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No es que ella tuviera motivos ocultos para no querer que la acompañase al hotel. Era sencillamente que durante aquellos días había estado robándole sin orden ni concierto una enorme cantidad de tiempo a su compañero, y su espíritu independiente de muchacha americana, a quien la excesiva ayuda acaba por hacerla considerarse «afectada», la había impulsado a decidirse a permanecer en casa y encerrarse en sí misma durante unas cuantas horas. Gustaba, además, de saborear de vez en cuando grandes ratos de soledad, y desde su llegada a Inglaterra no había tenido ocasión de proporcionárselos. Ese era un regalo que podía permitirse en su patria cada vez que le venía en gana y que a sabiendas había ido abandonando. No obstante, aquella noche ocurrió un incidente que, de haber habido algún crítico que tomase nota de él, habría desvanecido por completo la teoría de que su deseo de quedarse sola era lo que la había impulsado a deshacerse de su primo. A eso de las nueve de la noche, sentada en medio de la sombría iluminación del hotel Pratt y tratando de enfrascarse, a la luz de dos velas, en la lectura de un libro que había llevado consigo desde Gardencourt, le ocurrió que le parecía estar leyendo unas palabras distintas de las impresas en la página que ante los ojos tenía…, palabras que Ralph le había dicho aquella tarde. De pronto, unos quedos golpes sonaron en su puerta, la cual se abrió apareciendo en ella la figura de un sirviente que, a modo I de glorioso trofeo, presentaba una tarjeta de visita. Cuando aquel pedazo de blanca cartulina presentó a los ojos de Isabel el nombre de Gaspar Goodwood, ella le dejó clavado allí de pie durante un rato sin comunicarle sus deseos.

El criado, poniendo en su voz cierto acento de insinuación afirmativa, preguntó:

- Señora, ¿puedo hacer pasar al caballero?

Isabel siguió en su incertidumbre y, mientras dudaba, se miró al espejo.

- Puede hacerle pasar -dijo al fin y se dispuso a esperarle, abstraída no tanto en alisar sus cabellos como en acerarse el ánimo.

Al cabo de un momento, Gaspar Goodwood estaba en la habitación estrechándole la mano, pero no pronunció ni una palabra hasta que el criado hubo salido. -¿Por qué no contestó usted a mi carta? -inquirió de pronto en un tono breve, cortante, rotundo, un tanto perentorio.,., el tono de un hombre cuyas preguntas tenían habitualmente determinada intención y que era capaz de una gran insistencia.

A lo que ella contestó con otra pregunta no menos rápida: -¿Cómo se ha enterado usted de que yo estaba aquí?

- Por la señorita Stackpole -respondió él-. Ella me ha dicho que usted estaría probablemente sola aquí esta noche y que le gustaría verme. -¿Dónde le ha visto ella para decirle tal cosa?

- No me ha visto, me ha escrito diciéndomelo.

Isabel se quedó silenciosa. Ninguno de los dos se había sentado. Estaban allí el uno frente a la otra como en actitud de desafío o, cuando menos, de expectativa.


- Henrietta no me dijo que pensara escribirle -dijo por fin ella-. Ése no es su procedimiento. -¿Tan desagradable le resulta verme? -preguntó entonces el joven.

- No esperaba tal cosa. Y no me gusta esta clase de sorpresas.

- Pero usted sabía que yo estaba aquí. Era natural que acabáramos por encontrarnos. -¿A eso le llama usted encontramos? Yo esperaba no encontrarle…, cosa que en una ciudad tan enorme como Londres se me antoja bien fácil.

- Por lo visto, hasta le repugnaba escribirme -prosiguió él.

Isabel no contestó. La idea de la traición de Henrietta Stackpole, como ella calificaba su intromisión, la atormentaba hondamente. Por fin pudo comentar, aunque con amargura:

- Al parecer, Henrietta no es en todo un modelo de delicadeza. Era una libertad demasiado grande para poder tomársela.

- Me imagino que tampoco yo soy un modelo… de semejantes virtudes ni de ninguna otra. La culpa es tanto mía como suya.

Le miró Isabel y le pareció que su mandíbula era entonces más cuadrada que nunca. Tal sensación pudo haberla desagradado, pero actuó en otro sentido.

- La culpa no es tanto suya como de ella. Me imagino que lo que ha hecho era inevitable… para usted.

Caspar Goodwood soltó una pequeña carcajada de satisfacción y replicó:

- Naturalmente que lo era… Y, ahora que ya estoy aquí, ¿puedo quedarme? -¿Cómo no? Siéntese.

Ella volvió a su sillón mientras su visitante se sentaba sin cumplidos en la primera silla que encontró a mano, al modo de los hombres acostumbrados a no conceder la menor importancia a tal clase de convenciones. Luego creyó oportuno decir:

- He estado esperando días y días que contestase a mi carta. Podía, cuando menos, haberme escrito unas líneas.

- No era la molestia de escribirle lo que me lo impedía, pues lo mismo podía haberle escrito cuatro páginas que una. Mi silencio era intencionado. Me pareció lo más indicado.

Tenía él clavados los ojos en ella, mientras hablaba. Luego los fue bajando hasta fijarlos en una mancha de la alfombra, como si estuviese realizando un enorme esfuerzo para no decir más de lo debido. Era terco en el error y lo bastante avisado para comprender que una demostración innecesaria de su fuerza sólo conseguiría poner de relieve la falsedad de su situación. Por su parte, Isabel tenía capacidad más que sobrada para sacar partido, en tal situación, de una persona en las condiciones de su pretendiente y, aunque no sintiera la comezón de hacerlo patente a los ojos del otro, podía cuando menos darse el gusto de decirle con aire triunfal:

- Usted sabe perfectamente que no debía haberme escrito.

Alzó Gaspar Goodwood los ojos de la mancha de la alfombra, miró a Isabel y su mirada pareció fulgir intensamente como a través de la visera de un casco de armadura. Poseía un exacto sentido de la justicia y estaba dispuesto a discutir en el momento y en el día que fuere la cuestión de sus derechos acerca del asunto que allí le traía.

- Reconozco que usted me dijo que esperaba no volver a saber nunca más de mí, es cierto -confesó-. Sin embargo, yo no acepté jamás semejante decisión como una regla inflexible relativa a mí persona, y le advertí que tendría noticias mías muy pronto.

- Yo no dije que no quería volver a saber nunca más de usted -rectificó ella.

- Bueno, dijo durante cinco, diez o veinte años. ¿Acaso no es lo mismo?


- ¿Usted cree? Pues, para mí, hay una enorme diferencia. Me parece que, al cabo de diez años, podríamos sostener una agradable correspondencia. Para entonces yo podría haber mejorado mucho mi estilo epistolar.

Miró a lo lejos mientras decía estas palabras, sabedora de que su expresión no mostraba tanta seriedad como el semblante de su interlocutor. Por fin posó en él los ojos, en el momento en que él formulaba una pregunta totalmente fuera de lugar: -¿Lo pasa usted bien en casa de su tío?

- Admirablemente, por supuesto. -Y tras una breve pausa, prorrumpió-: ¿Qué espera usted con su insistencia?

- Espero, por lo pronto, no perderla.

- No tiene derecho a aspirar a no perder lo que no le pertenece. Y, aun creyendo lo contrario -añadió-, debe tener el tacto de saber cuándo hay que dejar a alguien en paz.

- Veo que la desagrado enormemente -dijo Gaspar Goodwood tristemente, aunque no con la intención de inspirar compasión por un hombre perfectamente consciente de tan descorazonadora realidad, sino para colocarla bien enfrente de él a fin de poder mirarla cara a cara y obrar en consecuencia.

- En efecto, no me complace usted en esta ocasión. Ahora no está en absoluto en condiciones de serme grato, y lo peor es que resulta completamente inútil ponerlo a prueba en las presentes circunstancias.

No podía ciertamente decirse que el organismo de su interlocutor presentase aquel estado de calma del que se siente como si le hubieran extraído sangre con una aguja; pero lo innegable era que, desde el momento en que le conoció, y en cuantas ocasiones tuvo incluso que defenderse contra aquel aire suyo de aparentar saber mejor que ella lo que le convenía, Isabel se dio cuenta de que la mejor arma contra él era la franqueza. Tratar de no herir su sus- ceptibilidad o escaparse de su cerco, como podría haberlo hecho del de un hombre que hubiese interceptado su camino menos porfiadamente, era cosa que, tratándose de Gaspar Goodwood, hombre que se aferraba tenazmente a cuanto se le ofrecía, resultaba una picardía completamente*inútil. No es que careciese de susceptibilidad, ni mucho menos, sino que el campo de su actividad y el de su pasividad eran espaciosos, y podía tenerse la seguridad de que, en la medida de lo necesario, sería perfectamente capaz de curarse él solo sus heridas. Así, ella experimentó su antigua sensación, al pensar en sus posibles penas y dolores, de que era un hombre de acero, forjado de una pieza, y todo él esencialmente armado para la agresión.

- No puedo acostumbrarme a esa idea -se limitó a decir él.

Había en ello una peligrosa convicción, e Isabel advirtió que él quería dejar sentado el hecho de que no le había desagradado siempre.

- Tampoco yo puedo acostumbrarme, y no es ciertamente así como debemos llevarnos.

Si usted logra alejarme de su pensamiento durante unos cuantos meses, puede que, al cabo de ellos, volvamos a estar en buenos términos.

- Comprendo. Si consigo realmente dejar de pensar en usted durante unos meses, me daré cuenta de que puedo continuar así indefinidamente.

- Indefinidamente es más de lo que yo pido, incluso más de lo que yo quisiera.

- Usted sabe muy bien que lo que pide es imposible -dijo el joven Gaspar, dando a este adjetivo un valor de cosa irrefutable que no pudo por menos de exasperarla. -¿Le es a usted completamente imposible realizar ningún esfuerzo calculado? Ya que tan fuerte es para tantas otras cosas, ¿por qué no lo ha de ser también para ésta?

- Un esfuerzo calculado, ¿para qué? -E inmediatamente, como si ella hubiese errado el tiro, añadió-: De nada soy capaz respecto a usted, salvo de estar endemoniadamente enamorado. Y cuanto más fuerte es uno, con más fuerza quiere.


- Eso es mucho por sí solo… -Y, en efecto, la joven no pudo dejar de percibir la verdadera fuerza que en ello había…, la percibió como arrojada al azar en medio de la grandeza de la verdad y la poesía y como una especie de cebo para su imaginación. Pero no tardó en recuperar el control de sí misma y replicó-: Piense en mí o no piense, como le sea posible. Lo que deseo es que me deje en paz. -¿Por cuánto tiempo?

- Por uno o dos años. -¿Cómo dice usted? Entre uno y dos años hay una diferencia formidable.

- Entonces, pongamos dos -contestó Isabel, afectando una estudiada vehemencia. -¿Y qué ganaré yo con ello? -preguntó su amigo, que no daba señales de intentar retroceder.

- Suscitar mi gran agradecimiento. -¿Cuál sería entonces mi recompensa?

- Ah, ¿es que usted necesita forzosamente una recompensa por un acto de generosidad?

- Cuando ese acto entraña un gran sacrificio, sí.

- No hay generosidad sin algo de sacrificio. Hay muchas cosas que los hombres no comprenden. Si usted realiza ese sacrificio, contará con toda mi admiración.

- Su admiración me importa un bledo, sin algo a cambio de ella. La cuestión es ésta y no otra: ¿cuándo se casará usted conmigo?

- Si sigue haciéndome sentir como ahora, jamás. -¿Y qué ganaré si no trato de hacer que se sienta de otro modo?

- Lo mismo que ganaría matándome a fuerza de aburrimiento.

Caspar Goodwood bajó nuevamente la vista y contempló un momento el forro de su sombrero. De pronto, su rostro se cubrió de un intenso rubor y ella se percató de que su dureza había llegado a herirle, lo que inmediatamente cobró a sus ojos el valor de algo clá- sico, tal vez romántico, redentor, ¿qué sabía ella qué? Para ella, lo del «dolor del hombre fuerte» era una de las categorías de la impetración humana, por poco que fuese el encanto que él pudiera aportar al caso presente. De suerte que Isabel no pudo evitar decir con voz temblorosa: -¿Por qué me obliga a decirle ciertas cosas cuando yo me proponía ser amable, verdaderamente buena con usted? Le aseguro que para mí no tiene nada de agradable ver que hay personas interesadas en mí y tener que razonar para convencerles de que me dejen en paz. Yo creo que los demás deben ser también considerados; cada uno debe juzgar por sí mismo. Ya sé que usted es todo lo considerado que le es posible y que tiene razones de peso para hacer lo que hace. Pero, por encima de todo, yo no quiero casarme por ahora, ni oír hablar de ello. Es muy probable que no llegue a casarme nunca… no, jamás. Tengo perfecto derecho a pensar así y no está bien acosar de tal manera a una mujer, acuciarla contra su vo- luntad. Si le causo a usted dolor, lo único que puedo decirle es que lo siento sinceramente. No es culpa mía, y no puedo casarme con usted simplemente por darle gusto. No quiero decir que seguiré siendo siempre amiga suya, porque, cuando las mujeres lo dicen en ocasiones como ésta, se me antoja que eso tiene un aire de burla. Pero trate de comprobarlo algún día.

Durante toda esta larga parrafada, Gaspar Goodwood había permanecido con los ojos fijos en el nombre del fabricante de su sombrero y no los levantó hasta un buen rato después de que ella dejara de hablar. Al levantarlos vio el rostro de Isabel cubierto de una sonrosada y amable ansiedad, lo que le sumió en un mar de confusiones respecto a la interpretación que debía dar a sus palabras. Por último atinó a decir:

- Volveré a nuestro país…, me iré mañana mismo…, la dejaré en paz. -Y añadió tristemente-; La verdad, detesto la idea de tener que perderla de vista.

- No tema. No le hará daño.


- Tan seguro como que estoy sentado aquí -declaró Caspar Goodwood-, que usted se va a casar con otro. -¿.Cree que eso es una carga deseable? -¿Por qué no ha de serlo? Habrá infinidad de hombres que tratarán de conseguirla.

- Hace un momento le he dicho que no quiero casarme, y estoy casi segura de que nunca me casaré.

- Ya lo he oído y me ha gustado muchísimo su «casi segura», porque no tengo fe en lo que acaba de decir.

- Muchas gracias por su amabilidad. ¿Me acusa usted de estar mintiendo con el propósito de zafarme? Verdaderamente dice usted cosas de una gran delicadeza. -¿Y por qué no habría de decirlo? Usted no me ha prometido nada. -¡Vamos, hasta ahí podíamos llegar!

- Puede que usted llegue incluso a creer que está a salvo de… querer hacerlo. Pero sepa que no lo está -declaró el joven como si tratara de prepararse para lo peor.

- Bien, pongamos que no estoy segura; tómelo como le plazca.

- De todos modos -replicó Caspar Goodwood-, no sé ya si, aun no perdiéndola de vista, podría evitarlo. -¿De veras? En fin de cuentas, lo cierto es que me da usted mucho miedo. -Y, cambiando de tono, preguntó bruscamente-: ¿Cree que es tan fácil agradarme?

- No, nada de eso; no lo creo, y por eso trataré de consolarme. Pero no olvide que hay muchos hombres extraordinariamente brillantes en el mundo, y con que hubiera sólo uno bastaría. El más deslumbrador de todos tratará de ir derecho a apoderarse de usted. Y es in- discutible que usted no aceptará uno que no lo sea.

- Si por deslumbrador entiende usted que sea de inteligencia brillante…, pues no puedo creer que quiera usted significar otra cosa…, le diré que no necesito que ningún hombre inteligente me enseñe a vivir. Puedo aprender yo por mí misma. -¿Aprender a vivir sola? Yo quisiera que, cuando aprendiese, se dignara a enseñarme. Isabel le miró un instante y, luego, con una pronta sonrisa, dijo: -¡Oh, usted sí que debería casarse!

No se le debe culpar porque, durante un momento, semejante exclamación de su amiga resonara en sus oídos como un trompetazo infernal, y no consta tampoco en ningún sitio que estuviera muy claro el motivo para clavarle semejante dardo. Pero él acabó por comprender, en su propio beneficio, que no debía continuar persiguiéndola como si estuviese depauperado y hambriento. Así pues, se rehizo, murmuró entre dientes un «Dios la ampare» y se apartó unos pasos.

El acento de Isabel le había hecho interpretar mal sus palabras y, al cabo de un momento, comprendió ella que necesitaba rectificar. Su instinto le dijo que la mejor manera de conseguirlo era ponerle en su sitio.

- Usted es sumamente injusto conmigo…, dice lo que no sabe… Yo no seré nunca una víctima tan fácil…, me parece que ya lo tengo probado.

- Conmigo, desde luego, no hay duda. Perfectamente probado.

- También se lo he probado a otros. -Tras una pausa, declaró-: La semana pasada rechacé una oferta de matrimonio… de esas que sin duda alguna pueden llamarse… deslumbradoras.

- Me alegro mucho de saberlo -repuso él muy serio.

- Era una oferta que la mayoría de las muchachas se habría apresurado a aceptar, porque todo parecía recomendarla. -A decir verdad, Isabel no se había propuesto sacar este hecho a colación, pero, una vez empezado, se apoderó de ella la satisfacción de hablar del asunto y de justificarse a sus propios ojos-. Una persona que me gusta extraordinariamente me ofreció una alta posición social y una gran fortuna.


Caspar la miró con enorme interés y preguntó: -¿Un inglés?

- Un aristócrata inglés.

Su visitante quedó un instante en silencio ante tal revelación.

- Me alegro de que se haya llevado un desengaño -dijo por fin.

- Entonces, ya que tiene compañero de infortunio, confórmese lo mejor que pueda.

- No puedo llamarle compañero de infortunio -respondió Gaspar frunciendo el entrecejo. -¿Por qué no, si rechacé indeclinablemente su ofrecimiento?

- Eso no basta para convertirlo en mi compañero. Además, es inglés.

- Por favor, ¿acaso los ingleses no son también seres humanos? -¿Quién, esa gente? No pertenecen a mi humanidad y no me importa lo que pueda ocurrirles.

- Está usted demasiado enojado -declaró la muchacha-. Ya hemos discutido sobradamente este asunto.

- De que estoy enojadísimo no hay la menor duda. Confieso mi culpa.

Se apartó ella de su visitante, se acercó a la ventana abierta y estuvo allí de pie un momento contemplando la tenebrosa oquedad de la calle, en la que una vacilante farola de gas representaba toda la animación social del triste lugar. Los dos permanecieron silenciosas unos instantes. Gaspar se apoyó en el antepecho de la chimenea, los tristes ojos fijos en ella.

Se hacía perfectamente cargo de que, con su actitud, Isabel le estaba pidiendo que se marchase, pero, a riesgo de llegar a hacerse odioso, permaneció allí, como clavado al suelo.

La joven era, en realidad, una aspiración demasiado acariciada como para renunciar a ella sin más, y él había cruzado el océano con el solo fin de arrancarle aunque no fuera más que una leve señal de compromiso. Se apartó ella de la ventana, volvió frente a él y dijo:

- Veo que me hace usted muy poca justicia…, después de haberle dicho lo que ha oído. Ya que, por lo visto, le importa tan poco, siento habérselo dicho. -¡Ah! ¡Si por lo menos, al -decirlo, hubiera pensado usted en mil -exclamó el joven. Pero se detuvo en el acto, como temeroso de que ella pudiera negar una sospecha que tan feliz le hacía.

Isabel dijo sencillamente:

- Y pensé un poco en usted. -¿Un poco? Confieso que no lo comprendo. Si el saber lo que yo siento por usted no pesa más que para hacerla pensar un poco, es gran cosa para tenerla en cuenta.

Isabel meneó un tanto violentamente la cabeza, como quien trata de desechar una mala idea.

- Ya le he dicho que he rechazado a un caballero aristócrata y de lo más grato que pueda haber. Confórmese con eso.

- Mil gracias, entonces -replicó Gaspar Goodwood-. Se lo agradezco de veras.

- Y ahora, más vale que se marche. Él se atrevió a preguntar: -¿Podré volver a verla?

- Es mejor que no. Seguramente volvería usted a hablar de esto, y ya ve que no conduce a nada.

- Le juro que no diré una sola palabra que pueda molestarla. Isabel reflexionó un instante y dijo:

- Dentro de uno o dos días volveré a casa de mi tío y no puedo proponerle que vaya a verme allí; estaría por demás injustificado. Gaspar Goodwood replicó entonces:

- Usted debe también ser justa conmigo. Hace más de una semana que recibí una invitación de su tío y decliné el aceptarla.


Isabel expresó su sorpresa: -¿De quién era la invitación?

- De Ralph Touchett, que supongo será su primo.

Decliné el aceptarla porque no tenía la autorización de usted para ello. Parece ser que fue la señorita Stackpole quien le sugirió la idea al señor Touchett.

- Desde luego no fui yo quien se lo sugirió. La verdad es que Henrietta ha ido demasiado lejos.

- No sea tan dura con ella…, esto es cosa mía.

- Si declinó la invitación, hizo perfectamente y se lo agradezco infinito.

Y por su cuerpo corrió un breve escalofrío, como si temiera que lord Warburton y el señor Goodwood se hubiesen encontrado en Gardencourt, lo que habría resultado verdaderamente embarazoso para lord Warburton.

- Cuando deje a su tío, ¿a dónde piensa ir?

- Con mi tía, al extranjero. A Florencia y a algunos otros sitios.

La tranquilidad con que ella lo dijo hizo que al joven se le encogiera el corazón, pues le pareció que la arrastraban a una órbita de la que él quedaba despiadadamente alejado. Sin embargo, halló fuerzas para seguir preguntando: -¿Cuándo piensa volver a América?

- Tal vez tarde mucho tiempo. Me siento muy feliz aquí.

- Supongo que no pensará abandonar su país. -¡No sea criatura!

- Bueno, lo cierto es que la perderé de vista. Ella respondió con aires de grandeza:

- Tal vez no. A pesar de lo inmenso que es el mundo, tal como se están acercando todos estos lugares parece cada día más pequeño.

- Ésa es una visión demasiado grande para mí -exclamó Gaspar Goodwood con una sencillez que ella habría podido considerar verdaderamente conmovedora si no hubiese estado dispuesta a no hacer concesión de ninguna clase.

Su actitud formaba parte de un sistema, parecía obedecer a una teoría que Isabel se había forjado últimamente. Y, para ser fiel a ella, se vio obligada a decir tras una breve pausa:

- No me considere dura si le digo que lo que me agrada es precisamente…, estar lejos de su vista. Si usted estuviese en el mismo lugar que yo, no dejaría de vigilarme y eso no me gusta absolutamente nada. Amo demasiado mi libertad. Si algo hay en el mundo de lo que estoy verdaderamente enamorada es de mi independencia personal -concluyó con un pequeño ademán de grandeza.

Cuanto de verdaderamente superior pudiera haber en las anteriores frases elocuentes de Isabel suscitó la admiración de Gaspar, y nada había en su magnificencia ante lo cual debiera él retroceder. Jamás se le había ocurrido pensar que ella hubiese de carecer de alas y que no necesitaba una absoluta libertad de movimientos; y, al contemplarse a sí mismo en posesión de aquellos largos ' brazos y piernas poderosas, no tenía por qué recelar de que residiese también en ella una fuerza verdadera. De suerte que, si Isabel había abrigado la intención de molestarle o herirle con sus palabras, erró por completo el blanco, pues sólo consiguió hacerle sonreír con la seguridad de que estaban de completo acuerdo en la cuestión. -¿Hay acaso alguien que quiera menos que yo coartar su libertad? ¿Qué podría darme a mí mayor satisfacción que verla a usted completamente independiente… y haciendo lo que le agradase? Precisamente para hacerla independiente es para lo que quiero casarme con usted.

- Hermoso sofisma -arguyó ella con una deliciosa sonrisa.

- Una mujer soltera…, una muchacha de su edad… no es independiente -replicó Gaspar-, hay muchas cosas que no puede hacer, todo son obstáculos en su camino.


- Eso será según se considere la cuestión -dijo Isabel con gran agudeza-. Yo no estoy ya en mi primera juventud…, puedo hacer lo que me parezca…, de modo que pertenezco por completo a la categoría de personas independientes. No tengo padre ni madre, soy pobre y juiciosa y no soy bonita. Por lo tanto, no tengo por qué ser ni tímida ni convencional, aparte de que no puedo permitirme semejantes lujos. Por otra parte, hago lo posible por juzgar las cosas con arreglo a mi propio criterio, y sostengo que es mucho más honroso equivocarse al juzgarlas que no juzgarlas en absoluto. No quiero ser una oveja más del rebaño; quiero escoger mi propio destino y conocer de las cosas humanas más allá de lo que algunos consideran compatible con la corrección poder decirme. -Se detuvo un instante, sí bien no lo bastante para darle a él tiempo de replicar. Ya estaba a punto de hacerlo cuando prosiguió-: Permítame decirle una cosa, señor Goodwood: es usted muy bueno al manifestar su temor de que llegue a casarme. Si alguna vez oye rumores de que voy a hacerlo…, cosa a que estamos naturalmente expuestos…, acuérdese de cuanto acabo de decirle de mi amor a la libertad y opte por ponerlo en duda.

Indudablemente había algo apasionadamente sincero en el tono con que Isabel dio ese consejo, y el candor que en sus ojos brillaba le convenció al mismo tiempo de que debía creer cuanto estaba diciendo. Bien pensado, podía tranquilizarse, y así pareció mostrarlo con la ansiedad que puso en sus palabras al preguntar:

- Entonces, ¿lo que usted quiere es simplemente viajar un par de años? Yo no tengo inconveniente en esperar esos dos años y, mientras tanto, usted podrá hacer lo que quiera, Si eso es todo lo que necesita, dígalo, por favor. No quiero que sea insincera conmigo, ¿se lo parezco yo acaso? ¿Desea usted cultivar aún más su inteligencia, perfeccionar su espíritu? Los dos son, tal cual, sobradamente buenos para mí, pero si a usted le interesa vagar un poco por el mundo y ver países distintos, será para mí un placer ayudarla del modo que esté en, mi mano.

- Es usted muy generoso, no es una novedad para mí; pero la mejor manera que tiene de ayudarme es poner entre los dos la mayor cantidad posible de millas marinas.

- Cualquiera diría que va usted a cometer una atrocidad -dijo Caspar Goodwood.

- Quién sabe. Y quiero ser libre incluso para poder hacerlo, si me da la ventolera.

- Está bien -replicó Caspar pausadamente-. Entonces regresaré a nuestro país.

Y le tendió la mano tratando de parecer contento y confiado.

La confianza que Isabel tenía en él era, desde luego, muy superior a la de él respecto a ella, lo cual no quiere decir que la creyese capaz de cometer una atrocidad; pero, pensándolo a su modo, como él debía hacer, no podía por menos de sentir que había algo de fatal en la manera en que ella quería reservarse el derecho a toda opción ante la vida. Sintió la muchacha, al darle la mano, un gran respeto por él, porque pensó en su verdadera magnani- midad y en la gran preocupación que por ella sentía. Permanecieron así durante un momento, mirándose mutuamente y unidos por aquel apretón de manos que dejó de ser puramente pasivo por parte de ella. Por fin Isabel atinó a decir con amabilidad, casi con ternura:

- Está bien. Con ser razonable no tendrá nada que perder.

- Pero volveré dentro de dos años, esté usted donde esté -replicó él con su característica impetuosidad.

Ya se ha visto la inconsecuencia del carácter de la joven. Por lo cual no es de extrañar que, al oír aquello, cambiara inmediatamente del todo para decir: -¡Ah! Pero no olvide que no prometo nada…, absolutamente nada. -Y, a renglón seguido, como tratan- f do de ayudarle a que la dejase sola, añadió con mayor dulzura-: Y acuérdese también de que no seré una víctima fácil.

- Acabará usted por cansarse de su independencia.

- No digo que no; incluso es bastante probable. El día que eso ocurra, me alegraré mucho de volver a verle.


Puso ella la mano en el tirador de la puerta que conducía a su habitación y esperó un instante a que él se dispusiera a marcharse. Pero el joven Goodwood parecía incapaz de moverse, mostrando en toda su actitud una inmensa desgana de abandonarla y en sus ojos un triste reproche. Al fin, Isabel hubo de decir:

- Tengo que dejarle ya. -Acto seguido, abrí la puerta y entró en la habitación contigua.

La habitación estaba a oscuras, si bien atenuada su oscuridad por la vaga luz que provenía del patio del hotel, de suerte que Isabel podía distinguir las siluetas de los muebles, el oscuro brillo del espejo y la masa del lecho con cuatro columnas macizas. Se quedó allí un momento inmóvil, escuchando, hasta que oyó los pasos de Gaspar Goodwood saliendo del saloncito y el ruido de la puerta al cerrarse. Todavía permaneció un instante en aquella actitud y, luego, sin poder dominarse más, cayó desplomada de rodillas ante la cama y hundió en ella la cabeza escondida entre sus manos.

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