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Mientras continuaba este coloquio bastante íntimo (que se prolongó más allá del punto en que lo hemos dejado), madame Merle y su compañera, poniendo fin a su silencio de cierta duración, comenzaron a intercambiar comentarios.

Estaban sentadas en una actitud de silenciosa expectativa, sobre todo la condesa Gemini que, de temperamento mucho más nervioso, no tenía tanta habilidad como su amiga para disimular la impaciencia. Lo que ambas estaban esperando no era cosa fácil de adivinar y tal vez ellas mismas no lo tuvieran muy definido. Madame Merle esperaba a que el señor Osmond liberase a su joven amiga de aquel prolongado téte-á-téte, y la condesa esperaba porque eso hacía madame Merle. No obstante, la condesa, quizás a fuerza de esperar, vio llegado el momento de soltar una de sus lindas perversidades. Quizá llevara unos minutos queriendo colocarla. Mientras su hermano se alejaba con Isabel hasta el extremo del jardín, ella les siguió con la vista y dijo:

- Querida, me disculpará si no la felicito. -¡De muy buen grado, porque no tengo idea de por qué habría usted de felicitarme!

La condesa, indicando con un movimiento de cabeza a la distante pareja, preguntó: -¿No tiene usted un pequeño plan que le parece muy grato?

Los ojos de madame Merle tomaron la misma dirección y, luego, miró serenamente a su vecina.

- Ya sabe usted que nunca la comprendo bien del todo -contestó con una sonrisa.

- Sin embargo, cuando quiere, no hay quien comprenda mejor. Pero veo que ahora no quiere.

- Me dice usted unas cosas que nadie me ha dicho nunca -observó madame Merle con una seriedad desprovista de amargura. -¿Cosas que no le agradan? ¿No dice Osmond muchas veces cosas por el estilo?

- Pero todo lo que dice su hermano tiene una finalidad.

- Sí, a veces llena de veneno. Si usted quiere dar a entender que no soy tan inteligente como él, no piense que esa apreciación suya va a causarme desazón; pero será mejor que me entienda. -¿Por qué? ¿A qué nos conduciría eso? -preguntó madame Merle.


- Si yo no apruebo su plan, usted debería saberlo para poder medir el peligro que mi intervención podría suponer.

Madame Merle la miró como si estuviera dispuesta a admitir que en eso podía haber algo de verdad; pero, al cabo de un instante, contestó con toda calma:

- Usted me cree mucho más calculadora de lo que soy.

- No es de que haga cálculos de lo que me quejo; es que creo que ha calculado usted mal. Por lo menos, en este caso.

- Mucho tiene que haber calculado usted misma para descubrirlo.

- No, por cierto, porque no he tenido tiempo -dijo la condesa-. Ésta es la única vez que he visto a la muchacha, y he adquirido de pronto ese convencimiento. Me gusta mucho.

- También a mí -dijo con toda sencillez madame Merle.

- Pues tiene usted una extraña manera de demostrarlo.

- No me negará que le he hecho un favor a esa chica al presentársela a usted. La condesa soltó uno de sus desafinados grititos, diciendo:

- Esa es una de la mejores cosas que podrían sucederle.

Madame Merle guardó silencio durante un rato. La actitud de la condesa le parecía repulsiva, verdaderamente rastrera, pero eso provenía de una antigua historia; y, fijando los ojos en la ladera color violeta del monte Morello, hizo suavemente esta reflexión:

- Le aconsejo que no se agite. El asunto en cuestión concierne a tres personas de voluntad mucho más fuerte que la suya. -¿Tres personas? Usted y Osmond, desde luego. Pero ¿también la señorita Archer es voluntariosa?

- Tanto como nosotros. -¡Ah! En ese caso -dijo radiante la condesa-, si llego a convencerla de que debe resistir, lo hará admirablemente. -¿Resistir? ¿Por qué se expresa usted de manera tan burda? Isabel no está expuesta a coacciones ni engaños.

- No estoy segura. Usted y Osmond son capaces de todo. No digo Osmond solo, ni tampoco usted sola. Pero la. verdad, juntos son peligrosos, como una terrible combinación química.

- En este caso, más valdrá que nos deje usted tranquilos -advirtió sonriendo madame Merle.

- No pienso meterme con ustedes…, pero hablaré con esa joven.

- Mi pobre Amy -murmuró madame Merle-, no sé qué se le ha metido en la cabeza.

- Me intereso por la joven. Eso es lo que se me ha metido en la cabeza. Me gusta la muchacha.

- Pues no creo que usted le guste a ella -dijo madame Merle tras dudar un breve instante.

La condesa abrió de par en par sus brillantes ojillos y en su rostro se perfiló una mueca. -¡Ah! Hasta sola es usted peligrosa.

- Si usted quiere gustarle, no le hable mal de su hermano -le aconsejó madame Merle.

- No pretenderá decirme que Isabel se ha enamorado de él en sólo dos encuentros. Madame Merle contempló un momento a Isabel y al dueño de la casa. Él estaba apoyado contra el parapeto, con los brazos cruzados y de frente a ella; y era evidente que la joven no estaba absorta en el mero panorama impersonal, a pesar de mirarlo con persistencia. Mientras madame Merle la contemplaba, bajó los ojos. Acaso estuviera escuchando con cierta turbación, hincando en la tierra del camino la contera de su sombrilla. Madame Merle se levantó del sillón. -¡Sí, eso creo! -declaró.


Convocado por Pansy, el raído lacayo -que, por lo deslustrado de su librea y su aspecto estrafalario, parecía escapado de algún boceto extraviado de antiguas usanzas,

«retocado» por el pincel de un Longhi o de un Goyallegó, al fin,, con una mesita que dejó sobre el césped para volver a buscar el servicio del té, después de lo cual desapareció otra vez y regresó con otras dos sillas. Pansy había observado con interés todas estas idas y venidas, las manos cruzadas delante de su corto vestido; pero no se le había ocurrido proponer su ayuda. No obstante, una vez todo dispuesto, se acercó a su tía para preguntarle:

- Tía, ¿ crees que papá me dejará preparar el té?

La condesa la contempló de arriba abajo con una mirada voluntariamente crítica.

- Pero sobrinita querida, ¿es éste tu mejor vestido? -¡Oh, no, tía!; es una «toilette» para las ocasiones corrientes. -¿Y te parece corriente la ocasión cuando yo vengo a verte… por no hablar de madame Merle y de esa señorita tan guapa?

Pansy reflexionó un momento, pasando su mirada grave de una a otra de las dos damas. Después apareció en su rostro su sonrisa perfecta.

- Tengo un vestido bonito, pero es también muy sencillo. ¿Para qué lo voy a mostrar al lado de estas cosas tan elegantes que llevan ustedes?

- Porque es el más bonito que tienes; para mí debes ponerte siempre lo más bonito. No dejes de ponértelo la próxima vez. Ya veo que no te visten todo lo bien que debieran.

La niña se alisó brevemente la anticuada falda. -¿No te parece un vestido a propósito para servir el té? ¿Crees que papá me dejará hacerlo?

- Me es imposible decírtelo, hijita -dijo la condesa-. Las ideas de tu padre me resultan insondables… Madame Merle las comprende mejor. Pregúntale a ella.

Madame Merle sonrió con su gracia habitual.

- Es una cuestión muy grave…; déjame pensar. Me parece que a tu papá le agradaría que su hacendosa hijita le preparara el té. Es la obligación de la hija de la casa…, cuando ya es mayor. -¡Eso me parecía a mí, madame Merle! -exclamó Pansy-. Ya verá lo bien que lo hago; una cucharadita por cabeza… -Y empezó a ajetrearse con las cosas de la merienda.

- Para mí dos cucharaditas -dijo la condesa que, junto con madame Merle, estuvo observándola unos momentos-. Dime, Pansy -añadió por fin-, ¿qué te parece la señorita que ha venido a visitarte?

- No ha venido a visitarme a mí, sino a papá -contestó Pansy.

- A ti también -dijo madame Merle, persuasiva.

- Me alegro mucho de saberlo. Ha sido muy amable conmigo. -¿Te gusta, entonces? -preguntó la condesa.

- Es encantadora, encantadora -repitió Pansy con su pulcro tonillo conversacional-. Me gusta enormemente. -¿Te parece que le gusta también a tu papá?

- Por favor, condesa -murmuró madame Merle con acento disuasorio-. Anda, avísales que ya está listo el té -añadió dirigiéndose a la muchachita.

- Ya verá cómo les gusta -declaró Pansy, corriendo a avisar a los otros dos, que seguían conversando al extremo del jardín.

- Si la señorita Archer va a ser su madre, es interesante saber si a la niña le agrada - manifestó la condesa.

- Si su hermano vuelve a casarse -repuso madame Merle-, no será por darle gusto a su hija. La muchacha va a cumplir dieciséis años, y pronto le hará más falta un marido que una madrastra.


- ¿Se encargará usted de buscarle también marido?

- Sin duda, pondré el mayor interés en que contraiga un matrimonio acertado. Me imagino que usted hará otro tanto. -¡Desde luego que no! -exclamó la condesa-. ¿Por qué voy a ser yo, precisamente, quien conceda tanto valor a un marido?

- Usted no ha tenido suerte en su matrimonio, a eso me refiero. Cuando digo un marido, quiero decir un buen marido.

- No ¡os hay buenos; y Osmond no lo será. Madame Merle cerró los ojos un instante.

- Usted está irritada -dijo al poco-, no sé por qué.

Estoy segura de que en el fondo no se opone a que se casen su hermano o su sobrina, cuando llegue el momento. Por lo que a Pansy respecta, yo confío en que un día tendremos el placer de buscarle marido las dos juntas.

Las muchas relaciones que usted tiene serían de gran utilidad.

- La verdad, sí, estoy irritada. Usted me irrita a menudo. En cambio, esa frialdad suya es formidable. ¡Qué mujer tan extraña es usted!

Madame Merle, como si no la hubiese oído, prosiguió:

- Como digo, será mucho mejor que actuemos juntas. -¿Lo dice como amenaza? -preguntó la condesa, poniéndose en pie. Madame Merle meneó la cabeza, como si esa pregunta la divirtiera. -¡No, desde luego! ¡No tiene usted la misma frialdad que yo!

Isabel y el señor Osmond se acercaban despacio hacia ellas; Isabel había tomado a Pansy de la mano. -¿No me dirá que cree que Osmond la haría feliz?

- Estoy segura de que, si se casara con la señorita Archer, se conduciría como todo un caballero.

La condesa adoptó una serie de poses: -¿Quiere usted decir como se conducen la mayoría de los caballeros? ¡Pues sí que sería de agradecer! Por descontado, Osmond es un caballero; no hace falta que se lo recordemos a su hermana. ¿Pero acaso él cree que puede casarse con la primera muchacha en quien ponga los ojos? Que Osmond es un caballero, de eso no hay la menor duda; pero le aseguro que en la vida he visto a nadie con las pretensiones que tiene Osmond. Lo que no sé es en qué se fundan. Soy su hermana y debería saberlo. Pues confieso que estoy aún en ayunas. Dígame, ¿quién es, qué ha hecho en su vida? Si en sus orígenes hubiera algo verdaderamente extraordinario, si estuviera fabricado de alguna arcilla especial, me imagino que algo de ello me habría tocado a mí. Si en nuestra familia hubiese habido cosas de gran honor o de esplendor deslumbrante, es seguro que yo habría sacado el mejor partido de ellas y que se habrían exteriorizado mejor a través de mí. Pero el caso es que no hay nada, absolutamente nada de eso, nada de nada. Nuestros padres eran gente encantadora, como lo éramos también nosotros. Todo el mundo es hoy gente encantadora; hasta lo soy yo misma… no se ría usted, lo digo tal como lo siento. Por su parte, Osmond ha actuado siempre como si descendiera de los mismos dioses del olimpo.

- Usted podrá decir lo que se le antoje -contestó madame Merle, de quien cabía creer que no había prestado menos atención a aquella salida de la condesa pese a haber apartado sus oídos de ella y haberse entretenido en arreglar los lazos de las cintas de su vestido-. Uste- des, los Osmond, son gente de una raza fina, su sangre debe de fluir de una fuente muy pura.

Su hermano, con lo inteligente que es, ha abrigado siempre esa convicción aunque no tenga en qué fundamentarla. Usted se muestra harto modesta sobre ello, pero también es sumamente distinguida. Y de su sobrina, ¿qué me dice? Parece una princesita de cuento de hadas. -Se calló un breve instante y prosiguió-: De todas maneras, no crea usted que va a ser cosa tan fácil para Osmond casarse con la señorita Archer. Que pruebe, a ver.

- Espero que ella lo rechace. Eso le hará bajar un poco de su pedestal.

- Sin embargo, no olvide que es uno de los hombres más brillantes que existen.

- Ya se lo he oído decir más de una vez, pero el caso es que yo no he podido descubrir lo que hasta ahora ha hecho. -¿Qué ha hecho? Pues no hacer nada que no debiera y saber esperar. -¿Esperar qué, el dinero de la señorita Archer? En resumidas cuentas, ¿cuánto tiene?

- No era eso lo que yo quería decir -contestó madame Merle-. Por lo demás, la señorita Archer tiene sesenta mil libras.

Al oír tal suma, la condesa declaró:

- Es una verdadera lástima que sea tan atractiva. Para ser sacrificada, cualquier otra habría estado bien. No tiene por qué ser una mujer superior.

- Si no fuese una mujer superior, su hermano no se dignaría siquiera mirarle a la cara.

Él merece llevarse lo mejor.

Se adelantaron al encuentro de los otros madame Merle y la condesa, y ésta concluyó, diciendo:

- Sí, es muy difícil de contentar. Eso es precisamente lo que me hace temer por su felicidad.

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