupándose de ellas más de lo que habría podido preocuparse del capullo de rosa que llevaba prendido del ojal. La suerte del hombre que durante la mayor parte de su vida no ha necesitado realizar grandes esfuerzos para no desagradar a sus amigos, consiste en que no hay recuerdos molestos que lo desacrediten cuando deba tomar el camino contrario.

Isabel, que estaba observando la indecisión de su amigo, acabó por decirle:

- Celebraré que le haya resultado agradable el paseo.

- Sólo por el hecho de conducirme hasta aquí tenía que ser de lo más grato. -¿Tanto le gusta a usted Gardencourt? -preguntó la muchacha, cada vez más segura de que acabaría por pedirle algo y deseosa de no forzarle, caso de que él titubeara y, al mismo tiempo, de conservar toda su tranquilidad y lucidez mental por si se decidía. De pronto pensó que su actual situación era de las que unas semanas antes no habría dudado en calificar de romántica, a saber: el parque de una vieja y prestigiosa mansión señorial en Inglaterra y, en primer plano, uno de los «grandes» aristócratas del país (según creía ella) a punto de declarar su amor a una preciosa y joven dama que, luego de bien observada, acusaba notable parecido con Isabel misma. No obstante, al ser ella en aquel momento la heroína de semejante situación, no lograba mirarla serenamente.

- Gardencourt me tiene absolutamente sin cuidado -contestó el acompañante-. Lo que me interesa es usted.


- Me conoce todavía demasiado poco para tener derecho a decir semejante cosa, y no puedo creer que hable en serio.

No eran del todo sinceras las palabras de Isabel, pues no le cabía duda de que él lo era. Las dijo simplemente para rendir un tributo al hecho, del cual era muy consciente, de que la afirmación de él habría causado gran sorpresa en el vulgo. Y si, por añadidura, hubiese habido algo capaz de convencerla, además de su presentimiento de que lord Warburton no era ligero de cascos, habría bastado para ello el tono con que él le respondió:

- Ese derecho no puede medirse por el tiempo, señorita Árcher, sino por el sentimiento. Dentro de tres meses no estaré más convencido que ahora de lo que siento. Es cierto que la he visto muy poco, pero mi impresión arranca del momento mismo en que nos conocimos. No perdí el tiempo, pues me enamoré de usted entonces. Como dicen las novelas, fue un flechazo. Ahora comprendo que tal frase no es pura fantasía y en adelante tendré mejor opinión de ese género literario. Los dos días que aquí pasé acabaron de arraigar mis ideas y mi decisión. Ignoro si usted se dio cuenta de lo que yo estaba haciendo, pero el hecho es que le consagré la mayor atención posible. No se me escapó nada de cuanto hizo, ni una sola de sus palabras. El otro día, cuando usted se dignó ir a Lockleigh… mejor dicho, cuando se marchó… ya estaba completamente seguro. No obstante, tomé la resolución de pensarlo seriamente de nuevo y de interrogar mi ánimo con profundidad. Ya lo hice. En realidad, durante todos estos días no he hecho otra cosa. Y no suelo cometer errores en cosas de ese calibre, soy un animal muy sensato. No me salgo fácilmente de mis casillas, pero cuando me siento tocado es para toda la vida… Para toda la vida, señorita Árcher, es para toda la vida - repitió lord Warburton con la voz más grata, tierna y amable que Isabel oyera jamás, al tiempo que la miraba con ojos llenos de una pasión desprovista de las partes impuras de la emoción (ardor, desvarío, violencia) y que parecía brillar con llama tan potente como la de una antorcha en un lugar resguardado del viento.

De común y tácito acuerdo siguieron andando cada vez más despacio mientras él hablaba, hasta que, al fin, se detuvieron y él le tomó una mano. Isabel dijo entonces suavemente: -¡Ah! ¡Qué mal me conoce usted, lord Warburton! -Y con gran delicadeza retiró su mano de la mano del aristócrata.

- No me lo reproche, por favor; bastante desdichado soy por no conocerla mejor. Pero eso es lo que pretendo, y creo que estoy en el buen camino. Si consiente en ser mi esposa llegaré a conocerla y, cuando luego le comunique todo lo bueno que de usted pienso, no podrá en modo alguno decir que es por ignorancia.

Isabel respondió:

- Si usted me conoce a mí poco, menos le conozco yo a usted.

- Tal vez crea usted que, a diferencia suya, quizá yo no mejore cuando me conozca. Sin embargo, piense usted en lo resuelto que estoy a complacerla cuando me arriesgo a decirle lo que acaba de oír. Le gusto un poco, ¿no es cierto?

- Me gusta usted muchísimo, lord Warburton -contestó la joven; y era cierto que en aquel preciso instante le gustaba enormemente.

- Le agradezco en el alma que me lo diga. Eso prueba que no me considera ya un extraño. Creo, en realidad, que hasta el presente he cumplido a plena satisfacción con todas las obligaciones de la vida, y no veo por qué no habría de cumplir con ésta… en la que me ofrezco a mí mismo… cuando es precisamente la que más me importa. Pregunte usted a los que bien me conocen y ellos responderán por mí.

- Yo no preciso recomendaciones de sus amigos -contestó Isabel.

- Es verdaderamente encantador de su parte. Usted se basta para creer en mí…

- Por completo -dijo Isabel; y el placer de sentir lo que decía pareció iluminarla con una luz interior.


La luz se tornó sonrisa en las pupilas de su compañero, que prorrumpió en esta exclamación de alegría: -¡Que yo pierda cuanto tengo, si usted se equivoca, señorita Archer!

Pensó ella si acaso lo había dicho para hacerle recordar su riqueza, pero al instante estuvo segura de que no. Eso él lo guardaba bajo llave, como él mismo habría dicho, y lo confiaba a la memoria de su interlocutor, en especial a la de una mujer a quien estaba proponiendo matrimonio. Isabel había rogado al cielo no sentirse desazonada mientras le escuchaba y se preguntaba qué era lo mejor que podría decir. ¿Qué debía contestar? Su mayor anhelo era decir algo tan exquisito cuando menos como lo que acababan de decirle. En las palabras de su compañero había una convicción irresistible y ella se dio cuenta de que, por misterioso que fuera este hecho, lord Warburton la quería. Por fin contestó:

- No tengo palabras con que agradecerle su ofrecimiento. Con él me ha hecho un gran honor.

- Por favor, no diga semejante cosa -prorrumpió lord Warburton-. Me estaba temiendo que dijese algo por el estilo. No le va a usted esta clase de respuesta. No se me alcanza por qué ha de agradecerme nada. Yo soy quien tiene que agradecer a usted que haya querido oírme y aguantar que un hombre a quien apenas conoce la haya acometido así de sopetón. Sin duda alguna se trata de una pregunta muy seria y no tengo el menor empacho en confesarle que antes prefiero hacerla que contestarla yo mismo… Sin embargo, la manera como la ha escuchado… el mero hecho de que haya querido escucharme… me permite concebir alguna esperanza.

- No tenga demasiadas esperanzas -dijo amablemente Isabel.

- Por favor, señorita Archer -murmuró su compañero sonriendo amablemente en medio de su seriedad, como si esa advertencia pudiera considerarse fruto de un estado de ánimo alegre o de un exceso de júbilo.

Isabel preguntó: -¿Le sorprendería a usted mucho si le pidiese que no abrigase ninguna esperanza? -¿Si me sorprendería? Ignoro lo que quiere usted decir con eso de la sorpresa. No es cuestión de sorpresa, sería un sentimiento muchísimo peor.

Isabel se puso a andar de nuevo en silencio durante un rato. Dijo:

- Tengo la completa seguridad de que la buena opinión que tengo de usted mejorará sin ninguna duda cuando le conozca mejor. De lo que no estoy tan segura es de que usted no pueda quedar decepcionado. Y no lo digo por falsa modestia, sino porque realmente lo creo así, con toda sinceridad.

Su compañero replicó:

- No obstante, estoy dispuesto a arriesgarme, señorita Archer.

- Como usted bien dice, es una pregunta seria, una pregunta difícil.

- Por supuesto, no pretendo que usted la conteste en el acto. Puede pensarla todo el tiempo que crea necesario. Si con la espera he de salir ganando, estaré encantado de tener que aguardar durante largo tiempo. Solamente, no olvide que, en último término, mi mayor felicidad depende de su respuesta.

- Sentiría mucho tenerle en esa ansiedad -dijo Isabel.

- No se preocupe por ello. Antes prefiero recibir dentro de seis meses una respuesta favorable que una desfavorable en este momento.

- Pero es muy posible que tampoco dentro de seis meses pueda darle una que la parezca buena. -¿Por qué no, si es cierto que le gusto?

- De eso no debe tener la menor duda -dijo Isabel.

- Pues, entonces, no veo qué más pide usted.


- No se trata de lo que pido, sino de lo que pueda dar. Creo que yo no le convengo a usted, de veras creo que no.

- No tiene que preocuparse de semejante cosa. Eso es cosa mía. No ha de ser usted más papista que el papa.

Isabel dijo:

- Pero no es solamente eso. Es que no estoy segura de querer casarme nunca con nadie.

- Es muy posible. No cabe duda de que muchas grandes mujeres empiezan diciendo lo mismo -manifestó el lord, de quien se puede afirmar que no creía en ti absoluto en el axioma con que intentaba engañar su propia ansiedad-. Pero casi siempre se las convence.

- Porque suele ser lo que están deseando -replicó Isabel riendo alegremente.

Su compañero pareció desconcertado, y durante un momento se quedó mirándola en silencio. Luego dijo:

- Me temo que sea mi condición de inglés lo que la haga dudar. Al parecer, su tío piensa que debe usted casarse en su país.

Isabel prestó gran atención a aquellas palabras, pues nunca se le había ocurrido que al señor Touchett se le ocurriera hablar con lord Warburton de las posibilidades matrimoniales. -¿Le ha dicho él eso? -preguntó.

- Recuerdo que hizo esa observación. Acaso hablara de los americanos en general.

- Sin embargo, parece que a él le ha resultado muy grato vivir en Inglaterra.

Las palabras de Isabel, aunque pudieron parecer un tanto perversas, expresaban a un tiempo su certeza constante de la felicidad externa y material de su tío y su propia renuencia a adoptar un punto de vista limitado. Con lo cual dio en cierto modo alguna esperanza a su amigo, quien exclamó inmediatamente con entusiasmo: -¡Ah, señorita Archer! Usted sabe muy bien que Inglaterra es un gran país; y será todavía mejor cuando lo hayamos acicalado un poquito.

- Por favor, no lo acicalen ustedes, lord Warburton, déjenlo tal como es. A mí me encanta así.

- Pues, si eso es verdad, cada vez comprendo menos los inconvenientes que pone a mi proposición.

- Temo que no va usted a poder comprenderme.

- Haga lo posible por lograrlo. Afortunadamente, poseo una buena inteligencia. ¿Es que tiene usted miedo?…, ¿qué teme, el clima? Entonces, ya sabe que podríamos vivir fuera, en otro país. Puede usted escoger el clima del mundo que más le convenga.

Dijo estas palabras con un cándido ardor que era como el cerco amoroso de unos brazos fuertes… como una exquisita fragancia que, a través de los labios de él, limpios y anhelantes, le acariciaba el rostro desde unos extraños jardines y en alas de un desconocido céfiro. Habría dado su dedo meñique por sentir el impulso fuerte y sencillo de decirle: Lord Warburton, nada me sería más provechoso en este mundo que confiarme agradecida su lealtad». Pero a pesar de la admiración que sentía por la oportunidad que se le brindaba, consiguió retirarse a la zona más oscura de ese sentimiento, como un animal salvaje encerrado en una gran jaula. Lo más extraordinario que ella podía concebir no era precisamente la «espléndida» seguridad que se le ofrecía. Y lo último que se decidió a decir fue algo muy distinto… y que posponía la necesidad de encarar aquella crisis.

- No me considere dura si le ruego que no hable hoy más de este asunto.

Y él exclamó: -¡No faltaba más, desde luego! Por nada del mundo me permitiría yo molestarla.

- Me ha dado usted ya mucho en que pensar, y le juro que lo haré como la cosa se merece.

- Eso es lo único que pido por ahora… y no olvide hasta qué punto tiene mi total felicidad en sus manos.


Isabel prestó la más respetuosa atención a estas palabras de advertencia, pero al cabo de un instante dijo:

- Debo confesarle que en lo que voy a pensar es en la manera de decirle que es imposible lo que pide… haciéndoselo saber sin causarle pena.

- No existe modo alguno de hacerlo, señorita Archer. No diré que con su negativa vaya usted a matarme, seguramente no moriré por ello; pero será algo peor, porque mi vida carecerá de objeto.

- Acabará casándose con una mujer mejor que yo.

- No diga eso, se lo ruego -exclamó seriamente lord Warburton-. No es justo para ninguno de los dos. -¡Diré, entonces, que se casará con una peor!

- Todo lo que puedo decir es que, si hay mujeres mejores que usted, prefiero las malas.

Y prosiguió con gran seriedad-: Es cuanto puedo decir. Sobre gustos no hay discusión posible.

Su seriedad se contagió a la muchacha, que lo demostró al rogarle de nuevo que dejase de hablar de tal asunto por el momento. Y añadió:

- Yo misma le hablaré muy pronto, tal vez le escriba sobre ello.

- Como usted guste -replicó lord Warburton-. Cualquier tiempo que usted se tome habrá de parecerme largo, pero supongo que tendré que resignarme.

- No le mantendré en vilo; pero tengo necesidad de tranquilizar mi espíritu.

Suspiró él tristemente y permaneció mirándola un instante, las manos a la espalda y dándose pequeños y nerviosos golpes con su fusta. -¡Si supiera usted el miedo que tengo… de ese admirable espíritu suyo!

El biógrafo de nuestra heroína ignora por qué, pero esa exclamación conmovió hondamente a la muchacha y cubrió de rubor sus mejillas. Le devolvió la mirada y, con un acento que casi podía haberle movido a compasión, exclamó extrañamente:

- No mayor que el mío, milord.

Pero estas palabras no excitaron la compasión de lord Warburton, que necesitaba para sí mismo toda su facultad de sentir piedad. -¡Ah! Sea misericordiosa, sea benigna-murmuró.

- Será mejor que se vaya -dijo ella-. Yo le escribiré. -Como guste; pero ya sabe que, escriba lo que es criba, volveré para verla. -Y permaneció allí pensativo con los ojos fijos en la cara vigilante de Bunchie, que parecía haber comprendido todo lo que se había dicho y que pretendía ocultar su indiscreción simulando una repentina indiferencia y un súbito interés por las raíces centenarias de un roble próximo. El lord añadió-: Hay algo más. Ya sabe que si no le gusta Lockleigh… si usted cree que es húmedo o algo por el estilo… no tendrá necesidad de acercarse a cincuenta millas a la redonda de allí. No tiene nada de húmedo, desde luego. He hecho revisar la mansión con todo cuidado y está en perfectas condiciones de seguridad y salubridad. Pero, si a: usted no le apetece, no tiene por qué pensar siquiera en vivir en ella.

En eso no habría dificultad de ningún género, pues lo que sobra son casas, como creo haberle dicho. Hay mucha gente a quien no le hacen gracia los fosos. Adiós.

- A mí me encantan los fosos. Adiós -dijo Isabel.

Él le tendió la mano Y ella le entregó la suya un momento muy breve… pero lo suficientemente largo para que él, inclinando su hermosa cabeza descubierta, la besase. Luego, agitando de nuevo la fusta, llevado de su contenida emoción, se marchó a toda prisa.

No había duda de que estaba profundamente conmovido.

Isabel se sentía también conmovida, pero no había quedado tan afectada como ella se habría imaginado. Lo que sentía no era precisamente una enorme responsabilidad, una gran dificultad de elección, pues se le antojaba que en aquel caso no existía posibilidad de elección. No podía casarse con lord Warburton; la idea de esa boda no favorecía la culta ambición de explorar libremente la vi-, da que ella acariciara hasta entonces, o que ahora era capaz de acariciar. Se lo escribiría así a lord Warburton, llegaría a convencerle, lo cual constituía una tarea relativamente sencilla. Pero lo que más la perturbaba, llegando a causarle verdadero asombro, era la facilidad c que había rehusado una oferta tan extraordinaria. Por, encima de todo, era indiscutible que lord Warburton le había ofrecido una gran oportunidad. Aun suponiendo que la futura situación estuviese preñada de posibles in- comodidades, de opresiones, de elementos restrictivos que resultara pesada y anodina, aun suponiéndolo así, no era menoscabar a su sexo el creer que diecinueve de cada veinte mujeres, por lo menos, habrían aceptado muy dichosas situación semejante sin proferir la menor queja. ¿Por qué, pues, a ella no le parecía una propuesta irresistible?. ¿Quién y qué era ella para considerarse tan superior? ¿Qué plan de vida, qué designios superiores al hado, qué conceptos de la dicha tenía ella que fuesen superiores a semejantes oportunidades, tan valiosas e incluso fabulosas?

Si no se prestaba a hacer una cosa como aquélla, entonces tenía el deber de realizar otras más grandes, debía llevar a cabo algo muy superior. La pobre Isabel había tenido razones para acordarse de vez en cuando de que no debía ser demasiado orgullosa y, en realidad, ponía insuperable sinceridad en el fervor con que rogaba se le alejara de tal peligro. El aislamiento y la soledad de la soberbia tenían a su juicio el horror de un paraje desierto. Si era el orgullo lo que le había impedido aceptar la oferta de lord Warburton, nada tan fuera de lugar como semejante necedad; y, por otra parte, estaba tan segura de que él le gustaba que se atrevió a definir ese sentimiento como una dulce y comprensiva simpatía. Lo cierto era que le gustaba demasiado para casarse con él. Algo le susurraba al oído que se escondía una falacia en la brillante lógica de la propuesta -tal como él la veía-, aun cuando ella no atinase a definir nada concreto; y el infligirle pesar a un hombre que tanto ofrecía a una esposa con una propensión irrefrenable a la crítica habría constituido un acto verdaderamente ignominioso. Ella le había prometido que reflexionaría sobre su proposición; y cuando, una vez que él la hubo dejado, Isabel fue a sentarse en el banco donde al principio la halló entregada a su meditación, pareció como si empezase ya a cumplir su promesa. Pero no era tal el caso. Por lo contrario, se preguntaba si no sería ella un ser frío, duro, presuntuoso. De tal suerte, al levantarse y encaminarse presurosamente hacía la casa, sintió, como antes le dijera a su amigo, que, en verdad, tenía miedo de sí misma.

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