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ОглавлениеLejos de mí intentar describir la profunda impresión que Roma produjo en nuestra joven heroína, analizar sus sentimientos mientras pisaba las losas del Foro o contar sus pulsaciones cuando desembocó en la plaza de San Pedro ante el Vaticano. Baste, pues, decir que su impresión fue la que no podía por menos de esperarse de una persona de su frescura y entusiasmo. La historia le había interesado siempre extraordinariamente, y he aquí que tenía ante sus ojos la historia viva, por dondequiera que fuese, en las piedras de la ciudad y hasta en los átomos de la misma luz del sol. Poseía una imaginación que se inflamaba ante la simple relación de los grandes hechos, y de aquí que dondequiera que se volviese hallaba vestigios de hechos sublimes que allí se realizaran. Todo cuanto veía la conmovía, pero sólo en su interior. Sus compañeros se figuraban que hablaba menos que de costumbre y, cuando Ralph Touchett parecía estar mirando torpe e indiferentemente por encima de su cabeza, lo que hacía era observarla con gran intensidad. Ella se sentía por sí sola sumamente feliz, incluso se forjaba la idea de que aquellas horas eran las más felices que en toda su vida dis- frutara. Si bien pesaba en su ánimo el terrible pasado de la humanidad, tenía el presentimiento de que algo totalmente contemporáneo podría prestarle de nuevo las alas que lo hicieran volar otra vez al empíreo azul. El acervo de sus conocimientos se le antojaba ahora tan embrollado que no podía saber adonde acabarían por arrastrarla las diferentes partes que lo componían; y andaba de un lado para otro de la ciudad como en continuo éxtasis contenido, en ese éxtasis de contemplación que hace ver en las cosas admiradas mucho más de lo que en realidad hay en ellas, éxtasis que, por otra parte, no le dejaba tiempo para ver todas las otras cosas que su guía Murray recomendaba. Como Ralph decía, Roma se en tregaba de lleno al momento psicológico. Por fortuna, habían ya desaparecido los rebaños de turistas, y los lugares más solemnes de la ciudad se revestían de nuevo de su augusta solemnidad. El cielo era todo un inmenso fulgor azul y el chapoteo de las innumerables fuentes en sus tazas musgosas de mármol había perdido su frialdad y redoblado la sugestión de su música incesante.
En las esquinas de las templadas y rumorosas calles y en las escalinatas de ciertas plazas tenía uno que andar entre montones de flores. Una de aquellas tardes, la tercera después de su llegada, habían ido nuestros amigos a presenciar las excavaciones del Foro Romano, que entonces comenzaban a cobrar gran importancia, y habían bajado desde la calle moderna al nivel de la Vía Sacra, por la que caminaron algunos de ellos con paso respetuoso que no todos supieron adoptar. A Henrietta Stackpole le llamó profundamente la atención el hecho de que Roma estuviese en gran parte pavimentada como Nueva York, e incluso creía ver cierta analogía entre las hondas rodadas de los históricos carros en las antiguas calles legendarias y las chillonas planchas de hierro de las calles neoyorquinas que denotan la intensidad de la vida norteamericana. Era el momento en que el sol había empezado a descender, en que el aire era como una exquisita bruma transparente de oro, y las alargadas sombras de las columnas truncas y de los inmóviles pedestales yacían en el centro del campo de las ruinas. Henrietta vagaba en compañía del señor Bantling, a todas luces encantada de oírle tachar a Julio César de sinvergonzón, y, por su parte, Ralph prodigaba a nuestra heroína todos los esclarecimientos que para su uso particular había preparado. Un modesto arqueó- logo de los que suelen vagar por aquellos lugares se puso a disposición de los dos y repitió la lección aprendida con una extraordinaria fluidez de palabra que en nada había mermado, por lo visto, lo avanzado de la estación. En uno de los extremos del Foro estaban llevando a cabo una excavación, y el arqueólogo sugirió a los signori que fuesen allá, pues tal vez pudieran ver algo de gran interés. La insinuación fue mucho mejor acogida por Ralph que por Isabel, ya harto fatigada de tanto vagar y meditar. De tal suerte, le rogó que fuera a satisfacer su curiosidad mientras ella aguardaba tranquilamente a que volviese. La hora y el lugar eran muy de su gusto, de manera que habría de proporcionarle gran placer quedarse sola unos instantes. Ralph se alejó en compañía del cicerone, e Isabel se sentó en una de las caídas columnas que había cerca de los cimientos del Capitolio. Necesitaba aunque sólo fuera unos instantes de soledad, pero no pudo saborearlos mucho tiempo. Por grande que fuese su interés en las maltrechas reliquias del pasado romano que yacían desperdigadas cerca de ella, y en las que el paso corrosivo de los siglos no lograba borrar por completo la vida, sus pen- samientos, después de recrearse un instante en tales cosas, habían ido elevándose, por una concatenación de causas que requeriría gran sutileza poder definir, a las regiones y los objetos dotados de atracción más humana y activa. Desde aquel prestigioso pasado romano hasta el futuro de esta Isabel Archer había un trecho bien largo y, sin embargo, su poderosa imaginación, que había logrado salvarlo de un solo vuelo, parecía revolotear ahora en círculos cada vez más cerrados sobre campos más próximos y próvidos. Tan absorta estaba en sus propios pensamientos que, mientras contemplaba una hilera de losas hendidas, aunque no desunidas, que a sus pies había, no oyó los pasos que a ella iban acercándose hasta que una determinada sombra apareció en el cercano campo de su visión. Alzó los ojos y vio a un caballero…, que no era precisamente Ralph y que volvía de las excavaciones proclamando que eran un verdadero aburrimiento. El personaje se quedó verdaderamente sobrecogido al ver el susto que la joven se había llevado y, deteniéndose, se quitó el sombrero. -¡Lord Warburton! -exclamó Isabel levantándose al instante.
- No tenía la menor idea de que fuese usted. Al dar la vuelta por esa esquina he venido a su encuentro sin saberlo.
Ella miró a su alrededor como tratando de explicarse.
- Estoy en este instante sola -dijo-, mis compañeros acaban de abandonarme un momento. Mi primo ha ido a presenciar los trabajos de excavación, allí donde está aquella gente. -¡Ah! Sí, ya lo veo erijo lord Warburton mirando en la dirección que ella le indicaba y permaneciendo firmemente en su puesto, pues ya había recobrado el aplomo y deseaba demostrarlo, si bien con toda gentileza-. No quisiera molestarla -añadió-. Me parece que está usted algo cansada.
- Sí, estoy más bien fatigada. -Dudó un segundo, se sentó de nuevo, y dijo-: Pero, por favor, no quisiera interrumpir su visita al Foro. -¡Oh! Mi querida amiga, estoy completamente solo. No tengo absolutamente nada que hacer en el mundo. No tenía la menor idea de que estuviese usted en Roma. Acabo de llegar de Oriente y estoy solamente de paso.
- Parece que ha estado usted haciendo un largo viaje -dijo Isabel, que por su primo Ralph se había enterado de la ausencia de lord Warburton de Inglaterra.
- En efecto, partí para el extranjero por seis meses, algo después de la última vez que la vi. He estado vagando un poco por Turquía y Asia Menor, y he llegado de Atenas hace unos días. -Hacía lo posible por no parecer azorado, pero no estaba tampoco tranquilo; y, des- pués de mirarla con mayor detenimiento, adoptó un tono más humano, preguntando-: ¿Quiere usted que la deje, o me permite que la acompañe un momento?
Ella reaccionó del mejor modo posible.
- No quiero que me deje usted, lord Warburton, y me alegro mucho de haberle visto.
- Muchas gracias por haberlo dicho. ¿Me permite que me siente?
El acanalado fuste de la columna donde ella estaba sentada ofrecía más que sobrado sitio de descanso para varias personas, de suerte que también debía de haberlo para un inglés bien desarrollado. Y aquel selecto ejemplar de la clase privilegiada se sentó junto a nuestra joven amiga, y al cabo de cinco minutos le había hecho ya varías preguntas, algunas escogidas al azar y cuyas respuestas pareció no haber oído, toda vez que varias de ellas hubo de hacerlas más de una vez; por su parte, le había proporcionado toda la información precisa respecto a su propia persona, información que ella, con su superior sentido femenino de la tranquilidad, no echó en saco roto. Reiteró lo ya dicho: que no esperaba en absoluto encontrarla en semejante sitio, de lo que resultaba evidente que era un encuentro para el cual habría él necesitado hallarse bien preparado. De pronto, empezó a pasar de la impunidad de las cosas a su solemnidad, de su deliciosa manera de ser a su manera de ser insoportable. Estaba completamente tostado por el sol, incluso su bien poblada barba estaba requemada por el sol de Asia. Vestía esa indumentaria suelta y heterogénea que el inglés que viaja por países extraños se complace en ponerse para su propia comodidad y afirmar, de paso, su altiva nacionalidad. De tal suerte, con sus ojos agradables y serenos, su rostro bronceado, fresco aunque ya maduro, su figura varonil, sus modales acomodaticios y su aspecto general de ser un caballero y un explorador, era una representación tan genuina de la raza británica que nadie habría dejado de reconocerle como tal en los países que por ella sienten algún afecto. Isabel observó todas estas condiciones y se consideró encantada de que siempre le hubiese gustado. Él había conservado, sin duda, a pesar de los muchos contratiempos, todas sus cualidades meritorias…, propiedades que en parte constituyen la esencia de las grandes cosas prestigiosas, como todos afirman, que se asemejan a sus ornamentos y utensilios más íntimos y que sólo es posible arrancar de ellas mediante una demolición total. Como es natural, procedieron a hablar de los asuntos por turno riguroso; a saber, la muerte de su tío, la salud de su primo Ralph, cómo había pasado ella el invierno, su excursión a Roma, su retorno a Florencia, sus proyectos para el próximo verano, el hotel donde se alojaba, e inmediatamente después los acontecimientos presenciados por lord Warburton en todo aquel tiempo, sus aventuras, movimientos, impresiones y domicilio en aquel entonces. Y, como remate de todo ello, un silencio mucho más elocuente que cuantas palabras hubiesen podido decirse el uno al otro y tras el cual lord Warburton tuvo a bien decir:
- Le he escrito a usted varias veces. -¿Que me ha escrito? Jamás recibí carta suya.
- No las eché al correo. Las quemé todas. -¡Ah! -exclamó riendo Isabel, y añadió-: Más vale que haya sido usted y no yo quien lo haya hecho.
- Pensé que no le interesarían -prosiguió él con una sencillez tan natural que casi la conmovió-. Me pareció que, después de todo, no tenía ningún derecho a molestarla con cartas.
- Pues me habría gustado mucho tener noticias suyas. Ya sabe cuánto esperaba yo que…, que… -Y se quedó callada, temiendo no decir más que una insustancialidad.
- Sé perfectamente lo que iba usted a decir: que esperaba que continuáramos siendo siempre buenos amigos.
Ciertamente, tal y como acababa de expresarla, semejante fórmula no pasaba de ser igualmente una insustancialidad; pero tenía gran interés en hacerla parecer así a los ojos de Isabel.
- No hablemos de eso, por favor -fue lo más interesante que ella acertó a decir, frase que, como se ve, no era muy superior en ingenio a la por él dicha. -¡Vaya un consuelo para mí! -exclamó él con cierta energía.
- No pretendo consolarle -dijo la joven, que, sentada como estaba, se echó hacia atrás como irguiéndose por la interna satisfacción del triunfo que para ella suponía la respuesta que le dio hacía seis meses y de la que tan poco satisfecho quedara él. A pesar de lo agradable, galante y poderoso que era, a pesar de que no había hombre mejor que él, la respuesta seguía en pie.
- Es perfectamente natural que no pretenda consolarme, puesto que no es cosa que esté en su mano -oyó ella que decía su compañero como cortándole su extraño júbilo.
- Yo deseaba que volviéramos a vernos porque no creía que usted intentara hacerme ver que le había herido. Pero, tal como se comporta…, es mayor la pena que el placer. -Y se levantó con una especie de majestuosa altivez buscando con la vista a sus compañeros.
- No quisiera que sintiese eso, que, por lo pronto, no puedo decir. Lo único que quisiera es que supiese un par de cosas… para mi propia tranquilidad. Puede tener la seguridad de que no he de volver a hablarle más del asunto. Lo que le dije el año pasado lo sentía con toda el alma en aquel momento y me era del todo imposible pensar en nada distinto. Hice lo posible por olvidar… sistemáticamente y con todas mis fuerzas. Hice también lo posible y lo imposible por interesarme por otras cosas y por las demás personas.
Se lo digo porque quiero que sepa que cumplí con mi deber. Pero fracasé rotundamente en mi empeño. Ésa fue también la razón de mi largo viaje al extranjero…, y lo más lejos posible. Dicen que viajar aleja las penas y procura distracción, pero yo no he logrado distraerme. Pienso constantemente en usted desde la última vez que la vi. Soy el mismo de siempre, la amo a usted exactamente igual que antes, y todo cuanto digo ahora es exactamente tan verdad como lo que antes dije. Este mismo instante sirve para hacerme ver de qué manera, para mi gran desgracia, siento el insuperable encanto de su persona. Ya sabe…, no puedo decir nada menos. Puede estar tranquila, porque no pienso en absoluto insistir, ha sido sólo un momento.
Y debo añadir que, cuando hace unos minutos la encontré, no tenía ni la más remota idea de que había de encontrarla, y le doy mi palabra de honor de que en tal instante estaba deseando saber dónde pudiera hallarse.
Lord Warburton había recobrado, al fin, el completo dominio de sí mismo mientras hablaba. Tan completo era que habló con la misma seguridad que si se dirigiese a una junta de hombre de negocios…, para hacer una declaración de gran importancia con toda claridad y absoluta calma; incluso como si, de vez en cuando, hubiese tenido la ocasión de echar una mirada furtiva a las notas de su discurso escritas en un papel que llevara dentro del sombrero.
No cabe duda de que la junta estimaría el asunto perfectamente discutido y lo habría aprobado.
- Yo también he pensado a veces en usted, lord Warburton -declaró a su vez Isabel-. Puede estar seguro de que lo haré siempre. -Y añadió en un tono que, sin dejar de ser amable, no fuera alentador-: No creo que en ello haya peligro alguno para ninguna de las dos partes.
Comenzaron a andar el uno junto a la otra, y ella se sentía ya con deseo de preguntarle por sus hermanas y pedirle les hiciera saber que lo había hecho. Por el momento, no volvió él a hacer alusión alguna a la gran cuestión, pero se zambulló en unas aguas todavía más pro- fundas y seguras, tratando de saber cuánto tiempo pensaba ella permanecer en Roma. Al enterarse por la respuesta d Babel del límite temporal de su estadía, dijo estar encantado de que aún se hallase tan lejos, lo cual motivó que ella preguntara con cierta ansiedad: -¿Por qué dice usted tal cosa si hace un rato me ha manifestado que está aquí sólo de paso? -¡Ah! Es cierto, pero, al decir que estaba de paso, no quería hacer creer que podía hacer en Roma lo mismo que si me hallara en el empalme de Clapham. Estar de paso en Roma supone detenerse, cuando menos, una o dos semanas.
- Diga con franqueza que piensa quedarse aquí mientras yo esté. Sonrió él ruborizándose levemente y dijo, como sondeándola:
- Supongo que eso no le acomodaría. Tiene usted miedo de verme demasiado.
- No se trata de que me acomode o no. Desde luego no puedo pretender que abandone esta deliciosa ciudad por causa mía. Pero confieso que le tengo miedo. -¿Miedo de que empiece otra vez? Le prometo que llevaré mucho cuidado.
Sin darse cuenta se habían detenido y se quedaron mirándose fijamente el uno al otro.
Al final dijo ella en un tono de compasión que tanto parecía ir dirigida a él como a ella: -¡Pobre lord Warburton!
- En efecto. ¡Pobre lord Warburton! Pero llevaré cuidado.
- Usted podrá ser desgraciado, pero no logrará que yo lo sea. Eso no lo permitiré.
- Si creyese que podía hacerla desgraciada, creo que lo intentaría. -Al oír semejante declaración, Isabel reanudó la marcha-. De todas formas -prosiguió él-, no diré jamás una palabra que pueda desagradarle.
- Perfectamente. Si la dice, ya sabe, se acabó nuestra amistad.
- Tal vez algún día…, pasado un tiempo…, me conceda usted permiso… -¿Permiso para hacerme desdichada?
- Para volver a decirle… -comenzó a responder él tras un instante de titubeo. Pero se contuvo y añadió-: Me lo guardaré para mí. Me lo guardaré siempre para mí.
Henrietta Stackpole y su escolta se habían unido a Ralph en la visita a las excavaciones y, al cabo de un momento, vieron aproximarse a Isabel y su acompañante. El pobre Ralph acogió a su amigo con demostraciones de alegría mezcladas de extrañeza y Henrietta exclamó casi gritando: «¡Diantre, si está aquí el lord!». Ralph y su compañero inglés le saludaron con esa sobriedad con que se saludan los amigos ingleses después de una larga separación; por su parte, Henrietta contempló intensamente al aristócrata tostado por el sol.
E inmediatamente estableció la relación entre la crisis ocurrida y lo que a ella personalmente concernía. De suerte que se aventuró a decir:
- Me figuro que no se acordará usted de mí, señor.
- ¿Cómo que no? -contestó lord Warburton-. Recuerdo perfectamente que la invité a que fuera a verme y que usted no lo hizo.
- Yo no voy a todos los lugares a los que se me invita -replicó con frialdad la señorita Stackpole.
- En tal caso -contestó riendo el dueño de Lockleigh-, no volveré a invitarla.
- Pues tenga la seguridad de que, si lo hace, iré.
Por lo mucho que de tal salida se rió, lord Warburton parecía estar plenamente seguro de lo que acababa de oír. El señor Bantling había permanecido un poco aparte, sin hacerse el encontradizo, pero aprovechó aquella oportunidad para saludar con una ligera inclinación de cabeza al noble par, que al reconocerle exclamó, tendiéndole la mano: -¿Cómo, usted aquí, Bantling?
- No sabía que se conocieran -dijo Henrietta.
- Me imagino que usted no sabe a cuántas personas conozco -repuso el señor Bantling en un tonillo ligeramente burlón.
- Yo pensaba que, cuando un inglés conoce a un lord, lo primero que hace es decirlo. Lord Warburton se echó a reír nuevamente y dijo:
- Debe de haberlo ocultado porque se avergonzaba de mí.
Aquella réplica fue muy del gusto de Isabel. Exhaló, pues, un ligero suspiro de alivio, y todos emprendieron el regreso.
Al día siguiente era domingo, y ella se pasó toda la mañana ocupada en escribir dos largar cartas: una a su hermana Lily y la otra a madame Merle, mas no mencionó en ninguna de ellas el hecho de que un pretendiente rechazado la amenazara con un nuevo requerimiento. Los domingos por la tarde, todo buen romano (los mejores son a veces los bárbaros del norte) va a rezar las vísperas a la basílica de San Pedro. Nuestros amigos, por su parte, habían decidido acudir juntos a semejante acto religioso en la inmensa catedral. Después del almuerzo, lord Warburton se presentó en el Hotel de París e hizo una visita a las dos damas, pues Ralph Touchett y el señor Bantling habían salido juntos poco antes. Pareció el visitante esforzarse en demostrar a Isabel que era capaz de cumplir la promesa que el día antes le hiciera, y supo mostrarse discreto y franco…, ni calladamente importuno, ni remotamente concentrado. De tal suerte, le hizo comprender cuán buen amigo suyo era capaz de ser. Habló de sus viajes por Persia y Turquía, y cuando la señorita Stackpole le preguntó si podría ser provechoso para ella visitar tales países, le aseguró que ofrecían un campo de ilimitadas perspectivas a las empresas femeninas. Isabel le hizo la debida justicia, pero se preguntaba qué se proponía y qué esperaba ganar demostrando la fuerza superior de su sinceridad. Si esperaba ablandarla probándole lo buen amigo que era, no valía la pena que se tomara tal molestia. Ella conocía sobradamente la fuerza superior que había en cuanto le rodeaba, y nada de lo que él pudiera hacer serviría para iluminar con más intensidad el panorama. Por lo demás, el hecho de hallarse en Roma era para ella una complicación de la mala suerte, y únicamente le agradaban las complicaciones que eran para bien. Así es que, al despedirse él y decir que también pensaba acudir a San Pedro y que trataría de encontrarle allí, a ella y a sus amigos, Isabel no tuvo más remedio que decirle que podía hacer como gustara.
En la basílica, mientras ella caminaba sobre la inmensa taracea de mosaico del pavimento, a la primera persona que vio fue a lord Warburton. No era nuestra heroína uno de tantos turistas que dicen sentir una decepción ante el templo de San Pedro al no encontrarlo merecedor de tanta fama. La primera vez que pasó por entre las pesadas cortinas de cuero que se mueven y golpetean en la entrada, la primera vez que se vio bajo la altísima bóveda y contempló la luz filtrándose hacia ella a través del aire denso de las nubes de incienso y de los reflejos de mármoles y dorados, de mosaicos y bronces, su concepto de la grandeza y de la grandiosidad se elevó a una altura vertiginosa. Después de aquello, no podía faltar nunca espacio para elevarse y remontar el vuelo. Isabel miraba a todas partes, de todo se admiraba como un niño o un campesino, y rendía su tributo silencioso a lo sublime del lugar. Lord Warburton caminaba al lado de ella, 1 hablaba de Santa Sofía de Constantinopla, y ella temía que acabara haciéndole observar su conducta ejemplar. Aún no había comenzado el acto religioso, pero en San Pedro hay mucho que ver y admirar, se diría que hay algo profano en aquella vastedad que parece imaginada tanto para el ejercicio físico como para el espiritual. Los distintos grupos, los simples curiosos y espectadores, confundidos con los devotos creyentes, pueden satisfacer la propia inclinación sin por ello causar molestia ni producir escándalo en el vecino o provocar conflicto. En semejante maravillosa vastedad las indiscreciones individuales no llegan muy lejos, Pero ni Isabel ni sus compañeros pecaron de ello, pues, aunque Henrietta se consideró ingenuamente obligada a declarar que la cúpula de Miguel Ángel era una bagatela en comparación con la del Capitolio de Washington, vertió aquella observación al oído del señor Bantling, reservándose el exponerla más cruda y brillantemente en las columnas del Interviewer. Isabel dio la vuelta a toda la iglesia en compañía de lord Warburton y, al ir aproximándose al coro, cerca del lado izquierdo de la entrada, llegaron a sus oídos las voces de los cantores del papa por encima de las cabezas de la inmensa muchedumbre que se agolpaba fuera. Se detuvieron un instante al borde de aquella multitud compuesta de genuinos romanos y extranjeros curiosos, y mientras permanecían allí dio comienzo el concierto sacro. Ralph, Henrietta y Bantling estaban en el interior, e Isabel, mirando por encima del nutrido grupo que delante de ella se apiñaba, pudo contemplar la luz del atardecer suspendida entre las nubes de incienso, y mezcladas con ellas las espléndidas notas del canto que parecían volar a recogerse entre los tallados marcos de los altos ventanales. Al cesar el canto, lord Warburton se dispuso a seguir andando con ella, y he aquí que, a los pocos pasos, Isabel se halló frente a Gilbert Osmond, que, por lo visto, había estado escuchando también a corta distancia de ella. Se acercó él con toda suerte de modales respetuosos…, que parecía querer aumentar en respeto y consideración al lugar y la opor- tunidad del momento.
Isabel le tendió la mano y dijo: -¿Por fin se decidió a venir?
- Llegué anoche y esta misma tarde fui a visitarla al hotel. Allí me dijeron que iba a venir a San Pedro y estaba tratando de ver si la encontraba.
- Los otros están dentro -se decidió a decir Isabel.
- No he venido precisamente por los otros -replicó él con vivacidad.
Dirigió ella la mirada en torno y vio a lord Warburton, que estaba contemplándolos y que tal vez hubiera oído la última frase. De pronto se acordó de que eso era precisamente lo que él le había dicho el día que fue a Gardencourt a proponerle que se casara con él. Las palabras del señor Osmond la habían ruborizado un poco, y semejante recuerdo no logró disipar el leve rubor. Para evitar traicionarse a sí misma, presentó a aquellos dos caballeros; por fortuna, en aquel instante el señor Bantling salió del coro, hendiendo la muchedumbre con británica apostura y seguido por la señorita Stackpole y Ralph Touchett.
Si digo «por fortuna» es simplemente una manera de expresarnos tal vez harto superficial, pues, en cuanto Ralph Touchett divisó al caballero de Florencia, pareció no ha- cerle el hecho gracia alguna. Sin embargo, no por eso se mostró menos cortés, y con toda amabilidad dijo a su prima que, de seguir así, no tardaría en tener a su alrededor a todos sus amigos. La señorita Stackpole había tenido oportunidad de conocer al señor Osmond en Florencia y también de decir a Isabel que no le parecía mejor que ninguno de sus otros admiradores…, es decir, que el señor Touchett, lord Warburton e incluso el pequeño señor Rosier de París. «La verdad, no sé lo que te ocurre -se había complacido en declarar-, pero, para ser una muchacha tan agradable, atraes a la gente más rara del mundo. El señor Goodwood es el único que me inspira algún interés y es precisamente el único que a ti no te interesa».
El señor Osmond, mientras tanto, había comenzado a interrogar a Isabel acerca de sus impresiones de Roma. -¿Qué le parece a usted San Pedro?
- Inmenso, y tan brillante como inmenso -se limitó a contestar ella.
- Demasiado grande. Le hace a uno sentirse como un verdadero átomo. -¿No es así como debe una sentirse en el más grande de todos los templos del mundo?
- Y, después de dicha, le pareció que su frase había estado acertada.
- A mí me parece que es como debe uno sentirse en todas partes cuando no es nadie. A mi me gusta sentirme así lo mismo en una ermita que en cualquier otra parte.
- Sin embargo, a usted le habría gustado ser el Papa -dijo Isabel acordándose de algo que él le había declarado al principio de conocerse. -¡Ah! ¡Eso sí que me habría gustado! -exclamo Gilbert Osmond.
Lord Warburton se había reunido con Ralph Touchett y ambos se pusieron a andar juntos. -¿Quién es ese individuo que está hablando con la señorita Archer? -preguntó el lord.
- Se llama Gilbert Osmond y vive en Florencia. -¿Y qué más?
- Nada más. ¡Ah, sí! Es americano, pero le hace a uno olvidar que lo es porque, en realidad, lo es bien poco. -¿Hace mucho que conoce a la señorita Archer?
- Tres o cuatro semanas. -¿Le gusta a ella?
- Eso es lo que ella está tratando de averiguar. -¿Y lo conseguirá? -¿Qué, averiguarlo…?-preguntó Ralph.
- Que le guste. -¿Quieres decir si le aceptará?
- Sí erijo lord Warburton tras dudar un instante-. Ésa es la horrible cosa que quiero decir. dijo;
- Tal vez no, si nadie trata de evitarlo -replicó Ralph.
El lord se quedó un momento sorprendido, pero pareció comprender perfectamente y -Entonces, debemos permanecer absolutamente tranquilos.
- Tan tranquilos como serios. Y confiar sólo en la suerte -dijo Ralph. -¿En la suerte de que pueda…?
- En la suerte de que pueda no…
Lord Warburton se quedó un segundo preocupado y luego preguntó: -¿Es por ventura extraordinariamente inteligente?.
- Extraordinariamente -respondió Ralph.
El lord volvió a reflexionar otro poco y dijo: -¿Y qué más? -¿Qué más quieres? -refunfuñó Ralph.
- Querrás decir qué más quiere ella.
Ralph le tomó del brazo para conducirle hacia donde estaban los demás y añadió con toda calma:
- Ella no quiere nada que nosotros podamos darle. -¡Pues si no te quiere a ti…! -exclamó el aristócrata graciosamente mientras ambos avanzaban cogidos del brazo…