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Gilbert Osmond fue a ver de nuevo a Isabel, es decir, fue al Palazzo Crescentini. Tenía allí, desde luego, otros amigos, y tanto con la señora Touchett como con madame Merle se comportaba siempre con exquisita e imparcial cortesía. La primera de estas dos damas observó que en el transcurso de dos semanas había ido de visita al palacio cinco veces y recordaba que el año anterior, durante todo el tiempo de su estadía en Florencia, no le había hecho más que dos visitas, y no le pareció que precisamente escogiera para hacerlas los momentos en que madame Merle se hallase bajo su techo. Seguramente no iba por madame Merle, pues eran viejos amigos y él no salía exclusivamente para verla. En cuanto a su hijo, la verdad es que no sentía una gran inclinación por él -el mismo Ralph se lo había confesado-, y no era de suponer que, de la noche a la mañana, hubiera cambiado del todo y sintiera ahora un gran interés por el joven enfermo. Por lo demás, Ralph se mantenía imperturbable en su aparentemente perezosa cortesía, que le envolvía como un abrigo mal hecho pero del que nunca se despojaba. Creía que el señor Osmond era un excelente compañero de conversación y no le desagradaba verle de vez en cuando, de modo que lo acogía con hospitalidad. No quería ello decir que se hiciese la ilusión de que el señor Osmond quisiera reparar su error del año anterior menudeando ahora las visitas; veía con claridad lo que ocurría. La verdadera atracción la constituía Isabel, y eso bastaba como motivo para las visitas. Como Osmond era un crítico, un curioso investigador de todo lo exquisito, nada de extraño tenía que experimentase la natural curiosidad por aquella extraña aparición. De manera que, cuando su madre le dijo que estaba claro como el agua lo que al señor Osmond le interesaba, Ralph contestó que él era de la misma opinión.


Desde hacía mucho tiempo, la señora Touchett había reservado un lugar en la lista de sus relaciones para ese caballero, a pesar de barruntar oscuramente mediante qué artes y procedimientos -tan negativos e ingeniosos ambos- había llegado a imponerse dondequiera que se presentara. Como jamás había sido un visitante importuno, no había tenido tiempo ni ocasión de resultar ofensivo y, a sus ojos, destacaba grandemente el hecho de que él podía prescindir de ella, lo mismo que ella podía prescindir por completo de él, cualidad que, por extraña que parezca, era la mejor de todas las que podían aprovecharse para entablar con la señora Touchett una agradable relación. No obstante, no le agradó pensar que se le hubiese metido en la cabeza el casarse con su sobrina. Se le antojaba que, por parte de Isabel, semejante unión parecería el efecto de una perversidad morbosa. La señora Touchett se acordaba perfectamente de que la joven había rechazado a un par inglés; y el hecho de que una muchacha con la que en balde había luchado lord Warburton fuera a contentarse ahora con un oscuro dilettante americano de edad ya madura, con una hija incauta y una renta insuficiente, era algo que no respondía a su idea del éxito en la vida. Como se verá, por lo que al matrimonio concernía, ella no consideraba el asunto desde el punto de vista sentimental, sino político, punto de vista que tiene siempre no poco a su favor. Así, al hablar de ello, le dijo a Ralph: «No creo que Isabel vaya a cometer la locura de escucharle». A lo que el hijo contestó diciendo que una cosa era que Isabel escuchase y otra que respondiera. De sobra sabía él que su prima había escuchado ya varios partidos, como su padre se complacía en decir, pero les había hecho a su vez escucharla; y le divertía grandemente la idea de que en los pocos meses que la conocía hubiese ya otro pretendiente rondándola. Lo que ella necesitaba era conocer la vida, y el hecho de poseer una fortuna le brindaba tal posibilidad y servía su gusto. Unos cuantos pretendientes arrastrándose de rodillas ante ella podrían hacerle tanto bien como cualquier otra cosa. Ralph pensaba ya en el cuarto, en el quinto, quizás en el décimo pretendiente, pues no creía que su prima pudiese hacer alto en el tercero. Mantendría ella siempre su puerta de par en par abierta y se mostraría dispuesta a parlamentar, pero era seguro que no dejaría entrar al número tres para que se quedase. Poco más o menos, éstas fueron las palabras con que Ralph expresó su opinión a su madre, quien parecía mirarle como si le estuviese viendo bailar la jiga. Tenía una manera tan fantástica y pintoresca de decir las cosas que lo mismo hubiera podido dirigirse a ella con el alfabeto de los sordomudos.

Al cabo de un momento, ésta dijo:

- Me parece que no te entiendo; empleas demasiadas figuras al hablar y yo nunca he podido comprender las alegorías. Para mí las dos únicas palabras del lenguaje dignas de respeto son: sí y no. Y si a Isabel se le mete en la cabeza casarse con el señor Osmond, lo hará pese a todas las imágenes que se te ocurran, a pesar de todas tus comparaciones. Por lo menos, que encuentre por sí sola a la persona apropiada para cada una de las cosas que emprenda. Sé muy poco del joven pretendiente de América, y no creo que ella pierda mucho tiempo pensando en él, por lo que me figuro que se habrá cansado ya de esperarla. Si ella considera deseable a Osmond desde cierto punto de vista, no habrá nada en el mundo capaz de impedirle que se case con él. Me parece perfecto. No hay quien apruebe de mejor grado que yo eso de que una haga lo que le gusta; pero el caso es que a ella le gustan cosas muy raras. Isabel es capaz de casarse con el señor Osmond nada más que por la brillantez de sus ideas o porque posee un autógrafo de Miguel Ángel. Quiere ser absolutamente desinteresada…, como si ella fuese la única persona que estuviera en peligro de no serlo. ¿Lo será tanto él cuando se halle en condiciones de disponer de su dinero? Ésa era la idea de Isabel antes de la muerte de tu padre, y tal idea ha adquirido desde entonces nuevos encantos para ella. Es seguro que no querrá casarse más que con alguien de cuyo desinterés esté perfectamente convencida; y para eso la prueba mejor es que el pretendiente posea también fortuna propia.


- Mamá, yo no comparto ninguno de tus temores -contestó Ralph-. Me parece que lo que está haciendo es sencillamente burlarse de nosotros. Que pretende darse gusto, es indudable; pero puedes estar segura de que lo hará estudiando bien de cerca la naturaleza humana y, al mismo tiempo, conservando su libertad. Ha emprendido una expedición de exploradora y no creo que, antes de emprenderla de lleno, se vuelva atrás a una simple seña del señor Osmond. Puede que durante una hora o dos le falte el vapor, pero no tengas la menor duda de que, antes de que nos demos cuenta, ya se habrá puesto en marcha otra vez a toda velocidad. Y perdóname esta otra metáfora.

Puede que la señora Touchett no tuviera inconveniente alguno en excusarla, pero no se sentía tan tranquila como para no comunicar sus temores a madame Merle.

- Usted que lo sabe todo -le dijo-, debe saber también eso. ¿Es que, de veras, ese hombre tan curioso le está haciendo la corte a mi sobrina?

Madame Merle abrió de par en par los ojos y con perfecta conciencia de lo que decía, exclamó:

- Gilbert Osmond. ¡El cielo nos ampare! ¡Qué ocurrencia! -¿No se le había ocurrido?

- Verdaderamente, me está usted haciendo ver lo estúpida que soy, pero' debo confesar que no se me había ocurrido. Lo que me pregunto es si se le habrá ocurrido a Isabel.

- Voy a preguntárselo -dijo la señora Touchett.

Tras un instante de reflexión, madame Merle exclamó:

- No vaya usted a metérselo ahora en la cabeza. Lo mejor sería preguntarle al señor Osmond.

- No puedo hacer semejante cosa. No quiero exponerme a que me responda, con ese aire suyo tan altivo y en vista de la situación de Isabel, que eso no es cosa mía.

- Pues entonces se lo preguntaré yo misma -declaró con decisión madame Merle.

- Pero él pensará lo mismo…, que tampoco es cosa de usted.

- Justamente, ésa es la razón que puedo aducir para atreverme a hablarle. Y a mí me importa mucho menos que a nadie que pueda salir con lo que se le antoje. Pero, según él proceda, podré darme cabal cuenta de todo y conocer su pensamiento.

- Entonces -dijo la señora Touchett-, no deje de comunicarme el resultado de su penetración. Por mi parte, aunque no pueda hablar con él, podré hablar con Isabel.

Al oír tal propósito, madame Merle creyó conveniente hacer una advertencia.

- No vaya demasiado lejos con ella. Mire que se expone a inflamarle la imaginación.

- Yo no le he hecho jamás nada a la imaginación de nadie. De lo que estoy segura es de que ella no hará…, no hará…, bueno, nada de lo que yo haría.

- Desde luego, no es precisamente esto lo que a usted le gustaría. -¿Y por qué habría de gustarme, quiere decírmelo, por favor? El señor Osmond no tiene, en realidad, nada sólido que ofrecer.

Madame Merle permaneció callada, al tiempo que su inteligente sonrisa le elevaba la boca con mayor encanto que de. costumbre hacia la comisura izquierda.

- No confundamos -dijo al fin-. Gilbert Osmond no es ni mucho menos cualquiera. Es un hombre que, en condiciones favorables, puede causar una impresión extraordinaria. Por lo que yo sé, no es la primera vez que la causa.

- No me diga nada acerca de sus enredos amorosos puramente carnales; son cosa que no me interesa en absoluto -exclamó la señora Touchett-. Por eso que usted dice es por lo que quisiera que dejase de frecuentar esta casa. Lo único que tiene en el mundo, que yo sepa, es una o dos docenas de tiernos infantes y una hijita más o menos petulante.

- Los tiernos infantes -replicó madame Merle valen hoy en día una enorme suma de dinero. Y respecto a la hijita, es una persona muy joven, inocente y totalmente inofensiva.


- Dicho de otras palabras: una chiquilla insípida. ¿No es eso lo que quiere usted decir?

Y, como no tiene fortuna, no puede confiar en casarse como en este país se casan. De manera que Isabel tendría que mantenerla o dotarla.

- Me parece que Isabel no tendría inconveniente en mostrarse generosa con ella. Se ve que le ha tomado afecto a la pobre muchachita.

- Ahí tiene otra razón para que el señor Osmond se quede tranquilo en su casa. De lo contrario, a lo mejor dentro de una semana nos encontraremos de pronto con que mi sobrina se ha convencido de que su misión en la vida es demostrar que una madrastra puede sacrificarse… y que, para probarlo, debe antes convertirse ella en tal cosa.

Madame Merle sonrió.

- No hay duda de que sería una madrastra deliciosa; pero estamos de acuerdo, no debe darse prisa en decidir acerca de la misión que le incumbe. Eso de alterar la misión de una es tan difícil como cambiar la forma de su nariz; ambas están ahí plantadas, una ante la cara y la otra en el carácter…, y hay que empezar desde muy atrás para ello. De todos modos, averiguaré lo que haya y la tendré al corriente.

Ocurría todo esto sin que la sobrina tuviese la menor noticia, sin que llegase ni remotamente a sospechar que sus relaciones con el señor Osmond estaban sobre el tapete. Madame Merle no había dicho nada que pudiese ponerla en guardia, procurando no aludir a él con mas interés que a cualquiera de los restantes distinguidos caballeros de Florencia, tanto nativos como extranjeros, que acudían cada vez en mayor número a ofrecer sus respetos a la tía de la señorita Archer. A Isabel le parecía un hombre interesante y volvía con frecuencia sobre el tema. Decididamente le gustaba pensar en él en tal forma. De su visita a la casa de la colina había guardado una imagen que los sucesivos encuentros con él no lograban borrar y que a juicio suyo establecía una especial armonía con otras cosas supuestas y adivinadas, historias íntimas dentro de otras historias. Nada borraba la imagen de aquel inteligente, tranquilo, sensible y distinguido caballero, que se paseaba en su digna soledad sobre la tierna grama de su terraza allá en lo alto del suave valle del Arno, llevando de la mano a una muchachita cuya timbrada voz añadía un encanto más a su inocencia.

El cuadro que en su imaginación se pintaba carecía de rasgos sobresalientes, de adornos, pero le gustaba precisamente por esa suavidad de tonos y aquella atmósfera de atardecer de estío que parecía envolverla. Un cuadro que le hablaba al espíritu de aquella especie de cuestión personal que más pudiera impresionarla; de la consciente selección entre la gran variedad de objetos, sujetos, contactos…, ¿cómo debería llamarlos?, sujetos a finas y nobles asociaciones; de una vida de estudio en un país admirable; de una antigua tristeza que, de vez en cuando, volvía a hacerse sentir; de un sentimiento de orgullo que, si a veces era exagerado, no por ello dejaba de tener una gran nobleza; de una constante preocupación por la belleza, tan natural y al propio tiempo cultivada como las vistas ordenadas, las escalinatas, las terrazas y las fuentes de un jardín italiano…, lugares áridos refrescados por el rocío de una rara paternidad, un tanto intranquila y descorazonada. En el Palazzo Crescentini, el señor Osmond conservaba su misma manera de ser; un tanto desconfiada al comienzo aunque, sin duda alguna, consciente de todo y actuando bajo el esfuerzo, tan sólo perceptible a las miradas simpatizantes, por sobreponerse a tal desventaja, esfuerzo que casi siempre se resolvía con acrecentamiento de su facilidad de palabra, en una conversación, vivida, amena, positiva, agresiva a veces y siempre extraordinariamente sugestiva…, y sin que en ella apare- ciese el menor intento del señor Osmond de querer brillar por encima de los demás. No le fue difícil a Isabel creer que era sincera toda persona que presentaba los signos aparentes de una firme convicción, como, por ejemplo, la apreciación explícita y gratuita de algo que manifestaran a favor de lo por él defendido…, tal vez dicho especialmente por la misma señorita Archer. Y lo que más agradaba a la joven era ver que, al hablar de tal manera, por el simple placer de departir y entretener a los demás, no lo hacía, como era en tantos otros cos tumbre, por producir efecto. Exponía él sus ideas como si, por raras que a veces pudieran parecer, estuviese de siempre habituado a ellas y hubiera vivido siempre con ellas; como si fuesen algo así como viejos puños, pulidas bolas o cabezas de rara y preciosa materia susceptibles de ser adaptados al extremo de nuevos bastones…, no varas caídas del árbol corriente y exhibidas luego pretenciosamente como objetos de elegancia suma. Uno de los días en que fue a visitarla, llevó consigo a su hijita. Isabel se alegró mucho de ver de nuevo a la muchacha, quien presentó la frente a todos los allí reunidos para que la besaran, lo que hizo a Isabel acordarse de un ingenuo personaje en una comedia francesa. La joven no había visto jamás una muchachita con tal manera de ser. Las jovencitas americanas eran muy distintas de ella, como igualmente lo eran las inglesas. Pansy estaba perfectamente formada y preparada para el insignificante lugar que habría de tocarle en el mundo y, por lo que a la vista saltaba, era inocente e infantil a más no poder. La muchachita se sentó en el sofá al lado de Isabel. Llevaba un pequeño abrigo de color granate y unos guantes de los varios pares que madame Merle le regalara, guantes grises abrochados con un solo botón. De tal suerte, parecía una verdadera hoja de papel en blanco…, la jovencita ideal de las novelas rosa. Isabel deseó para sus adentros que tal hoja de papel, tan usa y limpia, encontrase una mano que la supiera llenar de hermosas y nobles palabras.

También la condesa Gemini fue a visitarla, pero eso era harina de otro costal. Ésta no tenía absolutamente nada de hoja en blanco; por lo contrario, eran muchas las manos que en ella habían ya escrito. Y la señora Touchett, que no se sintió honrada con tal visita, pensó que estaba visiblemente salpicada de numerosas manchas. La condesa provocó una discusión entre la dueña de la casa y su amiga venida de Roma, discusión en la que madame Merle (que no cometía la estupidez de resultar cargante a la gente mostrándose siempre de acuerdo con ella) se aprovechó con toda soltura y maña de la autorización de disconformidad que la señora Touchett sabía permitir a los demás tanto como tomársela ella. La señora Touchett había declarado que era de una audacia inaudita eso de que un personaje tan controvertido se hubiera presentado a tal hora del día a la puerta de una casa donde se le estimaba tan poco, como seguramente debía de saber era su caso en el Palazzo Crescentini. Isabel se había enterado ya de la existencia de tal manera de sentir en la casa bajo cuyo techo se albergaba.

La opinión allí corriente presentaba a la hermana del señor Osmond como una señora que había llevado a cabo tantas fechorías que ya no se las tenía en cuenta -que es por lo general lo que se busca-, y no eran sino los desperdicios, los restos flotantes de un naufragio, algo así como un tema molesto de conversación en sociedad. La había casado su madre -mujer admirablemente administrativa que sentía por los títulos nobiliarios una estimación que su hija parecía haber arrojado por la borda- con un aristócrata italiano que tal vez le diera motivos para intentar sofocar su conciencia del desvarío. Por lo demás, la condesa se había consolado desaforadamente y, con el tiempo, la lista infinita de sus excusas llegó a quedar perdida en el laberinto de sus aventuras. Aunque, desde hacía mucho tiempo, la condesa había hecho todo lo posible por lograrlo, la señora Touchett no consintió jamás en recibirla.

Si Florencia no tenía mucho de ciudad austera, la señora Touchett, como ella solía decir, debía trazar esa raya de la que no se pasa.

Madame Merle se dio a la tarea de defender a la infeliz condesa con mucho empeño y no menor ingenio. No comprendía cómo la señora Touchett quería convertir en víctima propiciatoria a una mujer que, en realidad, no había causado perjuicio a nadie y sólo se dedicó a hacer el bien, aunque de equivocada manera. Indudablemente, una estaba en su derecho de trazar la raya, pero al hacerlo debía procurar que fuese bien recta, y no cabía duda que sería del todo torcida esa raya de tiza que pretendiese dejar fuera a la condesa Gemini. Para proceder así, lo mejor que podía hacer la señora Touchett era cerrar su casa a todo el mundo. Tal vez fuera eso lo mejor mientras permaneciese en Florencia. Había que ser justos y no establecer diferencias arbitrarias. Era indudable que a la condesa podían imputársele imprudencias; no tenía la suerte de haber sido tan lista como otras mujeres. La pobre era una buena mujer, aunque no inteligente. Por lo demás, ¿desde cuándo era tal cosa un motivo de exclusión de nadie en la más encopetada sociedad? Hacía ya mucho tiempo que no se sabía nada de ella, lo cual permitía pensar que había renunciado a sus antiguos desvaríos…, y la mejor prueba de ello era que deseaba entrar a formar parte del círculo de amigos de la señora Touchett. Por su parte, Isabel no se mezcló para nada en tan interesante discusión, limitándose a recibir con toda amabilidad a la infeliz señora, que, a pesar de todos sus de- fectos, tenía para ella la gran cualidad de ser hermana del señor Osmond. Como su hermano le gustaba tanto, Isabel creyó lo más natural del mundo que también le gustase la hermana; y, a pesar de la complicación cada día mayor de las cosas, era todavía capaz de persistir en esa su consecuente manera de obrar. Cierto, no le había causado muy buena impresión la condesa cuanto la vio por primera vez en la villa de la colina, pero agradecía la oportunidad que se le presentaba de poder corregir su juicio. ¿Acaso no había dicho el señor Osmond que era una mujer respetable? Tal afirmación por parte del señor Osmond pudiera haber parecido descarada, pero madame Merle supo aderezarla de manera conveniente. Así pues, se complació en referir a Isabel mucho más de lo que el señor Osmond le dijera y le contó la historia del casamiento de la hermana y las consecuencias lamentables que del acto se derivaron. El tal conde pertenecía a una antigua familia toscana, pero con bienes tan escasos que hubo de considerarse dichoso de poder aceptar a Amy Osmond a despecho de su ya discutible belleza, que aún no había entorpecido su carrera, y con la novia la modesta dote que la madre pudo ofrecerle, una suma equivalente a lo que constituía la parte del hermano en el patrimonio familiar. Después de ello, la condesa Gemini recibió alguna que otra herencia y ahora, para ser italianos, estaban bastante bien, aunque Amy era tremendamente manirrota. El conde era un bruto de la peor especie, que había dado a su mujer toda clase de motivos que justificaban su comportamiento. No tenía hijos, pues los tres que tuviera los perdió antes de haber cumplido un año. Su madre, que se las daba de mujer de gran saber, escribía poemas descriptivos y enviaba crónicas sobre temas italianos a las revistas semanales inglesas, murió tres años después de la boda de la condesa; en cuanto al padre, perdido en el gris amanecer americano de la actual situación y a quien se tenía allí por hombre rico y fuerte, murió mucho antes. Esto era fácilmente apreciable en Gilbert, sostuvo madame Merle. Se podía apreciar que había sido criado y educado por una mujer, aunque, para ser justos con él, cabría suponer que lo educara una mujer más sensata que aquella Corina americana, como se complacía en llamarse a sí misma la señora Osmond. Ésta había traído a sus dos hijos a Italia al año de la muerte del padre, y la señora Touchett se acordaba perfectamente de cómo era al año de su llegada; la consideraba una terrible snob, pero ése era un juicio equivocado de la señora Touchett, porque ella, igual que la señora Osmond, prestaba toda su aprobación a los matrimonios políticos. La condesa era una buena compañera, y no la mujer superficial que parecía; todo lo que con ella debía hacerse era guardar la mayor incredulidad respecto a cualquier cosa que se le ocurriese decir. Madame Merle había hecho siempre por ella todo lo posible en consideración al hermano, y éste apreciaba grandemente cualquier gentileza que con ella se tuviese, porque, para decir la verdad, pensaba que había desprestigiado un tanto su común apellido. No cabía duda de que a él no podía en modo alguno gustarle su estilo, sus chillidos, su terrible egocentrismo, sus violaciones del buen gusto y sobre todo de la verdad; le sacaba de sus casillas, no era su tipo. Ahora bien, ¿cuál era su tipo? Precisamente todo lo contrario de la condesa; la mujer para quien la verdad es siempre cosa sagrada. Isabel había perdido la cuenta de las veces que en media hora la profanara su visitante; la condesa le había dejado más bien la impresión de proceder con una estúpida sinceridad. En todo el tiempo no hizo otra cosa que hablar casi exclusivamente de sí misma; de cuánto le gustaría tratar a la se- ñorita Archer; de que le encantaría tener una amiga de veras; de lo despreciable que era la gente en Florencia; de lo cansada que estaba ya de tal ciudad; de lo mucho que le gustaría vivir en otro sitio cualquiera como París, Londres o Washington; de lo difícil que era conseguir algo adecuado que ponerse en Italia, con excepción de hermosos encajes antiguos; de lo agradable que en todas partes se estaba volviendo el mundo y de la triste vida que a ella le había tocado llevar. Madame Merle escuchó con gran atención lo referido por Isabel de esta parte de su conversación con la condesa y se dio perfecta cuenta de que había causado gran angustia en su amiga. En conjunto, no experimentaba el menor temor por la condesa y podía hacer lo que más conveniente le parecía, que era no aparentarlo.

Mientras tanto, Isabel había recibido la visita de otra persona a quien no era tan fácil, ni aun sin saberlo ella, proteger: Henrietta Stackpole. Ésta había dejado París tras la partida de la señora Touchett para San Remo, y camino del sur, como ella decía, había pasado por las ciudades del norte de Italia hasta llegar a orillas del Arno a mediados del mes de mayo. Madame Merle la examinó con una sola ojeada de los pies a la cabeza y, con todo el sentimiento de su alma, se decidió a soportarla. Estaba, pues, dispuesta a chancearse de ella. Ciertamente no era posible aspirarla como a una rosa; habría, pues, que agarrarla como a una ortiga. Con gran ingenio, madame Merle supo sumirla en la insignificancia, e Isabel sintió que, al adivinar tal posibilidad, había hecho estricta justicia a la superior inteligencia de su amiga. La llegada de Henrietta la había anunciado el señor Bantling, quien había llegado allí desde Niza mientras ella permanecía en Venecia y habiendo creído que la hallaría en Florencia (cosa que no ocurrió), fue al Palazzo Crescentini para mostrar su decepción ante aquel retraso. La llegada de Henrietta tuvo lugar dos días después, y puede calcularse la emoción que produjo en el señor Bantling si se tiene en cuenta que no había vuelto a verla desde el romántico episodio de Versalles. Todos se hicieron perfectamente cargo del lado humorístico del caso, pero el único que a ello se refirió fue Ralph Touchett cuando, a solas con él y fumando un magnífico habano, el señor Bantling se enteró de la comedia que los otros repre- sentaban al juzgar a la periodista y a su protector británico. El caballero inglés tomó también la cosa por el lado bueno y confesó ingenuamente que en todo ello no había de positivo más que una aventura puramente intelectual. La señorita Stackpole le gustaba extraordinaria- mente, no lo negaba; creía que tenía una cabeza admirablemente asentada sobre los hombros y se complacía grandemente en andar con una mujer que no estaba a todas horas pendiente del qué dirán, de cómo tomarían lo que ella había hecho y de cómo hacían los demás las cosas que hacían. A la señorita Stackpole le tenía completamente sin cuidado cómo podría parecer o dejar de parecer una cosa; y, si a ella no le importaba, ¿por qué razón le había de importar a él? De modo que estaba decidido a llegar tan lejos como ella llegase, y no veía por qué motivo tendría que darse él por vencido.

Por su parte, Henrietta no daba tampoco señal alguna de darse por vencida. Sus perspectivas habían mejorado al abandonar Inglaterra y ahora se hallaba en pleno disfrute de abundantes recursos económicos. Ni que decir tiene que se había visto forzada a renunciar a sus deseos de penetrar en la vida íntima de las gentes. La vida de sociedad le presentaba en el continente dificultades todavía mayores de las que había hallado en Inglaterra. Pero, en compensación de ello, en el continente existía la vida exterior, palpable y visible por doquier y mucho más fácilmente transformable en materia literaria que las costumbres de los opacos isleños británicos. En los demás países, como ella decía con harto ingenio, si se contempla la vida externa, parece que una está viendo el lado derecho del tapiz, mientras que en Inglaterra parece que esté una viendo el revés y con ello adquiere una falsa idea de las figuras. No poca pena hubo de costarle a su historiadora tener que reconocerlo; mas Henrietta, descorazonada por otras cosas más ocultas, consagraba ya mayor atención a la vida externa. En Venecia había estado estudiándola durante dos meses y desde allí envió al Interviewer una serie de brillantes crónicas acerca de las góndolas, de la Piazza, del puente de los Suspiros, de las palomas de San Marcos y del bello gondolero cantando, mientas rema, poemas de Tasso. Tal vez el Interviewer sufriera con ello una decepción, pero, por lo pronto, ella estaba conociendo


Europa. Su actual proyecto era ir a Roma antes de que comenzase allí la temporada de la malaria -por lo visto se imaginaba que debía comenzar un día determinado-, y, gracias a tal proyecto, había pasado por Florencia, donde pensaba detenerse unos días. Iría a Roma acompañada del señor Bantling, y le hizo saber a Isabel que, como éste conocía la gran urbe, era militar y había recibido una formación clásica -lo educaron en Eton, donde no se estudiaba más que latín y White-Melville, según dijo ella-, podría serle sumamente útil en la ciudad de los césares. Se le ocurrió entonces a Ralph proponer a Isabel que ella, a quien él tendría mucho gusto en servir de guía, hiciese también un viaje a Roma aprovechando tal coyuntura. Pensaba su prima pasar en la ciudad santa gran parte del invierno, cosa que a él le parecía muy bien pero eso no impedía que hicieran una breve excursión anticipada. Quedaban todavía diez días del mes de mayo, el más hermoso de todos los meses para el verdadero amante de las cosas de Roma. Era indudable, así lo creían ellos, que Isabel se convertiría inmediatamente en una entusiasta de Roma. Podía, además, contar con la compañía de una persona de confianza y de su propio sexo, que, dadas las otras atenciones que sobre ella pesaban, no habría de resultarle en exceso molesta. Madame Merle se quedaría con la señora Touchett, puesto que había dejado definitivamente Roma durante los meses de verano y no tenía pensamiento de volver allí por ahora. Su casa estaba ya cerrada y la cocinera en Palestrina, su pueblo de la campiña romana. Madame Merle aconsejó a Isabel que aceptara la propuesta de Ralph, asegurándole que no era cosa de despreciar un buen guía en su primera visita a la espléndida ciudad. No precisaba Isabel que se la instase mucho a acceder, de suerte que los miembros integrantes de la expedición empezaron a hacer los preparativos para llevarla a cabo. Se resignó la señora Touchett en tal ocasión a la idea de no hacer acompañar a la sobrina por una «dueña», pues ya hemos visto que había acabado por adaptarse al hecho de que su sobrina se las arreglara sola. Uno de los preliminares del viaje, por lo que a Isabel atañía, consistió en ver a Gilbert Osmond y comunicarle su proyecto.

Al oírlo, se limitó Osmond a contestar:

- Me agradaría infinito estar en Roma con usted; me encantaría verla en esa tierra maravillosa.

- No tiene más que venir -replicó ella, casi titubeando.

- Habrá mucha gente con usted.

- Desde luego, sola no voy a estar -admitió Isabel. Él permaneció callado un instante y, al fin, dijo:

- Le gustará enormemente. A pesar de lo mucho que la han echado a perder, quedará usted embrujada por la ciudad. -¿Dejaría acaso de gustarme por el hecho de que a la pobre, esa Niobe de las naciones, como usted sabe, la hayan echado a perder?

- No lo creo. ¡Tantas veces la han echado a perder en épocas sucesivas! Pero si me decidiese a ir, ¿qué haría con mi hijita? -¿No puede dejarla en la villa?

- No sé hasta qué punto me agradaría hacerlo…, por más que hay una buena mujer, de edad respetable, que la cuida; mis medios no me permiten tener una institutriz. -¡Pues entonces, llévela con usted! -replicó Isabel con gran vivacidad. El pareció pensar seriamente el asunto y contestó:

- Ha estado todo el invierno en el convento, y es todavía demasiado joven para hacer viajes de placer. -¿No le gusta hacerle ver el mundo? -preguntó Isabel.

- No. Me parece que a las jovencitas hay que mantenerlas alejadas de él.

- A mí me criaron de un modo completamente distinto. -¿A usted? Bueno, con usted dio buen resultado porque usted es excepcional.


- No sé en qué -dijo Isabel, quien, a pesar de ello, no estaba segura de que su amigo no hubiese dicho una verdad.

El señor Osmond, sin pararse a explicar sus palabras, continuó:

- Si yo creyese que ponerla en contacto con determinado grupo social en Roma le iba a hacer parecerse a usted, mañana mismo la llevaba.

- No quiero que se parezca a mí. Consérvela tal como es.

- Podría también confiársela a mi hermana -dijo el señor Osmond como quien pide consejo. Se diría que experimentaba placer al hablar de estos pequeños asuntos domésticos con la señorita Archer.

Isabel coincidió con él, y añadió:

- Sí. Creo que, dejándola con ella, no llegará a parecerse mucho a mí.

Después de que ella se hubo marchado de Florencia, Gilbert Osmond se encontró un día con madame Merle en casa de la condesa Gemini. Había allí varias personas más, pues el salón de la condesa Gemini estaba siempre bastante concurrido. Como la conversación era general, el señor Osmond aprovechó la circunstancia para acercarse a madame Merle y sentarse en una otomana próxima, un poco detrás del sillón por ella ocupado. Una vez allí, le dijo en voz baja:

- Quiere que vaya a Roma con ella. -¿Que vayas con ella?

- Es decir, que esté allí mientras ella esté. -¿No querrás decir que se lo propusiste y ella aceptó?

- Desde luego, yo di pie. Pero, la verdad, ella se muestra muy alentadora…, verdaderamente alentadora.

- Me alegro mucho de oír lo que dices. De todos modos, no cantes victoria demasiado pronto. De momento, lo que debes hacer es ir a Roma.

- Hay que ver el trabajo que le da a uno esa idea -comentó Osmond.

- No trates de hacerme creer que no te gusta…, eres un ingrato. En todos estos años no has tenido ninguna ocupación tan agradable.

- Es admirable la manera en que te lo tomas. Ahora resulta que tengo que estarte agradecido por esto.

- Pero no demasiado, por supuesto -replicó madame Merle. Hablaba con su habitual sonrisa, apoyándose en el respaldo del sillón y mirando en todas direcciones-. Has causado muy buena impresión -dijo-, y con mis propios ojos he visto que la recibida por ti no ha sido menos buena. Estoy segura de que no has ido siete veces al Palazzo Crescentini con el solo objeto de serme agradable a mí.

- La muchacha no es antipática -declaró tranquilamente Osmond.

Madame Merle le miró fijamente un instante, apretó los labios con dureza y preguntó: -¿Eso es todo lo que se te ocurre decir de esa encantadora criatura? -¿Cómo todo? ¿No te parece bastante? ¿De cuántos me has oído decir eso ni muchísimo menos?

Madame Merle no respondió a tales palabras y volvió su agradable rostro al resto de la concurrencia.

- Eres verdaderamente fantástico -dijo al cabo de unos instantes-. Me da miedo pensar en el abismo a que la he precipitado.

Pareció que a él la cosa le divertía, y dijo:

- Ya no puedes volverte atrás…, has ido demasiado lejos.

- Está bien. Pues, entonces, haz tú el resto.

- Lo haré -afirmó Gilbert Osmond.

Madame Merle se calló y él volvió a cambiar de sitio; pero, cuando ella se levantó para marcharse, también él se despidió. La berlina de la señora Touchett estaba esperando a su amiga en el patio y él, después de ayudarla a subir, permaneció allí deteniéndola.

- Has sido muy indiscreto -le dijo madame Merle con cierto enojo-. No has debido moverte al marcharme yo.

El se había quitado el sombrero. Se pasó la mano por la frente y dijo casi confuso:

- Siempre lo olvido. He perdido ya la costumbre.

- Eres verdaderamente fantástico -repitió ella mirando hacia las ventanas de la casa, que era uno de los recientes edificios de la parte nueva de la ciudad.

Él pareció no darse cuenta de aquella observación y dijo como si hablase para sí:

- Verdaderamente, es encantadora. No he conocido jamás una criatura tan agradable.

- No sabes cómo me gusta oírte decir eso. Cuanto más te guste a ti, mejor para mí.

- Me gusta extraordinariamente. Es exactamente tal cual la describiste y, por añadidura, capaz, por lo menos así me lo parece, de gran afecto. No tiene más que un defecto. -¿Puede saberse cuál?

- Demasiadas ideas.

- Ya te advertí que era una mujer muy inteligente.

- Por suerte, son muy malas -replicó Osmond. -¿En qué consiste entonces la suerte? -¡Diantre! ¡Si hay que sacrificarlas, más vale que sean malas!

Madame Merle se apoyó en el respaldo y fijó la vista delante para dar órdenes al cochero. Antes de que lo hiciese, su amigo la detuvo nuevamente. -¿Qué voy a hacer con Pansy, en caso de que vaya a Roma? -preguntó.

- Yo me ocuparé de eso -contestó madame Merle-. Iré a verla.

Obras Notables de Henry James

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