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Ralph pensó que, en tales circunstancias, la despedida entre Isabel y su amiga había de ser de índole un tanto molesta y salió a la puerta del hotel a esperar a su prima, quien no tardó en aparecer mostrando en sus ojos la expresión de una reconvención no aceptada. Hicieron el viaje a Gardencourt casi sin abrir la boca ninguno de los dos durante todo el trayecto. El criado que estaba esperándoles en la estación no pudo darles buenas noticias acerca del estado del anciano señor Touchett, lo que hizo a Ralph alegrarse de haber conseguido que el doctor Hope prometiera ir a la mansión en el tren de las cinco para quedarse a pasar allí la noche. Al llegar a la casa, se enteró de que la señora Touchett había permanecido constantemente junto a su esposo y estaba acompañándole en aquel instante.

Esto le hizo pensar en que lo único que a su madre le había faltado siempre era la ocasión propicia. Los caracteres mejores eran los que brillaban a intervalos más distantes. Isabel se marchó a su habitación percibiendo en toda la casa ese tímido silencio que precede a las tristes crisis.

Al cabo de una hora bajó en busca de su tía para preguntar noticias del anciano. Fue a buscarla a la biblioteca, pero la señora Touchett no se encontraba allí y, como el tiempo, que había estado húmedo y frío, acabó de estropearse del todo, supuso que no habría salido a dar su acostumbrado paseo al aire libre. Isabel iba a llamar para pedir a alguien que fuese a las habitaciones de la señora Touchett a preguntar, cuando a sus oídos llegó otro sonido completamente inesperado, el de una melodía quedamente interpretada procedente del salón. Como sabía que su tía no tocaba jamás el piano, se le ocurrió que tal vez Ralph estaba tocando para distraerse; lo cual permitía suponer que ya se había calmado su ansiedad por el estado de su padre. De tal suerte, la muchacha, tranquilizada a su vez, se dirigió hacia el lugar de donde le llegaba aquella dulce melodía. El salón de Gardencourt era una habitación de vastas proporciones y, como el piano estaba colocado en el extremo más distante de la puerta por la que ella entrara, la persona sentada ante el teclado no advirtió su presencia. Tal persona no era ciertamente Ralph ni tampoco su madre; era una dama, en quien Isabel vio en el acto una desconocida para ella, si bien estaba de espaldas a la puerta. Isabel Y contempló con gran sorpresa durante algunos instantes aquella espalda ancha y bien vestida. La dama era, por ° tanto, una invitada que había llegado durante su ausencia y a la que no había mencionado ninguno de los sirvientes -entre ellos la doncella de la señora Touchett, con quienes intercambió algunas palabras desde su regreso. De todos modos, Isabel había tenido ya ocasión de aprender las reservas que pueden a veces tenerse al recibir órdenes, y se había dado exacta cuenta de la sequedad con que la había tratado la doncella de su tía, entre cuyas manos se había escurrido tal vez con excesiva desconfianza y con aires de poseer un plumaje de brillantes colores.

Precisamente la llegada de un nuevo huésped no tenía en sí nada de desconcertante en aquel lugar. Pero ella no había logrado aún despojarse de la juvenil superstición de que todo nuevo conocido tenía que ejercer cierta momentánea influencia en su propia vida. Mientras estaba haciéndose estas reflexiones, se dio cuenta de que la dama que tocaba el piano lo hacía admirablemente. Interpretaba en aquel momento algo de Schubert -no sabía Isabel a punto fijo qué obra, pero algo de Schubert sin duda- y lo expresaba de una manera muy personal que acusaba gran habilidad técnica y hondo sentimiento. Se sentó Isabel sin hacer el menor ruido y se quedó inmóvil hasta el final de la pieza. Una vez terminada, experimentó un irresistible deseo de dar las gracias a la intérprete y se levantó de su asiento para hacerlo. Al mismo tiempo, la forastera se volvió rápidamente, como si hubiese percibido la presencia de alguien.

- Es una obra muy bella y su manera de interpretarla la embellece más todavía -dijo Isabel con la misma juvenil expansión con que solía expresarse cuando se sentía verdaderamente arrebatada. -¿No cree usted entonces que moleste al señor Touchett? -contestó la pianista con la suavidad que a la exquisitez del cumplido correspondía. Y añadió-: La casa es tan inmensa, y esta habitación está tan retirada, que pensé que podría atreverme, sobre todo tocando, como lo estaba haciendo… du bout des doigts.

«Es francesa -pensó Isabel-. Habla como si lo fuera». Y esa hipótesis realzó el interés de la artista a los ojos de nuestra curiosa heroína.

- Espero que mi tío se encuentre mejor -dijo-. Me inclino a pensar que oír esa deliciosa música le reconfortará.


- Me temo que hay momentos en la vida en que ni el mismo Schubert tiene nada que decirnos -observó la dama, aunque sonriendo-. Naturalmente, hemos de reconocer que tales momentos son los peores que podemos pasar.

- Por fortuna no me siento en uno de ellos -dijo Isabel-. Al contrario, me agradaría infinito oírle tocar algo más.

- Si de veras le interesa…, por mí, encantada.

Y la amable persona se sentó de nuevo al piano y tocó unos cuantos acordes mientras Isabel se acercaba más al instrumento. De pronto, la nueva visitante se detuvo sin levantar las manos del teclado y se volvió, mirando por encima del hombro. Era una mujer como de unos cuarenta años, no hermosa, aunque de expresión sumamente interesante.

- Perdone -dijo-, ¿no es usted la sobrina…, la joven americana? Isabel replicó sencillamente:

- Sí, soy su sobrina.

La dama del piano siguió un momento en la misma posición, mirando con interés por encima del hombro.

- Está muy bien; somos compatriotas -dijo al fin, y comenzó de nuevo a tocar.

- Entonces no es francesa -murmuró Isabel.

Y, como su anterior hipótesis la tornara romántica, era de suponer que tal revelación le provocara un desencanto. Mas no hubo tal cosa, pues mas raro aún que ser francesa parecía ser americana y tan singularmente interesante.

Tocó la dama a la manera de antes, con igual suavidad y solemnidad, y mientras lo hacía empezaron a adensarse las sombras en el salón. El crepúsculo otoñal iba deslizándose dentro de aquel recinto en tanto que Isabel, desde su sitio, contemplaba cómo la lluvia comenzaba a caer ya fuertemente, inundando el verde césped, y el viento agitaba con furia los frondosos árboles. Por último, al terminar la música, la artista se levantó, se acercó a ella y, antes de que Isabel tuviese tiempo de darle nuevamente las gracias, dijo:

- Me alegro mucho de que haya vuelto. He oído hablar mucho de usted.

Isabel pensó que era una persona muy simpática, pero, a pesar de ello, no pudo por menos de preguntar con cierta brusquedad en respuesta a las palabras de la otra: -¿Quién le ha hablado a usted de mí?

- Su tío -dijo la extraña mujer tras dudar un instante-. Llevo aquí tres días, y el primero me hizo ir a verle a su habitación y me estuvo hablando de usted todo el tiempo.

- Teniendo en cuenta que no me conocía, debió de aburrirse mucho.

- No. Me entraron ganas de conocerla. Sobre todo porque desde entonces…, como la señora Touchett está tanto con su marido…, me he pasado sola casi todo el tiempo y ya estoy cansada de mi propia compañía. Verdaderamente no he escogido un buen momento para mi visita.

En aquel instante entró un criado con unos candelabros, seguido por otro portador del servicio de té. La señora Touchett debió de haber sido avisada de aquel refrigerio, porque al instante hizo acto de presencia y se dirigió sin más a la tetera. Su manera de dar la bienvenida a su sobrina no se diferenció absolutamente en nada de su manera de levantar la tapadera del recipiente para ver cómo estaba el contenido; en ninguno de los dos actos apareció la menor señal de ansiedad. Al preguntársele por su marido, no pudo decir que le encontraba mejor, pero el médico de la localidad estaba ahora con él y podía esperarse mucho de la consulta que luego tendría lugar entre él y el doctor sir Matthew Hope.

- Supongo que ya habrán entablado conocimiento -prosiguió la señora Touchett-. Si aún no lo han hecho, les recomiendo que lo hagan, pues mientras Ralph y yo tengamos que seguir junto a la cabecera del señor Touchett, deberán conformarse exclusivamente con su mutua compañía.


- Lo único que hasta ahora sé de usted es que es una gran pianista -dijo Isabel a la visitante.

- Pues hay muchas otras cosas que saber de ella -apostilló la señora Touchett en su acostumbrado tono seco.

- De todo ello habrá muy poco que pueda interesar a la señorita Archer -comentó la pianista riendo suavemente-. Soy una antigua amiga de su tía y he vivido mucho tiempo en Florencia. Soy madame Merle.

Dio a conocer su nombre como si estuviera hablando de una persona distante y completamente distinta de ella. Todo lo cual era, en realidad, bien poca cosa para Isabel. Lo único que de madame Merle la impresionaba era que tenía los modales más encantadores y distinguidos que hasta entonces había visto.

- A pesar de su nombre -dijo la señora Touchett-, no es extranjera, pues nació…, siempre olvido su lugar de nacimiento.

- Entonces casi no vale la pena que se lo diga. -Todo lo contrario -replicó la señora Touchett, que jamás dejaba pasar por alto la menor falta de lógica-. Si me acordara, sería completamente innecesario que usted me lo dijera.

Madame Merle sonrió a Isabel con una de esas son risas de índole mundial que de inmediato atraviesan toda suerte de fronteras, y dijo:

- Nací a la sombra de nuestra bandera nacional. La señora Touchett interrumpió para decir: -Le entusiasma todo lo misterioso; ése es su gran defecto.

- Desde luego, tengo muchos defectos -admitió madame Merle-, pero no creo que ése sea uno de ellos.

Por lo menos, no el mayor de todos. Vine al mundo en el arsenal de Brooklyn. Mi padre era un oficial de alta graduación de la Marina de Estados Unidos y en aquel entonces desempeñaba un cargo de gran responsabilidad en el astillero. Así pues, lo natural sería que me gustara mucho el mar, pero en cambio lo detesto, y ésa es la razón por la que no he vuelto a América. Amo la tierra, y lo verdaderamente grande es amar algo.

En su calidad de testigo desapasionado, Isabel no se había sentido impresionada por la breve descripción que su tía acababa de hacer de la nueva visitante, quien tenía un rostro expresivo, abierto a la comunicación, simpático y completamente distinto de lo que a Isabel se le antojaba debían ser los de personas reservadas y en exceso recónditas. Era un rostro que denotaba gran amplitud de espíritu, emociones prontas y espontáneas y, aunque no poseía una belleza regular, era en grado sumo atrayente y acogedor. Madame Merle era una mujer alta, rubia y bien proporcionada. En ella todo era curvo y lleno, aunque sin esas acumulaciones que denotan la pesadez. Sus rasgos eran marcados, pero en debida proporción y armonía, y su semblante denotaba buena salud.

Tenía los ojos grises, pequeños, pero llenos de luz e incapaces de toda tontería…, incluso, al decir de muchos, incapaces de verter lágrimas; grande y bien dibujada era su boca, cuya comisura izquierda se elevaba un poco al sonreír de un modo que la mayoría de la gente consideraba exótico, algunos afectado, y sólo unos cuantos gracioso. Isabel entró a formar parte del grupo de los últimos. Madame Merle tenía una cabellera espesa, rubia, peinada un poco a la manera clásica, como si quisiera representar un busto que a Isabel se le antojaba pu- diera ser el de Juno o el de una Niobe; unas manos grandes y blancas de corte y forma perfectos, tan perfectos que su dueña prefería dejarlas completamente desnudas, por lo que no llevaba ningún anillo. Como ya vimos, Isabel la tomó al pronto por francesa, pero una observación más detenida podía haberla clasificado como alemana, de clase alta, tal vez austríaca, baronesa, condesa, incluso princesa.

Nunca se habría sospechado que había venido al mundo en Brooklyn… aunque en verdad nadie podía sostener que el aire de suprema distinción que su persona irradiaba fuera incompatible con el hecho de haber nacido en el lugar mencionado. Bien es cierto que sobre su cuna había flotado la bandera nacional y que la brisa de libertad que agitaba el pedazo de tela tachonado de estrellas y surcado de barras horizontales acaso tuvo una influencia decisiva en la actitud que ella tomó frente a la vida. Y, sin embargo, no tenía absolutamente nada del gallardete agitado y sacudido por el viento, sino que, por el contrario, sus modales, ademanes y movimientos denotaban la calma y la confianza que se adquieren en una larga experiencia. La experiencia, empero, no había apagado su juventud, sólo le había otorgado tolerancia y simpatía. En resumidas cuentas, puede decirse que era una mujer de grandes impulsos, mantenidos en un orden admirable. Lo que a los ojos de Isabel aparecía como una combinación ideal.

La muchacha se hacía todas estas reflexiones mientras las tres damas tomaban el té, ceremonia que no tardó en quedar interrumpida por la llegada del gran doctor de Londres, a quien inmediatamente se hizo pasar al salón.

La señora Touchett se lo llevó a la biblioteca para hablar allí a solas con él, y madame Merle e Isabel se separaron para volver a reunirse a la hora de la cena. La idea de ir conociendo a mujer tan interesante contribuyó a mitigar un tanto en Isabel aquel sentimiento de tristeza que parecía difundido por toda la enorme mansión de Gardencourt.

Cuando volvió al salón antes de la cena, lo encontró vacío, pero al cabo de un instante llegó Ralph. Su angustia por el estado de su padre parecía haberse calmado un tanto, pues la opinión del doctor Hope acerca del paciente era menos pesimista de la que el hijo abrigaba.

El doctor recomendó que durante las tres o cuatro horas siguientes solo se quedase la enfermera acompañando al paciente; de modo que Ralph, su madre y el doctor pudieron acudir a la mesa para comer. A su debido tiempo aparecieron la señora Touchett y el doctor y, por último, madame Merle.

Antes de que llegara, Isabel, acercándose a Ralph, que estaba de pie junto a la chimenea, le preguntó:

- Por favor, dime, ¿quién es esa señora Merle?

- La mujer más inteligente que he conocido en mi vida, sin excluirte a ti -contestó Ralph.

- Me ha parecido verdaderamente agradable.

- Estaba seguro de que habría de parecértelo. -¿La invitaste por eso?

- No la invité yo y, a nuestro regreso de Londres, no sabía siquiera que estuviese aquí.

No la ha invitado nadie. Es una amiga de mi madre; y cuando tú y yo acabábamos de irnos a Londres, mi madre recibió unas líneas de ella. Había llegado a Inglaterra (actualmente vive en el extranjero, aunque antes solía vivir la mayor parte del tiempo aquí). En ellas le pedía su consentimiento para venir a pasar unos días a casa. Es una mujer que puede permitirse tales confianzas, pues siempre es admirablemente recibida dondequiera que va. Con mi madre no tenía por qué andarse con cumplidos, porque es precisamente la única persona del mundo a quien mi madre admira. Si mi madre no fuera quien es, (que, después de todo, es lo que prefiere) le gustaría ser madame Merle. Eso supondría, naturalmente, un cambio enorme, como puedes figurarte.

- Es un encanto -dijo Isabel-. Además, toca admirablemente.

- Lo hace todo admirablemente. Es una mujer completa. Isabel miró a su primo y dijo:

- A ti no te gusta.

- Al contrario, hubo un tiempo en que estuve enamorado de ella.

- Y no te hizo caso y por eso no te gusta. -¿Cómo se iba a plantear tal cosa si monsieur Merle vivía entonces? -¿Murió?

- Eso dice ella.


- ¿No lo crees?

- Sí, porque la declaración concuerda con todas las probabilidades. El marido de madame Merle era lógico que muriera.

Isabel miró a su primo nuevamente y dijo:

- No sé lo que quieres decir. Quieres decir algo… que no piensas. ¿Quién era el señor Merle?

- El marido de madame.

- Eres insoportable. ¿Tuvieron hijos?

- Ni la más mínima criatura… por fortuna. -¿Por fortuna?

- Digo por fortuna… para el hijo. Seguramente ella lo habría echado a perder.

Isabel estaba a punto de decirle por tercera vez que era insoportable, cuando la discusión fue interrumpida por la entrada de la dama de quien estaban hablando. Llegó ésta apresuradamente, pidiendo disculpas por su tardanza, cerrándose una pulsera y vestida con un traje de satén azul oscuro que dejaba ver un blanco busto apenas cubierto por un curioso collar de plata cincelada. Ralph se apresuró a ofrecerle el brazo con la cortés premura del hombre que ha dejado de estar enamorado.

Sin embargo, aun cuando hubiese sido aquélla su condición, Ralph tenía en aquel momento otras preocupaciones. El doctor pasó la noche en Gardencourt y, al volver a Londres por la mañana después de otra consulta con el médico de cabecera del señor Touchett, accedió al deseo de Ralph de volver a verle al día siguiente. Así pues, al siguiente día se presentó de nuevo el doctor y su opinión fue entonces menos favorable que la primera vez, pues el enfermo había empeorado en las últimas veinticuatro horas. Su debilidad era tan extrema que a su hijo, que no se apartaba de la cabecera de la cama, le parecía que el final estaba próximo. El médico local, hombre sumamente sagaz en quien Ralph tenía más confianza que en el célebre doctor de la capital, apenas se separaba del enfermo, y el doctor sir Matthew Hope volvió a visitarle varias veces. El señor Touchett se pasaba la mayor parte del tiempo sin sentido, durmiendo mucho y hablando muy rara vez. Isabel ardía en deseos de serle útil en algo, y le permitían acompañarle durante las horas en que sus otros enfermeros (entre los cuales la señora Touchett no era la menos asidua) se iban a descansar. El enfermo parecía no reconocerla nunca y ella se decía a sí misma: «Si se muriese mientras yo estoy sentada aquí…». Esta idea la tenía siempre espabilada y despierta. Una vez abrió él los ojos y los fijó en ella como si la reconociese, pero cuando Isabel fue a acercársela, creyendo que la reconocería, los cerró y cayó de nuevo en el sopor. Al día siguiente pareció revivir durante un largo rato. Se hallaba en tal momento solo con Ralph, y el anciano comenzó a hablar, con gran satisfacción por parte del hijo, que le aseguraba que no tardarían en verle otra vez sentado.

- No, hijo mío -dijo el señor Touchett-, a menos que me hagas enterrar sentado, como hacían algunos antiguos… ¿eran los antiguos?

- Vamos, papá; no digas esas cosas -murmuró Ralph-. No vas a negar que estás mejor.

- No tendría por qué negarlo si tú no lo dijeras -contestó el anciano-. ¿Por qué hemos de engañarnos precisamente al final? Antes no nos engañábamos. Alguna vez me he de morir, y más vale morirse cuando uno está enfermo que cuando se está bueno. Estoy muy enfermo… como nunca estuve. ¿No vas a querer demostrarme que aún puedo verme peor que ahora? Eso estaría demasiado mal. No lo harás, ¿eh? Bien, entonces.

Y después de haber establecido su opinión se quedó tranquilo. Pero en la siguiente ocasión que el hijo se quedó solo con él entabló de nuevo la conversación. La enfermera se había marchado a cenar y Ralph hacía solo su turno, reemplazando a la señora Touchett, que había permanecido a la cabecera del enfermo desde la hora de la comida. La habitación estaba solamente iluminada por el chisporroteante fuego de la chimenea, que era indis pensable mantener, y la sombra de Ralph se proyectaba muy alargada, ya sobre la pared, ya contra el techo, siempre variante y siempre igualmente grotesca.

El anciano preguntó: -¿Quién está conmigo… es mi hijo?

- Sí, es tu hijo, papá. -¿No hay nadie más?

- Nadie más.

El viejo señor Touchett permaneció un momento en silencio. Luego dijo:

- Quiero que hablemos un poco. Ralph quiso oponerse diciendo:

- Te vas a cansar, papá.

- No importa si me canso. Por fin voy a tener un largo descanso. Quiero hablarte de ti. Ralph se había aproximado más al lecho y, sentándose, adelantó la mano para tomar la de su padre.

- Podrías haber escogido otro tema más brillante -dijo.

- Tú has sido siempre brillante. Recuerdo que me enorgullecía de tu brillantez. Me gustaría pensar que vas a hacer algo.

- Si nos dejas, lo único que podré hacer es echarte de menos -contestó su hijo.

- Precisamente eso es lo que yo no quiero, y de eso deseo hablar. Debes tomarte nuevo interés por algo.

- No quiero interesarme por nada, papá. Tengo demasiados viejos intereses y no sé qué hacer con ellos.

El anciano clavó la mirada en el hijo; su rostro era el de un moribundo, pero los ojos eran los de Daniel Touchett. Parecía que estaba reflexionando sobre los intereses de Ralph.

Al final dijo:

- Por lo pronto tienes a tu madre. Tendrás que cuidar de ella.

- Ella se las arreglará siempre sola. El anciano contestó:

- Tal vez, a medida que se vaya haciendo más vieja, tendrá necesidad de ayuda.

- Yo no llegaré a verlo. Seguramente ella vivirá más que yo.

- Es muy posible que así sea, pero eso no es una razón…

- El señor Touchett exhaló esta frase junto con un tenue suspiro y volvió a quedarse callado.

- No te preocupes por nosotros -dijo Ralph-. Ya sabes que mi madre y yo nos llevamos perfectamente.

- Sí, a fuerza de no estar juntos, y eso no es lo natural.

- Si nos dejas, tal vez nos veremos más.

El viejo observó con divagante incoherencia:

- La verdad, no cabe decir que mi muerte haya de cambiar gran cosa la vida de tu madre.

- Tal vez más de lo que tú piensas.

- Tendrá, por lo pronto, más dinero -comentó el anciano-. Le he dejado una buena viudedad, como si hubiera sido una buena esposa.

- Y lo ha sido, papá… con arreglo a sus ideas. Nunca te molestó. El señor Touchett murmuró: -¡Ah! Algunas molestias resultan agradables; por ejemplo, las que tú me has proporcionado. Pero las de tu madre han sido menos… menos… ¿cómo las llamaré?… menos fuera de lugar desde que estoy tan enfermo. Me imagino que ella sabe que me he dado cuenta.

- Yo se lo diré; y me alegro con toda el alma de que lo comentes.


- Eso la tendrá sin cuidado, porque no lo hace por serme útil. Lo hace por agradar… por agradar… -Y se recostó un rato tratando de pensar en por qué lo hacía ella. Al fin, añadió: Lo hace porque le va bien. Pero no era de eso de lo que quería hablar. Es de ti mismo. Tú quedarás en una situación muy acomodada.

- Ya lo sé; pero supongo que no te habrás olvidado de lo que hablamos hace un año cuando te dije exactamente el dinero que precisaba, y te pedí que hicieras algo de provecho con el resto.

- Sí, es cierto, me acuerdo. A los pocos días hice otro testamento. Me pareció que era la primera vez que ocurría eso, que un joven procurase que se hiciera un testamento que le perjudicara.

- No me perjudica -replicó Ralph-. Lo que me perjudicaría sería tener grandes propiedades que administrar. A un hombre de mi precario estado de salud le es imposible gastar mucho dinero, y con lo necesario basta y sobra.

- Bien, pues tendrás lo suficiente… y algo añadido. Quiero decir que habrá más que suficiente para uno… y bastante para dos.

- Es demasiado -dijo Ralph.

- No digas eso. Lo mejor que puedes hacer, una vez que yo me haya ido, es casarte.

Ralph había barruntado adonde quería llegar su padre, de modo que tal insinuación no le resultó del todo nueva. Era para su padre la más ingeniosa manera de mantener una visión optimista sobre la duración de su hijo. Ralph la había tomado siempre a broma, pero en aquellas circunstancias no era cuestión de seguir bromeando. Se apoyó, pues, en el respaldo de su silla y devolvió con su afectuosa mirada la angustiosa de su padre.

- Si yo, con una esposa que no me ha querido, he podido tener una vida dichosa -dijo suavemente el anciano, llevando aún más allá su inventiva-, ¿qué vida no podrás tener tú casándote con una persona distinta de la señora Touchett? Hay muchas más mujeres distintas de ella que parecidas a ella. -Ralph continuó sin decir palabra, y, al cabo de un instante, el padre resumió cariñosamente-: ¿Qué piensas de tu prima para eso?

Ralph se sobresaltó al oír tal pregunta, y contestó con una sonrisa forzada: -¿Me quieres con eso insinuar que debería casarme con Isabel?

- A ello quería ir a parar después de todo. ¿Es que no te gusta Isabel?

- Muchísimo. -Ralph se levantó de la silla donde estaba sentado y se acercó a la chimenea. Estuvo un instante inmóvil ante ella y luego se puso a atizar el fuego mecánicamente. Por fin repitió-: Isabel me gusta muchísimo.

Su padre dijo entonces:

- Yo sé que también tú le gustas a ella. Ella me ha dicho que te quiere mucho. -¿Pero te especificó alguna vez que le gustaría casarse conmigo?

- No, pero no puede tener nada contra ti, y no he visto en mi vida mujer tan deliciosa como ella. Seguramente sería muy buena para ti. No sabes cuánto llevo pensado en ello.

Ralph volvió nuevamente al lado de la cama y contestó:

- También yo; no tengo inconveniente en confesarlo.

- Di. ¿Estás enamorado de ella? He creído que lo estabas. Parece como si hubiera llegado a propósito.

- Enamorado de ella, no, no lo estoy; pero lo estaría si algunas cosas fuesen distintas de lo que son. -¡Ah! Por desgracia, las' cosas son siempre distintas de lo que deben ser -exclamó el anciano-. Si piensas esperar a que cambien, no harás nunca nada. Ignoro si tú lo sabes, pero me imagino que en un momento así no hago mal en mencionarlo: hace unos días, una persona ha propuesto a Isabel casarse con ella y ha sido rechazado.

- Ya sé que ha rechazado a Warburton. El mismo me lo dijo.

- Pues eso prueba, por lo pronto, que hay probabilidades para algún otro.


- También hubo otro en Londres hace tres días que corrió el mismo riesgo… con idéntico resultado.

El anciano señor Touchett preguntó ansiosamente: -¿Tú?

- No; fue un antiguo amigo de ella. Un pobre hombre que cruzó el mar y vino de América para volverse de vacío.

- Pues lo siento por él, sea quien fuere. Todo eso no prueba más que una cosa: que tienes expedito el camino.

- Pero, querido papá, la cuestión es que yo no estoy en condiciones de poder andarlo. Soy hombre de pocas convicciones, pero las que tengo están bien arraigadas en mi alma. Una de ellas es que lo mejor de todo es no casarse con parientes, especialmente entre primos. Otra, que los individuos que padecen de una afección pulmonar en estado avanzado no deben casarse en absoluto.

El viejo señor Touchett levantó la mano, la movió dos o tres veces de un lado para otro y dijo: -¿Qué clase de preocupaciones son ésas? Miras las cosas de una manera que todo tiene que salirte al revés. ¿Qué clase de prima es una a la que no has visto hasta después de que haya cumplido los veinte años? A decir verdad, todos somos primos entre nosotros y, si nos parásemos en escrúpulos como ése, hace tiempo que la humanidad habría desaparecido.

Lo mismo digo de tu dichosa afección pulmonar. Ahora estás mucho mejor que antes. Lo único que necesitas, pues, es llevar una vida normal, natural. Es mucho más natural casarse con una hermosa muchacha a la que se ama que permanecer soltero por atenerse a falsos principios.

- Pero yo no estoy enamorado de Isabel -protestó Ralph.

- Hace un momento has dicho que lo estarías si no creyeses que eso estaba mal. Y voy a probarte que no está mal en absoluto.

- Pero papá, no vas a conseguir más que fatigarte -dijo Ralph, que estaba admirado de la tenacidad de su padre y de cómo lograba sacar fuerzas de flaquezas para insistir-. ¿A dónde iremos a parar, entonces? -¿A dónde irías a parar tú si yo no hubiese ya dispuesto lo necesario? No quieres tener nada que ver con el banco y no me tendrás a mí para ocuparme de esas cosas. Dices que tienes muchos intereses, pero yo no los veo.

Ralph se apoyó en el respaldo de su silla con los brazos cruzados y durante un momento fijó los ojos en el suelo, meditando. Por fin, con actitud de quien se reviste de coraje, dijo:

- Yo siento un enorme interés por mi prima, pero no un interés de la clase que tú deseas. Seguramente no viviré muchos años, pero tengo la esperanza de vivir lo bastante para ver qué va a hacer ella consigo misma. Isabel es por completo independiente de mí, no puedo ejercer sino escasísima influencia en su vida; pero me agradaría poder hacer algo por ella. -¿Qué es lo que te gustaría hacer?

- Algo como… darles un poco de viento a sus velas. -¿Qué quieres decir con eso?

- Que me gustaría facilitarle los medios para que hiciese algunas de las cosas que anhela. Por ejemplo, ella quiere ver el mundo, y me gustaría meterle en los bolsillos el dinero necesario para ello.

El anciano dijo:

- Me alegro de que hayas pensado en eso. Por lo pronto, yo también había pensado. En mí testamento le dejo un legado de cinco mil libras.


- Eso es lo principal, y has sido muy generoso al hacerlo; pero yo quería hacer algo más aún.

Algo de aquella velada agudeza con que el anciano había acostumbrado durante toda la vida a escuchar una propuesta financiera remoloneaba todavía en su semblante, en el que el enfermo no había borrado al hombre de negocios. Calló, pues, un instante y luego dijo:

- Será para mí un placer examinar detenidamente el asunto.

- Isabel es pobre. Mi madre me ha dicho que sólo dispone de unos cuantos cientos de dólares al año y yo quisiera hacerla rica. -¿Qué entiendes tú por ser rico?

- A mí me parece que es rico el que cuenta con los medios para satisfacer las exigencias de su imaginación. Ya sabes que Isabel tiene mucha imaginación.

- También tú la tienes, hijo mío -dijo el señor Touchett escuchando con atención, si bien un tanto confuso.

- Me has dicho que voy a tener dinero bastante para dos. Entonces, lo que quiero es que me retires lo que ha de ser superfluo para mí y se lo dejes a Isabel. Divide mi herencia en dos mitades iguales y déjale una a ella. -¿Para hacer lo que ella quiera?

- Absolutamente lo que le parezca. -¿Y sin ninguna contrapartida? -¿Qué contrapartida quieres que haya?

- La que antes dije. -¿El que se case con alguien? Precisamente, te hago esta sugerencia para evitar que tenga que caer en ello. Si disfruta de una renta suficiente, no se verá obligada a casarse con uno que pueda mantenerla en- buenas condiciones. Eso es lo que yo quisiera evitar a toda costa. Ella quiere ser libre y tu legado le daría la libertad que apetece.

- Bien; a la vista está que has pensado ya en ello -dijo el viejo señor Touchett-. Pero, la verdad, no sé por qué recurres a mí. El dinero ha de ser tuyo, y puedes dárselo tú mismo.

Ralph le miró boquiabierto.

- Por favor, padre; yo no puedo ofrecerle dinero a Isabel. El anciano emitió un gemido. -¡No me digas que no estás enamorado de ella! ¿Quieres, entonces, que yo me encargue por completo del asunto?

- Por completo. Lo único que quiero es que incluyas una nueva cláusula en el testamento, pero sin hacer ninguna referencia a mi deseo. -¿Y quieres que haga otro testamento?

- Nada de eso, con unas cuantas palabras bastará. En cuanto te sientas un poco mejor podrás hacerlo.

- Entonces, telegrafía al señor Hilary No quiero hacer nada sin consultarle.

- Mañana mismo lo verás.

- Va a pensar que nos hemos peleado -comentó el señor Touchett.

- Es lo más probable -dijo Ralph sonriendo-. Prefiero que piense eso y, para remachar la idea, te prevengo que me mostraré lo más antipático, duro y horrendo contigo.

Al señor Touchett pareció atraerle el humor de aquella farsa, y estuvo reflexionando sobre ello en silencio. Por fin dijo:

- Como quieras, haré lo que digas. Pero te confieso que no sé si haremos bien. Tú dices que quieres insuflarle viento en sus velas, pero cuidado, no sea que soples demasiado.

- Me gustaría verla impulsada por una brisa.

- Hablas como si para ti fuese cosa de diversión.

- Y, en gran parte, lo es.


- Pues no sé si te entiendo -dijo suspirando el señor Touchett. Verdaderamente, los jóvenes de hoy son bien distintos de lo que yo era. Cuando en mis tiempos me gustaba una muchacha, no me contentaba con mirarla. Tú tienes unos escrúpulos que yo no habría tenido, ideas que tampoco habría tenido. ¿Dices que Isabel quiere ser libre y que el serlo le evitará tener que casarse por dinero? ¿Crees que ella es mujer capaz de semejante cosa?

- En absoluto. Pero es que ahora tiene menos dinero que nunca. Su padre le proporcionaba antes todo, porque se comía el capital. Ahora a Isabel no le quedan para vivir más que las migajas del festín, y no se da cuenta de lo escasas que son… no ha podido enterarse todavía. Mi madre me lo ha contado todo, Isabel se enterará cuando se vea arrojada al torbellino del mundo, y me sería muy doloroso pensar que no pudiera satisfacer muchas de sus necesidades.

- Con las cinco mil libras que le dejo puede satisfacer muchas necesidades.

- Sin duda, pero es muy probable que se las gaste en dos o tres años. -¿Entonces piensas que será una derrochadora?

- No me cabe la menor duda -dijo Ralph sonriendo tranquilamente.

La agudeza del anciano señor Touchett estaba siendo rápidamente reemplazada por una visible confusión.

- Entonces el que dé fin a la cantidad mayor que pueda recibir será sólo cuestión de tiempo.

- No lo creo, aunque me temo que, al principio, empiece a tirar la casa por la ventana. También es muy probable que dé una parte a sus hermanas. Pero, en cuanto recapacite y recobre el dominio de sí misma, se acordará de que tiene toda una vida ante sí y de que ha de vivir con sus propios medios.

El viejo dijo como resignado:

- Vamos, se ve que lo tienes todo bien pensado. No hay duda de que te inspira un enorme interés.

- En realidad, no puedes decir que voy demasiado lejos. Tú querías que fuera más lejos todavía.

El señor Touchett replicó:

- La verdad, no sé. Creo que no lo veo igual que tú. Me parece un poco inmoral. -¿Cómo, inmoral, querido papá?

- Bueno, no creo que esté bien facilitarle tanto las cosas a nadie.

- Depende de quién sea. Cuando se trata de una buena persona, el facilitar las cosas es rendir crédito a la virtud. ¿Puede haber acto más noble que facilitar la realización de los buenos impulsos?

Al señor Touchett le resultaba difícil seguir aquel razonamiento y se detuvo un instante. Al cabo del cual, dijo: -Verdaderamente Isabel es un encanto, pero, ¿la crees tan buena como todo eso?

- Será tan buena como lo sean sus mejores oportunidades -replicó Ralph.

Y el viejo señor Touchett declaró:

- Pues con sesenta mil libras no le van a faltar buenas oportunidades.

- No me cabe duda de que sabrá aprovecharlas. -Desde luego, yo haré lo que tú quieras únicamente quería entenderlo un poco.

- Pero ¿no lo entiendes ya, querido papá? -preguntó Ralph con voz acariciante-. Si te parece, no nos preocupemos más del asunto. Dejémoslo ya.

El señor Touchett se quedó callado durante largo rato, y su hijo se imaginó que había abandonado ya el deseo de seguir dándole vueltas. Pero luego el viejo comenzó de nuevo a hablar con gran lucidez:

- Antes de todo, dime: ¿no te parece que una muchacha con sesenta mil libras podría ser víctima de los cazadores de dotes?


- Le será difícil ser la víctima de más de uno.

- Uno me parece ya demasiado.

- No hay que retroceder. Ese es uno de los riesgos, y ya lo he calculado. Lo considero un riesgo apreciable, aunque pequeño, y estoy dispuesto a aceptarlo.

El anciano señor Touchett fue pasando del estado de agudeza mental al de perplejidad y de la perplejidad a la admiración. Y dijo:

- Bien, ya te has metido en ello; pero no veo qué fruto puedas sacar de todo ese embrollo.

Ralph se inclinó sobre las almohadas de su padre y las ahuecó con suavidad, temeroso de haber prolongado con exceso la conversación. No obstante, dijo:

- Sacaré lo que hace un momento te dije que quería poner al alcance de Isabel… el haber satisfecho las exigencias de mi imaginación… Y reconozco que es un verdadero escándalo la manera cómo me he aprovechado de ti para lograrlo.

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