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Índice

A los seis meses de la muerte del señor Touchett, en uno de los primeros días del mes de mayo y en una de las muchas habitaciones de una antigua villa que coronaba una colina plantada de olivos en las afueras de la Puerta de Roma de Florencia, se había formado un pequeño grupo de personas que, a los ojos de un pintor, habría parecido armoniosamente compuesto. La villa era un edificio largo y compacto, con uno de esos tejados de ancho alero que tanto gustan en la Toscana y que, vistos desde lejos, forman en las deliciosas colinas que rodean Florencia armoniosos rectángulos con los cipreses oscuros, rectos y bien perfilados, que se alzan junto a las casas. La fachada del edificio en cuestión daba a una plaza diminuta y vacía, cubierta de hierba, que ocupaba parte de la cumbre del cerro; en ella se abrían aquí y allá unas cuantas ventanas y a lo largo de su base se extendía un banco de piedra, adecuado para el descanso de una o dos personas reconocibles por ese aire de mérito ignorado que en Italia suele atribuirse, por cualquier razón, a quienes asumen una actitud pasiva… sin embargo, aquella fachada da tan sólida, antigua y pulida por la intemperie tenía un aspecto poco comunicativo. Pero era la máscara, no el rostro de la casa. Sus párpados eran pesados; mas carecía de ojos. En realidad, la casa miraba hacia otra parte, hacia la inmensa extensión y hacia la matizada luz vespertina. Por ese lado, la villa dominaba la falda de la colina y el largo valle del río Arno, envuelto en una densa niebla teñida del color del paisaje italiano. A manera de terraza tenía un pequeño jardín cubierto de una maraña de escaramujos y salpicado de más bancos de piedra casi cubiertos de musgo y calentados por el sol. El parapeto de la terraza tenía la altura justa para apoyarse en él y debajo de él comenzaba el declive poblado de viñas y olivares. Mas no es el exterior del edificio lo que nos interesa; en esta brillante mañana de esplendorosa primavera, los habitantes de la casa tenían motivos para preferir la parte sombreada del muro del edificio. Vistas desde la plaza, las ventanas de la planta baja guardaban dignas proporciones arquitectónicas y eran de gran nobleza, pero su misión parecía consistir menos en brindar comunicación con el mundo que en impedir que el mundo se asomase. Estaban defendidas por gruesos barrotes de hierro y colocadas a tal altura que la curiosidad, incluso aunque se aupara de puntillas, expiraba antes de alcanzarlas. En una estancia iluminada por una fila de tres de aquellas celosas ventanas (uno de las numerosos apartamentos en que se dividía la gran mansión y que por lo general ocupaban extranjeros de diversa estirpe residentes en Florencia) se hallaban sentados un caballero, en compañía de una joven y dos religiosas. La habitación era, en realidad, menos sombría de lo que mi descripción haya podido insinuar, pues tenía una puerta ancha y alta que daba al pequeño jardín y que en aquel momento permanecía abierta. Por otra parte, las altas celosías de hierro dejaban pasar cantidades más que suficientes del sol de Italia. Era un lugar cómodo y lujoso, que revelaba una cuidadosa decoración y un refinamiento esmerado, y que exhibía un despliegue de esas colgaduras descoloridas de gastados damascos y desvaídos tapices, de esos cofres y estuches de tallado roble patinado por el tiempo, de esos angulosos ejemplares del arte pictórico encerrados en sus marcos pedantemente primitivos, de esas reliquias medievales de bronce y de cerámica de perverso aspecto, de los que Italia ha sido la proveedora casi inagotable durante tanto tiempo.

Sin embargo, estas cosas armonizaban con las distintas piezas de mobiliario moderno en cuyo diseño se había tenido muy en cuenta los gustos de una generación dada a la holganza, como así lo demostraban las butacas grandes y bien tapizadas y el gran espacio ocupado por el enorme escritorio cuya perfección ingeniosa llevaba el sello de Londres y del siglo diecinueve. Había abundancia de libros, revistas ilustradas y diarios, sin contar algunos pequeños cuadros, raros y complicados, casi todos pintados a la acuarela. Uno de tales productos del arte estaba colocado en un caballete de salón y ante él se hallaba, en el momento en que empezamos a cobrar interés por ella, la muchacha que he mencionado contemplando silenciosa el cuadro. Sus compañeros no guardaban un silencio absoluto, pero su conversación tenía una continuidad forzada. Las dos religiosas no se habían acomodado a sus anchas en sus sillones; sus actitudes respectivas denotaban una total reserva y en sus rostros había un barniz de prudencia. Eran dos mujeres corpulentas, de facciones corrientes y benignas, con una especie de eficiente modestia que realzaban ventajosamente la tiesura impersonal de las albas tocas y sus hábitos de estameña que parecían claveteados en un marco. Una de ellas, la de más edad, con anteojos, de tez lozana y mejillas tersas, hablaba con mayor circunspección que su compañera y parecía la responsable de su común cometido, que sin duda alguna se refería a la joven. Este objeto de su interés llevaba sombrero… ornamento de suma sencillez al igual que su vestido de percal, demasiado corto para su edad, aunque seguramente ya se lo habrían alargado. El caballero que presuntamente debiera entretener a las monjas, tal vez era consciente de las dificultades de su empeño, pues tan arduo resulta conversar con los humildes como con los poderosos. Al mismo tiempo, estaba muy atento observando al callado objeto de la tutela de las monjas y, como la joven le volvía la espalda, se entretenía en admirar su esbelta figura. Era un hombre de unos cuarenta años, con una frente alta y una cabeza bien formada, cuyos cabellos abundantes se habían tornado prematuramente grises y que él llevaba muy cortos. Su cara refinada, enjuta, perfectamente modelada y de expresión serena, tenía el único defecto de parecer quizá demasiado angulosa, efecto a que contribuía grandemente el corte de su barba. Tal barba, recortada a la manera del siglo dieciséis y rematada por un rubio bigote cuyas guías se curvaban graciosamente hacia arriba, daba a su portador un aspecto extranjero y tradicional y hacía pensar que era un caballero de esos que cuidan el estilo. Sin embargo, sus ojos avispados, a un tiempo vagos y penetrantes, duros e inteligentes y tan propios del observador como del soñador, os habrían dado la seguridad de que estudiaba su estilo dentro de ciertos limites y que en la medida en que lo buscaba lo encontraba. Vana habría sido la tarea de quien pretendiese averiguar su país y su clima originales, pues no tenía ninguno de esos signos externos que suelen hacer tan insípidamente fácil la respuesta a semejante pregunta. Si acaso tenía algo de sangre inglesa en las venas sería, sin duda, con algunas gotas de francesa o italiana; pero en la fina moneda de oro que era aquel hombre no se advertía sello ni emblema de la acuñación corriente que asegura la circulación general. Era una k medalla de elegante y complicado troquel, hecha especialmente para una ocasión especial. Su figura era liviana, delgada, más bien lánguida, y no se le veía ni alto ni bajo. Vestía como suele vestir todo hombre que sólo se ocupa de su guardarropa para evitar que haya en él cosas vulgares.

- Bien, querida, ¿qué te parece? -preguntó a la joven. Se expresaba en italiano con gran facilidad, pero ello no habría bastado para convencer a nadie de que era italiano de origen.

Meneó la muchacha la cabeza hacia uno y otro lado y respondió:

- Me parece muy hermoso, papá. ¿Lo has hecho tú?

- Claro que sí. ¿Qué?, ¿te parece que soy hábil?

- Sí, muy hábil, papá. También yo he aprendido a pintar-dijo, y se volvió dejando ver una linda cara donde se dibujaba una sonrisa extraordinariamente suave.

- Has debido traerme algunas pruebas de tus habilidades.

- He traído muchas. Están en mi baúl.

La mayor de las monjas observó, hablando en francés:

- Dibuja con mucho, mucho esmero.

- Me alegro de saberlo. ¿Es usted quien le ha enseñado? Se sonrojó un tanto la buena religiosa y replicó:

- Felizmente no. Ce n'est pas ma partie. Yo no enseño nada. Dejo eso para las que saben más. Tenemos un admirable maestro de dibujo, el señor… el señor… ¿cómo se llama? - preguntó a su compañera.


Ésta clavó la mirada en la alfombra durante un momento y contestó en italiano, como si su respuesta hubiera menester traducción:

- Es un nombre alemán.

- Sí, es un alemán -corroboró la otra-, lleva con nosotras muchos años.

La muchacha, que se había desentendido de la conversación de los otros tres, se aproximó a la puerta abierta de la amplia habitación y se puso a mirar al jardín. El caballero preguntó: -¿Usted, madre, es francesa?

- Sí, señor -respondió amablemente la interrogada-. A mis discípulas les hablo en mi propio idioma, pues no conozco ningún otro. Pero tenemos madres de muchos otros países… inglesas, alemanas, irlandesas. Cada una de ellas habla su propia lengua.

El caballero sonrió. -¿Ha estado mi hija al cuidado de alguna de las damas irlandesas? -Y como viera que sus interlocutoras recelaban alguna broma, aunque sin comprenderla, añadió-: Son ustedes muy completas. -¡Oh, sí! Tenemos de todo y, de todo, lo mejor. La hermanita italiana se arriesgó a decir:

- Hasta gimnasio tenemos… pero no es peligroso.

- Ya me figuro que no. ¿Es ésa su ocupación?

Semejante pregunta provocó risas ingenuas en ambas religiosas; cuando su hilaridad remitió, el caballero, echando un vistazo a su hija, comentó que había crecido.

La monja francesa replicó:

- Sí, pero yo creo que ya ha terminado de crecer… no será muy alta.

- No lo lamento -dijo el caballero-. Opino de las mujeres como de los libros… prefiero que sean buenos y no demasiado largos. Pero, por lo demás, no veo por qué mi hija ha de ser baja.

La monjita alzó mansamente los hombros, como para dar a entender que esas cosas están más allá de nuestro entendimiento, y dijo:

- Lo importante es que tenga buena salud, y la tiene excelente.

- En efecto, parece sana. -El padre se quedó mirándola un instante, luego le preguntó en francés-: ¿Qué ves en el jardín?

- Veo muchas flores -le contestó ella con una vocecita dulce y con un acento tan puro como el de él.

- Sí, pero no muy delicadas. Sin embargo, anda, corta unas cuantas de ésas para ces dames.

La muchacha se volvió a él y preguntó con una sonrisa todavía más encantadora: -¿Lo dices de veras?

- Te lo estoy diciendo -contestó su padre.

La muchacha miró a la mayor de las monjitas y preguntó: -¿Puedo hacerlo, ma mére?

- Obedece a tu señor padre, hija mía -respondió la religiosa ruborizándose de nuevo¿ La muchacha, satisfecha con semejante autorización, desapareció del umbral y enseguida se perdió de vista.

- Ya veo que no las tienen consentidas -comentó alegremente el padre.

- Deben pedir permiso para todo. Ese es nuestro método. El permiso se concede sin la menor dificultad, pero es indispensable pedirlo.

- No discuto su sistema, ni dudo de que sea excelente. Les he confiado a mi hija para ver qué podían hacer de ella. Tenía plena confianza.

- Hay que tener fe -respondió blandamente la religiosa mirando a través de sus anteojos.


- ¿Puedo creer que mi fe ha obtenido su debida recompensa? ¿Qué han hecho ustedes de ella?

La monja bajó sus ojos y replicó:

- Una buena cristiana, señor.

También bajó él los suyos, pero acabó aquel movimiento obedeciera a dos impulsos completamente distintos.

- Está bien. ¿Y qué más?

Miró a la dama del convento, pensando que probablemente iba a decir que bastaba con ser buena cristiana, pero, por mucha que fuera su sencillez de espíritu, ella no era tan simple. Así, ella añadió:

- Una encantadora damita… una verdadera señorita… una hija que no ha de proporcionarle a usted sino satisfacciones.

- Verdaderamente me parece muy gentille. Es realmente bonita -dijo el padre.

- Es perfecta. No tiene defectos.

- De niña no los tuvo. Celebro que ustedes no le hayan sembrado ninguno. La religiosa de los anteojos dijo con gran dignidad:

- Nosotras la queremos mucho. En cuanto a los defectos, ¿cómo podríamos proporcionarle lo que nosotras no tenemos? Le couvent n'est pas comme le monde, monsieur. Podría decirse que es nuestra hija, la hemos tenido desde que era tan pequeña…

- De todas las que vamos a perder este año, ella es la que echaremos más de menos - murmuró con deferencia la monja más joven.

- Oh, seguramente -dijo la otra-. No dejaremos de recordarla con frecuencia. La pondremos como ejemplo a las nuevas.

En este punto pareció percatarse de que se habían empañado sus anteojos; inmediatamente su compañera, después de rebuscar en sus bolsillos, acabó por sacar un pañuelo de duradera textura.

- No es seguro que hayan de perderla definitivamente -declaró amablemente su anfitrión, no con intención de anticiparse a las lagrimitas de las otras, sino con el tono de quien dice lo que le resulta más grato.

- Nos agradaría mucho poder creerlo así. Quince años son muy pocos para dejarnos.

El caballero replicó con más vivacidad de la que hasta aquel momento había mostrado: -¡Oh! No soy yo el que quiere llevársela. Yo quisiera que se quedara siempre con ustedes.

La mayor de las monjitas, sonriendo y levantándose, dijo:

- Ah, monsieur, aunque es tan buena, está hecha para el mundo. Le monde y gagnerá.

Y su compañera, levantándose a su vez, añadió suavemente:

- Si toda la buena gente se recluyera en conventos, ¿qué sería del mundo?

Era aquélla una pregunta de mucha más enjundia de la que la buena mujer suponía.

De manera que la religiosa de los anteojos creyó prudente adoptar un punto de vista conciliador diciendo:

- Por fortuna hay personas buenas en todas partes. Y el caballero replicó galantemente:

- Al marcharse ustedes, habrá dos menos en esta casa.

Para aquella extravagante salida no tenían respuesta sus sencillas visitantes, y se limitaron a mirarse la una a la otra con decorosa desaprobación. Su confusión quedó en el acto disipada por la llegada de la joven, que volvía del jardín con dos grandes ramos de flores blancas las de uno y las del otro, rojas.

- Escoja usted, madre Catherine -dijo la muchacha-. Sólo se diferencian en el color, pero hay las mismas rosas en un ramo que en otro.


Las dos religiosas se volvieron la una a la otra sonriendo y dudando, con aquello de «¿Cuál prefiere usted, hermana?», «No, escoja usted primero».

La madre Catherine, mirando por debajo de sus lentes, dijo:

- MI gracias; entonces tomaré las rojas, porque también yo soy coloradita… Nos servirán de consuelo en nuestro viaje de regreso a Roma.

- Pero no durarán -exclamó la niña-. Quisiera darles algo que durase mucho tiempo.

- Nos has dado un buen recuerdo tuyo, hija mía. Eso, sin duda, durará.

- Si las monjitas pudiesen llevar cosas lindas -siguió diciendo la muchacha-, les daría mi collar de cuentas azules. -¿Regresan a Roma esta misma noche? -preguntó el padre.

- Sí, otra vez vamos a tomar el tren. Tenemos mucho que hacer allá. -¿Y no están ustedes cansadas?

- Nosotras no estamos cansadas nunca.

- A veces, sí, madre -murmuró la más joven. -En todo caso, hoy no lo estamos, pues hemos descansado muy bien aquí. Que Dieu vous garde, ma filie -dijo la madre Catherine.

Mientras ellas intercambiaban besos con su hija, el caballero fue a abrir la puerta por donde debían salir; pero, al hacerlo, prorrumpió en una breve exclamación y se quedó mirando al otro lado. La puerta daba a una especie de vestíbulo abovedado, alto como una capilla y pavimentado con losas rojas, en el cual acababa de entrar una dama, precedida por un criado de librea raída que la conducía hacia la gran habitación donde se hallaban reunidos nuestros amigos. El caballero permaneció en silencio en la puerta, e igualmente en silencio avanzó la dama. Él no le dirigió ningún saludo audible ni tampoco le tendió la mano, sino que se limitó a apartarse para dejarla pasar al salón. En el umbral, ella dudó un momento y preguntó: -¿Hay alguien ahí dentro?

- Alguien a quien usted puede ver.

Entró la dama y se vio frente a las monjitas y su alumna, que se acercaba entre las dos dándole el brazo a una y otra. Al ver a la nueva visitante, se detuvieron, y la dama, que también se había detenido, se quedó mirándolas.

La jovencita lanzó un gritito ahogado de alegría y exclamó: -¡Ah, madame Merle!

La visitante había experimentado un leve sobresalto, pero sus modales no perdieron nada de su gracia e inmediatamente dijo:

- Sí, es madame Merle que viene a darte la bienvenida en tu casa.

Tendió ambas manos a la muchacha, que se adelantó a ella y le dio su frente a besar. Madame Merle imprimió su saludo en aquella pequeña porción de la encantadora joven y luego miró sonriendo a las dos monjitas. Correspondieron ellas a su sonrisa con una reverencia, pero no se permitieron escrutar a aquella imponente y distinguida dama que parecía llevar consigo algo de la claridad del mundo exterior.

- Estas señoras han traído a mi hija a casa y ahora se vuelven para su convento explicó el caballero. -¡Ah! ¿Van ustedes para Roma? Yo he llegado hace poco de allí. Ahora hace un tiempo delicioso en la ciudad -dijo madame Merle.

Las dos religiosas permanecieron de pie con las manos ocultas en las mangas y aceptaron esa declaración sin rechistar. El caballero preguntó entonces cuánto tiempo hacía que había abandonado Roma. Y la muchacha, sin darle tiempo a madame Merle a contestar, dijo:

- Vino a verme al convento.

- Pansy, estuve más de una vez -manifestó madame Merle-. ¿Acaso no soy en Roma tu mejor amiga?


- La vez que más recuerdo es la última, porque me dijo que iba a salir del convento -contestó Pansy. -¿Le dijo usted tal cosa? -preguntó el padre. -No recuerdo bien. Le dije lo que creía que le iba a agradar. Llevo ya una semana en Florencia. Esperaba que fuera usted a verme.

- Así lo habría hecho, si lo hubiera sabido. Uno no sabe las cosas por ciencia infusa… aunque supongo que debería saberlas. Haga el favor de sentarse.

Estos dos breves parlamentos fueron dichos en un tono especial de voz… particularmente tranquilo y bastante quedo, no por una necesidad concreta sino por obra de la costumbre. Madame Merle miró en derredor suyo para escoger su asiento y dijo: -¿Iba usted a acompañarlas a la puerta? Hágalo, no quiero interrumpir la ceremonia. - Y, dirigiéndose en francés a las religiosas, añadió como para despedirlas-: Je vous salue, mesdames.

- Esta señora es una gran amiga nuestra -dijo el anfitrión-, ustedes ya la habrán visto en el convento. Tenemos una gran confianza en su opinión y ella me ayudará a decidir si mi hija ha de volver con ustedes o no después de las vacaciones.

- Espero que usted decidirá a favor nuestro, señora -se atrevió a decir la monjita de los lentes.

Madame Merle dijo, como si estuviera de chanza también:

- Eso es una broma del señor Osmond, porque yo no decido absolutamente nada. Creo que el colegio de ustedes es admirable, pero los amigos de la señorita Osmond deben recordar que ella está naturalmente destinada a vivir en el mundo.

- Eso es lo que le decía yo al señor. Se trata de prepararla para el mundo -explicó la madre Catherine mirando a Pansy, que estaba abstraída contemplando el elegante atuendo de madame Merle.

El padre de Pansy dijo entonces a su hija: -¿Has oído, Pansy? Estás hecha para vivir en el mundo. La muchachita fijó en él sus claros y puros ojos. -¿No para vivir contigo, papá?

El padre soltó una carcajada breve y ligera.

- Lo uno no quita lo otro, hijita. También yo vivo en el mundo.

- Con su permiso, nos retiramos -manifestó la madre Catherine-. De todas maneras, procura ser siempre buena y feliz, hija mía.

- No duden de que iré a verlas -dijo Pansy despidiéndose con nuevos abrazos que enseguida fueron in-, terrumpidos por la intervención de madame Merle.

- Quédate aquí conmigo, hijita, y deja que tu padre acompañe hasta la puerta a esas señoras.

Pansy, decepcionada, se quedó mirándola con los ojos muy abiertos, aunque sin protestar. No cabía duda de que le habían inculcado la idea de la sumisión debida a cualquiera que le hablase en tono de autoridad, y era una espectadora pasiva de los designios de su destino. No obstante, preguntó con gran dulzura: -¿No puedo ayudar a la madre Catherine a subir al coche?

- Me gustaría más que te quedases aquí conmigo -contestó madame Merle mientras el señor Osmond y sus compañeras, que habían hecho un nuevo y reverencioso saludo a la dama, pasaban a la antecámara.

- Sí, me quedaré -accedió Pansy acercándose a madame Merle y dejando que ésta la tomara de la mano. Miró a través de la ventana y sus lindos ojos se llenaron de lágrimas.

- Me alegro de que te hayan enseñado a obedecer -dijo madame Merle-. Eso es lo que las niñas deben hacer.


- Yo obedezco muy bien -exclamó Pansy con suave complacencia, casi con jactancia, como si hubiese estado hablando de su facilidad para tocar el piano. Y exhaló un débil y casi imperceptible suspiro.

Madame Merle, sin soltar la mano de la muchachita, la posó sobre la fina palma de la suya y la miró atentamente con mirada crítica, si bien no halló nada digno de censura, pues la mano de la joven era blanca y delicada. Al cabo de un instante, dijo:

- Supongo que te harán llevar siempre guantes. Por lo general a las jovencitas no les gusta ponérselos.

- Antes no me gustaba ponérmelos -comentó Pansy-, pero ya me he acostumbrado y ahora me gusta.

- Entonces te regalaré una docena de pares.

- Muchísimas gracias. ¿De qué color? -preguntó la jovencita con gran interés.

- De colores prácticos -declaró madame Merle después de pensar un momento.

- Pero bonitos, ¿verdad? -¿Te gustan mucho las cosas bonitas?

- Me gustan… pero no demasiado -dijo Pansy con un atisbo de ascetismo.

- En tal caso, no serán demasiado bonitos -afirmó madame Merle echándose a reír. Tomó la otra mano de la jovencita y la atrajo hacia sí. Una vez que la tuvo bien cerca, preguntó-: ¿Vas a echar mucho de menos a la madre Catherine?

- Mucho… cuando piense en ella.

- Pues procura no pensar en ella. -Y añadió-: Tal vez algún día tengas otra madre.

- No creo que sea necesario -dijo Pansy exhalando de nuevo un dulce suspiro conciliador. Tenía más de treinta madres en el convento.

Los pasos del padre resonaron nuevamente en la habitación contigua, y madame Merle dejó a la muchachita y se levantó. El señor Osmond entró y cerró la puerta y, sin mirar siquiera a madame Merle, reintegró un par de butacas a su sitio. La visitante observó sus movimientos, esperando que hablara, pero por fin ella misma dijo:

- Yo esperaba que iría usted a Roma. Supuse que iría usted mismo a sacar a Pansy del convento.

- Era una suposición de lo más natural; pero me figuro que no ha sido la primera vez que mis hechos han defraudado sus cálculos.

- Cierto; por eso le creo tan malvado -contestó madame Merle.

El señor Osmond se atareó unos momentos por la habitación -donde había mucho espacio para moverse como quien busca pretextos para no prestar una atención que puede resultarle molesta. Pero una vez agotados todos los pretextos no le quedó nada por hacer (a menos que tomara un libro) sino quedarse allí plantado con las manos a la espalda y mirando fijamente a Pansy. Luego preguntó bruscamente y en francés a la jovencita: -¿Por qué no saliste a despedir hasta el coche a la madre Catherine? Pansy dudó un instante, mirando a madame Merle, que contestó:

- Porque yo le pedí que se quedase conmigo. -Y se sentó en otro sitio.

- Ah, bien -condescendió el señor Osmond; con lo cual se dejó caer en un sillón y, apoyando los codos en los brazos del asiento, se inclinó hacia delante y cruzó las manos mientras miraba a madame Merle.

- Madame Merle me va a regalar unos guantes -dijo Pansy.

- No hace falta que se lo digas a todo el mundo -observó madame Merle.

- Es usted muy buena con ella -comentó el señor Osmond-, pero es de esperar que no le haga falta nada.

- Me parece que ya tiene bastante de monjitas.

- Si vamos a hablar de esa cuestión, más vale que estemos solos.

- No, que se quede. Hablaremos de otra cosa -replicó madame Merle.


Pansy dijo con una ingenuidad que casi era convincente:

- Si quieren, no escucharé.

- Puedes escuchar, hijita, porque de todos modos no vas a comprender -contestó su padre. La muchacha se sentó respetuosamente cerca de la puerta abierta desde la que se divisaba el jardín, que contempló con sus ojos inocentes y despiertos. Su padre prosiguió abruptamente, dirigiéndose a su visitante-: Tiene usted un aspecto estupendo.

- Me parece que siempre tengo el mismo -respondió madame Merle.

- Usted es siempre la misma, no cambia nunca. Es usted una mujer admirable.

- En efecto, yo también lo creo.

- Sin embargo, a veces cambia de idea. A su regreso de Inglaterra me dijo que por ahora no pensaba abandonar Roma.

- Me encanta ver que recuerda usted tan bien todo lo que digo. Ésa era, en efecto, mi intención, pero he venido a Florencia a ver algunas amigas que han llegado últimamente y de cuyos planes no estoy muy enterada.

- Una razón muy típica. Siempre está usted haciendo algo por sus amistades. Madame Merle le sonrió amablemente y dijo:

- Es mucho menos característica que su comentario, que está falto por completo de sinceridad. Por lo demás, no se lo recrimino, porque si usted no cree lo que dice, tampoco tiene motivos para creerlo. Puede estar seguro de que no me arruino por mis amistades y, por lo tanto, no merezco esos elogios. Sé tener buen cuidado de mí misma.

- Exacto; pero su ser incluye a muchas otras personas, a una gran parte de las demás y de todo lo existente. No he conocido jamás una persona cuya vida incluyese tantas otras vidas. -¿Qué entiende usted por la vida de uno? -preguntó madame Merle-. ¿La apariencia de uno, sus movimientos, sus compromisos, sus compañías?

- A su vida de usted yo la llamo su ambición -contestó el señor Osmond. Madame Merle miró a Pansy y murmuró:

- Me pregunto si será capaz de comprender tal cosa.

- Ya ve que no puede quedarse con nosotros. -El padre de Pansy sonrió con visible tristeza y le dijo a la jovencita en francés-: Ve al jardín, ma petite mignonne, y corta una o dos flores para madame Merle.

- Eso es lo que estaba pensando -respondió Pansy, que se levanto prestamente y se fue sin hacer el menor, ruido. Su padre la siguió hasta la puerta abierta, la observó durante unos momentos y luego volvió pero permaneció de pie, o, más bien, se puso a andar de un lado a otro, como para disfrutar de una libertad que otra actitud no le habría proporcionado.

- Mis ambiciones se refieren sobre todo a usted -dijo madame Merle mirándole con valor.

- Volvamos a lo que estaba diciendo: yo formo parte de su vida… como miles de otras personas. Tengo que reconocer que usted no es egoísta. Si lo fuera, ¿qué sería yo? ¿Con qué epíteto podría calificárseme?

- Con el de indolente. Para mí, ése es su mayor defecto.

- Me temo que en el fondo sea el menor. - -A usted le tiene sin cuidado -dijo madame Merle con seriedad.

- Hasta cierto punto; la verdad. Por lo pronto, esa indolencia mía fue una de las razones por las que no hice el viaje a Roma; pero sólo fue una de ellas.

- No tiene la menor importancia… para mí por lo menos… el que usted no fuera, aunque me habría gustado mucho verle. Me alegro de que ahora no esté usted en Roma, donde podría estar todavía sí no hubiese ido hace un mes. Prefiero que esté aquí, porque en estos momentos hay algo que me gustaría que hiciera aquí, en Florencia.

- Por favor, no olvide mi indolencia -dijo el señor Osmond.


- La tengo presente, pero le ruego que la olvide. De ese modo, alcanzará al mismo tiempo la virtud y la recompensa. No se trata de un trabajo arduo, y pudiera encerrar verdadero interés. ¿Hace mucho que no ha hecho ninguna nueva amistad?

- No recuerdo haber hecho otra desde la suya.

- Pues ya es hora de que haga otra. Hay una amiga mía que quiero que conozca.

En sus idas y venidas, el señor Osmond llegó hasta la puerta abierta y se puso a contemplar las andanzas de su hija bajo el intenso sol. -¿Para qué va a servirme? -preguntó con jovial brusquedad.

- Por lo pronto, para entretenerse -contestó al cabo de un momento madame Merle, y en su respuesta no había nada brusco, pues la había meditado.

- Si usted lo dice, ya sabe que la creo -declaró el señor Osmond acercándose a ella-. Respecto de algunas cosas mi confianza en usted es absoluta. Por ejemplo, estoy convencido de que usted distingue a maravilla la buena sociedad de la mala.

- Toda sociedad es mala.

- Disculpe. El conocimiento que yo le atribuyo no es un saber corriente. Usted lo ha adquirido como Dios manda, con la experiencia, porque ha tenido la oportunidad de poder comparar entre sí a una infinidad de individuos de lo más pintoresco.

- Bueno, pues le invito a usted a aprovecharse de mi ciencia. -¿Aprovecharme? ¿Está usted segura de que voy a conseguirlo?

- Así lo espero. Dependerá de usted mismo. Si, por lo menos, pudiera lograr que se decidiese a realizar un esfuerzo… -¡Ah! ¡Al fin salió aquello! Ya sabía yo que algo fatigoso estaría a la vista. ¿Qué hay en el mundo, qué hay que pueda darse por estas latitudes que sea digno de un esfuerzo?

Madame Merle se ruborizó como si la hubiera herido.

- No sea necio, Osmond. Nadie sabe mejor que usted lo que es digno de esfuerzo. ¿Acaso no le he visto en otras épocas?

- Sé reconocer algunas cosas, pero ninguna de ellas es probable en esta desdichada vida.

- Sólo el esfuerzo puede hacerlas probables -respondió madame Merle.

- Algo oculto debe de haber en todo esto. ¿Quién es, pues, esa amiga suya?

- La persona que he venido a ver a Florencia: una sobrina de la señora Touchett, a la que supongo no habrá olvidado. -¿Una sobrina? La palabra sugiere juventud e ignorancia. Ya veo dónde quiere usted ir a parar.

- Sí. Es joven, tiene sólo veintitrés años, y es una gran amiga mía. La conocí en Inglaterra hace unos meses y sellamos enseguida una estrecha alianza. Me gusta extraordinariamente y, cosa que no suelo hacer con todo el mundo, la admiro. Estoy segura de que lo mismo le ocurrirá a usted.

- Si me es posible evitarlo, lo evitaré.

- Precisamente; pero le será imposible evitarlo. -¿Es bella, ingeniosa, rica, universalmente inteligente e insuperablemente virtuosa? Únicamente con tales condiciones podrá interesarme conocerla. Ya sabe que hace un tiempo le pedí que no me hablara de ninguna criatura que no corresponda a tal descripción. Ya conozco demasiada gente anodina. No quiero conocer más.

- La señorita Archer no tiene nada de anodina, sino que es radiante como el amanecer.

Se adapta perfectamente a su descripción, y por eso quiero que usted la conozca. Satisface todos los requisitos.

- Más o menos, claro está.


- No, señor; por completo. Es hermosa, cultivada, generosa y, para una norteamericana, hasta de buena familia. Además, es muy inteligente y afable y, por añadidura, posee una bonita fortuna.

El señor Osmond escuchaba todo esto en silencio; diríase que lo estaba sopesando mentalmente, sin apartar los ojos de su interlocutora. Por último se decidió a preguntar: -¿Qué se propone hacer con ella?

- Ya lo ve. Ponérsela en su camino. -¿No estará destinada a algo mucho mejor?

- No tengo la pretensión de saber a qué están destinados los seres -dijo madame Merle. Lo único que sé es lo que puedo hacer con ellos.

- Pues lo siento por la señorita Archer -declaró Osmond. Madame Merle se levantó.

- Si esto es un comienzo de interés por ella, tomo buena nota. Los dos estaban frente a frente. Ella se colocó la mantilla manteniendo los ojos bajos.

- Tiene usted muy buen aspecto -repitió Osmond aún más incongruentemente que antes-. Se trae algo entre manos. Nunca tiene tan buen aspecto como cuando se trae algo entre manos. Le sienta admirablemente.

En los modales y el tono de estas dos personas, cuando se encontraban en cada nueva ocasión, sobre todo cuando lo hacían en presencia de otros, había siempre algo indirecto y circunspecto, como si hubiesen llegado a reunirse por caminos oblicuos y se comunicaran por sobreentendidos. El efecto mutuo que se producían parecía ser el de aumentar la cautela del otro. Desde luego, madame Merle sobrellevaba mejor que su amigo las situaciones embarazosas, pero en la presente ocasión no logró mantener la actitud que le hubiese agradado… es decir, la perfecta posesión de sí misma que le habría gustado lucir ante su anfitrión. Sin embargo, lo que nos interesa es que llegado un momento aquello que se alzaba entre los dos, fuere de la índole que fuere, acababa por allanarse dejándolos en un frente a frente más íntimo del que ninguno de ambos disfrutara con otra persona. Eso acababa de suceder. Allí estaban; se conocían bien y en definitiva ambos estaban por igual dispuestos a aceptar la satisfacción de conocer, a cambio del inconveniente -fuere cual fuere- de ser conocido.

Madame Merle acabó diciendo tranquilamente:

- Quisiera con toda mi alma que no fuese usted tan despiadado. Eso le ha perjudicado y seguirá perjudicándole siempre.

- No soy tan despiadado como cree. De vez en cuando hay algo que me conmueve… como, por ejemplo, lo que acaba de decir: que su ambición es por mí. No lo comprendo, porque no veo cómo o por qué ha de ser así. Pero la verdad es que me conmueve, y mucho.

- Es muy probable que lo entienda menos todavía a medida que el tiempo pasa. Hay cosas que usted no comprenderá nunca; ni tampoco es absolutamente necesario que llegue a comprenderlas.

- Después de todo -dijo Osmond-, no hay mujer tan extraordinaria como usted. Tiene muchas más cosas dentro que todas las demás personas. No veo por qué piensa que la sobrina de la señora Touchett pueda llegar a interesarme tanto:.. cuando… cuando… -Y se detuvo un instante. -¿Cuando yo he llegado a importar tan poco, no es cierto?

- No es eso, desde luego, lo que he querido decir, sino: cuando ya he conocido y apreciado a una mujer como usted.

- Isabel Archer vale más que yo -confesó madame Merle. Su compañero rió francamente y dijo: -¡Qué poco debe considerarla para decir eso! -¿Me cree usted capaz de tener celos? Contésteme, por favor.


- ¿De mí? Desde luego, no; no lo creo, en general.

- Pues vaya a verme dentro de un par de días. Me alojo en casa de la señora Touchett, en el Palazzo Crescentini, y la joven estará presente. -¿Pero por qué no me pidió al comienzo simplemente que fuera, sin necesidad de hablarme de la muchacha? Ella estará allí de todas maneras.

Madame Merle le miró como si ninguna pregunta que él le hiciera pudiera pillarla desprevenida: -¿Quiere saber por qué? Pues porque ya le he hablado a ella de usted. Osmond frunció el entrecejo y miró para otro lado.

- Más me hubiera gustado no saberlo. -Luego, pasado un instante, señaló el caballete que sostenía la pequeña acuarela y preguntó-: ¿Ha visto usted eso? Es mi última obra.

Madame Merle se aproximó y la contempló detenidamente:

- De los Alpes Vénetos, ¿no? ¿Un apunte del año pasado? -¡Sí: hay que ver cómo lo adivina usted todo! Ella siguió contemplando la acuarela y dijo:

- Ya sabe que sus pinturas no me interesan.

- Lo sé, y es cosa que siempre me sorprende, porque, la verdad, son mejores que las de la mayoría de los pintores.

- No digo que no. Pero para ser lo único que usted hace… le diré que es bien poco. Lo que yo quisiera es verle haciendo muchas otras cosas; ésa fue siempre mi ambición.

- Sí, ya me lo ha dicho varias veces… cosas que eran imposibles.

- Cosas que eran imposibles -repitió madame Merle; luego prosiguió, en tono bien distinto-: En sí el cuadrito está muy bien. -Paseó la mirada por la estancia: por los cofrecillos tallados, los tapices, los cuadros, las superficies de apagada seda-, Por lo menos, el arreglo de sus habitaciones es perfecto. Cada vez que vengo me maravillo, le aseguro que no las conozco mejores. De esto sabe usted más que nadie. Tiene un gusto exquisito. -¡Bah! Ya estoy harto de mi gusto exquisito -replicó Gilbert Osmond.

- De todos modos, debe invitar aquí a la señorita Archer para que las vea.

- No tengo inconveniente en mostrar mis cosas a la gente… siempre y cuando no sea gente imbécil.

- Usted lo hace admirablemente. Como «cicerone» de su propio museo, no tiene rival.

En respuesta a este cálido elogio, el señor Osmond adoptó un talante más frío y atento. madre? -¿Ha dicho que es rica?

- Tiene sesenta mil libras.

- En écus bien comptés?

- No cabe duda alguna. Puedo decir que he visto su fortuna. -¡Admirable mujer!… Me refiero a usted. Dígame, si voy a verla, ¿tendré que ver a la -¿Qué madre? No tiene padre ni madre.

- Entonces, la tía… esa señora… ¿cómo la llama usted?… la señora Touchett, ¿no?

- Puedo mantenerla alejada.

- No tengo nada contra ella. Más bien me gusta. Tiene una manera anticuada de ser que acusa una viva personalidad. Pero, ese memo zanquilargo de su hijo… ¿está también con ellas?

- También está, pero no les molestará en nada.

- Es un verdadero asno.

- Nada de eso, está usted equivocado. Es un hombre muy inteligente, pero suele evitarme cuando yo me hallo en la casa, porque no le gusto.


- Eso demuestra lo burro que es. ¿Dice usted que ella es guapa? -siguió inquiriendo Osmond.

- Eso he dicho; pero no lo voy a repetir, no sea que luego lo decepcione. Lo único que le pido es que vaya. Todas las cosas requieren principio. -¿Principio de qué?

Madame Merle permaneció callada un instante y luego dijo:

- Por supuesto, lo que quiero es que se case usted con ella.

- Eso sería el comienzo del fin. Bueno. Iré a verla por mí mismo. ¿Le ha expuesto a ella su idea? -¿Por quién me toma usted? No es una pieza tosca de maquinaria… ni tampoco lo soy yo.

- Verdaderamente -dijo Osmond tras cierta reflexión-, no comprendo sus ambiciones.

- Estoy segura de que ésta la comprenderá en cuanto haya visto a la señorita Archer.

Hasta entonces, aplace su juicio. -Se había acercado a la puerta que daba al jardín y permaneció unos momentos mirando al exterior-. Pansy se ha puesto preciosa -comentó.

- Eso mismo creo yo.

- Pero ya ha estado bastante en el convento.

- No sé -replicó Osmond-. No me disgusta cómo la han modelado. Es encantadora.

- Eso no es obra del convento. Es la naturaleza misma de la muchacha.

- Creo que es la combinación de ambas cosas. Pansy es pura como una perla.

- Entonces, ¿por qué no me trae las flores? -preguntó madame Merle-. Por lo visto, no se da prisa.

- Pues vamos nosotros a buscarlas.

- La niña no me quiere -dijo la dama al tiempo que abría su sombrilla y ambos salían al jardín.

Obras Notables de Henry James

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