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ОглавлениеCiertamente habría sido difícil discernir qué perjuicio pudiera ocasionarle a Isabel su visita a lo alto de la colina del señor Osmond. Nada tan encantador como aquella ocasión… una deliciosa tarde de la primavera toscana en plena sazón. El coche que llevaba a las dos visitantes franqueó la Puerta Romana, pasando por debajo de la enorme y lisa construcción que corona el claro y hermoso arco de aquel portal y le vuelve tan extraordinariamente grandioso, y serpenteó entre plantíos. cercados de altas tapias, detrás de las que la exuberancia de los huertos en flor se desbordaba vertiendo su fragancia, hasta llegar a la diminuta plaza de lo alto de la ciudad, plazuela de curvada traza donde la fachada larga y oscura de la villa ocupada parcialmente por el señor Osmond constituía un elemento imponente. Isabel y su amiga cruzaron un patio amplio, donde una leve penumbra descansaba en la parte baja, mientras que en lo alto el sol acariciaba dos galerías de arcos enfrentadas, deslizándose sobre las esbeltas columnas y las floridas enredaderas que en ellas se enroscaban. Había algo fuerte y grave en aquel lugar y, al contemplarlo, daba cierta sensación de que, una vez dentro, haría falta un acto de energía para salir. Pero en aquel momento, para Isabel no era cuestión de abandonarlo, sino de seguir avanzando. El señor Osmond salió a recibirlas al fresco vestíbulo -incluso en el mes de mayo resultaba fresco- y las hizo pasar al apartamento que ya conocemos.
Madame Merle iba delante y, -mientras Isabel se demoraba un poco hablando con él, ella se adelantó para saludar familiarmente a otras dos personas que estaban sentadas en el salón. Una de ellas era Pansy, a la que besó, y la otra una dama, la hermana del señor Osmond según éste indicó a Isabel, la condesa Gemini.
- Y ésta es mi hijita -dijo-, que acaba de salir del convento.
Llevaba Pansy un vestido corto y blanco, y la rubia cabellera cuidadosamente recogida en una redecilla y los zapatitos atados a los tobillos, a modo de sandalias. Hizo a Isabel una pequeña reverencia conventual y luego se acercó para dejarse besar. La condesa Gemini se limitó a saludar con la cabeza sin levantarse; Isabel observó que se trataba de una mujer de mucho postín. Era delgada, morena, nada hermosa y con facciones que hacían pensar en algún pájaro tropical… nariz larga y picuda, ojos pequeños y vivaces, boca y barbilla notablemente hundidas. Sin embargo, su expresión, gracias a diversas intensidades de énfasis y asombro, de horror y de alegría, no resultaba falta de humanidad; y, por lo que a su apariencia atañía, se veía a las claras que se conocía bien y sabía sacarse partido. Su atuendo, que era voluminoso pero delicado y de llamativa elegancia, tenía destellos de plumaje, y sus actitudes eran tan súbitas y versátiles como la del animal que vive posado en la rama. Tenía mucho estilo, e Isabel, que no había conocido a nadie con tanta clase, la clasificó como el colmo de la afectación. Recordó que Ralph no se la había recomendado como relación deseable, pero se sentía dispuesta a reconocer que, a primera vista, la condesa Gemini no parecía tener grandes profundidades. Sus demostraciones sugerían el violento ondear de una bandera de armisticio general… seda blanca y flameantes gallardetes.
- Creerá lo mucho que me alegro de verla si le digo que he venido porque sabía que usted iba a estar aquí. Yo no vengo nunca a ver a mi hermano; hago que baje él a visitarme. Esta colina suya es atroz, no sé qué gracia le encuentra. De veras, Osmond, vas a ser la ruina de mis caballos el día menos pensado y si les pasa algo no tendrás más remedio que regalarme otro tronco. Hoy los he oído resollar como no tienes idea, te aseguro que es verdad.
Es muy desagradable oír jadear a los caballos cuando una está en el coche; parece como si no fuesen lo que deben ser. Yo he procurado tener siempre buenos caballos. Podrá faltarme cualquier otra cosa, pero eso siempre lo he tenido. Mi marido no sabe de muchas cosas, pero en cuestión de caballos es un genio. Por lo general, los italianos no entienden de caballos, pero mi marido está, según sus escasas luces, a favor de todo lo inglés. Y, como mis caballos son ingleses, sería una verdadera lástima que se echaran a perder. -Y dirigiéndose directamente a Isabel, prosiguió-: Debo decirle a usted que Osmond no me invita con frecuencia; creo que no le gusta tenerme por aquí. Lo de venir hoy ha sido una idea enteramente mía. Me gusta ver caras nuevas, y seguro que es usted novísima. Pero no se siente usted ahí, que ese sillón no es lo que parece. Hay aquí asientos muy buenos, pero otros son horrorosos.
Formuló estas observaciones con toda suerte de respingos y picotazos, de gorgoritos estridentes, y con un acento que tenía un divertido sabor a buen inglés, o mejor dicho a buen hablar de americano en desgracia. -¿Que no me gusta tenerte, querida? -dijo su hermano-, ¡pero si eres inapreciable!
- Pues yo no veo tales horrores -dijo Isabel, mirando en torno suyo-. A mí me parece todo lo que veo bello y precioso de veras.
- Sin duda tengo algunas cosas buenas -convino el señor Osmond- y, desde luego, lo que no tengo es nada muy malo. Pero tampoco tengo lo que me gustaría.
Permanecía allí de pie con cierta torpeza, sonriendo y mirando en derredor suyo; su actitud era una extraña mezcla de despego e interés. Parecía dar a entender que nada, salvo los «valores» correctos, tenía importancia. Isabel sacó rápidamente la conclusión de que la verdadera sencillez no constituía la divisa de la familia. Hasta la jovencita recién salida del convento que, con su relamido vestidito blanco, con su carita humilde y obediente y sus manos cruzadas delante de ella, estaba allí como en actitud de ir a tomar la primera comunión, hasta esa diminuta hija del señor Osmond, tenía algo de pulido y acabado que no carecía totalmente de artificio.
- Lo que usted habría querido tener-dijo madame Merle-, es algunas cosas de las galerías Uffizi y Pitti; eso es lo que le habría gustado de veras. -¡El pobre Osmond, siempre a vueltas con sus cortinajes y sus crucifijos! -exclamó la condesa Gemini, que al parecer sólo llamaba a su hermano por el apellido. En realidad, su exclamación no tenía un objetivo concreto; sonrió a Isabel al hacerla y la miró de arriba abajo.
Su hermano no la había oído y aparentaba estar pensando lo que podría decir a Isabel. Por fin, se le ocurrió observar:
- Pero usted querrá tomar el té. Debe de estar muy cansada.
- No; no estoy cansada. ¿Qué he hecho para cansarme?
Experimentaba Isabel cierta necesidad de mostrarse muy directa y de no alardear de nada. Le parecía que algo flotaba en el aire -tal era su impresión general, aunque no sabría decir en qué consistía-, algo que le impedía hacerse notar. Aquella casa, la ocasión, la mezcla de personas allí congregadas, significaban mucho más de lo que a simple vista aparecía. Se proponía tratar de comprender y no limitarse a decir insustanciales bagatelas. La pobre sin duda no se daba cuenta de que muchas mujeres habrían soltado banalidades de buen tono para encubrir el juego de su observación. La verdad era que se sentía un poco alarmada en su orgullo: un hombre del que oyera hablar en términos que despertaban interés y dotado de cualidades que le permitían sobresalir la había invitado a ella, una joven que no prodigaba sus favores, a ir a su casa. Ahora que la tenía allí, era él quien debía hacerles grata la estancia a sus invitadas mediante su ingenio. Pero Isabel no se sintió menos observadora y, a nuestro juicio, tampoco indulgente, al darse cuenta de que el señor Osmond llevaba a cabo aquel empeño con mucho menor complacencia de la que hubiera podido esperarse. Se figuraba que él se estaría diciendo: «¡Qué estúpido he sido al meterme sin necesidad en esto!».
- Estará cansada cuando vuelva a casa, si Osmond le enseña todos sus «bibelots» y le da una conferencia sobre cada uno -dijo la condesa Gemini.
- Yo no tengo ese temor; pero si me canso, por lo menos habré aprendido algo.
- No será mucho, desde luego -dijo el señor Osmond-. En cambio, a mi hermana le espanta aprender. -¡Oh! No tengo inconveniente en confesarlo. No quiero saber nada más… sé ya demasiadas cosas. Cuanto más sabe una, más desgraciada es.
- No debe usted rebajar el prestigio de la cultura delante de Pansy, que aún no ha terminado su educación -terció madame Merle con una sonrisa. -¡Oh! Pansy está por encima del mal -dijo el padre de la niña-. Es una florecilla de convento.
La condesa exclamó, agitando todos sus volantes: -¡Ah, conventos, dichosos conventos! Que no me vengan a mí con conventos. Allí se aprende de todo. También yo fui una florecilla de convento. Yo no tengo la pretensión de ser buena, pero las monjas, sí. ¿Comprende usted lo que quiero decir? -terminó dirigiéndose a Isabel.
Isabel no estaba muy segura de haberla entendido y se excusó diciendo que no era muy hábil para seguir una discusión. La condesa manifestó entonces que por su parte detestaba también discutir, pero que era gusto de su hermano… que a todo le buscaba las vueltas.
- Para mí -dijo- una cosa gusta o no gusta; desde luego, todo no puede gustar. Pero lo que no se puede es tratar de explicárselo… porque nunca se sabe adonde se va a parar. A veces, hay buenos sentimientos que vienen de muy malas razones, ¿no es cierto? Como también sentimientos muy malos pueden venir de buenas razones. ¿Comprende ahora? A mí no me importan las razones, pero sé lo que me gusta. -¡Ah, eso es lo importante! -dijo Isabel sonriendo y pensando para sí que el trato con aquella leve y fugaz persona no iba a aportarle ningún reposo intelectual. Si a la condesa le molestaba discutir, tampoco a Isabel le apetecía en aquel momento, y tendió la mano a Pansy con la agradable certeza de que tal ademán no la comprometía a nada que diera pie a una divergencia de opiniones.
Gilbert Osmond parecía tener por irremediable el tono de su hermana y orientó la conversación hacia otro tema. Fue a sentarse junto a su hijita, que había rozado tímidamente los dedos de Isabel con los suyos; pero acabó por hacerla levantar y colocarla de pie entre sus rodillas, apoyándola contra él y rodeándole con el brazo el leve talle. La muchachita fijó en Isabel una mirada desprovista de interés y, al parecer, vacía de toda intención, pero que parecía a la vez consciente de una atracción. El señor Osmond habló de muchas cosas. Madame Merle había dicho de él que sabía ser agradable cuando se lo proponía y hoy, al final, parecía no solamente habérselo propuesto sino estar resuelto a serlo. Madame Merle y la condesa estaban sentadas un poco aparte, conversando con esa soltura de quienes se conocen perfectamente y no andan con cumplidos. De vez en cuando, Isabel oía que la condesa, queriendo seguir los lúcidos comentarios de su amiga, se lanzaba tras ellos como se lanza un perro en pos del palo que se le ha arrojado. Parecía como si madame Merle estuviera tanteando hasta dónde podía llegar. El señor Osmond hablaba de Florencia, de Italia, del inmenso placer de vivir en ese país y de las cortapisas a este placer. Había, a la vez, satisfacciones e inconvenientes; los últimos eran muy numerosos. Los extranjeros se sentían inclinados a creer que en este país todo era romántico. Era un reducto acogedor para los que habían fracasado humana o socialmente… con lo cual se refería a los que no podían sobreponerse a su sensibilidad. Aquí podían conservarla, en su pobreza y sin caer en el ridículo, como se conserva un legado o un mayorazgo incómodo que no renta nada. Así que había ventajas en vivir en un país que contenía la mayor suma de bellezas del mundo, y ciertas impresiones sólo se podían obtener en él. Aunque otras, favorables a la 'vida, no se obtenían nunca, y se recibían algunas pésimas. Pero de vez en cuando había una impresión de tal calidad que compensaba todo lo demás. De todos modos, lo cierto era que Italia había echado a perder a mucha gente, y él mismo tenía algunas veces la fatuidad de creer que, si no hubiese pasado allí tantos años de su vida, habría sido un hombre mejor de lo que era. Italia le hacía a uno perezoso, diletante y mediocre; no fomentaba la disciplina del carácter, ni le impulsaba a uno a cultivar la habilidad social y otros «descaros» que a tal punto florecían en París y en Londres.
- Somos deliciosamente provincianos -dijo el señor Osmond-. Por mi parte, comprendo que estoy tan herrumbroso como una llave que no encuentra cerradura. El hablar con usted me afina un poco… y no es que presuma de poder abrir esa complicada cerradura que me imagino ha de ser su intelecto. Pero usted se irá de aquí antes de que la haya visto tres veces, y acaso no vuelva a verla después. Este es el inconveniente de vivir en un país donde la gente está sólo de paso. Si los individuos que vienen son agradables, malo; si son desagradables, mucho peor. Cuando uno empieza a cobrarles afecto o simpatía ya se han ido.
Yo me he llevado muchas decepciones, de modo que no me he permitido contraer nuevos afectos, ni experimentar ciertas atracciones. ¿Piensa usted quedarse aquí… establecerse? Eso sería un gran alivio. Ah, sin duda, su tía es una especie de garantía, con ella puede contarse.
Es una veterana de Florencia… lo digo en el sentido literal de la palabra: una veterana, no como esos advenedizos actuales. Es una verdadera contemporánea de los Medici, debió de estar presente en la cremación de Savonarola y tengo para mí que echó algún manojo de astillas a la pira. Su cara parece la de un cuadro primitivo: diminuta, seca, definida, con una expresión que quizá fuera muy intensa, pero siempre la misma. Estoy seguro de que puedo mostrarle su retrato en uno de los frescos del Ghirlandaio. Bueno, me imagino que no le molestará que le hable así de su tía, ¿verdad? Se me antoja que no. Tal vez a usted le parezca peor todavía. Le aseguro que en esto no hay falta alguna de respeto hacia ninguna de las dos.
Ya sabe que soy un verdadero admirador de madame Touchett.
Mientras su anfitrión procuraba entretener a Isabel de esta manera un tanto confidencial, ella miraba de vez en cuando a madame Merle, quien en una ocasión le de- volvió la mirada con una sonrisa vaga en la que no parecía patente ninguna insinuación de que nuestra heroína estuviera luciéndose. Al cabo, madame Merle propuso a la condesa de Gemini salir al jardín, y la condesa se levantó, se sacudió el abundante plumaje y se encaminó hacia la puerta. -¡Pobre señorita Archer! -exclamó mirando al grupo con expresión compasiva-. La han metido de lleno en la familia.
- La señorita Archer no puede sino sentir simpatía por una familia a la que tú perteneces -respondió el señor Osmond con una risa que, si bien tenía no poco de ironía, manifestaba también una refinada paciencia.
- Ignoro lo que quieres decir con eso. Tengo la seguridad de que ella no verá en mí nada de malo fuera de lo que tú le cuentes. No le crea, señorita Archer, soy mucho mejor de lo que él dice. -Se calló un segundo y prosiguió en el acto-: Bastante necia y aburrida. ¿No le ha dicho nada más? Ah, entonces es que le tiene usted de buen humor. ¿Ha empezado ya a hablar de sus temas favoritos? Le advierto que son dos o tres los que trata á fond. Si se pone en ello, ya puede usted ir quitándose el sombrero.
Isabel, que se había puesto de pie, replicó:
- Me parece que todavía no sé cuáles son los temas favoritos del señor Osmond.
La condesa fingió sumirse en una intensa meditación, oprimiéndose la frente con las yemas de los dedos.
- Voy a decírselo ahora mismo. Uno de ellos es Maquiavelo; el otro Victoria Colonna, y por fin, Metastasio.
- Vamos, venga conmigo -dijo madame Merle, pasando el brazo en derredor del talle de la condesa Gemini, como para conducirla al jardín-. El señor Osmond no se pone nunca tan histórico.
- Bueno, usted sí que es un verdadero Maquiavelo -observó la condesa mientras ambas se alejaban-, una verdadera Victoria Colonna.
- No tardaremos en oír que la pobre madame Merle es Metastasio en persona -suspiró con resignación Gilbert Osmond.
Isabel se había puesto de pie, por creer que también ellos iban a pasar al jardín, pero su anfitrión no parecía inclinado a abandonar la estancia, sino que seguía allí, con las manos en los bolsillos de la chaqueta, mientras su hija, colgada de su brazo, alzaba los ojos para contemplar alternativamente la cara de su padre y la de su visitante. Isabel esperó, con una latente satisfacción, que le dirigieran los movimientos. Le gustaba la conversación del señor Osmond, su compañía, y tenía en aquel momento lo que siempre le produjera una viva emoción: la seguridad de estar haciendo una nueva amistad. Por las puertas abiertas del gran salón vio a madame Merle y a la condesa pasear sobre el fino césped del jardín; se volvió después y recorrió con la mirada las cosas que la rodeaban. Lo acordado había sido que el señor Osmond le mostrara sus tesoros: sus cuadros, sus tallas, que allí parecían verdaderos te- soros. Pasado un momento, Isabel se dirigió a uno de los cuadros para verlo mejor, y, mientras lo hacía, él le preguntó bruscamente:
- Señorita Archer, ¿qué opina usted de mi hermana? Ella se volvió a mirarle con cierta sorpresa.
- Ah, por favor, no me lo pregunte… apenas si la he visto unos instantes.
- Cierto, apenas la ha visto… pero habrá observado que tampoco hay gran cosa que ver. ¿Qué piensa usted del tono general de nuestra familia? -prosiguió él con su fría sonrisa-. Me gustaría saber de qué manera impresiona a una mente fresca y libre de prejuicios. Ya sé lo que va usted a decirme, que apenas ha tenido tiempo de observarla. Ni que decir tiene que ha sido sólo un primer vistazo. Pero, en lo sucesivo, si la ocasión vuelve a presentársele, no deje de observar. A veces pienso que nos hemos aventurado por un camino errado, al vivir aquí entre cosas y gentes que no son las nuestras, sin responsabilidades ni ataduras, sin cohesión ni apoyo; casándonos con extranjeros, forjándonos gustos artificiales, haciéndole trampas a nuestra misión natural. De todos modos, permítame añadir que todo esto lo digo mucho más por mí que por mi hermana. Ella es una dama muy honesta, mucho más de lo que parece. Es bastante desgraciada y, como no es de carácter muy serio, no tiende a manifestarlo por lo trágico, sino que prefiere explotar el lado cómico de la cosa. La pobre tiene un marido in- soportable, aunque no estoy seguro de que sepa manejarlo. Indudablemente un marido insoportable es algo muy incómodo. Madame Merle le da de vez en cuando sabios consejos a mi hermana, pero viene a ser lo mismo que darle a un niño un diccionario para que aprenda un idioma: podrá el niño leer las palabras, pero no sabrá cómo unirlas. Mi hermana precisa una gramática, pero desgraciadamente no es una persona gramatical. Disculpe usted que la haya aburrido con estos detalles. Razón tenía mi hermana al decir que ya la habíamos metido en la familia. Voy a bajar este cuadro; necesita más luz para verlo.
Descolgó el cuadro, lo llevó cerca de la ventana y refirió algunos datos sobre él. Isabel contempló las otras obras de arte y él le fue ampliando la información, como parecía oportuno hacer con una joven que había ido de visita en una tarde de verano. Sus cuadros, medallones y tapices eran sumamente interesantes; pero, al cabo de un rato, Isabel se percató de que su dueño lo era mucho más todavía, e independientemente de ellos, por mucho que parecieran pesar en su vida. No se parecía a nadie que ella hubiera visto. La mayoría de las personas que ella conocía podía dividirse en grupos de media docena de ejemplares. Había un par de excepciones, pues, a decir verdad, no acertaba a imaginar ningún 4o ($ de incluir a su tía Lydia. Otros individuos podían considerarse, hablando en términos relativos, originales - originales, digamos, por pura cortesía-, como, por ejemplo, el señor Goodwood, su primo Ralph, Henrietta Stackpole, lord Warburton y madame Merle. No obstante, en lo esencial, si los miraba atentamente, comprendía que pertenecían a ciertas categorías que ya estaban presentes en su imaginación. En cambio, su imaginación no tenía sitio apropiado para colocar al señor Osmond… que era, en verdad, un caso aparte. No era que Isabel reconociera todas estas verdades de inmediato, pero sí iban ordenándose ante ella. De momento, sólo se dijo a sí misma que aquella «nueva relación» podría llegar a parecerle la más distinguida de todas. Madame Merle había hecho sonar, ciertamente, esa nota de exquisita rareza, pero ¡de qué distinta manera sonaba cuando el que la emitía era un hombre! No era tanto lo que él decía o hacía, sino lo que guardaba para sí, lo que a los ojos de Isabel le imprimía al señor Osmond esa marca de singularidad, como la que él le mostraba en el dorso de los platos antiguos y en el ángulo de los bocetos del siglo dieciséis. No se esforzaba él en tratar de distinguirse de lo corriente, y era original sin ser excéntrico. Nunca se había Isabel tropezado con un hombre de calidad tan elevada. Para empezar, su singularidad era, ante todo, física y se iba extendiendo a lo impalpable. Su cabello delicado y espeso, sus facciones perfectamente dibujadas, casi retocadas, su piel clara, saludable sin tosquedad, su barba perfectamente recortada y aquella constitución ágil y armónica que hacía que el movimiento de uno solo de sus dedos produjera el efecto de un gesto expresivo… todos estos detalles personales le parecían a nuestra sensible heroína signos indiscutibles de calidad e intensidad, y en cierto modo susceptibles de despertar interés. Sin duda alguna era exigente y crítico, y tal vez fácilmente irascible; un hombre a merced de su sensibilidad, acaso excesivamente dominado por ella, sensibilidad que le había llevado a gastar poca paciencia con las perturbaciones vulgares y a vivir para sí en un mundo seleccionado, tamizado y arreglado a su manera, donde entregarse de lleno a la meditación artística, a la belleza y a la historia. Para todo había consultado únicamente su propio gusto y nada más, como el enfermo que se sabe condenado consulta sólo a su abogado; todo eso era lo que le distinguía tan extraordinariamente de los demás. Ralph poseía también algo de esa rara cualidad, esa apariencia de creer que la vida era un asunto para connaisseurs, pero en Ralph era una anomalía, una especie de excrecencia humorística, mientras que en el señor Osmond era la tónica, a la que se ajustaba toda su vida. Isabel estaba lejos de comprenderle por completo; el sentido de sus palabras no siempre era obvio. Por ejemplo, resultaba difícil saber qué quería decir al hablar de su propio lado provinciano, que era precisamente el lado que en opinión de Isabel le faltaba. Y se preguntaba si sería una paradoja dicha por él con el propósito de desconcertarla, o si sería el producto más refinado de una cultura exquisita. Confiaba en esclarecerlo con el tiempo, pues sería cosa sumamente interesante. Si era provinciano el disponer de aquella armonía, ¿en qué estribaba la superioridad de la capital? Creyó Isabel que podría hacerle tal pregunta, a pesar de sentir que su anfitrión era un hombre tímido, ya que una timidez como la suya -la de los nervios a flor de piel y de la fina percepción- era perfectamente compatible con la mejor educación. De hecho, era casi señal de unas pautas y unos cánones fuera de lo vulgar; sin duda estaba seguro de que el estar en primera línea de acción era cosa de gente ordinaria. No era hombre que gozara de un gran aplomo, de esos que charlan y hablan por los codos con esa fluidez propia de los caracteres superficiales; era crítico consigo mismo, como también con los demás y, al exigir mucho a los demás para considerarlos agradables, probablemente contemplaba con ironía lo que él mismo podía ofrecer; algo que demostraba que no era un presuntuoso. De no haber sido tímido, no habría podido realizar aquella conversión sutil, gradual y triunfante de su condición, que constituía todo lo que a la joven le agradaba y la desconcertaba. El preguntarle de improviso qué opinaba de la condesa Gemini era una prueba indiscutible de que sentía interés por Isabel, ya que de sobra conocía a su hermana y de nada le hubiera servido la opinión ajena. Y el hecho de que demostrase tal interés denotaba un espíritu curioso, si bien era un poco singular, que sacrificara el sentimiento fraternal a su curiosidad.
Eso era lo más excéntrico de cuanto había hecho.
Más allá de aquella habitación en donde la había recibido, se hallaban otras dos, llenas asimismo de objetos románticos, en las que Isabel pasó otro cuarto de hora. Todo lo que contenían era sumamente precioso y raro, y el señor Osmond continuó mostrándose un «cicerone» de lo más amable y la condujo de una a otra habitación, llevando todavía a su hija de la mano. Aquella amabilidad casi sorprendía a la joven, que se preguntaba por qué se tomaba el señor Osmond tantas molestias por ella; y al final, aquella acumulación de belleza y saber en que se veía inmersa acabó por abrumarla. Ya era bastante por aquella vez. Había dejado de escuchar lo que él le decía, y aunque lo miraba con atención no pensaba en sus palabras. Probablemente, él la consideraba mucho más avispada, más inteligente y mejor preparada de lo que en realidad era. Acaso madame Merle había exagerado afablemente; lo cual sería una lástima porque, al final, él no dejaría de descubrirlo; y en tal caso, ni aun la gran inteligencia de la joven conseguiría que él se perdonase su propio error. Parte del cansancio de Isabel provenía del esfuerzo que hacía para parecer tan inteligente como se imaginaba que madame Merle la había descrito, y del temor (muy insólito en ella) de revelar, no ya su ignorancia -cosa que le importaba bastante poco- sino su posible falta de finura en la comprensión. Nada la habría atormentado tanto como dar a entender que le gustaba algo que él, dado sus superiores conocimientos, pensase que no debía gustarle, o no fijarse en algo que una inteligencia cultivada nunca habría pasado por alto. No experimentaba el menor deseo de incurrir en la actitud grotesca en que había visto a algunas mujeres (y eso era una advertencia) zozobrar con tanta serenidad como desdoro. Por ello tenía sumo cuidado con lo que decía, así como con lo que observaba o dejaba de observar, infinitamente más cuidado del que tuviera hasta entonces.
Después de ese recorrido por las dos habitaciones, volvieron a la primera, donde ya estaba servido el té, pero como las otras damas seguían en la terraza, y dado que Isabel no había tenido aún ocasión de contemplar la vista panorámica -atracción principal de la casa del señor Osmond-, éste la condujo sin demora al jardín. Madame Merle y la condesa habían hecho sacar asientos y, como era una tarde deliciosa, la condesa propuso que tomasen el té al aire libre. Encargaron a Pansy que avisara al criado para que hiciese lo necesario. El sol había ido descendiendo, su luz dorada tenía un tono más intenso, y sobre las montañas y la llanura que se extendían ante la vista se acumulaban sombras purpúreas que resplandecían con la misma brillantez que los lugares todavía iluminados. Un indefinible encanto parecía flotar sobre el panorama. Había en el aire una quietud casi solemne, y la anchura del paisaje, con su cultura ajardinada y su nobleza de diseño, con su fértil valle y sus desgastadas colinas, sus toques de población tan peculiarmente humanos, era toda armonía y gracia clásica. Osmond condujo a Isabel hasta uno de los ángulos de la terraza y allí observó:
- Parece usted tan complacida que casi me atrevo a confiar en que se dignará volver.
- Seguro que volveré -contestó ella-, aunque usted pretenda que es contraproducente vivir en Italia. ¿Qué era eso que decía acerca de la misión natural de cada uno? No sé si yo faltaría a mi misión natural al establecerme en Florencia.
- La misión natural de una mujer es quedarse donde más se la estime.
- El problema está en averiguar qué sitio es ése.
- Sin duda… y a veces ella pierde mucho tiempo en esta indagación. Hay que hacérselo comprender.
- Por lo menos, a mí habrá que demostrármelo con claridad -dijo Isabel sonriendo.
- Yo celebro, en todo caso, que hable de establecerse aquí. Madame Merle me había hecho pensar que tenía usted un espíritu andariego. Creo que me habló de que usted tenía el proyecto de dar la vuelta al mundo.
- La verdad es que me avergüenzo de mis proyectos, porque hago uno nuevo cada día.
- No veo por qué habría usted de avergonzarse. No hay placer comparable a ése.
- A mí entender, parece una frivolidad. Una debe decidirse por algo definido, después de pensarlo bien, y ser fiel a ello.
- Según esta regla, yo no he sido frívolo. -¿Usted nunca ha hecho planes?
- Sí. Años atrás hice uno, y hasta el día de hoy sigo realizándolo.
- Debió de ser un plan muy agradable -se permitió observar Isabel.
- Era muy sencillo. Vivir tan tranquilo como me fuera posible. -¿Tranquilo? -repitió la joven.
- Sí. No preocuparme… no ambicionar, no luchar. Resignarme, contentarme con poco.
- Dijo esas frases lentamente, espaciándolas con breves pausas, y fijando sus ojos llenos de inteligencia en los de su visitante, con la plena conciencia del hombre que se decide a confesar algo. -¿Y a eso le llama usted sencillo? -preguntó ella con suave ironía.
- Sí, porque es negativo. -¿Entonces su vida ha sido negativa?
- Llámela positiva, si le agrada. Aunque sólo ha logrado afirmar mi indiferencia. Pero fíjese bien; no mi indiferencia natural, de la cual carecía, sino mi renunciación voluntaria, estudiada a conciencia.
Isabel apenas le entendía. Debía desentrañar si hablaba en broma o en serio. ¿Cómo era posible que un hombre, que a sus ojos poseía tantas reservas mentales, se mostrara de pronto tan confidencial? Sin embargo, eso era asunto de él, y sus confidencias eran realmente interesantes.
- La verdad, no veo por qué tenía que renunciar -dijo pasado un momento.
- Porque no podía hacer nada. No tenía grandes perspectivas. Era pobre y no era un genio, ni siquiera tenía grandes cualidades; supe valorarme desde muy joven. Era, sencillamente, el jovencito más descontentadizo de la Tierra. Había dos o tres individuos en el mundo a quienes envidiaba, como el zar de Rusia y el sultán de Turquía. E incluso en ciertos momentos envidiaba al papa de Roma… nada más que por el respeto de que disfruta. Me hubiera agradado gozar de tanta consideración; pero, como eso era imposible tampoco quise conformarme con menos, y resolví no aspirar a honores de ninguna clase. El más menesteroso de los caballeros puede respetarse siempre a sí mismo, y yo, aunque menguado, era por fortuna un caballero. En Italia no podía hacer nada… ni siquiera ser un patriota italiano. Para serlo habría tenido que marcharme del país, y estaba demasiado encariñado con él para abandonarlo; aparte de que me satisfacía demasiado, hablando en términos generales, tal como era entonces, para querer cambiarlo. De manera que me he pasado muchísimos años aquí, en perfecta calma, realizando el plan de que antes le hablé; y puedo decir que no he sido desgraciado del todo. Esto no implica que no me haya interesado por nada, sino que las cosas que me han interesado han sido siempre definidas, limitadas. Los acontecimientos de mi vida han pasado completamente inadvertidos para todos, excepto para mí mismo: adquirir un antiguo crucifijo de plata a precio de ganga (nunca he comprado nada caro, desde luego), o descubrir, como descubrí una vez, un boceto de Correggio en una tabla que un idiota inspirado había emborronado.
Habría sido un recuento bastante árido de la carrera del señor Osmond si Isabel lo hubiera creído a pie juntillas; pero la imaginación de la joven suplió el elemento humano que a buen seguro no había faltado. La vida de Osmond se había mezclado con otras vidas mucho más de lo que él confesaba, aunque, naturalmente, ella no esperaba que entrase en ese tema. Por el momento, Isabel se abstuvo de provocar otras revelaciones; insinuar que él no lo había dicho todo habría sido mostrarse más familiar y menos considerada de lo que ella deseaba mostrarse… habría sido de una vulgaridad escandalosa. Ciertamente él le había dicho ya bastante. Pero, en aquel momento, ella se sentía inclinada a expresarle su enhorabuena por haber logrado conservar su independencia.
- Indudablemente, es una vida muy grata renunciar a todo… menos a Correggio. -¡Oh! A mi manera le he sacado partido. No crea que me lamento. Si uno no es feliz, la culpa es suya.
Éste era un pensamiento elevado y ella permaneció en un plano más terrestre. -¿Ha vivido siempre aquí? -preguntó.
- No siempre. Viví mucho tiempo en Nápoles y algunos años en Roma, pero aquí llevo ya bastante tiempo. Acaso tenga que cambiar; hacer algo distinto. Ya no puedo pensar sólo en mí. Mi hija está creciendo y es muy posible que los crucifijos y los Correggios le interesen mucho menos que a mí. Tendré que hacer lo que sea más conveniente para ella.
- Sí, eso es lo que debe hacer. Es una criatura encantadora -dijo Isabel. -¡Ah! ¡Es una santa bajada del cielo, mi verdadera felicidad! -exclamó Gilbert Osmond.