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No estaba Isabel rezando, sino temblando, temblando de pies a cabeza. La vibración era en ella un fenómeno que se daba con frecuencia y facilidad, y en esos momentos se sentía susurrar con sonido quedo como arpa recién pulsada. Parecía pedir únicamente que la cubrieran con la funda, que la tapasen con el oscuro dril. Hizo cuanto pudo por resistir a su actual excitación y aquella genuflexa actitud que adoptó hubo de tranquilizarla un poco. Se alegró infinito de que Gaspar Goodwood se hubiese marchado. En la forma en que, por fin, había lo- grado deshacerse de él había algo parecido al pago de una antigua deuda que le había sido posible cancelar y ponerle el sello de «pagado».

Al sentirse liberada de aquel peso, inclinó un poco más la cabeza y se dio cuenta de que la sensación estaba más abajo, latiendo con fuerza en su corazón; formaba parte de su emoción, pero se le antojó algo de lo que debiera sentirse avergonzada…, algo profano y completamente fuera de lugar.

Permaneció diez minutos más arrodillada y, aun después de haber vuelto al saloncito, seguía con un leve temblor que obedecía a dos causas: una, la prolongada discusión que había sostenido con Gaspar Goodwood, si bien era de temer que la otra no fuese más que la satis- facción por ella sentida en el ejercicio de su poder. Se sentó de nuevo en el sillón de antes y tomó otra vez el libro, aunque sin hacer nada por abrirlo. Apoyó la cabeza en el respaldo y prorrumpió en aquel murmullo suave, casi imperceptible y aspirante que solía exhalar para responder a los accidentes que le sobrevenían y cuya parte más brillante no era fácilmente apreciable; y acabó recreándose en la inmensa satisfacción de decirse que había rechazado a dos pretendientes en un par de semanas. Ese acendrado amor a la libertad, de que tan patente muestra diera a Caspar Goodwood, era casi del todo puramente teórico, toda vez que aún no había podido ponerlo a prueba en mayor y más real escala. Pero le parecía que acababa de hacer algo, que había saboreado, si no el gusto de la batalla, sí seguramente el de la victoria, realizando por fin lo que más se avenía a su plan. A la luz tenue de su conciencia, aquella imagen del señor Goodwood caminando hacia su casa a través de la ciudad neblinosa se le presentaba con cierta fuerza acusadora. Así que cuando oyó que la puerta se abría, se levantó con miedo de que hubiese vuelto. Sin embargo, era Henrietta que regresaba de cenar con sus amigas.

La señorita Stackpole se dio cuenta inmediatamente de que algo le había ocurrido a la muchacha, descubrimiento que, por lo demás, no exigía una extraordinaria perspicacia. Y se fue derecha a su amiga, que la recibió sin ninguna demostración de contento. La satisfacción de Isabel por haber hecho regresar a América a Caspar Goodwood presuponía alegrarse en cierto modo de haberlo visto; pero, al mismo tiempo, recordó que Henrietta no tenía derecho alguno a tenderle una trampa. De suerte que, cuando la periodista inquirió ansiosamente si él había estado allí, Isabel se alejó de ella y estuvo un momento sin contestar. Luego declaró fríamente:

- Has hecho muy mal.

- Lo hice pensando en lo mejor. Ojalá tú hayas hecho lo mismo.

- Tú no eres juez en este caso. Ya no puedo confiar en ti.

Semejante declaración no sonó precisamente agradable, pero Henrietta era demasiado desprendida para apropiarse del reproche que encerraba y únicamente se preocupó de lo concerniente al bien de su amiga.

- Isabel Archer -declaró en tono duro y solemne-, si te casas con un individuo de éstos, no volveré a dirigirte la palabra en toda mi vida.

- Antes de proferir semejante terrible amenaza -contestó Isabel-, espera a que me lo pidan.

Era el caso que, como no había dicho una sola palabra a la señorita Stackpole de la declaración de lord Warburton, no sentía el menor deseo de justificarse ahora comunicándole haber rechazado, al aristócrata.

- Oh, ya verás. En cuanto vayas al continente, verás cómo te lo piden. A Annie Climber, la pobre y sencilla Annie, se lo pidieron tres veces sólo en Italia.

- Pues si ella no se dejó pescar, ¿por qué habré de dejarme yo?

- Porque no creo que a ella la acuciasen; pero estoy segura de que a ti te van a perseguir de lo lindo.

- Esa convicción me halaga -dijo Isabel tranquilamente.

- Yo no te halago ni tengo por qué, Isabel; me limito a decirte la verdad -exclamó su amiga-. Espero que no me digas que dejaste marchar al señor Goodwood sin darle ninguna esperanza.

- No veo por qué he de decirte nada. Te repito que no me fío de ti. Pero ya que te interesas tanto por el señor Goodwood, te comunico que vuelve de inmediato a América.

Henrietta dijo casi gritando: -¡No irás a decirme que le has despedido!

- Le pedí que me dejara en paz…, y lo mismo te pido a ti, Henrietta.

La señorita Stackpole pareció quedarse un instante con la mirada apagada, se dirigió al espejo situado sobre la chimenea y, mirándose en él, se quitó el sombrero.

- Celebraré que lo hayas pasado bien en la cena.

Pero su compañera no estaba en aquel preciso instante para bromas. -¿Te das cuenta de adonde vas a parar, Isabel Archer? -dijo.

- Por lo pronto, a la cama -contestó la joven en el mismo tono frívolo. -¿Te das cuenta de a dónde te diriges? -insistió Henrietta sosteniendo con delicadeza su sombrero.

- No tengo la menor idea y me parece encantador no saberlo. Un carruaje bien rápido, rodando a distancia en la noche oscura y tirado!por cuatro briosos caballos por caminos invisibles, ésa es mi idea de la felicidad.

- Estoy segura de que el señor Goodwood no te ha enseñado a decir esas cosas…, como - si fueras la heroína de una novela inmoral -repuso la señorita Stackpole-. Esta carrera te llevará a caer en un gran error.

Isabel estaba enojada por la, intromisión de su amiga, mas se daba cuenta de la verdad que tal declaración pudiera contener. Y no se le ocurrió nada que le impidiera decir:

- Henrietta, debes de estar- muy encariñada conmigo cuando tan agresiva te muestras.


- Cierto, te quiero enormemente, Isabel -respondió la señorita Stackpole con sinceridad.

- Bueno, pues si me quieres enormemente, déjame enormemente en paz. Es lo que le pedí al señor Cowntul y lo que tengo que pedirte también a ti.

- Ten cuidado, no te dejemos demasiado sola.

- Eso mismo me dijo el señor Goodwood. Y yo le contesté que debo correr el riesgo.

- Eres una criatura idónea para correrlo, y me estremezco de sólo pensarlo -exclamó Henrietta-. ¿Cuándo vuelve a América el señor Goodwood?

- No lo sé…, no me lo dijo.

- Tal vez no se lo preguntaste -replicó Henrietta con la ironía de quien se siente cargado de razón.

- Fui tan poco amable con él que no me consideré con derecho a hacerlo.

Se le antojó a Henrietta que semejante afirmación suponía un desafío a cualquier comentario y exclamó:

- Está bien, Isabel. La verdad, si no te conociese como te conozco, me inclinaría a creer que no tienes corazón.

- Mucho ojo, me estás haciendo daño -dijo Isabel.

- Me temo que el daño ya está hecho -contestó Henrietta, y añadió-: Espero que, por lo menos, el señor Goodwood pueda hacer el viaje de vuelta con Anita Climber.

A la mañana siguiente Isabel se enteró de que su compañera no pensaba volver a Gardencourt (adonde el anciano señor Touchett se había ofrecido a recibirla de nuevo con gran contento). Prefería esperar en Londres la invitación que el señor Bantling le había prometido que le enviaría su hermana, lady Pensil. La señorita Stackpole refirió sin remilgos la conversación que había tenido con el simpático amigo del señor Touchett y confesó que creía estar segura de haberle echado al fin el guante a una cosa que seguramente la conduciría a algo. En cuanto recibiera la carta de lady Pensil -documento cuya pronta llegada casi le había garantizado el amable señor Banding-, iría a Bedfordshire y, si Isabel tenía algún interés en conocer sus impresiones, con toda seguridad las encontraría en el Interviewer. Sin duda alguna, esta vez Henrietta podría contar algo de la vida íntima del país.

- Henrietta Stackpole, ¿te das cuenta de adonde vas a parar? -preguntó Isabel imitando el tono en que le había hablado su amiga la noche anterior.

- Voy a parar a una gran situación: la de reina del periodismo norteamericano. Si mi próxima crónica no la reproducen en todo el país, me trago el limpiaplumas.

Henrietta había acordado con su amiga Annie Climber, la de las tres propuestas continentales de matrimonio, salir juntas de compras, lo cual constituía la despedida de la señorita Climber de un continente donde había sido tan apreciada. Así pues, se dirigió a la calle Jermyn en busca de su compañera. Poco después de que ella se hubo marchado, anunciaron a Isabel la visita de Ralph Touchett y, nada más verlo, la joven comprendió que algo extraordinario le preocupaba. No tardó éste en hacerle sus confidencias y decirle que acababa de recibir un telegrama de su madre comunicándole que su padre había sufrido un fuerte ataque, que ella estaba muy alarmada y le suplicaba que se apresurase a volver a Gardencourt. Esta vez, por lo menos, la afición de la señora Touchett al telégrafo no merecía censura alguna.

- Me ha parecido aconsejable consultar primero al eminente doctor sir Matthew Hope. Por fortuna está en la ciudad. He de verle a las doce y media y trataré de conseguir que vaya a Gardencourt, cosa que hará con gusto, pues ya ha visitado varias veces a mi padre tanto allí como aquí, en Londres. A las dos cuarenta y cinco hay un tren expreso, que yo tomaré; tú puedes volver conmigo o, si lo prefieres, quedarte aquí unos cuantos días más.

- Desde luego, me iré contigo -contestó Isabel-. No creo que pueda serle útil a mi tío en nada, pero, si se halla verdaderamente enfermo, quisiera estar a su lado.


- Creo que le has tomado gran afecto y que le aprecias de veras -dijo Ralph con un tímido placer plasmado en el semblante-, cosa que no hace todo el mundo. Es un hombre de una cualidad exquisita.

- Más que quererle, le adoro -dijo Isabel tras un instante.

- Eso me parece admirable, porque, después de su hijo, él es tu mayor admirador.

A Isabel le agradó infinito saber que era objeto de semejante admiración, pero exhaló un profundo suspiro de satisfacción al pensar que, por lo menos, tal admirador era de los que no pretenderían casarse con ella. Sin embargo, se abstuvo de decir tal cosa y, en cambio, co- municó a Ralph que tenía otras razones para no permanecer en Londres. Ya estaba cansada de la gran ciudad, deseaba abandonarla de una vez y, además, Henrietta iba a marcharse una temporadita a Bedfordshire. -¿A Bedfordshire?

- Sí. Con lady Pensil, la hermana del señor Bantling, quien le ha prometido que la hará invitar.

Ralph estaba verdaderamente intranquilo, pero, al oír esto, soltó una sonora carcajada.

Sin embargo, no tardó en ponerse serio otra vez.

- Verdaderamente ese Bantling es un hombre de valor-dijo-. Pero ¿qué ocurriría si la invitación se perdiera en el camino?

- Yo tenía entendido que el servicio de correos en Inglaterra es perfecto.

- Sí, pero el buen Homero también echa un sueñe o de vez en cuando. En cualquier caso -añadió, más jovial-, el bueno de Bantling no se duerme nunca y, suceda lo que suceda, cuidará de Henrietta.

Se marchó Ralph a ver al doctor sir Matthew Hope, según lo convenido, e Isabel se puso a hacer los preparativos para dejar el hotel Pratt. El peligro que su tío corría la había afectado sobremanera y las lágrimas comenzaron a fluir lentamente de sus ojos mientras permanecía ante el baúl abierto sin saber qué meter primero en él. Por eso, cuando Ralph volvió a las dos para buscarla y llevarla a la estación, no estaba lista todavía. Al pasar, encontró a la señorita Stackpole en el saloncito donde acababa de almorzar, la cual declaró sentirse muy afligida por el empeoramiento del padre de su amigo.

- Se divertirá usted mucho en Bedfordshire.

- Estaré demasiado afligida, por lo de su padre, para poder divertirme -replicó Henrietta con gran delicadeza. E inmediatamente añadió-: De todos modos me gustaría conmemorar sus últimos momentos.

- Todavía puede mi padre vivir largos años -dijo Ralph con la mayor sencillez. Y, luego, poniéndose a hablar de cosas más alegres, le preguntó qué planes tenía para el futuro.

Al ver a Ralph tan apenado se puso a hablarle con más condescendencia y dijo que le estaba muy agradecida por haberle presentado al señor Bantling.

- Me ha contado precisamente las cosas que yo quería saber: los chismes de la sociedad y todo lo referente a la familia real. Tengo para mí que cuanto de la familia real me ha contado no es cosa para acreditarla mucho, pero él dice que eso es efecto de mi especial punto de vista. Lo que yo quiero son hechos, conocer las realidades, que, una vez las sepa, sabré aderezarlas sin demora.

Y añadió que el señor Bantling había tenido la bondad de prometerle que vendría a buscarla para salir con ella por la tarde. -¿Para llevarla adonde? -se atrevió a preguntar Ralph.

- Al palacio de Buckingham. Va a enseñármelo todo para que yo pueda hacerme una idea de la vida que llevan allí dentro.

- Vaya, pues -dijo Ralph-. La dejamos en buenas manos. Lo primero que sabremos de usted es que la han invitado oficialmente al castillo de Windsor.


- Si me lo piden, no le quepa la menor duda de que iré. Una vez que me pongo en marcha no tengo miedo de nada. Pero nada de esto podrá satisfacerme porque no estaré tranquila acerca de Isabel. -¿Cuál ha sido su última fechoría?

- Bueno, ya que le dije algo en otra ocasión, no creo que haya inconveniente en comunicarle el resto. Cuando empiezo con un asunto, me gusta llegar hasta el final. El señor Caspar Goodwood estuvo aquí anoche.

Ralph abrió los ojos con asombro e incluso se ruborizó un poco…, rubor que acusaba una emoción bastante te profunda. Recordó que, al separarse de él en Winchester Square, la muchacha había rechazado su hipótesis de que tal vez prefería dejarle porque esperaba a otro visitante en el hotel Pratt, y la sola sospecha de creerla capaz de doblez le causaba hondo pesar. Por otra parte, se decía a sí mismo que nada tenía que importarle que ella tuviera una cita con algún enamorado, ya que siempre había sido considerado cosa corriente y exquisita que las jóvenes guardasen en el mayor secreto la existencia de semejantes citas.

- Yo creía, después de lo que usted me dijo hace poco, que eso la satisfaría plenamente -comentó Ralph con gran diplomacia. -¿Qué? ¿Que él la viera? Todo salió a pedir de boca, y fue una trama mía. Le hice saber que estábamos en Londres y, cuando acordé con mis amigas que pasaría la velada con ellas, le envié unas palabras…, las palabras que se acostumbra decir a la gente sensata: que esperaba que la encontraría sola. No voy a pretender que no confiaba en que estuviera usted ausente. El vino a verla y estuvo con ella un buen rato, pero para el caso es como si no hubiese estado. -¿Le trató duramente Isabel? -Y el semblante de Ralph se iluminó con la satisfacción de pensar que su prima no había obrado con doblez y falsedad.

- Ignoro en absoluto lo que ocurrió entre ellos. Pero de lo que estoy segura es de que no le dio satisfacción… y le dijo que regresara a América. -¡Pobre señor Goodwood! -suspiró Ralph.

Hay que ser sinceros y confesar que semejante exclamación fue puramente automática y que no expresó fielmente el pensamiento de Ralph, que estaba tomando ya otro sesgo.

- No dice usted eso como si de veras lo sintiese. No creo que le importe nada. -¡Ah! Debe usted tener presente que no conozco a ese joven, que ni siquiera lo he visto en mi vida.

- Bueno. Yo le veré y le aconsejaré que no la deje. Si no creyese que Isabel volverá al buen camino -añadió la señorita Stackpole-, entonces quien se quitaría de en medio sería yo.

Es decir, prescindiría de ella.

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