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Se había acordado que las dos jóvenes fuesen a Londres escoltadas por Ralph, aunque a la señora Touchett no le hacía gracia semejante plan al hablar de él, dijo que era el que sin duda se le habría ocurrido a la señorita Stackpole sugerir, y preguntó si a la corresponsal del Interviewer se le iba a ocurrir también llevarles a su casa de huéspedes favorita.

- Me tiene sin cuidado adonde quiera llevarnos -contestó Isabel-, con tal de que sea un sitio con color local. Para eso es precisamente para lo que vamos a Londres.

- Ya me imagino -replicó su tía- que cuando una muchacha ha rechazado a un lord inglés puede permitírselo todo. Después de eso, no vale la pena pararse en bagatelas. -¿Le habría gustado que me hubiese casado con lord Warburton? -preguntó Isabel.

- Naturalmente que sí.

- Creía que detestaba a los ingleses.

- Y los detesto; pero eso es el mejor motivo para utilizarlos. -¿Es ésa la idea que tiene usted del matrimonio?

- E Isabel se atrevió a añadir que, a su entender, su tía había utilizado bien poco al señor Touchett.

- Tu tío no es un aristócrata inglés -repuso la señora Touchett-. Y aunque lo hubiera sido, tal vez me habría ido igualmente a vivir a Florencia. -¿Cree usted que lord Warburton puede hacerme mejor de lo que soy? -preguntó la joven algo excitada-. No quiero decir que me considere demasiado buena y que no desee mejorar, sino que no amo a lord Warburton lo bastante como para casarme con él.

- Entonces has hecho muy bien en rechazarlo -dijo la señora Touchett con su voz más baja y sobria-. Ahora espero que, a la próxima gran oferta que se te haga, sepas estar a la misma altura.

- Más vale que esperemos hasta que se presente, en vez de hablar de ello. Lo que deseo con toda mi alma es que no me hagan por ahora ofrecimientos de ninguna clase. Acaban por perturbarme completamente.

- Si adoptas definitivamente la vida bohemia, puedes tener la seguridad de que no te molestarán mucho con ellos. De todos modos, le he prometido a Ralph que no criticaría…

- Haré lo que Ralph diga -respondió Isabel-. Tengo en él una ilimitada confianza.

- Su madre se siente muy agradecida -repuso la señora Touchett, riendo con sequedad.


Isabel, sin poder contenerse, replicó:

- Es lo que me parece que debe sentirse.

Ralph había dicho que no iba en absoluto contra las conveniencias sociales que los tres hicieran juntos una excursión para ver las cosas más interesantes de la metrópoli; pero la señora Touchett no lo consideraba así. Como muchas otras señoras de su país que habían vivido largo tiempo en Europa, había olvidado su manera nativa de pensar acerca de muchos puntos, produciéndose en ella una reacción contra la excesiva libertad concedida a los jóvenes de allende los mares, no injustificada en sí misma, pero cargada de escrúpulos tan exagerados como gratuitos. Ralph acompañó a las jóvenes a Londres y las albergó en una fonda tranquila de una calle que hacía esquina con Piccadilly. Al principio pensó instalarlas en la casa de su padre, en Winchester Square, una enorme y triste mansión que en tal época del año se hallaba envuelta en la mortaja del más profundo silencio y de las fundas de holanda cruda; pero cayó en la cuenta de que, estando el cocinero en Gardencourt, no había nadie en la casa que pudiese encargarse de hacer la comida, por lo que finalmente fue el hotel Pratt su paradero.

Por su parte, Ralph se instaló en la mansión de Winchester Square, donde tenía un escondrijo que a él le encantaba y donde podía abrigar temores de mucha peor catadura que el de una cocina apagada. Lo cierto es que se proponía utilizar en gran medida los recursos del hotel Pratt, y a estos efectos empezó al día siguiente por hacer una visita a sus compañeras de viaje. Allí tuvo la satisfacción de que el señor Pratt en persona, enfundado en un amplio blusón blanco, acudiese a levantar la tapadera de los platos del desayuno. Después de lo cual, Ralph, ya otro hombre como él mismo dijo, trazó con sus compañeras el plan para los vagares del día en curso. Como en el mes de septiembre Londres tendría un semblante completamente blanco si no fuese por las salpicaduras y manchas del tráfago anterior, Ralph, que para tal ocasión creyó prudente adoptar un tono solemne, se consideró obligado a decir a sus compañeras, excitando con ello los crueles sarcasmos de la señorita Stackpole, que en la ciudad no había en esos momentos ni un alma.

- Supongo que se refiere usted a la aristocracia -replicó Henrietta-, pero no creo que pueda tener prueba mejor de que no se la echaría de menos si estuviese por completo ausente.

A mí me parece que la ciudad está de gente hasta los topes. No hay un alma, no; sólo tres o cuatro millones. Pero pertenecen a…, ¿cómo lo llama usted?…, a la clase media. Y ésas, que componen toda la población de Londres, no tienen, por lo visto, la menor importancia.

Ralph declaró que no había vacío dejado por la aristocracia que ella con su presencia no llenara y que en aquel momento no había hombre tan contento como él. En lo cual le asistía perfecta razón, pues el tedioso septiembre en la ciudad inmensa y medio vacía encerraba un encanto como de piedra preciosa de vividos colores envuelta en un paño sucio. Cuando Ralph se retiraba por la noche a la vacía mansión de Winchester Square tras las horas pasadas con sus compañeras, tan ardientes si con él se las comparaba, se ponía a vagar por el enorme y oscuro comedor, donde no había más luz que la del candelabro que él tomaba de la mesa del vestíbulo al entrar. La plaza se hallaba sumida en el mayor silencio, silenciosa estaba igualmente la triste mansión, y, cuando abría uno de los anchos ventanales del comedor para dejar entrar el aire fresco, sólo oía el pausado rechinar de las pesadas botas del policía que estaba de guardia. En aquel I lugar tan vacío, sus propios pasos resonaban fuertes y sonoros, pues habían retirado algunas de las gruesas alfombras y, cada vez que se movía, levantaba y esparcía un eco melancólico. Sentado en uno de los sillones, observaba la enorme y oscura mesa que brillaba en ciertas partes a la débil luz de las bujías del candelabro, y los cuadros de las paredes, todos muy oscuros, que parecían dotados de un alma vaga e incoherente. Se diría que flotaba en el ambiente el fantasma de cenas tiempo ha digeridas, de festivas conversaciones de sobremesa que habían perdido vigencia. Acaso tal presentimiento de lo sobrenatural tuviese que ver con el hecho de que él dejase volar libremente su añorante imaginación, permaneciendo en aquel sillón hasta mucho más tarde de lo que tenía por costumbre acostarse…, de que se quedase sin hacer absolutamente nada, sin tan siquiera leer el diario de la noche. Digo y sostengo que no hacía nada, pues en tales momentos se limitaba a pensar en Isabel, y pensar en ella no podía ser para él más que una vaga y perezosa ocu- pación que a nada conducía y a nadie podía servir de gran cosa. Su prima no le había parecido jamás tan encantadora como en aquellos días empleados en bucear a la manera turística por las profundidades y oquedades de la vida metropolitana.

Tenía Isabel la cabeza llena de elementos lógicos -premisas, conclusiones- y de emociones; y, si lo que había ido buscando era color local, podía darse por satisfecha, porque lo encontraba en todas partes. Le hacía ella más preguntas de las que él estaba en condiciones de contestar, y se lanzaba a improvisar nuevas y osadas teorías acerca de las causas históricas y sus repercusiones sociales, que él tampoco sabía refutar y que ignoraba si debía aceptar. Fueron más de una vez al Museo Británico y a aquel otro palacio del arte aún más brillante que, por su antigua variedad, exige que se le consagre un espacio tan extenso por lo menos como el de un monótono barrio; pasaron una mañana en la Abadía y se embarcaron en uno de los vaporcitos que por el precio de un penique llevan a los visitantes hasta la Torre de Londres. Contemplaron los cuadros de las colecciones públicas y privadas, y más de una vez hubieron de sentarse en los bancos de los jardines de Kensington bajo los árboles centenarios. Henrietta demostró tener una inagotable curiosidad y ser un juez mucho menos benigno de lo que Isabel habría creído. Como era de esperar, se llevó no pocos desengaños y, en conjunto, Londres hubo de sufrir no poco en la apasionada comparación de su vida con los puntos fuertes de la idea norteamericana de civismo; no obstante, sacaba el máximo de sus empañadas dignidades y sólo se permitía de vez en cuando algún que otro suspiro acompañado de un desalentado «Bien», que no iba más allá y se perdía en el abismo de lo re- trospectivo. La pura verdad era que no se hallaba en su elemento. Un día, en la Galería Nacional, le dijo a Isabel: «Yo no simpatizo con los objetos inanimados», y siguió sufriendo ponla pobreza de su visión de la vida interior con que la naturaleza la había dotado. Los pai- sajes de Turner y los toros asirios eran una compensación bien pobre por la falta de esas cenas literarias en las que había esperado conocer el genio y el renombre de Gran Bretaña.

«¿Dónde están sus hombres públicos, sus grandes hombres y mujeres intelectuales? - le preguntó un día a Ralph, parándose en mitad de Trafalgar Square, como si creyera que aquél era el sitio idóneo para darse de narices con algunos-. ¿Acaso es uno de ellos ese que está allá en lo alto de la columna? ¿Cómo le llaman ustedes…? ¿Lord Nelson? ¿También era lord? ¿No era bastante alto de por si para que hayan tenido que colocarlo a cien pies del suelo? Eso es el pasado…, y a mí el pasado no me interesa. Lo que yo quiero es ver a las mentes conductoras del presente; y no digo del futuro porque creo muy poco en él». El pobre Ralph contaba entre sus relaciones con muy pocas de aquellas mentes conductoras, y muy rara vez podía permitirse el placer de asaetear con sus preguntas a un individuo célebre; lo que, a juicio de la señorita Stackpole, acusaba una lamentable falta de espíritu de empresa. Así, solía decir: «Si yo estuviera allende el mar, me iría derecha a casa de un gran hombre, llamaría tranquilamente a su puerta, fuera quien fuese, y le diría: "Señor, he oído hablar mucho acerca de usted y vengo a ver yo misma qué hay en todo ello". Pero, por lo que deduzco, no es ésa la costumbre aquí. Ustedes tienen sin duda infinidad de costumbres que me parecen insensatas, pero ninguna que pueda servir para algo. Indudablemente, nosotros estamos más adelantados. De todos modos, no tengo más remedio que escribir acerca de la vida social en su conjunto». Henrietta, que llevaba siempre encima su guía turística y su lápiz, escribió para el Interviewer una crónica describiendo la Torre de Londres (incluido el relato de la ejecución en ella de lady Jane Gray); pero, después de haberla escrito, tuvo el convencimiento de no estar a la altura de la misión que se le había confiado.


El incidente que precedió a la partida de Isabel de Gardencourt había dejado una dolorosa huella en el ánimo de nuestra joven heroína; y, cuando volvía a sentir en su rostro, como una ráfaga recurrente, el aliento frío de la sorpresa de su último pretendiente, su único recurso era taparse bien la cabeza hasta que el viento amainara. La verdad es que no podía hacer más de lo que hacía.

Pero la manera en que lo llevaba a cabo tenía tan poca gracia como cualquier movimiento puramente físico realizado en una actitud forzada, lo cual alejaba de ella el menor deseo de enorgullecerse de su conducta. No obstante, ello se mezclaba con una sensación de libre albedrío que le era sumamente grata en sí misma y que, mientras vagaba por la inmensa ciudad en compañía de sus dispares compañeros, exteriorizaba mediante de- mostraciones estrafalarias. Así acontecía que, cuando, por ejemplo, paseaban por los jardines de Kensington, se detenía a conversar con los rapaces que jugaban en la hierba, especialmente con los más pobres; les preguntaba sus nombres, les daba unas monedas de cobre y a los más graciosos los besaba. Ralph tomaba nota de todas esas raras salidas, como de todo lo que ella hacía. Un día, para hacer pasar un rato a sus compañeras, las invitó a J tomar el té en su casa de Winchester Square y, a tal efecto, hizo que la arreglaran y pusieran lo más posible en orden para recibir la visita. Había allí otro invitado, un simpático soltero, antiguo amigo de Ralph, que se hallaba casualmente de paso en la ciudad, y para quien entrar en inmediato trato con la señorita Stackpole no parecía entrañar la menor dificultad ni despertarle el más leve temor. El señor Bantling, hombre de unos cuarenta años, fornido, atildado, admirablemente vestido, conocedor de todo y extravagantemente divertido, se rió a mandíbula batiente con todas las cosas que Henrietta dijo, le ofreció varias tazas de té, examinó con ella la nada desdeñable colección de curiosidades de Ralph y, luego, cuando el anfitrión les propuso salir a la plaza diciendo que les ofrecía una fete-champétre, dio unas cuantas vueltas con ella por el recinto, mostrando una gran pasión, charlando como si experimentase un enorme interés por el asunto discutido, ante las reflexiones de ella acerca de la vida interior.

- Ya me doy cuenta. Me atrevería a decir que Gardencourt le ha parecido a usted de una quietud desesperante. Naturalmente, no puede haber mucho ajetreo en un sitio cuando se está tan enfermo. Touchett está muy mal, ya sabe. Los médicos le han prohibido terminante- mente que esté en Inglaterra, pero él ha venido para cuidar a su padre. Y el pobre viejo, según creo, tiene por lo menos media docena de achaques. Dicen que es la gota, i pero yo tengo entendido que se trata de una enfermedad orgánica tan avanzada que puede usted tener por seguro que desaparecerá a la carrera el día menos pensado. Naturalmente, todas estas circunstancias hacen tremendamente triste cualquier casa; lo que me asombra es que les guste recibir gente cuando pueden hacer tan poca cosa para obsequiarla. Además, me imagino que el señor Touchett estará discutiendo constantemente con su mujer. Como usted sabe, viven separados siguiendo esa curiosa costumbre de los americanos. Si usted quiere ver una casa donde siempre pasan cosas, le recomiendo que pase unos días con mi hermana, lady Pensil, en Bedfordshire. Mañana mismo le escribiré y tengo la plena seguridad de que la invitará enseguida. Ya me hago cargo de lo que usted precisa: una casa donde la gente sea aficionada al teatro, las merendolas y cosas por el estilo. Pues mi hermana es precisamente una mujer que ni pintada para todo ello; se pasa la vida organizando una u otra fiesta y le encanta tener gente que pueda ayudarla. Estoy seguro de que la invitará a vuelta de correo, pues le gustan a rabiar los escritores y toda clase de gente distinguida. Ella escribe también, ¿sabe usted?, pero no he leído nada suyo. Por lo general escribe versos, y yo no soy un gran aficionado a la poesía…, a no ser la de Byron. Me figuro que admirarán mucho a Byron en Norteamérica… - prosiguió el señor Bantling, excitando la estimulada atención de la señorita Stackpole, sacando extrañas conclusiones con una extraordinaria facilidad y cambiando de tema como quien hace un trabajo de prestidigitación. Y con aquella versatilidad tan sugestiva, insistió en la idea, cautivadora y fascinante para Henrietta, de hacerle ir a pasar unos días en casa de lady Pensil, en Bedfordshire-. Sé perfectamente lo que usted quiere; lo que quiere es ver y disfrutar de algún pasatiempo genuinamente inglés. Los Touchett, como sabe, no tienen nada de ingleses. Tienen sus propias costumbres, su propia manera de hablar, sus comidas especiales…, incluso creo que profesan una extraña religión particular. Según dicen, el anciano considera la caza un pecado. Debería usted ir a casa de mi hermana durante los - preparativos para la función teatral; seguro que le dará un papel y no me cabe la menor duda de que lo hará usted muy bien, pues veo que es muy inteligente. Mi hermana tiene ya cuarenta años y siete hijos, pero va a interpretar el papel principal. A pesar de lo sencilla que es, se maquilla muy bien…, dadas sus condiciones, por supuesto. Ni que decir tiene que, si no desea actuar, no está obligada a hacerlo.

De tal suerte iba expresándose el señor Bantling mientras caminaban lentamente por el césped, que, aunque salpicado del hollín de las chimeneas londinenses, invitaba a estirar las piernas. Aquel solterón gallardo y elocuente, tan impresionable ante las altas cualidades femeninas y con sugerencias tan interesantes, le pareció a Henrietta un hombre verdaderamente grato y apreció en lo mucho que para ella valían las oportunidades que le brindaba.

- Si su hermana me invitase, desde luego que iría -le dijo-. Creo que es mi deber. ¿Cómo dice usted que se apellida?

- Pensil. Un apellido raro, pero nada malo.

- Para mí lo mismo da uno que otro. Pero ¿cuál es su rango social?

- Es esposa de un barón; una posición bastante aceptable. Refinada, pero no demasiado.

- Seguro que demasiado refinada para mí. ¿Cómo dice usted que se llama- el sitio donde vive? ¿Bedfordshire?

- Vive en la parte norte del condado. Es un paraje aburrido, pero no creo que a usted le importe. Por mi parte, yo trataré de ir allá mientras usted esté.

La señorita Stackpole estaba encantada con todo lo que le decía el hermano de lady Pensil, pero, muy a pesar suyo, no tenía más remedio que dejarle porque la estaban esperando unas amigas que encontró en Piccadilly el día antes y a las que no había visto desde hacía más de un año: las señoritas Climbers, dos damas de Wilmington, del estado de Delaware, que tras haber viajado por todo el continente se preparaban para regresar a su país. Henrietta había sostenido con ellas una larga conversación en pleno Piccadilly, pero, aun cuando las tres hablaban al mismo tiempo, les quedaron muchas cosas en el tintero. Así pues, acordaron que Henrietta iría a cenar con ellas en su alojamiento de Jermyn Street a las seis de la tarde del día siguiente; y acababa de acordarse entonces de tal compromiso. Por consiguiente, se dispuso a ir a la mencionada callé, despidiéndose primero de Ralph e Isabel, que, sentados en un banco en otro lado de la plaza, se hallaban ocupados -si así puede decirse- en intercambiar amenidades a buen seguro menos provechosas que las que habían compartido Henrietta y el señor Bantling. Una vez de acuerdo Isabel y su amiga en que se encontrarían después a una hora respetable en el hotel Pratt, Ralph señaló que la periodista debía tomar un coche, pues no podía ir a pie hasta Jermyn Street.

- Me figuro que lo que quiere decir es que no está bien que vaya sola por la calle. ¡Santo cielo! -exclamó Henrietta- ¿Y para esto he venido yo aquí?

- No es en absoluto necesario que vaya usted a pie sola -dijo alegremente el señor Bantling-. Será un gran placer para mí acompañarla.

- Lo que quise decir -replicó Ralph- es que llegará tarde a la cena y las pobres señoras podrían creer que al final nos hemos resistido a privarnos de su presencia.

- Me parece que lo mejor es que tomes un coche, Henrietta -dijo Isabel.


- Si no desconfía de mí, yo le conseguiré uno -ve ofreció el señor Bantling-.

Caminaremos un poco hasta dar con él.

- No veo motivo para no fiarme de él, ¿y tú? -le preguntó Henrietta a Isabel.

- No ve me ocurre qué podría hacerte el señor Bantling -respondió cortésmente Isabel-. Pero, vi quieres, iremos con vosotros hasta que encuentres el carruaje.

- No os molestéis, iremos solos. Vamos, señor Bantling, y a ver vi me consigue uno de los buenos.

Se comprometió el señor Bantling a hacer todo lo que pudiera y ambos ve marcharon dejando a la muchacha y a su primo juntos en Winchester Square, que la luz del suave crepúsculo septembrino comenzaba a embrujar. Reinaba allí la más absoluta calma. El ancho cuadrilátero de casas de la oscura plaza no mostraba todavía ninguna luz en sus ventanas, cuyas celosías y persianas estaban cerradas; el pavimento era una superficie totalmente despejada y, a no ver por dos chiquillos de una de las callejuelas próximas que, atraídos por la inusitada animación en el interior de la plaza, metían la cabeza por!. entre los barrotes de la verja, el objeto más vivo a la vista habría sido la roja columna del ángulo sudeste.

- Henrietta le pedirá que suba al coche y la acompañe hasta la calle Jermyn, estoy seguro -dijo Ralph al cabo de un momento. Al hablar de la señorita Stackpole decía siempre simplemente Henrietta.

- Es muy posible -respondió su compañera.

- Aunque tal vez no ve lo pida, y entonces verá Bantling quien lo haga.

- También es muy posible. Me alegro mucho de que hayan congeniado tanto.

- Ella ha hecho una conquista. Bantling la convidera una mujer brillante. Esto puede llegar lejos.

- Yo también considero a Henrietta una mujer brillante -dijo Isabel tras un breve silencio-, pero no creo que esto pueda ir lejos.

No llegarían nunca a conocerse de veras. Ni él tiene la menor idea de lo que ella es, ni ella la acertada comprensión del señor Bantling.

- La base más frecuente de una unión suele ser la falta de entendimiento recíproco - dijo su primo-. Sin embargo -añadió-, no debe de ver tarea difícil comprender a Bantling, porque es un espíritu sencillo.

- De acuerdo, pero Henrietta lo es más todavía. En fin, ¿qué podemos hacer? -preguntó Isabel mirando a través de la luz evanescente, bajo la cual el limitado paisaje ajardinado de la plaza adquirió una apariencia de auténtica amplitud-. No creo que ve te ocurra proponer que, para divertirnos, nos vayamos en un coche a dar vueltas por las calles de Londres.

- No hay razón para que no permanezcamos aquí…, a no ver que no te agrade. Hace una agradable temperatura, falta todavía cosa de media hora para que sea completamente oscuro y…, vi me lo permites, encenderé un cigarrillo.

- Puedes hacer lo que quieras -dijo Isabel- con tal que me entretengas hasta las siete. A esa hora me iré al hotel Pratt y me sentaré sólita a ingerir mi cena: dos huevos pasados por agua y un panecillo. -¿Me permites cenar contigo? -preguntó Ralph.

- No; tú cenaras en tu club.

Habían vuelto a sus asientos en el centro de la plaza y Ralph encendió su cigarrillo. Sin duda le habría agradado enormemente haber tomado parte en el modestísimo festín que ella acababa de describir, pero, en su defecto, le encantaba que se lo prohibiera. En aquel instante lo que le gustaba extraordinariamente era estar a solas con ella, en la oscuridad que iba poco a poco adensándose en medio de la enorme ciudad multitudinaria, imaginar que dependía de él y estaba bajo su poder. Sin embargo, no podía ejercitar semejante poder sino muy vagamente, y la mejor manera que de hacerlo tenía era acatando sumisamente toda decisión de ella. Así, después de una pausa, preguntó: -¿Por qué no me permites cenar contigo?

- Porque no me interesa.

- Me figuro que estarás cansada de mí.

- Lo estaré dentro de una hora. Como ves, tengo el don de prever las cosas.

- Te prometo que de ahora en adelante seré entretenido -aseguró Ralph. Pero no se le ocurrió decir nada más y, como ella no le replicó tampoco, continuaron durante algún tiempo sentados y en una calma que parecía una flagrante contradicción a la promesa de entretenimiento que él acababa de formular. Se le antojó que estaba preocupada, y se preguntaba a sí mismo en qué estaría pensando, pues tenía dos o tres motivos de cavilación. Por fin, preguntó de nuevo-: ¿El negarte a que te acompañe a cenar esta noche es porque esperas a algún otro visitante?

Ella se volvió, le miró con sus ojos claros y serenos, y dijo: -¿Otro visitante? ¿Qué otro visitante quieres que tenga?

Y, en efecto, no tenía a quién sugerir, lo que hizo que su pregunta le pareciese a él mismo tan tonta como brutal.

- Tienes muchos amigos que yo no conozco -se atrevió finalmente a insinuar-. Posees todo un pasado del que he sido deliberada y perversamente excluido.

- Porque estabas reservado para mi futuro. No debes olvidar que mi pasado quedó al otro lado del mar y que no hay nada de él en Londres.

- Perfectamente. Entonces el futuro que te concierne se halla sentado a tu lado. Es estupendo tener el futuro tan a mano. -Ralph encendió otro cigarrillo pensando si tal vez Isabel habría querido decir que tenía noticias de que Caspar Goodwood estaba en París. Después exhaló una bocanada de humo y añadió, resumiendo-: Hace un momento te prometí que iba a ser entretenido, pero ya ves que no me salgo con la mía, y es porque resulta una gran temeridad intentar entretener a una persona como tú. ¿Cómo van a interesarte mis pobres esfuerzos? Tú acaricias grandes ideas…, tienes pensamientos muy elevados sobre muchos asuntos, mientras que yo he de limitarme a meter en mis habitaciones una pequeña orquesta o una compañía de saltimbanquis.

- Con un saltimbanqui basta, y tú lo haces muy bien. Vamos, sigue, que dentro de diez minutos soltaré la carcajada.

- Te advierto que hablo en serio -contestó Ralph-. De veras, pides demasiado.

- No sé lo que quieres decir. Yo no pido absolutamente nada.

- Di mejor que no aceptas nada.

Se ruborizó ella mucho y le pareció adivinar de pronto adonde quería él ir a parar. Pero ¿a santo de qué tenía que hablarle de semejante cosa? Ralph se detuvo un instante como dudando y luego prosiguió:

- Me agradaría mucho decirte una cosa. Es algo que quisiera preguntarte y creo que tengo derecho a hacerlo porque la respuesta me interesa enormemente.

- Pregunta lo que quieras -contestó Isabel con amabilidad-. Trataré de complacerte.

- Bien. Supongo, entonces, que no te molestará que te diga que Warburton me ha hecho saber algo que ha sucedido entre vosotros dos.

Isabel reprimió su primer impulso y permaneció sentada mirando con calma su abanico, que tenía abierto.

- Era natural que te hiciese algún comentario al respecto.


- Tengo su autorización para decirte que lo hizo -dijo Ralph-. Él tiene todavía esperanzas… -¿Todavía?

- Por lo menos, hace unos pocos días aún las tenía.

- Pues ahora no creo que tenga ya ninguna -replicó ella.

- Entonces lo siento de veras por él. Es una buena persona.

- Dime, por favor, ¿te pidió él que me hablases?

- No, eso no; pero me lo contó porque el pobre no pudo remediarlo. Somos buenos y viejos amigos, y el infeliz estaba profundamente decepcionado. Me mandó unas líneas pidiéndome que fuese a verlo y fui en el coche a Lockleigh el día antes de que él y su hermana vinieran a almorzar con nosotros. Estaba tan triste… Acababa de recibir una carta tuya. -¿Te enseñó la carta? -preguntó Isabel en un instante de momentánea altivez.

- No, pero me dijo que era una negativa categórica. Yo lo sentí verdaderamente mucho por él -volvió a decir Ralph.

Isabel permaneció en silencio un momento, y luego preguntó: -¿Sabes cuántas veces me ha visto en total? No más de cinco o seis.

- Eso redunda en honor tuyo.

- No lo digo por eso. -¿Por qué, entonces? No será para demostrar que el pobre Warburton tiene un espíritu superficial, porque estoy completamente, seguro de que no piensas semejante cosa.

Indudablemente, Isabel no podía afirmar que lo pensase, pero se abstuvo de decir nada en contra de ello.

- Si lord Warburton no te ha pedido que discutas el asunto conmigo, es que lo haces desinteresadamente o… por ganas de discutir.

- No tengo ningunas ganas de discutir contigo. Lo único que quiero es dejarte tranquila. Pero tus sentimientos despiertan en mí un profundo interés.

- Te quedo sumamente agradecida -replicó Isabel con una risita un tanto nerviosa.

- Ya veo, con eso quieres decirme que estoy metiéndome en lo que no me importa. Pero ¿por qué no he de poder hablarte de ello sin que te moleste o sin comprometerme a mí mismo? Si ser tu primo no me confiere ciertos privilegios, entonces, ¿para qué lo soy? ¿De qué ha de servirme adorarte sin la menor esperanza jamás de una recompensa, por insignificante que sea? ¿De qué sirve estar enfermo, inútil y reducido al papel de mero espectador del interesante juego de la vida, si no se me ha de permitir siquiera ver la función después de haber pagado tan cara la entrada? Dime la verdad -prosiguió Ralph mientras ella le escuchaba con atención creciente-, ¿en qué estabas pensando en el momento de rechazar a lord Warburton? -¿Cómo que en qué estaba pensando?

- Sí. ¿Con qué lógica…, qué visión de tu situación futura te aconsejó acto tan incomprensible?

- La lógica… de que no quería casarme con él.

- No, eso no es una cosa lógica…, eso ya lo sabía yo. La verdad es que no fue nada, y tú lo sabes perfectamente. ¿Qué te dijiste a ti misma? Seguro que hubo de ser algo más que eso.

Isabel reflexionó un instante y replicó preguntando a su vez: -¿Por qué calificas de «tan incomprensible» mi acto? Es lo mismo que opina tu madre. r -Porque Warburton es verdaderamente un buen partido. Como hombre, creo que no tiene apenas faltas que echarle en cara. Además, no es nada pretencioso. Posee grandes propiedades y su esposa sería seguramente considerada un ser superior. Reúne todas las ventajas materiales y morales.

Contempló Isabel a su primo como tratando de adivinar hasta dónde pretendía llegar. Luego declaró:

- Lo rechacé porque entonces me pareció demasiado perfecto. Yo no tengo nada de perfecta y es demasiado para mí. Además, estoy segura de que tanta perfección acabaría por exasperarme.

- Mucho más ingenioso que sincero es eso que acabas de decir -observó Ralph-. Para empezar, tú no crees que haya en el mundo nada demasiado perfecto para ti. -¿Tanto crees que me figuro que valgo?

- No, pero, aun sin creerte demasiado buena tú misma, eres en extremo exigente. Diecinueve mujeres de cada veinte, aun de las más exigentes, sin duda se las habrían arreglado para pescar a Warburton. ¡Si supieras cuántas y de qué modo han tratado de cazarle!

- No me importa ni quiero saberlo -dijo Isabel-. Sin embargo, recuerdo que un día, al hablar de él, me dijiste que tenía rarezas.

Ralph dio una larga chupada al cigarrillo y reflexionó.

- Tengo la seguridad de que lo que entonces dije no podía afectarte, porque las cosas a que me refería no eran precisamente faltas, sino meras singularidades de su situación. Y, si hubiera imaginado que pensaba casarse contigo, jamás habría aludido a ellas. Creo haber dicho que era un escéptico con respecto a su posición.

Tal vez habría estado en tu mano convertirle de escéptico en creyente.

- No lo creo. No entiendo de esos asuntos y tengo el convencimiento de que no estoy destinada a desempeñar ninguna misión de esa índole. -Luego, contemplando a su primo con triste amabilidad, añadió-: ¿Te habría gustado que yo contrajera ese matrimonio?

- De ninguna manera. No tengo arte ni parte en el asunto. No pretendo aconsejarte; me contento con observarte… con el más profundo interés. -¡Ojalá me inspirase yo a mí misma tanto interés como te lo inspiro a ti! -exclamó Isabel exhalando un profundo suspiro.

- Tampoco ahora eres sincera. Tú te interesas enormemente en ti misma. -Y añadió, animándose-: ¿Sabes que, si verdaderamente le has dado a Warburton una respuesta definitiva, estoy por alegrarme de que haya sido la que ha sido? Esto no significa que me alegre por ti, y mucho menos por él, sino por mí mismo. -¿Es que te propones hacerme una declaración?

- De ningún modo. Desde el punto de vista que estoy hablando, sería fatal para mí. Sería matar la gallina que me proporciona los huevos para mis incomparables tortillas, y ése es un animal que yo utilizo como símbolo de mis locas ilusiones. Quiero dar a entender que debo disfrutar de la emoción de observar qué se le ocurre hacer a una muchacha que desdeña casarse con lord Warburton.

- Eso es lo que espera también tu madre. -¡Ah! ¡No te quepa la menor duda de que habrá innumerables espectadores! Todos estaremos pendientes del desarrollo de tu carrera. Seguramente yo no podré observarla toda, pero sí tal vez sus años más interesantes. Desde luego, casándote con nuestro amigo también harías carrera…, muy decente y brillante, por cierto, aunque un tanto prosaica, establecida de antemano, carente por completo de improvisación y de elementos inesperados. Ya sabes cómo me gusta a mí lo inesperado, y ahora que tú te has lanzado a la empresa, confío en que nos des un ejemplo formidable de ello.

- Creo que no te comprendo del todo, pero sí lo suficiente para decir que, si esperas de mí ejemplos sorprendentes, me temo que te decepcionaré.

- Eso sólo sucederá si te decepcionas a ti misma…, ¡y te resultará muy difícil!


Isabel no contestó directamente, pues había en ello no poco de verdad que merecía la reflexión más profunda. Por fin dijo malhumorada:

- No veo qué puede haber de malo en no querer atarme. No quiero empezar la vida casándome. Hay otras mil cosas que una mujer puede hacer.

- Ninguna tan bien como ésa. Pero tú tienes múltiples facetas.

- Con tener dos, ya basta -repuso Isabel.

- Tú tienes más; eres el más delicioso de los poliedros -exclamó su compañero, que se puso serio al ver que ella le miraba fijamente. Para probar su seriedad se le ocurrió añadir-: Quieres ver la vida… ¡y que te ahorquen si no lo consigues!, como dicen los muchachos.

- No creo que desee verla como los jóvenes la quieren ver. Pero sí echar un vistazo a mi alrededor.

- Ya comprendo, quieres apurar la copa de la experiencia.

- Nada de eso; no entra en mis cálculos apurar la copa de la experiencia, que es una bebida envenenada. Lo que deseo es ver con mis propios ojos.

- Naturalmente, lo que tú quieres es ver, no sentir -observó Ralph.

- No comprendo cómo, siendo una criatura sensible, se pueda hacer tal distinción. Pienso, en gran parte, como Henrietta. El otro día, cuando le pregunté si deseaba casarse, me contestó: Pues bueno; lo mismo digo yo; no quiero casarme hasta que haya visto Europa.

- Indudablemente, esperas encontrar alguna testa coronada que se dé de bruces contigo y quede a merced tuya.

- Eso sería peor que casarme con lord Warburton. -Hizo una breve pausa y añadió-: Está oscureciendo y tengo que ir a casa.

Isabel se levantó, pero Ralph se quedó sentado mirándola. Como él no se moviera, Isabel se detuvo, le miró, y entre los dos se cruzaron unas miradas llenas, especialmente la de Ralph, de declaraciones demasiado vagas para expresarlas con palabras.

- Ya has contestado a mi pregunta -dijo por fin Ralph-. Ya me has dicho lo que quería saber. Te lo agradezco en el alma.

- Me parece que te he dicho bien pocas cosas.

- Me has dicho la más grande de todas: que te interesa el mundo y que quieres lanzarte de lleno a él.

Los ojos de ella fulgieron un instante en la oscuridad.

- Nunca he dicho semejante cosa -declaró.

- Me pareció que querías decir eso. No te arrepientas. ¡Es tan hermoso!

- No sé qué idea estás tratando de forjarte de mí, porque, a fin de cuentas, no tengo un espíritu aventurero. Las mujeres no somos como los hombres.

Ralph acabó por levantarse y fueron andando lentamente hacia la salida de la plaza.

- No -dijo-, las mujeres no suelen alardear de su valor; en cambio, los hombres lo hacen con harta frecuencia.

- Los hombres pueden presumir de él.

- También las mujeres. Tú, por ejemplo, enormemente.

- Ahora no tengo más que el suficiente para irme en un coche de alquiler al hotel Pratt. Ralph abrió la cancela y, una vez que hubieron salido, volvió a cerrarla y dijo:

- Bueno, vamos a buscar ese coche.

Y, al dar la vuelta a la esquina de la calle próxima, donde esperaban encontrar uno, volvió a preguntar si le permitía verla tranquilamente en su hotel.

- De ninguna manera -contestó Isabel-. Estás muy cansado; debes irte a casa y meterte en la cama.

Encontraron el coche, la ayudó él a subir y, al cerrar la portezuela, dijo:

- Cuando la gente se olvida de que soy un desgraciado, me siento muy molesto; pero aún es peor cuando se acuerda.

Obras Notables de Henry James

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