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Aun antes de haber llegado a París, la señora Touchett había ya fijado el día de su partida, y a mediados de febrero comenzó de nuevo a viajar hacia el sur. Hizo un alto en su excursión para visitar a su hijo, que se había pasado un aburrido aunque soleado invierno bajo una blanca sombrilla en San Remo, en la costa italiana del Mediterráneo. Isabel acompañó a su tía como cosa de rutina, si bien la señora Touchett, con su habitual lógica llena de sencillez, le presentó antes un par de alternativas.


- Ahora ya eres, naturalmente, dueña absoluta de ti misma, tan libre como el pájaro en la rama. No quiero decir que no lo fueses también antes, pero ahora estás en distinta situación… pues los bienes levantan una especie de valla. Ahora que eres rica, puedes hacer muchas cosas que levantarían severas críticas si fueses pobre. Puedes ir y venir, viajar sola y establecerte donde te agrade. Puedes tomar incluso una compañera… una dama venida a me- nos, con un abrigo raído, el pelo teñido y que sepa bordar arabescos en terciopelo. ¿No crees que fuera a gustarte? Desde luego, puedes hacer lo que quieras. Lo único que deseo es que te des cuenta de la libertad de que puedes disfrutar. Podrías tomar a la señorita Stackpole como dame de compagnie, la cual te serviría como nadie para alejar de ti a los importunos. De todos modos, creo que más que nada te conviene quedarte conmigo, a pesar de que no tienes obligación ninguna de hacerlo; y es mejor por varias razones, dejando aparte que no te guste. Me imagino que no habrá de gustarte, pero te recomiendo que hagas el sacrificio. Desde luego, el efecto de novedad que, al principio, pudiera haberte producido mi compañía, ha desaparecido ya por completo, y me vuelves a ver como soy: una anciana aburrida, terca y de miras estrechas.

- Yo no creo en absoluto que usted sea aburrida -replicó Isabel.

- Pero ¿crees que soy terca y estrecha de miras? ¡Te lo dije! -exclamó la señora Touchett con júbilo al sentirse justificada.

Isabel se quedó de momento con su tía porque, a pesar de sus impulsos excéntricos, sentía un gran respeto i por lo que generalmente se consideraba decente, y una joven sin parientes le había parecido siempre una flor sin follaje. Cierto era que la conversación de la señora Touchett no le había vuelto nunca a parecer tan brillante como la tarde de aquel primer día en Albany, cuando, sentada y envuelta en su impermeable, ésta le describiera todas las oportunidades que un viaje a Europa podía ofrecerle a una joven de buen gusto. Pero ello era en gran parte culpa de la muchacha, que con sólo vislumbrar la experiencia de su tía, adivinaba cuáles iban a ser los juicios y las emociones de una mujer tan desprovista de ima- ginación. Aparte de eso, la señora Touchett tenía a su favor que era recta como un huso; su firmeza y rigidez resultaban en cieno modo confortables; pues se sabía exactamente dónde encontrarla y no eran de temer tropiezos ni obstáculos. En su propio terreno estaba muy presente, pero nunca mostraba una curiosidad excesiva respecto del terreno del vecino. Isabel llegó a concebir por ella una especie de lástima secreta. Había algo desolado en la condición de una persona que, por su modo de ser tan limitado, dejaba tan poco espacio a las posibi- lidades del contacto humano. Nada tierno ni amable había tenido jamás oportunidad de arraigar en ella: ni la simiente arrastrada por el viento, ni el suave musgo familiar. En otras palabras, la superficie pasiva que ofrecía a los demás tenía la anchura del filo de un cuchillo. Isabel tenía sin embargo motivos para pensar que, a medida que avanzaba en edad, su tía iba haciendo más concesiones a algo confuso que era distinto a la conveniencia… y más de las que ella por su cuenta exigía. Estaba aprendiendo a sacrificar la firmeza a las consideraciones de orden inferior, para las que debe hallarse una excusa precisa en cada caso particular. No encajaba con su inflexible rectitud el hecho de que diera un rodeo hasta Florencia para pasar unas cuantas semanas con su hijo inválido, ya que una de las más arraigadas convicciones de la señora Touchett era que, cuando su hijo quisiera verla, no tenía sino que acordarse de que en el palacio Crescentini había siempre un gran. departamento conocido como el de- partamento del señorito.

- Quisiera preguntarte una cosa -dijo Isabel a su joven primo el día siguiente al de su llegada a San Remo-. Es algo que más de una vez pensé preguntarte por carta, pero que no me he atrevido a escribir. Ahora que estamos frente a frente, me parece más fácil hacer la pregunta: ¿sabías tú que tu padre pensaba dejarme tanto dinero?

Ralph estiró las piernas más que de costumbre y clavó la vista sobre la apacible superficie del Mediterráneo azul.


- Mi querida Isabel -contestó-, ¿qué importancia tiene que yo lo supiera? Ya sabes lo terco que era mi padre. -¿De manera que lo sabías? -preguntó Isabel.

- Sí, él me lo dijo. Hablamos de eso unos momentos. -¿Para qué lo hizo? -le espetó de pronto Isabel.

- Supongo que para tributarte una especie de homenaje. -¿Homenaje a qué?

- A la belleza de tu existencia.

- Me quería demasiado -declaró ella.

- Todos caemos en eso.

- Si yo creyera tal cosa, sería muy desgraciada. Afortunadamente no lo creo. Quiero que se me trate con justicia. Es lo único que pido.

- De acuerdo. Pero no olvides que la justicia respecto a un ser adorable es algo así como un sentimiento retórico.

- Yo no soy un ser adorable. ¿Cómo puedes decirlo en el instante mismo en que estoy haciéndote estas preguntas odiosas? ¡Debo de parecerte muy delicada! -Lo que me pareces ahora es simplemente turbada.

- Y lo estoy. -¿Por qué razón?

Isabel se quedó callada un momento, luego irrumpió: -¿De veras crees que me conviene verme rica así tan de repente? Henrietta no lo cree. -¡Bah! Al cuerno con Henrietta -dijo Ralph con ordinariez-. Si me lo preguntas a mí, te diré que yo estoy encantado. -¿Lo hizo tu padre para eso… para proporcionarte una distracción?

- Opino de distinta manera que la señorita Stackpole -continuó él en tono más serio-, y creo que te conviene mucho contar con abundantes recursos.

Isabel le miró con ojos llenos de curiosidad y dijo:

- Me pregunto si sabes lo que me conviene… y si te importa siquiera.

- Lo sé y te aseguro que me importa. ¿Quieres que te diga lo que has de hacer? Pues, no atormentarte más.

- Que no te atormente a ti, supongo que quieres decir.

- Tú no puedes hacerlo, estoy hecho a prueba de tormentos. Toma las cosas con calma.

No interrogues tanto a tu conciencia… acabará por desafinarse como un piano mal tocado. Resérvalo para las grandes ocasiones. No te esfuerces de esa manera por forjarte un carácter.

Es como querer que se abra por fuerza un tierno capullo de rosa. Vive como más te agrade, que tu carácter se irá forjando él sólito. Hay infinidad de cosas que te convienen, las excepciones son pocas y entre ellas no se encuentra el poseer una buena renta. -Ralph hizo un alto y sonrió a Isabel que le escuchaba con atención; luego prosiguió-: Tienes demasiada capacidad para pensar y, sobre todo, demasiada conciencia. Es increíble la cantidad de cosas que te parecen mal. No analices tanto. Purga tu fiebre, abre tus alas, elévate sobre la tierra, que en ello no hay mal.

Como ya he dicho, Isabel había estado escuchando con toda atención, y una de sus cualidades era la rapidez de comprensión.

- No sé si te das cuenta exacta de lo que me dices -respondió-. Si te la das, contraes una responsabilidad enorme.

- Me asustas un poco, pero creo que estoy en lo cierto -replicó Ralph tratando de conservar el buen humor.

- De todos modos -Isabel continuó-, reconozco que cuanto has dicho es verdad. No podías haber dicho nada más cierto. Estoy demasiado ensimismada… vivo como si siguiera un régimen impuesto por el médico. ¿Por qué tenemos que estar siempre preguntándonos si las cosas nos convienen o dejan de convenirnos, como si fuéramos enfermos internados en un hospital? En verdad, ¿por qué habré de tener miedo de no obrar bien?… ¡Cómo si al mundo le importase algo el que yo no me condujese como es debido!

- Eres una persona extraordinaria para recibir consejos; resulta que me estás robando mis propios argumentos.

Ella le miró como si no le hubiese oído, si bien seguía la trayectoria de los pensamientos que él había encendido.

- Me preocupo más de la gente que de mí misma… pero siempre retorno a mí, porque tengo miedo. -Se detuvo un instante; y en su voz se notaba un ligero temblor-. Es verdad, sí, me da miedo, te lo aseguro. Una gran fortuna significa libertad completa, y eso es lo que me da miedo. Es una cosa admirable, y una podría emplearla admirablemente. Y, si no lo hiciese, acabaría por avergonzarse. No hay más remedio que pensar constantemente en ello, en un esfuerzo incesante. No estoy segura de que la falta de ese poder no constituya una dicha superior.

- No cabe duda de que para la gente débil constituye una felicidad mucho mayor - respondió él-. Esa gente tiene que realizar un esfuerzo verdaderamente grande para no merecer el desdén. -¿Cómo sabes que no soy débil? -preguntó Isabel.

Ralph contestó con un rubor que ella no pudo por menos de notar: -¡Ah! Si lo fueras, me habría equivocado de medio a medio.

El encanto del Mediterráneo se iba apoderando más y más del alma de nuestra heroína a medida que lo contemplaba, porque era el umbral de Italia, como la puerta dorada tras la cual están esperando admirables tesoros. Italia, todavía tan escasamente vista y sentida, extendíase ante ella como una verdadera tierra de promisión, una tierra en que el amor de la belleza podía ser satisfecho hasta lo infinito por el conocimiento ilimitado.

Cuando ella paseaba por la playa con su primo -lo acompañaba en su paseo todos los días- miraba anhelante a lo lejos, donde sabía que estaba situada Génova. Al verse a sí misma al borde de esta gran aventura, se sentía satisfecha de hacer un alto, pues incluso aquella es- pera le resultaba emocionante. Representaba para ella un apacible intermedio, como un distante sonido de pífanos y tambores en una carrera que no tenía aún motivos para considerar agitada, pero que imaginaba a través del prisma de sus esperanzas, sus temores, sus fantasías, sus ambiciones y predilecciones, que reflejaban de manera harto dramática todos esos accidentes subjetivos. Madame Merle había predicho a la señora Touchett que, en cuanto su sobrina se metiera una docena de veces la mano en el bolsillo, aceptaría el hecho de que se lo había llenado la mano generosa de un tío próvido; y la realidad justificaba ya, como antes la había justificado, la perspicacia de tan distinguida dama. Ralph Touchett elogiaba en su prima esa propensión a sentirse moralmente arrebatada, su diligencia en aceptar una sugerencia dada a modo de buen consejo. Y el consejo de él tal vez la hubiera ayudado. El hecho es que, antes de dejar San Remo, ya Isabel se había hecho a la idea de que era una mujer rica. El reconocimiento de tal realidad halló su lugar en un denso grupo de ideas que ella tenía acerca de sí misma y, por lo general, no le resultó en absoluto desagradable. Siempre daba por sentado un sinfín de buenas intenciones. Isabel se sumergió en un laberinto de visio- nes: las cosas admirables que podía hacer una muchacha generosa, rica e independiente, dotada de una visión amplia y humana de las obligaciones y las ocasiones que, en su conjunto, resultaban algo sublime. Su fortuna empezó a aparecérsele como una parte integrante de lo mejor de su propio ser, pues le prestaba gran importancia e incluso, gracias a la imaginación, cierta belleza ideal. Ahora bien, lo que respecto a ella eso les sugería a los demás era cosa bien distinta y que a su debido tiempo no dejaremos de considerar. Las visiones extraordinarias que acabo de referir estaban entremezcladas en su espíritu con otros debates. A ella le agradaba más pensar en lo futuro que en lo pasado; pero, cuando a veces escuchaba el murmullo del Mediterráneo, sus pensamientos regresaban al pasado. Con los ojos del alma contemplaba entonces a dos personales que, a pesar de la gran distancia que de ella les separaba, cobraban singular relieve, figuras que sin la menor dificultad reconocía como pertenecientes a Caspar Goodwood y a lord Warburton. Era extraño pensar con cuánta facilidad aquellas dos enérgicas figuras habían pasado al último plano en la vida de nuestra joven heroína, Había sido siempre una rara predisposición de su espíritu el perder la fe en la realidad de las cosas o de los seres ausentes. Ciertamente le cabía el recurso, en caso preciso, de reavivar la fe con un esfuerzo de voluntad, pero tal esfuerzo resultaba con frecuencia harto penoso, incluso cuando la realidad había sido grata. Lo pasado tendía a parecer muerto y al reavivarlo surgía envuelto en la lívida luz del día del Juicio Final. Además, la joven no acostumbraba a creerse que vivía en la imaginación de los demás… y no tenía la fatuidad de figurarse que dejaba indelebles huellas de su persona dondequiera que hubiese pasado. Sin embargo, no le era difícil sentirse herida al saber que se la había olvidado; pero de todas las libertades, la que más apreciable y grata le parecía era la de poder olvidar. Sentimentalmente hablando, no había dado ni un chelín de su propia persona a Caspar Goodwood ni a lord Warburton, lo cual no le impedía considerar que éstos debían sentirse grandemente en deuda con ella. Se acordaba perfectamente de que Caspar Goodwood se proponía dar de nuevo señales de vida, pero aún faltaba un año y medio para ello, y en tal lapso de tiempo podrían suceder muchas otras cosas. No había atinado a pensar que su pretendiente americano podía hallar otra muchacha más fácil de cortejar, pues, aun cuando era indudable que habría muchas otras en tales condiciones, ella daba por seguro que esa circunstancia no bastaría para atraerle. Sin embargo, sus reflexiones le decían que ella misma podía llegar a conocer la humillación de un cambio: podía realmente llegar a agotar todas las cosas que no eran Caspar (aunque se le antojaba que eran muchísimas), y encontrar un verdadero descanso en aquellos elementos de su presencia que hoy parecían constituir verdaderos impedimentos a su más amplio respirar. Acaso estos impedimentos llegasen a ser algún día una bendición disfrazada… un tranquilo y límpido puerto de salvación resguardado por un ancho rompeolas de granito. Pero tal día sólo llegaría a su debido tiempo, y ella no podía estarse esperándolo con los brazos cruzados. La posibilidad de que lord Warburton continuase adorando su imagen le parecía una idea que una noble humildad o un orgullo clarividente no podían cultivar. Ella había tan definitivamente procurado no guardar constancia. alguna de lo que entre ambos ocurriera que le parecía más que justificado que por su parte ese caballero hiciera otro tanto. Aunque así pudiera parecer, esto no era en absoluto una mera teoría envuelta en sarcasmo. Isabel creía ingenuamente que el lord acabaría, como suele decirse, por olvidar su desengaño.

Que eso lo había afectado, eso sí lo creía ella y todavía hallaba placer en creerlo; pero resultaba absurdo que un hombre tan inteligente y que había recibido un trato tan honrado guardase una cicatriz tan desproporcionada con la herida. Isabel se decía a sí misma que a los ingleses les gustaba vivir con comodidad, y poco podría darle a lord Warburton, a la larga, el seguir cavilando sobre una muchacha norteamericana en exceso independiente que sólo había sido una amistad ocasional. Se hacía la ilusión de que, si el día menos pensado le dijeran que se había casado con una muchacha de su país que hubiese hecho más que ella por merecerle, tal noticia no le produciría la menor sensación de dolor, ni aun de sorpresa. Habría demostrado que él la creía una mujer fuerte… lo que ella había querido parecer. Y con esto se satisfacía su propio orgullo.

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