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ОглавлениеMadame Merle, llegada a Florencia poco después de la señora Touchett y por invitación de ésta, que le había ofrecido la hospitalidad del Palazzo Crescentini, volvió a hablar a Isabel de Gilbert Osmond, manifestando su deseo de que llegasen a conocerse, sin hacer en ello tanto to hincapié como la hemos visto hacer al recomendar tan calurosamente la muchacha a la atención del señor Osmond. mond. Se debía esto a que Isabel no opuso resistencia a la propuesta de madame Merle. En Italia, lo mismo que en Inglaterra, la distinguida dama tenía un gran número de amistades, tanto entre los nativos del país como entre sus heterogéneos visitantes. Había nombrado ya a su amiga muchas de las personas a quienes le convenía conocer (aunque dijo que Isabel, desde luego, podría tratar a quien se le antojase), y a la cabeza de las personas de calidad colocó al señor Osmond. Era éste un antiguo amigo suyo, al que conoció hacía una docena de años, y al que consideraba uno de los hombres más brillantes y agradables de toda Europa. Se hallaba en todo muy por encima de la media de personas respetables; era otra cosa. Por lo demás, no era uno de esos cautivadores profesionales, y el efecto que producía en los demás dependía siempre del estado de sus nervios y de su ánimo. En sus momentos de decaimiento podía caer tan bajo como el que más, si bien en tales ocasiones le salvaba su aspecto de príncipe desterrado. Pero si el caso le interesaba, le picaba, presentaba el justo desafío… -tenía que ser exactamente el punto justo de desafío- entonces había que rendirse a la evidencia de su gran talento y distinción. Semejantes cualidades no dependían en él, como en muchos otros individuos, de que hiciera o dejara de hacer esto o aquello. Tenía, desde luego, sus manías -como ya Isabel vería que tenían todos los hombres que valía la pena conocer- y no brillaba con la misma luz ante los ojos de todos. Pero madame Merle creía poder conseguir que a los ojos de Isabel apareciese, brillante. Se aburría con facilidad y la gente sosa le enojaba; pero era indudable que una joven avispada y culta como Isabel podría proporcionarle un estímulo del que con harta frecuencia carecía su vida. De todas suertes, era una persona a la que no debía dejar de conocer. Nadie debería pretender vivir en Italia sin hacer amistad con Gilbert Osmond, que conocía el país mejor que nadie, a excepción de un par de catedráticos alemanes. Y si ellos poseían mayores conocimientos, él tenía una comprensión más acertada y mejor gusto, pues era en todo y por todo un verdadero artista. Isabel recordaba que su amiga le había hablado de él durante aquellos sus interminables coloquios de Gardencourt y se preguntaba, un si es no es intrigada, qué clase de vínculo debía de unir a aquellos dos espíritus superiores. Intuía ella que en el fondo de todas las íntimas relaciones de madame Merle había alguna historia, y esa impresión formaba parte del interés suscitado por aquella mujer que en todo era excesiva. Sin embargo, en lo tocante a sus relaciones con el señor Osmond no daba indicios sino de una amistad tranquila y sedimentada. Isabel dijo a su amiga que tendría mucho gusto en conocer a una persona que había disfrutado de su privilegiada confianza durante tantos años.
- Tiene usted que conocer a muchos hombres -señaló madame Merle-, al mayor número posible, para irse acostumbrando a ellos. -¿Acostumbrarme a ellos? -repitió Isabel con aquella solemne mirada que a veces parecía denotar su deficiente sentido de lo cómico-. ¿Acaso cree que les tengo go miedo? Estoy tan acostumbrada a ellos como una cocinera al chico del carnicero.
- Acostumbrarse a ellos, quiero decir… para despreciarlos, que es lo que se acaba por hacer con la mayoría. Y usted escogerá para su círculo a los pocos a quienes no desprecie.
Madame Merle no solía entregarse a semejantes notas de cinismo; pero Isabel no se sintió alarmada, porque nunca había supuesto que, a medida que uno iba conociendo mejor el mundo, viniera a ser el sentimiento de respeto la más activa de las emociones; sí se lo había causado, sin embargo, la ciudad de Florencia, que le había gustado tanto como madame Merle le pronosticara; y, si por su percepción desasistida no hubiese acertado a calibrar sus encantos, contaba con inteligentes compañeros que oficiarían de sacerdotes de aquel misterio.
En efecto, no le faltaba esclarecimiento artístico, porque para su primo Ralph el servir de «cicerone» a su joven y ávida parienta constituía un placer que renovaba su pasión temprana. Madame Merle solía permanecer en casa, pues había visto ya los tesoros de Florencia una y mil veces, y siempre tenía algo interesante que hacer. Pero hablaba de las cosas con una extraordinaria retentiva de la memoria, acordándose de todo: del ángulo derecho del gran cuadro del Perugino o de las maravillosas manos de santa Isabel en el cuadro contiguo. Tenía su propio criterio acerca del carácter de muchas obras maestras, disintiendo a menudo de Ralph con mucho brío y defendiendo sus opiniones con tanta inventiva como buen humor. Isabel escuchaba las discusiones que se entablaban entre los dos, con la sensación de que podrían serle de provecho y de que constituían una de las ventajas de que no habría podido disfrutar en Albany. En las claras mañanas del mes de mayo, antes de la hora del almuerzo, que en casa de la señora Touchett se servía a las doce en punto, Isabel deambulaba con su primo por las sombrías callejuelas de la ciudad, parándose a descansar en la densa penumbra de alguna histórica iglesia o en las abovedadas cámaras de algún convento deshabitado. Vi- sitaba pinacotecas y palacios, contemplaba cuadros y estatuas que hasta entonces fueron para ella grandes nombres, y trocaba un presentimiento que había demostrado ser una hoja en blanco por un conocimiento que a veces era una limitación. Realizó todos los actos de voluntaria humillación mental en que con tanta frecuencia suele incurrir el entusiasmo y la juventud. Sintió latir su corazón en presencia del genio inmortal y conoció la dulzura de las lágrimas que le empañaban la visión de los frescos descoloridos y los mármoles oscurecidos.
Pero la vuelta a casa, cada día, le resultaba más agradable que la salida; le gustaba regresar al amplio y monumental patio de la enorme casa en que la señora Touchett estableciera muchos años atrás su residencia, y a las altas y frescas estancias donde las vigas talladas y los pomposos frescos del siglo dieciséis parecían despreciar las domésticas comodidades de la era de la publicidad. Habitaba la señora Touchett en un histórico edificio de una estrecha calle cuyo nombre recordaba las numerosas refriegas que allí tuvieron lugar durante la Edad Media, y veía compensado lo oscuro de su fachada por la baratura del alquiler y la exuberancia de un jardín donde la naturaleza misma parecía tan arcaica como la tosca arquitectura del palacio, y que iluminaba y perfumaba las habitaciones de la casa. Para Isabel, el vivir en aquel sitio era tanto como tener pegado el oído en la caracola del pasado; aquel ru- mor vago y eterno mantenía despierta su imaginación.
Gilbert Osmond fue a visitar a madame Merle, quien le presentó a la joven que acechaba al otro extremo del salón. En aquella oportunidad Isabel casi no tomó parte en la conversación y apenas sonreía cuando los otros se volvían hacia ella en un gesto de solícita invitación. Permanecía sentada como si asistiera a una representación teatral y hubiese pagado un alto precio por su localidad. La señora Touchett no estuvo presente, de suerte que los otros dos tuvieron vía libre para hacer gala de su brillantez intelectual. Hablaban de los florentinos, de los romanos y del mundo cosmopolita y, al oírles, podrían haber sido distinguidos actores de una función benéfica. Todo tenía esa perfecta soltura procedente de un ensayo. Madame Merle le dio la impresión de estar en un escenario; pero Isabel era capaz de hacer oídos sordos a cualquier pie convenido sin estropear la escena, aunque así dejara en mal lugar a la amiga que la había avalado ante el señor Osmond. Por una sola vez no importaba; incluso si se hubiera tratado de algo de mayor importancia, ella no habría intentado destacarse. Había algo en aquel visitante que la contenía y la mantenía en suspenso, haciéndola comprender que era mucho más importante para ella recibir una adecuada impresión de él que tratar de producírsela. Además, carecía de la suficiente habilidad para causar una impresión que sabía esperada: nada tan satisfactorio como resultar deslumbrante, pero Isabel sentía una irresistible repugnancia a tener que brillar por encargo. Par ser justos, diremos que el señor Osmond tenía la reserva educada de quien no espera nada, una tranquilidad agradable que parecía cubrirlo todo, incluso la primera exhibición de su propio ingenio. Y era cosa tanto más grata cuanto que tenía un semblante sumamente sensible. No era hermoso, pero sí distinguido, con la distinción de aquellos personajes que figuraban en las telas de la galería degli Uffizi. También su voz era distinguida…, cosa de extrañar, pues, a pesar de su claridad, no era dulce. Ése había sido en parte el motivo de que ella se abstuviera de mezclarse en la conversación. La dicción de Osmond era como la vibración del cristal y, si ella hubiese posado el dedo, acaso habría alterado el diapasón y echado a perder el concierto.
Sin embargo, tuvo que hablar antes de que él se marchara.
- Madame Merle -dijo él- ha consentido subir a mi atalaya un día de la próxima semana para tomar el té en mi jardín. Sería para mí un placer que usted se dignara acompañarla. Dicen que el sitio es bonito… se disfruta de lo que llaman una vista panorámica.
Mi hija también se alegraría… aunque es todavía demasiado jovencita para experimentar fuertes emociones; yo me alegraría mucho… muchísimo… -El señor Osmond se detuvo con un ligero azoramiento sin acabar su frase, y añadió-: Sería para mí una gran satisfacción que usted conociese a mi hija.
Isabel contestó que le encantaría conocer a la señorita Osmond y, si madame Merle la llevaba a lo alto de la colina, le quedaría muy agradecida. Con esta garantía el visitante se despidió, e Isabel creyó que su amiga iba a regañarla por haberse mostrado tan sosa. Pero ante su sorpresa madame Merle, que en verdad no incurría jamás en lo consabido, le dijo al cabo de un momento:
- Ha estado usted encantadora, querida; no se habría podido pedir más. Usted nunca decepciona.
Un regaño habría sido quizás irritante, aunque era mucho más probable que Isabel lo hubiese asumido bien.
Pero, por extraño que parezca, las palabras pronunciadas por madame Merle fueron las primeras que le produjeron a Isabel cierto desagrado en boca de su aliada.
- Es más de lo que yo pretendía -contestó Isabel fríamente-. Que yo sepa, no tengo obligación ninguna de agradar al señor Osmond.
Madame Merle se sonrojó visiblemente, pero ya se ha visto que no acostumbraba retractarse.
- Hijita -dijo-, no hablaba para él, pobre hombre, sino para usted. Desde luego, no se trata de que usted le guste a él, eso no tiene la menor importancia; pero me pareció que él le gustaba a usted.
- Así es -declaró Isabel con franqueza-. Pero tampoco veo qué importancia pueda tener eso.
- Para mí, sí. Todo lo que le concierne a usted tiene suma importancia para mí -dijo madame Merle con su aire de cansada nobleza-; sobre todo cuando concierne al mismo tiempo a otro buen amigo.
Fueran cuales fueran los deberes de gratitud de Isabel hacia el señor Osmond, hemos de confesar que le parecieron motivo suficiente para hacerle unas preguntas a Ralph. Pensaba que los juicios de Ralph estaban alterados por sus propios padecimientos, pero creía haber aprendido a aplicarles las correcciones oportunas. -¿Si le conozco? -dijo su primo-. Claro que le conozco, aunque no muy bien desde luego, pero, en conjunto, lo suficiente. No puedo decir que haya cultivado mucho su trato, y, por lo visto, tampoco él ha considerado el mío absolutamente indispensable para su felicidad. ¿Que quién es y qué es? Un americano difuso, indefinido, que ha estado viviendo estos últimos treinta años en Italia. ¿Que por qué le llamo indefinido? Únicamente para disimular mi ignorancia a su respecto, pues no conozco sus antecedentes, su familia ni su origen. Por cuanto sé de él, lo mismo puede ser un príncipe de incógnito, y de hecho lo parece, un príncipe que ha abdicado en un momento de hastío y desde entonces está siempre fastidiado. Antes solía vivir en Roma, pero desde hace unos años ha fijado su residencia aquí; recuerdo haberle oído decir que Roma se había puesto muy vulgar. Él aborrece la vulgaridad, y ése es el aspecto más notable de su carácter, por lo menos el único que yo conozco. Vive de sus rentas, que no creo sean vulgarmente cuantiosas, y es un caballero pobre pero honrado, según dice él mismo. Se casó joven, enviudó joven y me parece que tiene una hija. Tiene también una hermana, casada con no sé qué conde o algo por el estilo de esta parte del país. Tengo entendido que ella es más agradable que él, pero bastante loca. Recuerdo que circulan acerca de ella no pocas historias, y no te recomendaría que la conocieras. Pero, ¿por qué no le preguntas a madame Merle, que sabe de esa gente mucho más que yo?
- Si te pregunto a ti es porque necesito tu opinión tanto como la suya -dijo Isabel. -¡Mi opinión no cuenta! Si te enamoras del señor Osmond, valiente cosa va a importarte mi opinión.
- Es probable; pero entretanto tiene su importancia. Cuanto más informada esté una sobre los peligros que pueda correr, tanto mejor.
- No estoy de acuerdo contigo… eso hace surgir otros peligros. Vivimos en una época en que oímos demasiadas cosas acerca de la gente. Nuestros oídos, nuestros ojos, nuestras bocas están ahítos de personalidades. No hagas caso de lo que unos te digan de otros. Piensa y juzga de todos y de todo por ti misma.
- Eso es lo que estoy tratando de hacer -dijo Isabel-, pero entonces la gente te cree engreída.
- Tampoco tienes que hacer caso de eso… ahí está la fuerza de mi tesis. No hacer caso de lo que digan los demás de uno mismo y, menos aún, de lo que digan de tu amigo o de tu enemigo.
Isabel reflexionó un momento y dijo:
- Creo que tienes razón, pero hay algunas cosas de las que no tengo más remedio que hacer caso; por ejemplo, cuando atacan a un amigo mío o cuando me alaban de mí.
- Por supuesto que debes tener la libertad de juzgar al crítico. De todos modos, juzga a la gente como los críticos hacen y acabarás condenándolos a todos -concluyó Ralph.
- Estudiaré al señor Osmond yo misma. He prometido ir a visitarle -dijo Isabel. -¿A visitarle?
- Es decir, ir allá arriba a ver sus cuadros, su vista panorámica, su hija y no sé qué otras cosas. Madame Merle va a llevarme. Dice que muchas damas van a visitarle. -¡Ah! Si es con madame Merle, puedes ir con toda confianza -declaró Ralph-. Ella no conoce más que a gente de alto copete.
Isabel no dijo más sobre el señor Osmond, pero al poco señaló a su primo que no la satisfacía mucho el tono que empleaba al hablar de madame Merle.
- Parece como si quisieras insinuar algo acerca de ella. No sé lo que quieres decir, pero si tienes algún motivo para no quererla bien, hay siempre dos caminos: o decir las cosas francamente o no decir nada en absoluto.
Ralph acogió tal censura con mayor seriedad de la que de ordinario solía mostrar.
- Hablo de madame Merle exactamente de la misma forma en que le hablo a ella: con un respeto incluso exagerado.
- Precisamente, exagerado. De eso es de lo que me quejo.
- Si lo hago así es porque exageran los méritos de madame Merle. -¿Quién? Vamos a ver, dímelo. ¿Yo? Si soy yo, le hago un flaco servicio.
- No, no; es ella misma. -¡Eso sí que no! ¡Protesto! -exclamó Isabel con ardor-. ¡Si ha habido jamás una mujer con menos pretensiones…!
- Has puesto el dedo en la llaga -la interrumpió Ralph-. Su modestia es exagerada. No abriga pretensiones pequeñas… está en su derecho de tenerlas grandes.
- Entonces es que sus méritos son grandes. ¿No ves que te contradices?
- Sus méritos son inmensos. Es indescriptiblemente intachable, un desierto de virtud sin senda alguna, la única mujer que no concede la menor posibilidad. -¿Posibilidad de qué?
- Pues, de llamarla necia. Es la única mujer que conozco que sólo tiene ese defecto. Isabel se volvió con un gesto de impaciencia.
- No te comprendo. Eres demasiado paradójico para mi pobre intelecto.
- Pues te lo voy a explicar. Cuando digo que ella exagera, no quiero decir que lo hace en el sentido vulgar de la palabra: es decir, que fanfarronea, que desorbita, que habla demasiado bien de sí misma. Lo que quiero decir es que lleva tan lejos el anhelo de perfección que… acaba por sobrepasar sus propios méritos. Es demasiado buena, excesivamente generosa, inteligente en demasía, demasiado cumplida, demasiado… todo. En una palabra, es demasiado completa. Te confieso que me ataca los nervios y que siento por ella algo parecido- a lo que aquel ateniense humanísimo sentía por Arístides el Justo.
Isabel miró intrigada a su primo; pero el espíritu burlón, si anidaba en las palabras de Ralph, por esta vez no se asomaba a su rostro. -¿Querrías desterrar a madame Merle? -preguntó.
- De ningún modo -contestó Ralph-. Es una compañía demasiado buena. A mí, por lo menos, me deleita. -¡Eres de lo más odioso! -exclamó ella. Luego le preguntó si sabía algo que no hablase en honor de su brillante amiga.
- Absolutamente nada -dijo Ralph-. ¿No ves que eso es lo que te estoy diciendo?
Podrás encontrar un puntito negro en el carácter de cualquiera otra persona. Tengo la seguridad de que también podría encontrártelo a ti si le dedicara media hora de tiempo. Por mi parte, yo tengo más manchas que un leopardo. Pero, en madame Merle, ni una; ¡nada, nada, nada!
- Eso es justamente lo que yo creo -afirmó Isabel con un enérgico cabeceo-. Y por eso la quiero tanto.
- Para ti, es una persona extraordinaria. Ya que quieres ver mundo, no puedes encontrar mejor guía que ella.
- Supongo que con eso querrás decir que es una mujer de mundo. -¿De mundo? Nada de eso -dijo Ralph-. ¡Es el globo del mundo en persona!
No se trataba, como Isabel había querido al principio creer, de un refinamiento de la malicia por parte de Ralph decir que le deleitaba madame Merle. Ralph Touchett tomaba su placer donde lo hallaba y no se habría perdonado a sí mismo una indiferencia total a los hechizos de aquella maestra del arte social. Hay, sin duda, simpatías y antipatías profundas, y podía haber sucedido que, a pesar de la justicia con que él juzgaba a madame Merle, la ausencia de ésta de casa de su madre no hubiera convertido la vida de Ralph en un erial. Pero Ralph Touchett había aprendido a observar más o menos inescrutablemente, y no existía nada tan «sostenido» como presenciar la actuación global de madame Merle. Él la degustaba a pequeños sorbos, le permitía actuar, con un sentido de la oportunidad que ni ella misma habría podido superar. En algunos momentos sentía lástima por ella y, cosa extraña, era en tales ocasiones cuando se mostraba menos generoso. Estaba seguro de que madame Merle había sido enormemente ambiciosa y de que lo por ella logrado quedaba muy por debajo de su secreta medida. A pesar de haberse entrenado a la perfección, su amiga no había alcanzado ninguno de los premios. Seguía siendo nada más que madame Merle, viuda de un negociant suizo, con una pequeña renta y numerosas relaciones, una señora que iba a pasar muchas temporadas en casa de unos y otros, era querida por todo el mundo y a todos «gustaba», como el último libro de habladurías amenas. Había algo trágico en el contraste entre su situación verdadera y la otra media docena de situaciones que a juicio de él suscitaban la esperanza de la dama. La madre de Ralph estaba convencida de que se llevaba muy bien con su amiga. Para la señora Touchett, dos personas que seguían de tal manera dos líneas de conducta tan ingeniosas, tan enteramente personales, por fuerza tendrían mucho en común. Ralph había prestado la debida consideración a la intimidad de Isabel con su eminente compañera, y hacía ya tiempo que en su fuero interno había resuelto que no podía, sin hallar oposición, guardarse a su prima para él solo; y se conformó con sacar el mejor partido de ello, como había hecho con cosas peores. Creía que todo acabaría por arreglarse, y que no podía durar eternamente. Ninguna de esas dos personas superiores conocía tan bien a la otra como se figuraba, y cuando una de ellas hubiera hecho un par de descubrimientos importantes habría, si no una verdadera ruptura, cuando menos un enfriamiento en sus relaciones. Entretanto, él no tenía inconveniente en admitir que la conversación de la dama de más edad era ventajosa para la más joven, pues ésta tenía no poco que aprender, y no cabía duda de que lo aprendería mejor de madame Merle que de cualquier otro maestro de la juventud. En tal caso, no era probable que Isabel sufriese perjuicio alguno.