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ОглавлениеUn par de semanas después de tal suceso madame Merle llegó en un coche de alquiler a la casa de la plaza Winchester. Al bajar de él, lo primero que vieron sus ojos fue una ancha y pulida tabla de madera, suspendida entre las ventanas del comedor, y sobre cuyo negro fondo campeaban pintadas en blanco estas palabras: «Casa señorial en venta» y, debajo, la dirección del agente. «No pierden el tiempo, por lo visto», se dijo a sí misma la visitante al empuñar el llamador de bronce, añadiendo mientras esperaba que acudiesen a abrir: «Es gente práctica». Una vez dentro de la casa, subió al salón, en el que advirtió no pocas señales de abandono: los cuadros descolgados de las paredes descansando sobre los sofás, las ventanas desguarnecidas, los pisos desnudos de alfombras. La señora Touchett la recibió y, antes de que hablase, dijo que daba el pésame por recibido.
- Sé perfectamente lo que va usted a decirme… que era un hombre verdaderamente bueno. Eso lo sé yo mejor que nadie porque fui quien le dio más oportunidades de demostrarlo, por lo cual creo que fui para él una buena esposa. -Y añadió que, al final, él pareció reconocerlo así-. Me ha tratado con gran generosidad. No diré que con más de la que me esperaba, puesto que no esperaba ninguna. Ya sabe usted que, por regla general, yo espero poco o nada. Pero, por lo visto, tuvo a bien reconocer el hecho de que, si bien yo vivía casi siempre en el extranjero y me integraba, libremente, si usted quiere, en esa vida foránea, jamás mostré la menor preferencia por ninguna otra persona.
«Por ninguna otra, excepto por usted misma», contestó mentalmente madame Merle; pero, como lo hizo mentalmente, nadie lo oyó.
La señora Touchett prosiguió su discurso con aquella manera tajante de hablar:
- Nunca sacrifiqué mi marido a ningún otro.
Y madame Merle volvió a pensar otra vez para sí: «Conformes; usted no ha hecho jamás nada por nadie».
En tales mudos comentarios había indudablemente un tanto de cinismo que requiere una explicación. Sobre todo, porque no parecen estar de acuerdo con la imagen -acaso algo superficial- que nos hemos formado del carácter de madame Merle, ni con los hechos reales de la vida de la señora Touchett; y, más todavía, porque madame Merle tenía el firme convencimiento de que la última observación de su amiga no podía interpretarse como una estocada dirigida contra ella. Lo cierto es que, en cuanto hubo traspasado el umbral, tuvo la impresión de que la muerte del señor Touchett había acarreado sutiles consecuencias, algunas de las cuales habían sido provechosas para un reducido círculo de personas, entre las que no estaba ella incluida. Desde luego, era un acontecimiento que no podía por menos de llevar aparejadas consecuencias, y su imaginación no había dejado de ponderarlas durante su reciente estancia en Gardencourt. Pero una cosa era barruntar los hechos mentalmente y otra bien distinta hallarse ante sus corpóreas, macizas realidades. La idea del reparto de los bienes casi diría ella de los despojos- le embotó de repente el juicio y la irritó al hacerla sentir su exclusión. Nada más lejos de mi propósito que el describirla como una de esas bocas hambrientas o esos corazones envidiosos del común de los mortales, pero ya hemos visto que ella había acariciado anhelos que no vio jamás realizados. Si se le hubiese preguntado, habría desde luego admitido -con su más distinguida y orgullosa sonrisa-, que ella no tenía el menor derecho a participar en el reparto de los bienes del señor Touchett, y habría dicho: Debo añadir que, si en aquel momento no podía evitar sentir una codicia perversa, tuvo buen cuidado de no dejarlo traslucir. Al fin y al cabo, se alegraba tanto por las ganancias de la señora Touchett como por sus pérdidas.
- Me ha dejado esta casa -dijo la reciente viuda-; desde luego, no voy a vivir en ella, tengo en Florencia una mucho mejor. Sólo hace tres días que se abrió el testamento, pero ya habíamos puesto el anuncio de la venta. Tengo también una participación en el banco, pero no sé si con la obligación de dejarla allí. Si no es así, seguro que la retiraré. Desde luego, a Ralph le ha dejado Gardencourt, pero no creo que él cuente con medios para poder conservar la posesión. Ha quedado muy bien, ni qué decir tiene, pero su padre ha repartido una enorme cantidad de dinero; hay legados hasta para ciertos primos en tercer grado del estado de Vermont. A Ralph le encanta Gardencourt y se las arreglará para vivir allí los meses de verano con una criada para todo y un ayudante de jardinero. -Y la señora Touchett añadió-:
La única cláusula verdaderamente notable del testamento de mi marido es que le ha dejado una fortuna a mi sobrina.
- Una fortuna -repitió quedamente madame Merle.
- Parece ser que Isabel va a percibir unas sesenta mil libras.
Madame Merle tenía las manos cruzadas en el regazo; al oír aquello las levantó y sin descruzarlas se oprimió el pecho, con los ojos un tanto dilatados y fijos en los de su amiga. -¡Ah! -exclamó-, ¡Qué criatura tan inteligente! La señora Touchett le dirigió una rápida ojeada. -¿Qué quiere decir con esas palabras?
Madame Merle se ruborizó súbitamente y bajó los ojos, respondiendo:
- No hay duda de que es preciso ser inteligente para lograr semejante triunfo… sin ningún esfuerzo.
- Ah, de eso, de que no hubo esfuerzo no cabe la menor duda. No lo llame, pues, triunfo.
Rara vez incurría madame Merle en la torpeza de retractarse de sus afirmaciones. Por lo general tenía el acierto de mantenerlas y presentarlas en su aspecto más favorable. Así supo decir:
- Mi querida amiga, es indudable que Isabel no habría recibido una herencia de sesenta mil libras si no hubiese sido la muchacha más encantadora del mundo; y entre sus principales encantos se encuentra el de su gran inteligencia.
- Estoy segura de que nunca soñó en que mi marido fuera a hacer nada por ella, ni yo me imaginé tal cosa, porque él nunca me dijo que tuviera esa intención. Ella no tenía ningún derecho legal a la fortuna de mi marido, y el ser sobrina mía no podía constituir una gran recomendación. Si ha logrado algo, ha sido inconscientemente. -¡Ah, ésos son los grandes golpes! exclamó madame Merle.
- Ciertamente, la muchacha ha tenido una suerte extraordinaria -dijo la señora Touchett reservándose su opinión-, no lo niego. Por el momento se ha quedado estupefacta. -¿Quiere decir que no sabe qué hacer con el dinero?
- Me imagino que apenas ha meditado en tal cosa. No sabe qué pensar de todo ello. Es como si, de golpe, hubiesen disparado una escopeta a su espalda; está palpándose para ver si no está herida. Hace tres días recibió la visita del principal de los albaceas, que vino galantemente en persona para notificárselo él mismo. Luego él me contó que, cuando Isabel hubo escuchado su pequeña disertación, se echó a llorar. El dinero ha de quedarse en el banco y ella percibirá los intereses.
Madame Merle movió la cabeza con sensata y ahora benigna sonrisa, diciendo: -¡Verdaderamente delicioso! En cuanto lo haga un par de veces acabará por acostumbrarse. -Después de un silencio, preguntó bruscamente-: ¿Qué dice de todo eso su hijo Ralph?
- Se marchó de Inglaterra antes de que se abriera el testamento. Estaba el pobre agotado por la fatiga y la ansiedad y se dio prisa en irse al sur. Fue a la Riviera y todavía no sé nada de él. Pero no es probable que se oponga a la última voluntad de su padre. -¿No ha dicho usted antes que la parte de su hijo había quedado disminuida?
- Por su propio deseo. Me consta que pidió a su padre que hiciera algo por sus lejanos parientes de América. No es hombre que se preocupe de la persona número uno.
- Eso depende de a quién considere el número uno -dijo madame Merle, que clavó los ojos en el suelo durante un rato. Por último, al levantarlos, preguntó-: ¿No podría ver a su afortunada sobrina? -¡No faltaba más! Puede verla, pero no crea que va a verla muy contenta. Estos tres últimos días ha estado tan solemne,que parecía una Dolorosa -dijo la señora Touchett, y tiró del cordón llamando a un criado.
Isabel llegó pocos instantes después de que fueran a buscarla. Al verla, se percató madame Merle de que la comparación de la señora Touchett no carecía de fuerza ni de originalidad. La joven estaba pálida y seria, y su vestido de riguroso luto no contribuía a disminuir ese efecto tristón. Pero su rostro quedó iluminado por su mas brillante y graciosa sonrisa en cuanto vio a madame Merle, la cual se adelantó hacia ella, puso la mano en el hombro de nuestra heroína y, después de contemplarla un instante, la besó como si aquel beso fuera devolución del que Isabel le diera al marcharse ella de Gardencourt. Y ésa fue la única alusión que el buen gusto de la visitante hizo por el momento a la herencia de su joven amiga.
La señora Touchett no tenía intención de esperar en Londres hasta la conclusión de la venta de la casa. Después de haber escogido entre el mobiliario los objetos que más le interesaba transportar a su otra vivienda, dejó el resto para que fuera vendido en pública subasta y marchó al continente. La acompañó, desde luego, su sobrina, que ahora disfrutaba del ocio suficiente para medir, sopesar e incluso disponer de la ganga de cuya posesión la había en secreto felicitado madame Merle. Isabel había reflexionado ya más de una docena de veces acerca de su entrada en posesión de aquellos abundantes recursos, considerándolos desde distintos puntos de vista; pero no trataremos ahora de desentrañar el dédalo de sus pensamientos ni de explicar por qué en los primeros instantes su estado de ánimo era más bien de decaimiento. Sin embargo, tal falta de capacidad para experimentar una inmediata alegría fue, en verdad, breve. La muchacha acabó por hacerse a la idea de que el ser rica era una virtud, porque representaba ser capaz de actuar, y eso debía de ser cosa sumamente agradable. Era precisamente el aspecto contrario de la estúpida debilidad… sobre todo de índole femenina. Si bien se miraba, el ser débil era hasta cierto punto una gracia en una joven delicada, pero, en definitiva, como la propia Isabel se decía a sí misma, existía una gracia muy superior a aquélla. Por el momento, no tenía gran cosa que hacer después de haber enviado dos cheques, uno a Lily y otro a la pobre Edith; pero agradecía los varios meses de tranquilidad a que por ahora habían de condenarla sus vestidos de luto y la reciente viudedad de su tía. La conciencia de tener poder la tornó seria. Analizó ese poder con una especie de cariñosa ferocidad, pero no sintió ansiedad por ejercitarlo. Empezó a hacerlo durante la estadía de varios meses que hubo de pasar con su tía en París, si bien lo hizo por pro- cedimientos que podrían considerarse triviales. Semejantes procedimientos eran los que naturalmente habían de adoptarse en una ciudad como París, cuyas tiendas son la admiración del mundo y cuya frecuentación le aconsejaba sin reserva la señora Touchett, que se impuso la femenina y práctica tarea de transformar a su sobrina de muchacha pobre en muchacha rica. Así le dijo de una vez por todas:
- Ahora que eres una joven con fortuna, debes saber cómo desempeñar tu papel… es decir, desempeñarlo bien. La primera obligación de una muchacha rica es que todo lo suyo sea hermoso. Tú no sabes todavía cómo cuidar de tus cosas, y tienes que aprenderlo. Ésta es tu segunda obligación.
Isabel admitió cuanto su tía le dijo, pero, en aquel entonces, su imaginación no se sentía aún enardecida. Estaba, en verdad, aguardando unas oportunidades que no eran precisamente de la índole de las indicadas por su tía.
Era muy raro que la señora Touchett alterase sus planes y, como antes de la muerte de su esposo se había propuesto pasar gran parte del invierno en París, no veía razón para privarse -y menos aún para privar a su sobrina- de las ventajas que eso comportaba. Aunque iban a llevar una vida retirada, podía permitirse el presentar sin ceremonia su sobrina a un reducido círculo de compatriotas que habitaban en los alrededores de los Campos Elíseos. La señora Touchett era íntima de algunos de ellos y compartía su expatriación, sus pasatiempos, sus ideas, incluso su aburrimiento. Isabel vio llegar asiduamente aquellas amistades de su tía a la mansión en la que se alojaban y no tardó en juzgarlas de una manera tajante que, sin duda, podría explicarse por su exaltado y temporal concepto del deber humano. Estaba convencida de que la vida de aquellas gentes, por regalada que fuese, resultaba del todo inane, y acabó despertando una cierta antipatía al manifestar su franca opinión en las brillantes tardes de domingo, cuando los expatriados americanos acostumbraban a visitarse unos a otros. Aunque sus oyentes eran individuos afables gracias a los cuidados de sus cocineros, sastres y modistas, dos o tres de ellos consideraron que su brillantez de espíritu, por todos reconocida, era inferior a la de la obra teatral en boga. Isabel se complacía en preguntar: -¿Qué persiguen ustedes viviendo aquí de esta manera? Se me antoja que esto no conduce a nada y me inclino a creer que acabarán por cansarse pronto.
A la señora Touchett le parecía una pregunta digna de Henrietta Stackpole. Se habían encontrado a la periodista en París e Isabel la veía constantemente; de suerte que, si la señora Touchett no estuviera convencida de que su sobrina tenía sobrada capacidad para discurrir por sí sola, habría creído que imitaba el estilo de las observaciones de la amiga periodista. La primera ocasión en que Isabel habló de tal forma fue durante una visita que hicieron a la señora Luce, una antigua amiga de la señora Touchett y la única a quien entonces iba a ver. La señora Luce había vivido en París desde los tiempos de Luis Felipe y acostumbraba a decir que era de la generación de 1830… una alusión cuyo sentido sus oyentes no siempre captaban, por lo que ella se explicaba diciendo:
«¡Oh, sí! Yo soy una de las románticas». No había llegado todavía a dominar bien el francés. Todos los domingos por la tarde se quedaba en casa, rodeada de compatriotas que compartían sus puntos de vista y que eran siempre los mismos. En realidad, se pasaba la vida en casa y en aquel cómodo rincón de la brillante ciudad reproducía con extraordinaria fidelidad el aspecto doméstico de su nativa ciudad de Baltimore. Lo cual constreñía a su digno esposo, el señor Luce -un caballero alto, delgado, de grises cabellos y siempre impecablemente cepillado, que gastaba lentes de oro y llevaba el sombrero un si es no es demasiado echado hacia atrás- a entonar alabanzas meramente platónicas de las «distracciones» de París (así las llamaba), de las que intentaba zafarse con un celo que nadie podría jamás adivinar. Una de esas sus distracciones era ir a diario al banco americano, donde había una oficina postal cuyo ambiente era casi tan relajado y familiar como el de cualquier pequeña ciudad americana de provincias. Cuando hacía buen tiempo se pasaba una hora sentado en una silla en los Campos Elíseos, y siempre cenaba admirablemente en su propia casa, en un comedor de piso tan bien encerado que constituía el orgullo de la señora Luce, quien se sentía completamente feliz al creer que su encerador era el mejor de la capital francesa. Alguna que otra vez cenaba el señor Luce con uno o dos amigos en el café Inglés, donde su talento para encargar una buena cena constituía un manantial de deliras Para sus compañeros de mesa e incluso para el mismo jefe de comedor. Tales eran sus únicos pasatiempos conocidos, pero éstos le habían entretenido durante más de medio siglo y sin duda alguna justificaba su insistente declaración de que no existía lugar comparable a París. En ningún otro sitio y con esas mismas distracciones hubiera podido el señor Luce presumir, como presumía, de que estaba disfrutando de las delicias de la vida. No había nada como París, pero debemos confesar que el señor Luce tenía un concepto menos elogioso de la actual escena de su disipación que en sus tiempos ya remotos. No hay que omitir en la lista de sus recursos sus consideraciones políticas, pues constituían indudablemente el principio que animaba muchas horas suyas, que sin ello podrían haber parecido superficialmente vacuas. Al igual que muchos de sus compatriotas de la colonia americana, él era un gran o, mejor dicho, un profundo conser- vador, y no aprobaba el gobierno entonces constituido en Francia. No tenía fe en su duración, y era cosa de verle asegurando año tras año que de aquél no pasaba: «Le digo a usted, señor, que necesitan que se les sujete, que se les domine bien, con mano de hierro, y únicamente así se les podrá contener». De ese modo solía expresarse acerca del pueblo francés, y su ideal de un gobierno inteligente y eficiente era el del ya fenecido Imperio. «París es hoy mucho menos agradable que durante los días del emperador, que sabía perfectamente cómo hacer atrayente la ciudad», solía comentar el señor Luce a la señora Touchett, que compartía la mayor parte de sus opiniones y se preguntaba por qué habría cruzado la gente el odioso Atlántico si no fuera para escapar de aquellas repúblicas de allende el mar.
- Vea usted, señora -decía el señor Luce-. Recuerdo que, sentado en los Campos Elíseos frente al Palacio de la Industria, llegué a ver las carrozas de la corte pasar arriba o abajo hasta siete veces al día, y algunos hasta nueve veces. Ahora, en cambio, ¿qué es lo que uno ve? No es cosa de discutirlo, se perdió el estilo. Napoleón sabía perfectamente lo que el pueblo francés necesitaba y París, nuestro París, parecerá seguir estando cubierto por una negra nube hasta que vuelvan a alumbrarlo los días del Imperio.
Entre los visitantes que acudían a casa de la señora Luce los domingos por la tarde, había un joven con quien Isabel había entablado largas conversaciones y a quien consideraba enriquecido con valiosos conocimientos. Edward Rosier -Ned Rosier, como todos le llamaban era oriundo de Nueva York, pero había sido criado en París bajo la vigilancia de su padre que, daba la casualidad, había sido amigo íntimo del difunto señor Archer. Edward Rosier se acordaba de Isabel, niña. Fue su propio padre quien se apresuró a ayudar a las niñas Archer en la fonda de Neufchatel (viajaba por casualidad con el hijo por aquel país y había ido a parar al mismo hotel que ellas) cuando la criada francesa se escapó con el príncipe ruso, precisamente en unos días en que las actividades del señor Archer permanecían en el más absoluto misterio. Isabel se acordaba, por su parte, del pulcro muchachito cuyos cabellos olían deliciosamente a cosmético y que tenía una criada para él solo, comprometida a no perderle de vista bajo ningún pretexto. Recordaba Isabel haber dado un paseo con los dos alrededor de un lago y que el pequeño Edward le pareció entonces tan lindo como un ángel, comparación que para ella no era nada convencional, pues tenía un concepto bien definido del tipo de rasgos que conforman un semblante angelical, y su nuevo amiguito era un perfecto exponente de ello. Una carita sonrosada, rematada por una gorrita de terciopelo azul y emergiendo de una tiesa gorguera bordada, había sido el sostén de sus sueños de niña; y durante un tiempo creyó que los moradores de las regiones celestes hablaban una rara jerga franco-inglesa con la que expresaban sus más bellos sentimientos; como, por ejemplo, cuando Edward le había dicho que su criada le «defendía» acercarse al borde del lago y que uno debe obedecer a su criada. El inglés de Ned Rosier había mejorado y ya ofrecía menos interpolaciones de francés. Cuando el padre falleció la criada fue despedida, pero el joven, fiel a los principios antes aprendidos, no se acercó nunca a la orilla del lago. Algo había en él que resultaba placentero al olfato y no desagradable a los sentidos más nobles. Era un joven simpático y agraciado, con lo que suele llamarse gustos cultivados… conocedor de la por- celana antigua, de los buenos vinos, de las ricas encuadernaciones, del Almanaque de Gotha, de las mejores tiendas y los mejores hoteles, incluso de los horarios de los trenes. Era tan competente para pedir una buena comida como el mismo señor Luce y, a medida que crecía en experiencia, parecía ser digno sucesor de aquel caballero cuyas torvas opiniones políticas también defendía, aunque haciéndolo en voz baja e inocente. Algunas de las habitaciones de su casa de París estaban decoradas con antiguos encajes españoles de iglesia que eran la en- vidia de sus amigas, quienes decían que sus repisas de chimenea estaban mejor adornadas que los hombros de muchas duquesas. Por lo general, pasaba gran parte de los inviernos en Pau y en una ocasión estuvo dos meses en Estados Unidos.
Edward se interesó mucho por Isabel y se acordaba perfectamente de su paseo en Neufchatel, cuando ella se empeñó en acercarse a la orilla del lago. Le pareció a él observar aquella misma propensión infantil en el interrogatorio casi subversivo de que ya se ha hecho mención y se dispuso a contestar a las preguntas de nuestra heroína con una cortesía tal vez superior a la que eran acreedoras. Así, dijo: -¿Cómo que a dónde conduce, señorita Archer? París conduce a todo y a todas partes. Usted no puede ir a ninguna parte sin antes haber pasado por París. Todo el que viene a Europa tiene que pasar por aquí. ¿No lo dice sólo en este sentido? ¿Pregunta qué bien le puede hacer? ¿Cómo puede penetrar en el futuro? ¿Cómo puede usted predecir lo que hay más allá? ¿Qué importa adonde pueda conducir, con tal de que sea agradable el camino? A mí me gusta ese camino, señorita Archer, el viejo y querido asfalto. No puede uno llegar a cansarse de él… no puede aunque uno se empeñe. Usted se figura que podría, pero no es así, porque hay siempre algo nuevo y fresco. Ahí tiene, por ejemplo, el hotel Drouot. Cada semana celebran dos o tres subastas. ¿Dónde puede usted obtener tantas cosas como aquí? A pesar de todo lo que dicen, sostengo que, cuando se conocen los sitios que hay que conocer, es también más barato. Yo conozco muchos sitios, pero me guardo el secreto. Si quiere, se lo revelaré a usted, pero sólo como un favor personal y a condición de que no ha de decírselo a nadie más. No vaya a ninguna parte sin preguntarme a mí antes, quiero que me lo prometa. Como regla general, evite los bulevares lo más posible, hay muy poco que hacer allí. Sinceramente hablando sans blague- no creo que haya nadie que conozca París tan bien como yo. Usted y la señora Touchett deben venir a almorzar algún día conmigo y les enseñaré mis cosas; je ne vous dis que ça. Últimamente se ha hablado mucho de Londres, está de moda poner Londres por las nubes, pero la verdad es que en Londres no hay nada… que uno no puede hacer nada en Londres. No hay estilo Luis XV… ni nada del Primer Imperio, y, en cambio, el eterno Reina Ana, que está muy bien para la alcoba, para el cuarto de aseo, si usted quiere, pero no para un salón… ¿Que si me paso la vida en las subastas? -prosiguió el señor Rosier en respuesta a una de las preguntas que le hiciera Isabel-. ¡Oh, no! Nada de eso, no tengo los medios para ello. ¡Ojalá pudiera! Usted se figura que soy un frívolo, lo estoy viendo en la expresión de su cara…, tiene usted un rostro maravillosamente expresivo. Espero que no le importe que lo diga, es una especie de advertencia. Usted cree que debo hacer algo y yo opino lo mismo, siempre y cuando no se quiera especificar demasiado, porque cuando se llega al punto concreto hay que pararse en seco. Yo no puedo volver a nuestro país y ser un tendero. Usted cree que tengo grandes condiciones para ello, pero, mi querida señorita Archer, me sobreestima usted enormemente. Yo soy un excelente comprador, sé comprar muy bien, no hay duda, pero no puedo vender; tendría usted que verlo cuando quiero deshacerme de alguna de mis cosas. Se precisa mucha más habilidad para hacer comprar a los demás que para comprar uno mismo. Cuando pienso en ello, me admiro de lo inteligentes que son los que consiguen hacerme comprar algo. ¡Ah, no! Yo no podría de ninguna manera ser un tendero. Tampoco puedo ser doctor, porque la medicina es una cosa repulsiva. No puedo ser clérigo, porque no tengo fe ni vocación; y, además, no puedo pronunciar bien los nombres de la Biblia. Son enormemente difíciles, sobre todo los del Antiguo Testamento. No puedo ser tampoco abogado, porque no comprendo eso de… ¿cómo lo llaman?… el sistema procesal de América. ¿Qué otra cosa hay? Nada. Para un caballero, no hay nada que hacer en América. Me agradaría ser diplomático, pero la diplomacia americana no es tampoco para caballeros. Tengo la seguridad de que, si hubiera usted visto la última mi…
Henrietta Stackpole, que solía estar con su amiga cuando el señor Rosier iba a visitarla a última hora de la tarde, estaba también aquel día y, al oírle hablar de la manera que he descrito, interrumpió al joven al llegar a ese punto y le echó un sermón sobre los deberes del ciudadano americano. En su opinión Edward era un tipo extraño, peor aún que el pobre Ralph Touchett. Henrietta se sentía en aquel entonces más propensa que nunca a la crítica, porque se le había removido la conciencia por lo que respectaba a Isabel. Ni siquiera felicitó a la joven por su cambio de fortuna, y le pidió que la excusara por no hacerlo.
- Si el señor Touchett me hubiera consultado sobre si debía dejarte tanto dinero, yo le habría dicho: ¡jamás!
- Ya sé -contestó Isabel-. Piensas que, en cierto modo, esto constituye para mí una maldición disfrazada. Tal vez lo sea.
- Déjeselo a otra persona que le interese menos… eso es lo que yo le habría dicho.
- ¿A ti misma, por ejemplo? -respondió Isabel bromeando. Luego preguntó, ya en serio-: ¿De veras crees que esto me echará a perder?
- Me alegraré de que no te eche a perder, pero sin duda alguna favorecerá tus peligrosas inclinaciones. -¿Como, por ejemplo, el amor al lujo… al derroche?
- No, no, no es nada de eso; a lo que me refiero es al peligro que correrás en el sentido moral. Yo no abomino del lujo, lo apruebo y creo que debemos ser lo más elegantes posible. Fíjate en el lujo de nuestras ciudades del Oeste. No he visto aquí nada que pueda parangonarse con ellas. Confío en que no acabarás volviéndote toscamente sensual, no temo tal cosa. El peligro reside en que vives demasiado en el mundo de tus sueños, en que no mantienes suficiente contacto con la realidad, con el mundo que te rodea… con el mundo que trabaja, que lucha, que sufre, incluso que peca. Eres demasiado refinada, tienes la cabeza llena de ilusiones de elegancia. Tu fortuna recientemente adquirida te obligará cada vez más a limitarte al trato de unos cuantos seres egoístas y sin corazón que sólo se interesarán por conservar lo que tienen.
Isabel abrió unos ojos como platos ante esa escena tan terrible. Y preguntó: -¿Cuáles son mis ilusiones? Yo hago cuanto puedo por no tenerlas.
- Verás -contestó Henrietta-. Crees que puedes llevar una vida romántica, que puedes dedicarte solamente a darte gusto a ti misma y a complacer a los demás. Al final te convencerás de que estás equivocada. Sea cual fuere la vida que lleves, debes poner toda el alma en ella… si quieres hacer algo de provecho; y, en cuanto encaras la vida de esta forma, deja de ser novelesca, puedes estar segura, y se convierte en triste realidad. Además, no puede una hacer siempre lo que quiere, a veces hay que complacer a los demás. Reconozco que estás dispuesta a hacerlo, pero hay algo todavía mucho más importante… y es que, a veces, tendrás que desagradar a los demás. Debes estar siempre dispuesta a ello… no debes tratar de rehuirlo. Ya sé que esto no te gusta… te „ agrada que te admiren, que tengan buen concepto de ti. Crees que uno puede zafarse de sus obligaciones desagradables con sólo adoptar teorías románticas… es tu gran ilusión, mi querida amiga. Pero no podemos. Debes tener previsto que en muchas ocasiones no agradarás a nadie… ni a ti misma.
Isabel movió tristemente la cabeza. Parecía turbada y asustada.
- Me parece, Henrietta, que ésta de ahora es, para ti, una de esas ocasiones.
Era indiscutiblemente verdad que la señorita Stackpole, durante su estadía en París, que, desde el punto de vista profesional había sido mucho más remunerativa para ella que su estadía en Inglaterra, no había vivido en la región de los sueños. El señor Bantling, de regreso ya en Inglaterra, había sido su compañero durante las cuatro primeras semanas de su permanencia allí, y el señor Bantling no tenía en absoluto nada de soñador. Isabel supo por boca de su amiga que los dos habían llevado una vida de gran intimidad, lo que había redundado en gran beneficio para Henrietta, debido al gran conocimiento que de París tenía su amigo. Él se lo explicó todo, le mostró todos los lugares, fue su guía y su intérprete cons- tantemente. Habían desayunado juntos, comido juntos, habían asistido al teatro, habían cenado juntos, y hasta cierto punto casi habían vivido juntos. Más de una vez Henrietta le aseguró a nuestra heroína que era un verdadero amigo, y que nunca hubiera creído que un inglés le gustaría tanto como él. Por su parte, Isabel, sin poder decir por qué, encontraba algo que provocaba su hilaridad en aquella alianza establecida entre la corresponsal del Interviewer y el hermano de lady Pensil; algo que subsistía aun frente al hecho de que esa alianza les honraba a los dos. Isabel no lograba librarse de la sospecha de que estaban hasta cierto punto jugando a los despropósitos… y que la sencillez de ambos había caído en la trampa; sencillez que tanto en uno como en otro era perfectamente sincera. Tan amable era por parte de Henrietta el creer que el señor Bantling se interesaba profundamente por la difusión del periodismo eficaz y dinámico y consolidar la situación de las corresponsales, como amable era por parte de su compañero el suponer que la causa del Interviewerpublicación periódica sobre la cual no se formara nunca idea bien definida- era, si sutilmente se la analizaba (objeto para el que se consideraba perfectamente capaz el señor Bantling), la causa de la necesidad de demostraciones de afecto por parte de la señorita Stackpole. Cada uno de esos dos perplejos célibes satisfacía en todo momento una necesidad que el otro sentía con impaciente certeza. El señor Bantling, que era de índole más lenta y razonadora, saboreaba el atractivo de una mujer dispuesta, aguda, positiva, que le encantaba por el señuelo de una mirada brillante y desafiadora y una singular frescura, y avivaba la percepción de lo picante en un espíritu al cual el menú corriente de la vida le parecía insípido. Por otra parte, Henrietta disfrutaba de la compañía de un caballero que en cierto modo parecía hecho - gracias a procesos costosos, indirectos y casi raros- a propósito para ella y cuya condición ociosa, si bien por lo general censurable, resultaba ser un verdadero regalo para una infatigable camarada, y que tenía siempre pronta una respuesta tranquila y tradicional aunque de ningún modo exhaustiva, para casi todas las preguntas de carácter social o práctico que pudieran surgir. Las respuestas del señor Bantling, le parecían a menudo muy convenientes y, en su apresuramiento por no perder el correo americano, las reseñaba en sus escritos lanzándolas extensiva y aparatosamente a la publicidad. Era de temer que en efecto estuviera deslizándose hacia esos abismos de adulteración contra los que una vez, buscando una réplica graciosa, la había puesto en guardia Isabel. Para Isabel tal vez hubiera graves peligros al ace- cho pero, por lo que a la señorita Stackpole respectaba, no era de esperar que hallara una quietud permanente por el hecho de adoptar los puntos de vista de una clase comprometida en todos los viejos abusos. Isabel continuó previniéndola con buen humor, y el hermano de lady Pensil era más de una vez, en boca de nuestra heroína, objeto de alusiones irrespetuosas y festivas. Sin embargo, nada lograba superar la afabilidad de Henrietta a tal respecto, pues acostumbraba a unirse al punto de vista de Isabel y a referir en tono jocoso las horas que había pasado en compañía de aquel perfecto hombre de mundo… término que ya había dejado de tener para ella un sentido oprobioso. Momentos después se olvidaba de que habían estado departiendo en broma y relataba con irrefrenable entusiasmo una de las excursiones realizadas en su compañía.
- Oh, Versalles, me lo sé de memoria. He estado allá con el señor Bantling. Tenía yo gran empeño en verlo a fondo, de modo que nos quedamos tres días allí en el hotel y no dejamos rincón sin visitar. Hacía un tiempo hermosísimo… algo así como un veranillo de San Martín, aunque no tan agradable. Nos pasamos la vida en aquel parque delicioso. Oh, te aseguro que a mí no hay quien pueda decirme nada acerca de Versalles…
Al parecer, Henrietta había tomado ya las disposiciones precisas para encontrarse después en Italia con su galante amigo.