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ОглавлениеEra precisamente tal sentimiento y no el deseo de pedir un consejo que no había menester en absoluto, lo que impulsó a Isabel a ir en busca de su tío para referirle cuanto acababa de pasar.
Experimentaba la necesidad de hablar con alguien y, para ello, le pareció que confiarse a su tío era más adecuado que comentarlo con su tía o incluso con su amiga Henrietta. Su primo podía ser también, desde luego, su confidente, pero para comunicarle ese secreto especial a Ralph tendría que violentarse a sí misma. Así, pues, buscó una oportunidad al día siguiente, después del desayuno. Su tío no abandonaba jamás sus habitaciones hasta entrada la tarde, pero recibía a sus compinches, como él acostumbraba a decir, en su vestidor. Isabel había llegado a ser uno de ellos, entre los que, además, figuraban el hijo del anciano, su médico, su ayuda de cámara y hasta la señorita Stackpole. No figuraba la señora Touchett en tal lista, lo que suponía ya un obstáculo de menos para que Isabel encontrase a su tío solo. Estaba él a la sazón sentado en uno de esos sillones adaptables de complicada mecánica, junto al balcón abierto de su cuarto, contemplando tranquilamente el parque y el río, con los periódicos y las cartas amontonados en una mesita adjunta, el rostro fresco y cuidadosamente rasurado y todo él predispuesto a la mayor benevolencia.
No se anduvo Isabel con rodeos y le disparó la siguiente noticia:
- Creo mi deber decirle que lord Warburton me ha pedido que me case con él. Me figuro que debo decírselo a mi tía, pero me pareció mejor decírselo antes a usted.
El anciano no mostró la menor sorpresa y se limitó a agradecer la confianza de que le acababa de dar muestra. Luego preguntó: -¿Deseas que yo te diga si debes aceptarlo?
- No le he contestado todavía definitivamente; he querido tomarme un poco de tiempo para pensarlo porque se trata de un asunto serio. Pero no aceptaré.
El señor Touchett no hizo el menor comentario sobre estas últimas palabras. Parecía estar pensando que, por mucho que pudiera interesarle el caso desde el punto de vista social, no tenía voz ni voto en ello. Y dijo: -¿Lo ves? ¿No te dije que ibas a tener aquí un éxito tremendo? A las americanas se las aprecia aquí enormemente. -¡Sin duda! -replicó Isabel-. Pero, a pesar de que pueda aparecer desagradecida y de mal gusto, no creo poder casarme con lord Warburton.
- Está bien -dijo el tío, y añadió-: Desde luego, un anciano no está en condiciones de ponerse en el lugar de una joven y juzgar. Me alegro de que no me lo hayas preguntado antes de tomar tu decisión. -Hizo una breve pausa y continuó diciendo lentamente, como si fuera cosa sin la menor importancia-: Yo también creo mi deber decirte que desde hace tres días sé todo lo que al asunto se refiere. -¿Sobre el propósito de lord Warburton?
- Sobre sus intenciones, como aquí se dice. El mismo me ha escrito una carta contándome todo lo relativo al caso. -Y el anciano preguntó amablemente-: ¿Deseas ver la carta?
- No, gracias; no creo que me interese. Pero, de todas maneras, me alegro de que le escribiese a usted. Lo correcto era que lo hiciese, y era seguro que él haría lo correcto.
El señor Touchett declaró con suavidad:
- Bien, bien. Tengo una ligera sospecha de que lord Warburton te gusta. No tienes necesidad de negarlo. -No tengo inconveniente en admitirlo; me gusta extraordinariamente. Pero, precisamente ahora no quiero casarme.
- Acaso piensas que pueda llegar de allá alguien que te guste más. Bueno, eso no tendría nada de particular -añadió el señor Touchett, que parecía querer mostrarse amable con la muchacha tratando de facilitarle su decisión y buscando razones alegres para ello.
- No tengo interés en ver a ningún otro. Lord Warburton me gusta y basta. -Con lo que pareció cambiar súbitamente de opinión, actitud que a veces asombraba e incluso desagradaba a sus interlocutores.
No obstante, su tío parecía ser impermeable a tales impresiones. Así, dijo con un tono que se habría podido considerar de aliento:
- Es un hombre verdaderamente admirable. Su carta es una de las más amenas que he recibido desde hace mucho tiempo. Creo que una de las razones por las que me ha gustado tanto es porque está por entero consagrada a ti, excepto, naturalmente, la parte referente a él mismo. Me figuro que te lo habrá contado todo.
- Me lo habría contado, sin duda, si yo hubiese querido preguntárselo -contestó Isabel. -¿No sentiste siquiera curiosidad?
- Mi curiosidad habría sido completamente inútil… toda vez que estaba decidida a no aceptar su proposición.
- ¿Es que no te pareció suficientemente interesante ni atrayente? -preguntó el señor Touchett.
Isabel permaneció callada un momento y luego contestó:
- Creo que fue eso, aunque la razón la ignoro. El tío dijo sonriendo:
- Por fortuna las damas no tienen obligación de dar razones. Sin duda hay algo muy grato acerca de esta idea y no veo por qué han de empeñarse los ingleses en atraernos, sacándonos de nuestro país de origen. Yo me explico perfectamente que procuremos atraerles allá, dada nuestra escasa densidad de población, pero aquí, como todo el mundo sabe, hay un exceso de habitantes. Por lo demás, me imagino que en todas partes ha de haber siempre un huequecito para ciertas jóvenes encantadoras.
- También parece que ha habido aquí un hueco para usted -dijo Isabel cuya mirada había estado vagando por los dilatados espacios de juego y los paseos del parque.
El señor Touchett contestó con sonrisa ladina y consciente:
- En todas partes encontrarás siempre un hueco si estás dispuesta a pagar lo necesario por él. A veces, pienso que hube de pagar demasiado por éste… y acaso tú también tengas que pagar demasiado…
- Tal vez -replicó Isabel pausadamente.
Semejante insinuación le proporcionó fuerza para afianzarse en lo que le habían aconsejado sus propios pensamientos, y el hecho de que la amable intuición de su tío casara tan bien con su dilema parecía probar irrefutablemente que se sentía inspirada únicamente por las emociones razonables y naturales de la vida y que no era una víctima de la vehemencia intelectual y de las vagas ambiciones… ambiciones que iban más allá de la maravillosa propuesta de lord Warburton y que aspiraban a algo indefinido y tal vez no recomendable. En cuanto a la influencia que ese algo indefinido pudiera tener en aquel momento sobre la actitud de Isabel, hay que descartar en absoluto la idea, aún no expresada, de un posible enlace con Caspar Goodwood. Se había resistido a dejarse aprisionar por las anchas manos tranquilas de su pretendiente inglés, y estaba muy lejos de sentirse dispuesta a permitir que el joven de Boston se apoderase de ella. El único sentimiento que la lectura de su carta le había inspirado fue el de censura por haber hecho el viaje, pues parte de la influencia que él ejercía sobre ella se debía a que parecía privarla en aquel momento de su propia libertad. Reconocía un impulso desagradablemente fuerte, una especie de presencia violenta, en la manera en que él había aparecido ante ella. En más de una ocasión la había atormentado la imagen, el peligro de que él la desaprobase en algo, y se había preguntado… consideración que jamás tributara en grado semejante a ninguna otra persona… si le agradaba lo que ella hacía. Estribaba la dificultad en que más que ningún otro hombre, mucho más que el pobre lord Warburton (pues había empezado ya a dignarse a dar tal epíteto al distinguido aristócrata), Caspar Goodwood mostraba hacia ella una energía -que Isabel sentía como un poder- que emergía del fondo de su ser. No era en absoluto cuestión de sus «prerrogativas», sino del espíritu que brillaba en aquellos ardientes y claros ojos como un infatigable vigía en la cofa del mástil de un barco. Le gustara ella o no, el hecho es que el insistía siempre con todo su peso y su fuerza, con los que había uno de contar siempre, aun en el trato usual con él. Y semejante idea de cercenamiento de su libertad le resultaba profundamente desagradable a Isabel, sobre todo en un momento como aquél, cuando acababa de afirmar su independencia con un acento tan personal como el de haber mirado frente a frente aquel formidable intento de soborno que suponía la propuesta de lord Warburton, y no haberse dejado sobornar. A veces le parecía que Caspar Goodwood se cruzaba con el destino de ella encarnando el más tozudo de los factores; y en tales momentos llegó Isabel a pensar que podía zafarse de él du- rante algún tiempo, pero que, al final, no quedaría otro remedio que fijar determinadas condiciones entre los dos… las cuales no podrían por menos de favorecerle a él. Su empeño había, pues, consistido en hacerse con cuantos medios estuvieran a su alcance para poder ofrecer resistencia a semejante obligación; y tal empeño había influido no poco en la vehemente prontitud con que había aceptado la invitación de su tía, pues le llegó cuando esperaba que el señor Goodwood se presentase el día menos pensado y en el momento en que se habría alegrado de tener a flor de labio una respuesta para lo que él iba sin duda a decirle. Cuando ella le dijo en Albany, la noche de la visita de la señora Touchett, que no podía entonces discutir cuestiones difíciles, deslumbrada todavía por el ofrecimiento que su tía acababa de hacerle de un viaje a Europa, él había declarado que aquello no era una respuesta, y con el fin de obtener una mejor se había hecho a la mar en pos de ella. Que Isabel se dijese a sí misma que él era una especie de hado torvo era algo que estaba bien en una joven imaginativa dispuesta a atribuirle grandes cosas, pero el lector tiene derecho a poseer una visión más exacta y clara del asunto.
Era Caspar Goodwood hijo del propietario de una conocida fábrica de hilados de algodón en el estado de Massachusetts, el cual había logrado amasar con su industria una gran fortuna.
En aquel entonces Caspar era el gerente de la fábrica y, gracias a su buen juicio y a su temperamento, había logrado, pese a toda la competencia y a los malos años, preservar la prosperidad de la empresa. Recibió parte de su educación en la Universidad de Harvard, donde se hizo famoso más bien por sus condiciones de gimnasta y remero que por acaparador de otros y más diversos conocimientos. Luego había aprendido que las inteligencias más cultivadas podían también saltar, arrastrarse y esforzarse… incluso batir marcas anteriores y lanzarse a grandes hazañas. De tal suerte, descubrió que gozaba de una visión penetrante para los misterios de la mecánica y llegó a inventar una mejora en el procedimiento del hilado del algodón, que llevaba su nombre y se utilizaba en todas las grandes fábricas. De ello habían hablado todos los periódicos y revistas especializados en tan fructífera industria; y él había dado la prueba irrefutable a Isabel mostrándole en el Interviewer de Nueva York un elogioso artículo relativo a la patente Goodwood… artículo no debido a la señorita Stackpole, por más que ella, como se ha visto, se había mostrado dispuesta a intervenir amistosamente en los intereses sentimentales del joven. A éste le atraían las cosas complicadas y difíciles, le gustaba organizar, discutir, administrar, podía hacer trabajar a la gente con arreglo a su voluntad, hacerla creer en él, marchar delante de él y justificar todo lo que él hacía. Como suele decirse, en eso consiste el arte de manejar a los hombres… y que en él se basaba en una ambición osada aunque reflexiva. Quienes le conocían abrigaban el convencimiento de que podía realizar cosas mucho más importantes que dirigir una fábrica de hilados de algodón, pues él no tenía nada de algodonoso, y sus amigos aseguraban que llegaría un día en que su nombre figuraría en algún sitio con letras grandes. Pero parecía como si algo enorme y confuso, feo y tenebroso le retuviera. En último término, no se avenía a vivir en una paz relamida, dedicado tan sólo a la voracidad y la ganancia, sentimiento cuyo aliento vital era una desenfrenada y ubicua publicidad. A Isabel le agradaba creer que podría haber galopado en otros tiempos en un brioso corcel en medio del torbellino de una gran guerra… parecida a aquella guerra civil que ensombreciera los días de su consciente niñez y de la florida ado- lescencia de Caspar.
Le gustaba sobre todo la idea de Caspar de que él llegaría a ser, por su carácter y sus hechos, una especie de conductor de hombres… idea que le agradaba infinitamente más que otros aspectos de su manera de ser. A Isabel le tenía completamente sin cuidado la fábrica de tejidos, y la patente Goodwood la dejaba más fría que el hielo. Físicamente, no habría querido que Caspar tuviera una onza de menos, pero a veces se le ocurría pensar que habría sido más apuesto si tuviera un aspecto un poco distinto. Su mandíbula era demasiado cuadrada y pro- minente y su figura demasiado rígida y estirada, cualidades que suponen una falta de consonancia con los ritmos más armoniosos y profundos de la vida. Además, ella consideraba con cierto recelo su modo de vestir tan uniforme; no es que pareciese llevar siempre la misma ropa, ya que, por lo contrario, sus trajes daban la impresión de ser demasiado nuevos, sino que se diría que eran todos de la misma pieza, y, por desgracia, de una hechura y tela de lo más corriente. Más de una vez se dijo a sí misma que aquello no pasaba de ser un reproche insustancial a un hombre de su importancia, diciéndose a renglón seguido, y como para enmendar su repulsa, que habría sido un reproche frívolo únicamente en el caso de que ella le quisiera. Y, como no le amaba, podía criticar sus pequeños y grandes defectos… consistiendo los últimos principalmente en el que todos le achacaban, el de ser excesivamente serio, o más bien, no tanto de serio, puesto que nadie puede serlo demasiado, sino de aparentar indudablemente serlo. Mostraba sus designios y apetitos con una sencillez y un candor excesivos. Cuando estaba solo con ella hablaba demasiado del mismo asunto y, cuando había otras personas, no hablaba apenas de nada. No obstante, era de constitución extraordi- nariamente fuerte y bien definida, es decir, que Isabel veía sus distintos y bien formados miembros como había visto en los museos y en los cuadros los distintos miembros de guerreros de armadura… con coraza de acero incrustada de oro. Era una cosa verdaderamente extraña: ¿existía alguna relación entre sus impresiones y sus actos? Caspar Goodwood no respondió jamás a su idea de una persona agradable, y ella creía que era eso lo que la había tornado tan duramente crítica. Y, sin embargo, cuando lord Warburton, que no sólo respondía a su idea sino que incluso la sobrepasaba, requirió su aprobación, se encontró con que tampoco estaba satisfecha. Era una cosa verdaderamente extraña.
Aquella certeza de su propia incoherencia no la ayudaba a contestar la carta de Caspar Goodwood, por lo cual decidió dejarla entonces sin respuesta. Si él había decidido hostigarla, tendría que atenerse a las consecuencias, entre las más notables de las cuales estaba la de hacerle comprender cuán poco le agradaría a ella verle volver por Gardencourt. Ella se había expuesto ya allí a las visitas de uno de los pretendientes y, aunque era cosa grata sentirse igualmente apreciada en campos opuestos, mostraría una especie de desvergüenza el entretener simultáneamente a dos pretendientes tan enamorados, aun en el caso en que el entretenimiento pudiera consistir en rechazarlos. Así, no contestó a la carta del señor Goodwood, pero, al cabo de tres días, se decidió a escribir a lord Warburton; y la misiva que le mandó forma parte de nuestra historia. Decía así:
Querido lord Warburton:
El haber pensado mucho y seriamente en ello no ha logrado alterar mi opinión acerca de la propuesta que usted se dignó hacerme el otro día. No me es posible, verdadera y realmente no me es posible, considerarle a usted bajo el aspecto de un compañero para toda la vida, o considerar su hogar… sus varios hogares… como el asiento fijo de mi existencia. Éstas son cosas que no se pueden razonar, y le ruego encarecidamente que no insista sobre un asunto que ya tuvimos que discutir tan minuciosamente. Cada uno ve su vida desde su propio punto de vista, privilegio de que gozamos hasta los más débiles y los más humildes; y a mí no me sería jamás posible contemplar la mía de la manera como usted propuso.
Que esto sea suficiente, por favor; y le ruego que crea que he meditado en su propuesta con la más profunda consideración y el respeto que se merece. Con mi mayor estimación, sinceramente suya,
ISABEL ARCHER
Mientras la autora de esta misiva estaba pensando en enviarla, Henrietta Stackpole tomó una determinación a la que no se opuso objeción alguna. Invitó a Ralph Touchett a dar un paseo por el jardín, y cuando él aceptó con la presteza que parecía atestiguar su disposición a hacer siempre lo que de él se esperaba, ella le dijo que debía pedirle un gran favor. Bueno será admitir que, al oír tal cosa, el joven vaciló, pues ya sabemos que la señorita Stackpole le había impresionado como mujer capaz de aprovechar cualquier ventaja. Sin embargo, su alarma de entonces no estaba muy meditada, pues aunque él conocía bien el alcance de la indiscreción de su amiga, no tenía idea de su profundidad, y había formado ya el propósito cortés de querer servirla en todo. Pero tenía miedo de ella, y así se lo manifestó, diciéndole:
- Cuando me mira usted de cierta manera, mis rodillas comienzan a temblar, a chocar la una con la otra, y pierdo la cabeza. Me siento trastornado y lo único que deseo es tener fuerza bastante para poder cumplir sus órdenes. Tiene usted una autoridad que no había visto hasta ahora en ninguna otra mujer.
- Está bien -replicó Henrietta-. Si yo no hubiese sabido de antemano que usted pretendía de alguna manera avergonzarme, me convencería de ello ahora. Conmigo es fácil lograrlo, porque me crié con ideas y costumbres completamente distintas; no me he habituado todavía a sus normas arbitrarias y nunca me han hablado en América como usted me habla. Si allí un caballero me dijera las cosas que usted me dice, yo no entendería nada. Nosotros tomamos allí las cosas con mucha mayor naturalidad y, desde luego, somos infinitamente más sencillos. Confieso que yo soy de lo más sencilla que puede imaginarse. De manera que si por eso se le ocurre a usted burlarse de mí, haga lo que quiera, pero creo que más me gusta ser como soy que como usted, y no tengo el menor deseo de cambiar. Hay muchísimas personas que me aprecian. por mí misma, tal como soy y por lo que soy! Naturalmente, se trata de americanos buenos y puros, nacidos en la libertad… -Henrietta había adoptado un tono de indefenso candor y gran condescendencia. Añadió-: Necesito que me ayude usted un poco. Me tiene sin cuidado que se divierta mientras lo hace; o mejor dicho, estoy dispuesta a que su diversión sea su recompensa. Necesito su ayuda con respecto a Isabel. -¿Es que ella la ha ofendido? -preguntó él.
- Si lo hubiera hecho, yo no lo habría tomado en cuenta y no se lo habría dicho a usted nunca. De lo que tengo miedo es de que se perjudique a sí misma.
- Me parece que eso, sin duda, cabe dentro de lo posible.
Su compañera detuvo sus pasos y le clavó aquella mirada que tanto le enervaba, diciendo:
- Puede que también eso le divierta a usted. La verdad, ¡tiene usted una manera de decir las cosas! En mi vida he oído a nadie tan indiferente. -¿Con respecto a Isabel? ¡Ah! ¡Eso sí que no!
- Bueno, supongo que no estará usted enamorado de ella. -¿Cómo podría estarlo si estoy enamorado de otra? -De quien está enamorado es de usted mismo, no hay más otra que ésta -declaró la señorita Stackpole-. ¡Con su pan se lo coma, buen provecho le haga! Pero si por una sola vez en su vida, quiere ser serio, éste es el momento de intentarlo; y si verdaderamente tiene algún interés por su prima, ahora tendrá la oportunidad de probarlo. No voy a pretender que usted la comprenda, sería pedir demasiado. Tampoco necesita hacerlo para congraciarse conmigo. Yo proporcionaré la inteligencia necesaria.
Ralph exclamó: -¡Espléndido! Me encantará enormemente hacerlo. Yo seré el Calibán y usted el Ariel del asunto.
- Usted no tiene absolutamente nada de Calibán porque es demasiado sofisticado, cosa que Calibán no era. Pero yo no me refiero a personajes imaginarios, sino que estoy hablando de Isabel, que es un ser verdadero e intensamente real. Lo que tenía que decirle a usted es que la encuentro terriblemente cambiada. -¿Quiere decir desde que usted llegó?
- Desde que llegué y antes de llegar. No es la misma que era antes.
- ¿En América?
- Sí, señor, en América. Me imagino que ya sabe usted que proviene de allí. Es así y ella no lo puede remediar. -¿Y usted quiere que sea de nuevo como era antes?
- Ni más ni menos; y además quiero que usted me ayude a ello.
- Ah, vamos. Entonces soy Calibán solamente, no Próspero -dijo Ralph.
- Ya ha sido lo bastante Próspero para convertirla en una persona diferente. Señor Touchett, desde que Isabel Archer llegó aquí, ha estado usted ejerciendo su influencia en ella. -¿Yo, querida señorita Stackpole? Nada de eso, en absoluto. Ella es precisamente quien ha estado influyendo en mí, como influye en todos. Pero yo me he mantenido pasivo por completo.
- Pues, entonces, es usted demasiado pasivo. Más le valdría sacudirse un poco y tener cuidado. Isabel cambia cada día, va como arrastrada por la corriente hacia el mar. La he estado observando con cuidado y he podido verlo. Ya no es la brillante muchacha americana que era antes. Adopta puntos de vista diferentes, un matiz distinto, olvida sus antiguos ideales. Yo quiero salvar esos ideales, señor Touchett, y para eso es para lo que usted ha de actuar.
- No como un ideal, por supuesto. Henrietta replicó con vivacidad:
- Desde luego que no. No sé por qué me da el corazón que quiere casarse con uno de esos decadentes europeos, y quiero a toda costa evitar semejante desgracia. -¡Ah, vamos, ya caigo! -exclamó Ralph-. Usted quiere evitarlo, y para evitarlo quiere que yo me case con ella.
- Nada de eso. El remedio sería peor que la enfermedad, puesto que usted es uno de esos europeos típicamente débiles de quienes quiero rescatarla. No. Lo que yo quiero es que usted se interese por otra persona, por un joven al que antes ella dio grandes esperanzas y que ahora, por lo visto, no le parece bastante. Es, en verdad, gran hombre y un buen amigo mío, y yo quisiera que usted le invitase a venir aquí.
Ralph se quedó sumamente perplejo ame tal petición y tal vez no diga mucho en favor de su pureza de espíritu el hecho de que en el primer momento no la vio en toda su sencillez.
Le pareció que presentaba un aspecto algo tortuoso, y el fallo de Ralph consistía en que no tenía la seguridad de que nada en el mundo pudiera ser tan inocente como la petición de la señorita Stackpole. Eso de que una muchacha exija que a un joven, al que califica de querido amigo, se le proporcione la oportunidad de hacerse grato a otra muchacha, cuya atención se ha desplazado y que posee mayores encantos… eso era una anomalía que ponía en cuestión toda su capacidad de interpretación. Más fácil resultaba leer entre líneas que atenerse al texto y, por otra parte, el suponer que la señorita Stackpole deseaba que se invitara por iniciativa suya al desconocido señor a Gardencourt era indicio de un espíritu mucho más perturbado que vulgar. Sin embargo, Ralph logró salvarse de tal pecado venial de vulgaridad gracias a una fuerza que merece se la califique de inspiración. Sin más luz sobre el asunto que la acabada de adquirir, Ralph se convenció en el acto de que sería hacerle una soberana injus- ticia a la corresponsal del Inteiviewer atribuir a cualquiera de sus actos un motivo deshonroso. Semejante convencimiento invadió su mente con extrema rapidez, lo que tal vez se debió al puro brillo de la imperturbable mirada de la muchacha allí presente. La resistió él durante un momento sin pestañear, como aceptando el desafío y resistiéndose con todas sus fuerzas al deseo de fruncir el entrecejo, como se ve obligado a hacer quien no puede soportar la presencia de una luz más fuerte. Luego, preguntó: -¿Quién es ese caballero de quien habla?
- El señor Caspar Goodwood, de Boston. El se ha mostrado muy atento con Isabel… está entregado a ella en cuerpo y alma. Ha venido en pos de ella a Europa y actualmente está en Londres, ignoro su dirección pero sospecho que podré procurármela.
- No lo he oído nombrar en mi vida -replicó Ralph.
- Supongo que no habrá usted oído hablar de todo el mundo. No creo tampoco que él haya oído hablar de usted, pero eso no es una razón para que Isabel no haya de casarse con él.
Ralph soltó una carcajada y dijo:
- Hay que ver qué furia emplea usted en querer casar a la gente. ¿No se acuerda del empeño que puso el otro día en querer casarme también a mí?
- Ya se me pasó. Usted no sabe cómo hacerse a esas ideas, pero el señor Goodwood sí sabe, y eso es lo que me gusta tanto de él. Es un hombre espléndido, un perfecto caballero y eso lo sabe Isabel perfectamente. -¿Está enamorada de él?
- Si no lo está, debería estarlo. Él está sencillamente hechizado por ella. -¿Y quiere usted que yo le invite a venir? -preguntó Ralph después de una breve reflexión.
- Sería un acto de verdadera hospitalidad.
- Caspar Goodwood. Es un nombre verdaderamente raro.
- Eso me tiene sin cuidado. Lo mismo podría llamarse Ezekiel Jenkins, que me daría igual. Es el único hombre que conozco que sea digno de Isabel.
- No hay duda de que es usted buena amiga suya -dijo Ralph.
- A mucha honra. Si lo dice usted por burlarse de mí, me tiene sin cuidado.
- No lo digo por burlarme de usted, sino porque me llama mucho la atención.
- Se pone usted todavía más satírico; pero le aconsejo que no pretenda reírse del señor Goodwood.
Ralph contestó:
- Le aseguro que soy muy serio. Usted debería comprenderlo. Ella lo comprendió, en efecto, en un segundo, y dijo:
- Creo que sí lo es usted, incluso creo que ahora es demasiado serio.
- Verdaderamente es difícil complacerla.
- Oh, se ha puesto usted muy serio. No quiere invitar al señor Goodwood.
- No lo sé todavía -dijo Ralph-. Soy capaz de las cosas más raras. Dígame algo del señor Goodwood. ¿Cómo es?
- Todo lo contrario de usted. Está al frente de una fábrica de hilados, una gran fábrica. -¿Tiene buenos modales? -preguntó Ralph.
- Espléndidos… al estilo americano. -¿Resultaría un miembro agradable de nuestro pequeño círculo?
- No creo que le interesase gran cosa nuestro pequeño círculo. Se concentraría por completo en Isabel. -¿Le gustaría tal cosa a mi prima?
- Es muy posible que no le gustase en absoluto, pero sería una buena cosa para ella. Haría que sus antiguas ideas regresaran. -¿De dónde?
- De sitios foráneos y otros lugares extraños. Hace tres meses le dejó suponer al señor Goodwood que le parecía aceptable, y no es digno de Isabel volverse atrás de lo dicho a un verdadero amigo por la sencilla razón de haber cambiado de ambiente. También yo he cambiado de ambiente y el efecto que ello me ha producido ha sido hacerme pensar en mis antiguas amistades más que nunca. Yo creo que cuanto antes vuelva Isabel a su antiguo lugar, mejor para ella. La conozco de sobra para saber que no sería nunca completamente feliz aquí, y yo quisiera que contrajese algún fuerte vínculo americano que la defendiese como una coraza.
Ralph preguntó: -¿No le parece a usted que tal vez tiene demasiada prisa? ¿No cree que debía dejarle más ocasiones de probar suerte en esta desgraciada Inglaterra? -¿La ocasión de echar a perder su brillante juventud? Nunca es demasiado pronto para evitar que se ahogue una criatura humana de valía.
- Por lo que veo -replicó Ralph-, usted pretende que yo ice al señor Goodwood por encima de la borda del barco para que la salve. -Y añadió-: Por si usted lo ignora, debo decirle que jamás he oído a mi prima mencionar el nombre de esa persona.
Henrietta sonrió triunfalmente y exclamó:
- Estoy encantada de oírle decir eso, porque prueba lo mucho que ella piensa en él.
Ralph aparentó admitir que había mucho de verdad en ello e hizo como que sopesaba tal idea mientras su compañera le observaba con gran atención.
- Si yo le invitase -dijo por fin-, sería para disputar con él.
- No se le ocurra hacerlo. Le demostraría su superioridad.
- Está usted haciendo lo posible para lograr que lo deteste. Verdaderamente no creo que pueda invitarle. Tengo miedo de ser descortés con él.
- Haga lo que le parezca. No tenía la menor idea de que usted estuviese enamorado de Isabel. lo creo. -¿Lo cree usted de veras? -preguntó Ralph enarcando las cejas. La señorita Stackpole contestó ingeniosamente:
- Éstas son las palabras más naturales que he oído de sus labios hasta ahora. Claro que -Entonces -concluyó él-, para demostrarle que está completamente equivocada, le invitaré… Pero como amigo de usted, por supuesto.
- Pero él no vendrá como amigo mío, y usted no le invitará para probarme que yo estaba en un error, sino para probárselo a sí mismo.
Dicho esto, se separaron. Las últimas palabras de la señorita Stackpole contenían una gran parte de verdad, cosa que Ralph no tuvo más remedio que reconocer; pero tan ligeramente rozó semejante reconocimiento que, aun sospechando que sería más imprudente mantener la promesa que retraerse de ella, se decidió a escribir al señor Goodwood una breve esquela de seis líneas manifestándole el placer que le causaría al anciano señor Touchett recibirle en Gardencourt junto con un grupo de personas en el que figuraba la señorita Stackpole como uno de sus miembros más distinguidos. Después de enviar tal carta por intermedio del banco que Henrietta le había indicado, permaneció a la expectativa. Por primera vez había oído nombrar a aquella nueva y formidable figura, ya que, cuando el día de su llegada su madre hizo referencia al hecho de que la muchacha tenía un «admirador» en su país, tal idea no había llegado a adquirir la suficiente presencia y él no se tomó la molestia de hacer unas preguntas cuyas respuestas sólo podían contener vaguedades y provocarle desagrado. Ahora, en cambio, esa admiración tributada a su prima por alguien de allende los mares, parecía haberse concretado cada vez más hasta adquirir la forma corpórea de un joven que había cruzado el mar en pos de ella, siguiéndola hasta Londres, que estaba al frente de una industria algodonera y que tenía una espléndida educación al estilo americano. Ralph se había forjado dos teorías distintas acerca del sujeto en cuestión: o bien tal amor no era más que una pura ficción sentimental de la señorita Stackpole (sabido es que existe siempre una especie de tácita confabulación entre las mujeres, nacida de la solidaridad del sexo, y en cuya virtud se encuentran o descubren en todo momento recíprocamente enamorados las unas a las otras) y, en tal caso, no era de temer y era muy posible que no aceptase la invitación; o bien la aceptaría, en cuyo caso demostraría ser lo suficientemente insensato como para que no se le guardase consideración alguna. La segunda parte del argumento de Ralph parecía a todas luces incoherente, pero contenía la convicción de que, si el señor Goodwood estaba realmente interesado por Isabel de aquella manera descrita por Henrietta, no habría esperado para presentarse en Gardencourt a recibir la carta inspirada por la joven periodista. «Y suponiendo que así fuese -se dijo Ralph-, tendrá por fuerza que considerarla como una espina en el tallo de la rosa, como un intermediario falto por completo de tacto.»
Dos días después de haber enviado su invitación, Ralph recibió una nota de Caspar Goodwood dándole las gracias y deplorando que compromisos anteriores le impidiesen hacer una visita a Gardencourt, rogándole al mismo tiempo que tuviese la bondad de ofrecer sus respetos a la señorita Stackpole. Ralph se limitó a mostrarle la nota a Henrietta, que, al leerla, no pudo por menos de exclamar: -¡Hay qué ver! En mí vida he oído nada más seco. Ralph, por su parte, hizo la observación siguiente:
- No sé por qué me da la impresión de que no le interesa mi prima tanto como usted suponía.
- No es eso; debe de haber algún motivo más recóndito. Es un hombre de una naturaleza muy profunda, pero yo estoy dispuesta a rastrear en el fondo de ella, y le escribiré para averiguar qué piensa.
Su negativa a la invitación de Ralph no dejaba de resultarle a éste asaz desconcertante. El mero hecho de que no se dignase ir a Gardencourt hizo que nuestro amigo empezase a considerarlo un personaje importante. Se preguntaba qué le importaba a él que los admiradores de Isabel fuesen unos bribones o unos perezosos, dado que no eran rivales suyos y, por lo tanto, podían hacer de su capa un sayo y obrar como su humor les aconsejara.
No obstante, sintió una gran curiosidad por saber el resultado de la prometida investigación de las causas de la sequedad del señor Goodwood, que la señorita Stackpole debía llevar a cabo…, curiosidad por el momento insatisfecha, pues, cuando tres días después le preguntó si había escrito ya a Londres, ella no tuvo más remedio que confesar que lo había hecho en vano, pues el señor Goodwood había dado la callada por respuesta.
La señorita Stackpole supo hallar el medio de decir:
- Me figuro que lo estará pensando, porque no es «realmente» lo que se dice un impetuoso. Sin embargo, yo estoy acostumbrada a que se conteste a mis cartas el mismo día.
Y se le ocurrió proponerle a Isabel hacer las dos una excursión a Londres, observando para justificarse:
- Si he de decir la verdad, hasta ahora no he visto gran cosa en este sitio, y creo que tú tampoco. Ni siquiera he visto a ese aristócrata…, ¿cómo se llama?…, ah, sí, lord Warburton.
- Acabo de enterarme de que lord Warburton llega mañana -repuso Isabel, pues había recibido una carta del señor de Lockleigh en respuesta a la que ella le enviara-. Ahora tendrás una buena ocasión de devolverle del revés y ver todo lo que tiene dentro. -¡Bah! Acaso proporcione material para una crónica, pero ¿qué importa una cuando se han de escribir cincuenta? Ya he descrito todo el escenario de estos alrededores y he disparatado lo habido y por haber a propósito de las viejas de por aquí y hasta de los pollinos, y, dígase lo que se quiera, la simple descripción del ambiente no da verdadera vida a una crónica. Tengo que volver a Londres para recibir allí verdaderas impresiones de la vida. En los tres días que estuve antes de venir a este sitio no tuve tiempo siquiera de entrar en contacto con ella.
Y, como Isabel, durante su viaje de Nueva York a Gardencourt había visto aún menos que la otra de la capital inglesa, le pareció una magnífica ocurrencia que las dos hicieran una excursión de placer a la gran ciudad. Le pareció una idea soberbia, pues tenía gran curiosidad por conocer en todos sus pormenores esa ciudad de Londres que siempre había resplandecido ante su ardiente imaginación como fabulosamente grande y próspera. Se pusieron, pues, a trazar planes juntas y se complacieron en la esperanza de las románticas horas que vivirían.
Buscarían alojamiento en cualquiera de aquellos pequeños y pintorescos hostales descritos por Dickens, y pasearían por la ciudad en uno de aquellos lindos carruajes de pescante trasero. Henrietta era escritora, y su profesión le proporcionaba la gran ventaja de poder meterse por todas partes y hacer lo que quisiera. Cenarían en los cafés y luego irían a los teatros, visitarían la Abadía de Westminster y el Museo Británico y verían los lugares donde vivieron el doctor Johnson, Goldsmith y Addison. Isabel se entusiasmó muchísimo con la idea y reveló aquella su brillante visión a su primo Ralph, quien, al oírla, soltó una jocunda carcajada que distaba mucho de destilar la simpatía que ella esperaba.
- Me parece un plan admirable -dijo Ralph-. Os aconsejo que vayáis al Duke's Flead de Covent Garden, que es un sitio alegre, sin etiqueta y de los más antiguos, y yo os inscribiré en mi club. -¿Es que ese sitio es… indecente? Pero ¡infeliz de mí!, ¿acaso hay aquí nada decente?
De todas formas, con Henrietta tengo la seguridad de poder ir a todas partes; ella no se arredra ante nada. Después de haber viajado por todo el continente americano, no hay duda de que sabrá desenvolverse de maravilla por estas islitas de nada.
- Además, mira -dijo Ralph-, también yo quiero disfrutar de la ventaja de su protección e ir allá al mismo tiempo. Tal vez no vuelva a tener nunca la suerte de viajar con tanta seguridad.