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ОглавлениеAl día siguiente lord Warburton se presentó en el hotel de sus amigos para verles, pero le dijeron que habían ido a la función de la ópera. Fue, pues, allí con el propósito de visitarles en su palco, como era en aquel entonces la moda en la sociedad italiana; y, una vez en el teatro -que era uno de los de segunda categoría- paseó la vista en torno suyo por aquella sala mal iluminada y tan vasta como desnuda de adornos. Acabado el acto, podía buscar a sus anchas y tratar de localizar a sus amigos. Después de mirar atentamente dos o tres pisos donde había tales receptáculos, divisó en uno de ellos a una dama a quien al punto reconoció.
La joven estaba sentada de frente al escenario y casi oculta por la cortina del palco. A su lado, y recostado en el respaldo del sillón, estaba Gilbert Osmond. Parecía como si el palco fuera sólo de ellos, y lord Warburton supuso que sus compañeros estarían fuera tomando el relativo fresco de que en el vestíbulo se disfrutaba. Permaneció un momento con los ojos clavados en aquella interesante pareja, preguntándose si debía entrar e interrumpirles o abstenerse de hacerlo. Por último se le antojó que Isabel le había visto y semejante accidente le decidió. No existía indicación alguna de que se prohibiera el acceso, de suerte que se encaminó a los pisos superiores y en la escalera casi se dio de bruces con su amigo Ralph Touchett, que bajaba con el sombrero ladeado, como aburrido, y las manos donde era su costumbre llevarlas.
A guisa de saludo, Ralph le dijo:
- Hace un instante te vi desde arriba y bajaba en tu busca. Me siento solo y necesito compañía.
- Pues tenías una incomparable y acabas de abandonarla.
- Si te refieres a mi prima, tiene ya compañero y no me precisa para nada. Y la señorita Stackpole y el señor Bantling han ido al café a tomar un helado…, porque a ella le encantan los helados. Pensé que tampoco ellos me precisaban para nada. La ópera que están dando es muy mala; las mujeres parecen lavanderas y cantan como loros. Me siento muy deprimido.
- Entonces, más te valdría irte a casa -repuso lord Warburton con afabilidad. -¿Y dejar a mi damita en este sitio tan desolado? Eso, de ningún modo. Tengo que velar por ella. -¿Por qué? Parece que tiene amigos en abundancia.
- Precisamente por eso debo velar -contestó Ralph con melancolía un tanto socarrona.
- Pues, si no te precisa a ti, es muy probable que tampoco me precise a mí.
- No. Tú eres distinto. Ve al palco y quédate allí mientras yo estiro un poco las piernas. Lord Warburton se dirigió pues al palco, donde Isabel le recibió como a un amigo tan honorablemente antiguo que él se preguntaba atónito qué estrambótica provincia de dominio temporal creía ella haberse anexionado. Cambió un cortés saludo con el señor Osmond, al que había conocido el día antes y que, desde el momento en que él entrara, permaneció en silencio y un poco aparte, como quien no acepta la competencia en la probable dilucidación de asuntos extraños. Al segundo visitante le llamó poderosamente la atención ver que en aquella oportunidad la señorita Archer parecía como rodeada de una aureola, transfigurada por inefable exaltación. Sin embargo, siendo como era una joven de mirada vivaz, de actitudes rápidamente cambiantes, de muy animada conversación, nada de extraño tendría que se hubiera equivocado al imaginársela de la anterior suerte. En su conversación con él se complació ella en mostrarse perfectamente dueña de su espíritu, patentizando una afabilidad tan deliberada e ingeniosa que no dejaba lugar a dudas acerca del completo dominio que ejercía sobre sus propias facultades. El pobre lord Warburton tuvo momentos de verdadero azoramiento. Ella le había hecho perder la esperanza hasta el punto de ser casi cruel. ¿Qué se proponía, pues, con aquellas artes y amabilidades, sobre todo con semejante tono de reparación…, de preparación acaso? Su voz tenía matices de gran dulzura que le alteraban profundamente. Regresaron los demás compañeros de palco, y dio comienzo otro acto de la ópera trivial, triste y familiar. Como el palco era espacioso, quedaba sitio para que lord Warburton pudiese permanecer allí si se sentaba atrás y un poco en la sombra. Y así lo hizo él durante una media hora, mientras el señor Osmond se quedó delante, los codos apoyados en las rodillas. Detrás del asiento de Isabel, lord Warburton no oía absolutamente nada y, desde su oscuro rincón, se dedicó a contemplar el nítido perfil de aquella exquisita joven destacando sobre la parca iluminación de la sala. Al llegar el otro entreacto nadie salió del palco. El señor Osmond se puso a hablar con Isabel y lord Warburton se quedó en su rincón, si bien no mucho tiempo. Se levantó, se despidió y dio las buenas noches a las damas. Isabel no dijo nada susceptible de hacerle quedar, pero ello no impidió que de nuevo le intrigara hondamente. ¿Por qué se empeñaba en destacar uno de sus valores -precisamente el menos oportuno-, toda vez que se desentendía de otros más estimables? Estaba furioso consigo mismo por sentirse de tal modo perplejo, y enojado por estar furioso. De poco consuelo había de servirle en tal estado de ánimo la música de Verdi. Abandonó, pues, el teatro y se fue caminando hacia su hotel, sin saber qué camino seguir por aquellas tortuosas y trágicas callejuelas de Roma, donde desde hacía tantos siglos tenían lugar a la luz de las estrellas situaciones bastante más tristes y desoladoras que la suya.
Después que se hubo marchado, Osmond preguntó a Isabel: -¿Qué carácter tiene ese caballero?
- Irreprochable…, ¿no acaba usted de verlo?
- Es dueño de casi media Inglaterra; ése es su carácter -intervino Henrietta Stackpole, como molesta-. Eso es lo que llaman un país libre. -¡Ah! ¿Es un gran propietario? ¡Dichoso él! -exclamó Gilbert Osmond. -¿Llama usted dicha… a ser propietario de infelices criaturas humanas? Él es amo de sus colonos y los cuenta por miles. Es, sin duda, agradable tener propiedades, pero yo me conformo con poseer objetos inanimados. Yo no actúo sobre la carne y la sangre, el pensa- miento y la conciencia..
- Tengo para mí que usted posee, por lo menos, la propiedad de uno o dos seres humanos -repuso en tono de broma el señor Osmond-. Dudo mucho de que Warburton maneje a sus súbditos como usted me maneja a mí.
- Lord Warburton es un gran radical -creyó oportuno decir Isabel-. Tiene opiniones muy avanzadas.
- Lo que son muy avanzados son sus muros de piedra. Su parque está rodeado treinta millas en derredor por una gigantesca verja de hierro. -Y como para informar al señor Osmond, Henrietta añadió-: Ya quisiera yo verle discutiendo con algunos de nuestros radi- cales de Boston.
- Que no aprobarían nuestras verjas de hierro, me figuro -dijo el señor Bantling.
- Sí. Para encerrar dentro de ellas a los malvados conservadores. Cada vez que hablo con usted, me parece estar hablando de algo que tuviera el filo cortante de un vidrio roto. -¿Conoce usted bien a ese reformador no reformado? -siguió preguntando Osmond a Isabel.
- Lo bastante para el uso que de él hago.
- ¿Y en qué consiste tal uso?
- Pues, en que me agrada que me guste.
- Gustarle a uno que otro le guste… es casi tanto como una pasión.
- No -arguyó Isabel-, entienda usted por gustarle a uno no tenerle aversión. Osmond se echó a reír. -¿Se propone usted hacerme concebir un gran afecto por él? No contestó ella nada en aquel instante, pero un poco después respondió a tal pregunta con excesiva gravedad.
- No, señor Osmond -dijo-. Creo que no me atrevería nuca a provocarle a usted. - Luego, un poco-más tranquila, añadió-: De todos modos, lord Warburton es un hombre muy gentil. -¿De gran capacidad? -preguntó su amigo.
- De excelente capacidad, y tan bueno como parece.
- Como bien parecido, querrá usted decir. Sin duda es muy bien parecido. ¡Qué afortunado! ¡Ser un gran magnate inglés, apuesto e inteligente por añadidura, y, para colmo de venturas, gozar de los altos favores de usted! He ahí un hombre al que yo podría envidiar.
Isabel le miró con interés, y dijo:
- Me parece que usted está siempre envidiando a alguien. Ayer era al papa; hoy, al pobre lord Warburton.
- Mi envidia no es dañina; no haría mal ni a un infeliz ratoncillo. Yo no quiero destruir a la gente…, lo único que quiero es ser ella. Ya ve usted que esto no me llevaría más que a destruirme a mí mismo. -¿De veras le habría gustado ser el papa?
- Mucho…, pero tenía que haber sido antes. Pero dígame -preguntó tras un segundo de reflexión-, ¿por qué habla usted de su amigo llamándole el pobre lord Warburton?
- Cuando las mujeres son buenas…, verdaderamente muy buenas, suelen compadecer a los hombres a quienes han hecho daño; es el gran procedimiento para mostrar su bondad -dijo Ralph, tomando por primera vez parte en la conversación y haciéndolo con un cinismo tan claramente ingenioso como inocente en apariencia.
- Por favor, ¿acaso he herido yo a lord Warburton? -preguntó Isabel levantando las cejas como si aquella idea fuera gran novedad.
- Pues, si lo ha hecho, bien merecido se lo tiene -dijo Henrietta al tiempo que se alzaba el telón para dar paso al ballet.
Isabel estuvo veinticuatro horas sin ver a su víctima propiciatoria, pero al segundo día le encontró en la galería del Capitolio, donde él estaba contemplando la pieza más notable de la colección: el Gladiador Moribundo. Isabel había ido allí con sus habituales compañeros, entre los que se hallaba también en tal ocasión Gilbert Osmond, y el grupo acababa de entrar en el primero y mejor de los salones cuando ella divisó al otro visitante. Lord Warburton se dirigió a nuestra heroína con bastante soltura y le comunicó que se disponía a marcharse en aquel momento.
- Me marcho también de Roma -añadió-, de manera que debo decirle adiós.
Por inconsecuente que pueda parecer, Isabel se sintió triste al oírlo. Lo cual se debía tal vez a que ya no temía que él la molestara con su renovada pretensión y pensaba en otra cosa. Estaba a punto de decirle que lo sentía, pero logró contenerse y se limitó a desearle un feliz viaje, lo que le hacía parecer a sus ojos hombre de poca importancia.
- Me imagino que me considerará usted muy voluble, porque el otro día le dije que pensaba estar aquí una temporadita.
- Nada de eso; puede cambiar de idea.
- Eso es precisamente lo que he hecho.
- Entonces, bon voyage.
- Parece que tiene usted una gran prisa en perderme de vista -comentó el aristócrata.
- No hay tal; es que me molestan las despedidas. -¡Qué poco le importa a usted lo que yo haga! -insistió él.
- Cuidado, está quebrantando su promesa -dijo Isabel después de mirarle amablemente un momento.
Se ruborizó él como un muchacho de quince abriles y replicó:
- Si no la mantengo es porque materialmente no puedo. Precisamente por eso me marcho.
- Adiós, entonces.
- Adiós. -Siguió sin moverse y luego preguntó-: ¿Cuándo volveré a verla?
Isabel dudó un segundo, pero, como su tuviera una súbita inspiración, contestó en el acto:
- Cualquier día después de que se haya usted casado.
- Eso sólo sucederá después de que usted lo haya hecho. Ella sonrió y dijo:
- Para el caso, es lo mismo.
- En efecto. Completamente lo mismo. Adiós.
Se dieron la mano y él la dejó sola en aquella gloriosa sala en medio de tantos maravillosos mármoles antiguos. Isabel se sentó en el centro de las inmóviles presencias marmóreas y se puso a mirarlas distraídamente, posando su mirada en aquellos hermosos rostros vacíos de expresión que parecían estar escuchando el silencio eterno. Es de todo punto imposible, en Roma por lo menos, contemplar durante largo tiempo un gran número de esculturas griegas sin sentir el efecto de su quietud majestuosa, que, a la manera de una elevada puerta cerrada para sacra ceremonia, deja caer suavemente sobre el espíritu el amplio manto de la paz. Digo que especialmente sucede así en Roma porque el aire romano constituye un medio exquisito para semejantes impresiones. Se mezcla con ellas la luz dorada del sol, y la calma profunda del pasado, tan vivida aún -si bien ya no es más que un inmenso vacío poblado de nombres ilustres-, parece hechizarlas con un supremo encamo. Las celosías de las ventanas del Capitolio estaban entornadas y la suave penumbra que envolvía a las estatuas parecía hacerlas más graciosamente humanas. Isabel permaneció sentada allí largo rato, cautivada por el encanto de tanta belleza inmóvil, pensando a cuál de sus antiguas experiencias estarían aquellos ojos abiertos y cómo a nuestros oídos extraños podrían aquellos labios hablar. La pared de color rojo oscuro prestaba relieve a las figuras haciendo que los pulidos mármoles del pavimento reflejaran su hermosura. Aunque ya las había visto antes, se renovaba ahora en ella el placer estético, incrementado porque se sentía contenta de estar sola. Por fin, fatigada ya su atención, la arrastró el interés s t otra urda de la marea de la vida. Un turista pasó por allí, se detuvo un segundo ante el Gladiador Moribundo y salió por la otra puerta haciendo oír sus pasos sobre el brillante piso. Al cabo de una media hora reapareció Gilbert Osmond, adelantado, al parecer, al resto de sus compañeros. Avanzó hacia ella lentamente con las manos en la espalda y con su acostumbrada sonrisa, siempre curiosa si bien no siempre suplicante.
- Me sorprende verla sola -dijo-. Creí que tenía compañía.
- La tengo…, no la hay mejor -repuso ella mirando las figuras del Fauno y de Antinoo. -¿Le parecen a usted mejor compañía que todo un par inglés?
- Ah, mi par inglés se marchó hace ya un buen rato -contestó la joven con deliberada sequedad, al tiempo que se levantaba.
No le pasó inadvertida aquella sequedad al señor Osmond, pero, lejos de molestarle, pareció que añadía más interés a su pregunta.
- Me temo que sea verdad lo que oí decir la otra tarde; que es usted cruel con ese aristócrata -declaró.
Isabel miró un instante hacia la estatua del Gladiador Moribundo. buena.
- No es cierto -dijo-. Yo soy escrupulosamente -Esto es lo que quiero decir -replicó Gilbert Osmond con tan satisfecha sonrisa que su chiste no precisaba explicación.
Sabido es que le gustaba todo lo original, raro, superior y exquisito; y ahora, que había visto a lord Warburton, a quien consideraba un raro ejemplar de su raza y su casta, le resultaba singularmente atrayente adueñarse de una joven que había merecido figurar en su colección de objetos raros y que se había permitido rechazar tan noble mano. Gilbert Osmond sentía un extraordinario aprecio por aquel especial patricio, no ya a causa de sus cualidades, que consideraba fácilmente superables, sino por su sólida posición. Nunca le había perdonado a su estrella que no le hubiese favorecido con un ducado inglés; por lo cual estaba en insuperables condiciones para justipreciar una actitud tan inesperada como la de Isabel. Era natural que la mujer con quien se casara hubiese hecho algo por el estilo.