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Índice

Como había anticipado la señora Touchett, madame Merle e Isabel hubieron de verse con tal asiduidad durante la enfermedad del anciano que casi habría constituido una falta de cortesía el no llegar a ser íntimas amigas. Aparte de que la cortesía de ambas era exquisita, se agradaban mucho recíprocamente. Sería acaso excesivo decir que se juraron una amistad eterna, pero por lo menos tácitamente pusieron al tiempo por testigo. Isabel lo hizo con la conciencia limpia, si bien vacilaba ante la idea de admitir que era íntima amiga de la otra en el alto sentido que en su interior atribuía a semejante calificativo. A veces, incluso se preguntaba si era capaz de ser íntima de nadie. Tenía su ideal propio de la amistad, como de algunos otros sentimientos, aunque en este caso no dejaba de parecerle… (cosa que no le había ocurrido en los otros casos) que su ideal no estaba plenamente expresado. Sin embargo, con frecuencia pensaba que existían razones especiales para que una no pudiera concretar nunca su ideal. Era algo en que había que creer, aun sin ver… no era cuestión de experiencia sino de fe. Sin duda alguna, la experiencia podía proporcionar imitaciones muy apropiadas de ello y lo verdaderamente sensato consistía en sacar el mejor partido posible. A decir verdad, Isabel no se había tropezado jamás con una figura tan interesante y agradable como madame Merle, ni conocía persona alguna que tuviese menos que ella ese defecto que constituye el principal obstáculo a la amistad y que consiste en reproducir los aspectos más fatigantes, anticuados y excesivamente íntimos del propio carácter. La muchacha había abierto de par en par y más que nunca las puertas de su confianza a madame Merle, y llegó a decirle cosas que jamás había dicho a ninguna otra persona. A veces llegaba incluso a alarmarle su propia franqueza, pues parecía como si entregase a algún extraño la llave del joyero de sus alhajas.

En realidad, esas joyas espirituales eran las únicas de cierta importancia que ella poseía, pero por eso mismo debía poner mucho más cuidado en guardarlas celosamente. Por lo demás, tenía siempre presente que una no debe jamás lamentar el haber cometido un error generoso y que, si madame Merle no tenía todos los méritos que ella le atribuía, tanto peor para madame Merle. De que los tenía no cabía dudan era inteligente, culta, simpática, encantadora. Y lo que es más todavía (pues Isabel no había tenido la mala fortuna de pasar por la vida sin encontrar personas de su propio sexo de las que no pudiera decirse otro tanto), madame Merle era singular, preeminente, de veras superior. En el mundo hay muchas personas simpáticas y madame Merle distaba mucho de ser vulgarmente bondadosa y perpetuamente ocurrente. Sabía cómo pensar… virtud rara en la mujer… y su pensamiento siempre había esta do dirigido a unos propósitos adecuados. Además, sabía también cómo debía sentir, e Isabel no llevaba una se mana en su compañía cuando ya se dio perfecta cuenta de ello. En eso consistía el gran talento y el don más admirable de madame Merle. Se veían en ella los efectos de la vida; la había sentido con intensidad, y parte de la satisfacción que deparaba su compañía residía en la comprensión que la dama mostraba cuando Isabel se ponía a hablar de los que se complacía en llamar asuntos verdaderamente serios. Cierto que para madame Merle la emoción era algo que más bien pertenecía a la historia; y no se recataba en decir que el manantial inagotable de la pasión, por haber sido harto explotado en otros tiempos, no fluía ya con la misma abundancia y facilidad que antaño.

Y, como era de esperar, se había propuesto acabar con sus sentimentalismos, reconociendo que había estado verdaderamente chiflada anteriormente a causa de ellos, pero que actualmente estaba curada por completo.

A veces decía a Isabel: «Yo juzgo ahora más de lo que solía, y es que me parece que con el tiempo me he ganado el derecho a hacerlo. Hasta los cuarenta no tiene una la suficiente ecuanimidad para juzgar; hasta esa edad somos ansiosas, duras, crueles y, por añadidura, ignorantes en demasía. Lo siento por usted, porque aún le falta mucho para los cuarenta. En realidad, cada ganancia supone una cierta pérdida. A veces se me ocurre pensar que, después de los cuarenta, ya no puede una sentir de veras, porque ya han desaparecido la frescura y la viveza. Estoy segura de que usted las conservará durante más tiempo que la mayoría, y sería para mí una verdadera satisfacción verla a usted dentro de unos cuantos años; me agradaría saber lo que de usted hará la vida. Tengo la seguridad de que no la echará a perder. Acaso la empuje a cosas horribles, pero estoy convencida de que no la doblegará».

Recibió Isabel esta manifestación de confianza en ella como el soldado bisoño que, todavía jadeante de una escaramuza de la que ha salido con honor, recibe una palmada de satisfacción de la mano de su coronel. Este reconocimiento de su mérito iba acompañado de autoridad; porque no podía sino influir en Isabel la opinión de quien contestaba a casi todos sus comentarios: «Querida mía, también yo me he visto en situaciones iguales, y pasaron como pasa todo lo demás». Madame Merle habría podido producir una verdadera irritación en muchos de sus interlocutores, porque se hacía harto difícil llegar a sorprenderla. Sin em- bargo, Isabel, aunque deseaba impresionar a su nueva amiga, no sentía semejante impulso. Era demasiado sincera y se interesaba de veras por su sensata compañera. A eso había que sumar el hecho de que madame Merle no decía jamás aquellas cosas en son de triunfo ni de jactancia, y sólo las traía a colación como meras confesiones hechas en frío.

Gardencourt estaba ahora bajo la maldición del mal tiempo. Los días se acortaban, y ya no había meriendas ni tés al aire libre en el césped frente a la casa. Ello no obstaba para que nuestra joven heroína mantuviera en el interior de la casa prolongadas conversaciones con su amiga, y ambas salían a veces de paseo a pesar de la lluvia, provistas de ese aparato defensivo que el clima de Inglaterra y el genio inglés han llevado, conjuntamente a tal grado de perfección. A madame Merle, a quien le gustaba casi todo, le gustaba también la lluvia inglesa, de la cual solía decir: «Siempre cae un poco y nunca demasiado de golpe, nunca moja mucho y siempre huele bien». Declaraba, además, que en Inglaterra los placeres del olfato eran grandes… ya que en tan inimitable isla se mezclaban los olores de la niebla, de la cerveza y del hollín, llegando a producir una especie de aroma nacional que era una verdadera delicia para el olfato; y, para probarlo, acostumbraba a hundir la nariz en la manga de su abrigo aspirando el grato y suave olor de la lana.

El pobre Ralph Touchett, en cuanto el otoño hizo su aparición, se convirtió en un resignado prisionero, pues el mal tiempo le impedía salir y se pasaba a veces largos ratos pegado a una ventana con las manos en los bolsillos, contemplando con triste mirada de reproche a Isabel y a madame Merle que se paseaban fuera, bajo la lluvia, cobijadas por sendos paraguas. Las carreteras próximas a Gardencourt eran tan firmes en toda época que las dos damas retornaban siempre de sus húmedas excursiones con el rostro radiante y lleno de animación, mirando las suelas de sus inmaculadas y fuertes botas de goma y declarando que su paseo les había producido inmensa satisfacción. Antes del almuerzo, madame Merle estaba indefectiblemente ocupada, e Isabel admiraba y envidiaba aquella distribución admirable de las horas de la mañana. Ella, que pasaba por ser una mujer de múltiples aptitudes, de lo cual se enorgullecía justamente, iba vagando, como si estuviera al acecho del otro lado de las tapias de un jardín, en torno a los talentos, aptitudes y realizaciones de madame Merle. Y llegó a desear emular aquellas cualidades excepcionales y a tomar por modelo en muchos sentidos a tan notable dama. «¡Cómo me gustaría ser así!», exclamaba a veces cuando descu- bría algún nuevo aspecto de la capacidad de su amiga; y no tardó mucho en darse cuenta de que estaba aprendiendo una gran lección de una encumbrada autoridad. Y tampoco pasó mucho tiempo sin que se diese cuenta de que, como suele decirse, estaba bajo una gran in- fluencia. Pero ella lo admitía, diciendo para sí: «¿Qué peligro puede haber en ello desde el momento en que es una influencia sana? Cuanto más pueda una estar bajo una buena influencia, tanto mejor para una. Lo único que se debe hacer es ver a dónde encaminamos nuestros pasos y… comprenderlos mientras vamos marchando. Esto es indudablemente lo que haré yo siempre. No tengo por qué tener miedo de llegar a ser demasiado maleable, tal vez sea culpa mía si no soy bastante flexible». Sabido es que a veces la imitación es la forma más sincera de la adulación; y si en muchas ocasiones Isabel se sentía impulsada a quedarse boquiabierta en presencia de su amiga con aspiración y desesperación, no era porque quisiese poder brillar ella, sino porque quería mantener en alto la lámpara para alumbrar a madame Merle, la cual le agradaba aunque le suscitaba más bien deslumbramiento que atracción. A veces se preguntaba qué diría Henrietta Stackpole al ver su admiración por aquel adulterado producto de su tierra común, y tenía el convencimiento de que la juzgaría con gran severidad. Henrietta no daría su visto bueno a la manera de ser de madame Merle; Isabel no sabía por qué, pero lo veía como una verdad indiscutible. Por otra parte, tenía el convencimiento de que, de presentarse ocasión favorable, su nueva amiga no dejaría de formarse una opinión favorable de la antigua; madame Merle poseía bastante sentido del humor y dotes de observación para hacer justicia a Henrietta y, al conocerla, no dejaría de mostrar su exquisito tacto, que la señorita Stackpole no podría esperar emular. Parecía que en el fondo de su experiencia guardaba la piedra de toque para probar la autenticidad de todo, y no había duda de que en el hueco de su memoria genial encontraría la llave de la valía de Henrietta. «Eso es lo verdaderamente grande, la suprema dicha -se dijo Isabel solemnemente-: estar en mejores condiciones para apreciar a los demás, de las que ellos están para apreciarla a una». Y añadió, siempre para sí, que «cuando bien se piensa en ello, se ve que en eso radica el privilegio de la posición aristocrática, y en tal sentido y no en otro debe una aspirar a hallarse en una posición aristocrática».

Imposible sería ir contando los eslabones de la cadena que arrastró a Isabel a considerar aristocrática la posición de madame Merle… punto al que jamás había hecho la menor referencia la propia interesada, que a pesar de haber visto grandes cosas y conocido a personajes de lo más encumbrados, nunca había desempeñado un papel importante. Pensaba de sí misma que era una partícula infinitesimal de la tierra, que no estaba hecha para los honores, y conocía el mundo demasiado bien para hacerse una exagerada ilusión acerca del lugar que en él debía ocupar. Había tenido oportunidad de conocer a algunos de los elegidos de la Tierra y sabía perfectamente en qué puntos difería su propia fortuna de la de ellos. No obstante, si bien por su consciente sentido de la medida no estaba hecha para figurar entre las grandes figuras del retablo mundial, a la imaginación de Isabel se presentaba siempre con una especie de extraordinaria grandeza. Ser tan culta y civilizada, tan sensata y sencilla y aun así, darse tan poca importancia, eso era ser una verdadera gran dama, sobre todo teniendo en cuenta su porte y su presencia. ¿Era acaso porque en cierto modo tuviera la sociedad a su servicio junto con todas las artes y gracias que ésta practicaba… o sería más bien efecto de los agradables usos para ella encontrados, incluso desde remota distancia, y transformados luego en sutiles servicios que prestaba a un mundo clamoroso dondequiera que se hallase? Después del almuerzo, madame Merle se entregaba a despachar su voluminosa correspondencia, pues las cartas que a diario le llegaban eran innumerables. Esa correspondencia resultaba ser una fuente inagotable de sorpresas para Isabel cuando a veces iban juntas a la oficina de correos del pueblo, a depositar las cartas de madame Merle. Como había dicho a Isabel, conocía a mucha más gente de la que podría complacer, y nunca le faltaba asunto acerca del cual escribir. Era muy aficionada a la pintura y en un dos por tres hacía un dibujo o un boceto con la misma facilidad de quien se quita los guantes. En Gardencourt aprovechaba la más breve hora de sol para salir con un taburete plegable y una caja de acuarelas. Ya hemos tenido ocasión de ver lo buena música que era y, cuando por las noches se sentaba al piano, sus oyentes se resignaban sin murmurar a verse privados del placer de su conversación para saborear el de su interpretación. Desde que la conocía, Isabel se avergonzaba de su propia facilidad, a la que ahora consideraba de índole decididamente inferior; y, aunque en su ciudad natal se la tenía casi por un prodigio, lo cierto es que, cuando sentada en el taburete volvía la espalda a su auditorio, el público salía perdiendo más que ganando. Cuando madame Merle no pintaba, no escribía o no tocaba el piano, se ocupaba en hacer primorosos bordados, como almohadones, cortinas, mantelillos para chimenea y centros de mesa, arte en el cual sobresalía tanto por la fantasía de sus creaciones como por la agilidad de su manos. Jamás se quedaba sin hacer nada, pues, cuando no estaba entretenida con algo de lo dicho, se ponía a leer (le pareció a Isabel que sólo leía «cosas importantes», y de éstas todo lo que aparecía), paseaba, o hacía solitarios o charlaba con sus íntimos. Además de todo lo cual, tenía siempre esa exquisita cualidad de dama de la sociedad, consistente en no parecer jamás bruscamente ausente y tampoco demasiado ocupada. Dejaba sus pasatiempos con la misma facilidad que a ellos se entregaba, hablaba mientras trabajaba y no parecía darle la menor importancia a nada de lo que hacía. Regalaba sus bocetos o bordados, se levantaba del piano o seguía ante el teclado según la conveniencia de sus oyentes, que en todo momento adivinaba. En resumen, era la persona más cómoda, servicial y tratable con que podía vivirse. Si algún defecto tenía para Isabel es que no era natural; entendía con eso no ya que fuese afectada o pretenciosa (ya que no existía mujer a quien menos se le pudiera reprochar tales vicios), sino que la costumbre había ido modelando demasiado su temperamento y redondeando sus aristas, al extremo de convertirla en demasiado flexible, demasiado servicial, demasiado acabada y demasiado definitiva. En una palabra, era el animal social más perfecto que jamás haya aspirado a ser cualquier hombre o mujer; y, además, se había desembarazado de esa vivificante rudeza que podemos suponer característica de las personas, incluso de las más amables, antes de que se pusiera de moda la vida en las casas de campo. A Isabel le costaba trabajo imaginársela viviendo aislada, pues existía solamente en razón de sus relaciones, directas o indirectas, con el resto de los mortales. Cabía preguntarse qué comercio podía ella mantener con su propio espíritu. Pero siempre se acababa pensando que una superficie encantadora no implica forzosamente que se sea superficial, ilusión que ella había tenido la suerte de no llegar a alimentar en su juventud. Madame Merle no era una mujer superficial, ella no. Era una mujer profunda, y esa cualidad se transparentaba a pesar de que utilizaba un lenguaje convencional. Isabel se decía a veces:

«Después de todo, ¿qué es el lenguaje sino puro convencionalismo? Ella tiene el buen gusto de no pretender expresarse, como otros que he conocido, por medio de signos originales».

Una vez, en respuesta a una alusión que parecía haberla afectado, Isabel aprovechó la oportunidad para decir a su amiga:

- Se me antoja que usted ha debido de sufrir mucho.


- ¿Qué le hace pensar eso? -le preguntó madame Merle con la sonrisa del que parece entretenerse con un luego de adivinanzas. Y añadió-: Me parece que no tengo el aspecto de una persona desdichada.

- Ciertamente que no, pero a veces dice usted cosas que me imagino no son capaces de pensar los que fueron siempre dichosos.

- Yo no he sido siempre dichosa -contestó madame Merle sonriendo con burlona gravedad y como si le estuviese confiando un secreto a un niño-: ¡No hay que maravillarse de ello!

Pero Isabel supo recoger la ironía y replicó:

- Mucha gente me da la impresión de que nunca ha sentido nada en ningún momento.

- Y así es. Hay muchas más ollas de hierro que de porcelana; pero puede tener la seguridad de que todas ellas tienen algún fallo, hasta las ollas más resistentes de hierro muestran un diminuto agujero o una abolladura o un arañazo. Yo me enorgullezco de ser robusta, pero, para serle sincera, le diré que he sufrido espantosos desconchones y abolladuras y, si todavía sirvo para algo, es porque me han reparado hábilmente, y ahora me limito a permanecer todo lo que puedo en la alacena, en la tranquila y oscura alacena que huele a especias rancias. Y cuando por fuerza tengo que mostrarme a plena luz… créame usted, soy un verdadero horror.

Ignoro si fue en tal ocasión, o en alguna otra en que la conversación tomó el giro que acabamos de indicar, cuando madame Merle dijo a Isabel que, al llegar el momento oportuno, le contaría una historia. Isabel contestó que le encantaría escucharla y luego hubo de recordarle más de una vez el compromiso contraído. Pero madame Merle pedía siempre que se le concediera un respiro, y acabó por decir a su amiga que tendría que esperar a que se conociesen un poco mejor. Lo cual no podría por menos de llegar a producirse, ya que parecía que habría de ligarlas una larga amistad. Isabel asintió, pero preguntó si no inspiraba confianza suficiente… si podía temerse que traicionara la confianza en ella depositada.

Su compañera contestó:

- De lo que tengo miedo no es de que usted pueda repetir lo que yo diga, sino de todo lo contrario, de que se lo tome demasiado a pecho, porque llegaría a juzgarme muy duramente; está usted todavía en la edad cruel.

Por el momento, prefería hablar a Isabel de Isabel misma, mostrando el mayor interés por conocer la vida de nuestra heroína, sus sentimientos, esperanzas y propósitos.

La hacía hablar y escuchaba su parloteo con la mayor condescendencia. Ello halagaba y espoleaba a la muchacha, que estaba impresionada por toda aquella gente distinguida que su amiga había conocido y porque ésta había vivido, según decía la señora Touchett, en los mejores ambientes de Europa.

Isabel se consideraba enaltecida por disfrutar del favor de una persona que disponía de un campo de comparación tan vasto; y acaso fuera por salir beneficiada de la comparación por lo que a menudo apelaba a aquellas reminiscencias. Madame Merle había vivido en va- rios países y tenía relaciones en una docena de ellos. Así solía decir: «Yo no presumo de ser instruida, pero lo cierto es que me sé mi Europa de memoria», y un día hablaba de ir a Suecia para pasar una temporadita con una amiga, y otras veces de dirigirse a Malta para cultivar una amistad reciente. Inglaterra, donde había vivido en varías ocasiones, le era completamente fa- miliar y, para provecho de Isabel, dijo algunas cosas que arrojaron bastante luz sobre las costumbres del país y el carácter de sus gentes, las que, «después de todo», como le gustaba repetir, eran las mejores del mundo para la convivencia.

- No debes extrañarte de que permanezca aquí precisamente en este momento, cuando el señor Touchett está a punto de morir -dijo un día a su sobrina la esposa del mencionado caballero-. Es una mujer incapaz de cometer un error y la de más tacto que he conocido en toda mi vida. Me hace un enorme favor con quedarse aquí, y para ello ha tenido que renunciar a ir a visitar muchas otras grandes mansiones -añadió la señora Touchett, que no podía olvidar que, al hallarse en Inglaterra, descendía dos o tres grados en la esfera social-. Puede escoger el sitio que más le guste; no son techos que la cobijen lo que le falta. Pero yo le he rogado que permanezca con nosotros porque quiero que la conozcas a fondo, pues tengo la seguridad de que te hará mucho bien. Serena Merle es una mujer sin defectos.

- Si no me gustara tanto, esa descripción llegaría a a alarmarme -replicó Isabel.

- Ella no está jamás ni un milímetro fuera de lugar.

Yo te he traído aquí y deseo hacer por ti todo lo que me sea posible. Tu hermana Lily me dijo que esperaba que te proporcionase muchas oportunidades. Y yo te las doy poniéndote en contacto de madame Merle, que es una de las mujeres más brillantes de toda Europa.

- Me gusta más ella que la descripción que usted hace de su persona. -Isabel persistía en su comentario. -¿Presumes que la vas a encontrar alguna vez digna de crítica? Cuando te ocurra, no dejes de comunicármelo.

- Eso sería una crueldad para con usted -replicó Isabel.

- No te preocupes por mí. Estoy segura de que no le encontrarás un solo defecto.

- Tal vez, no. Pero si lo tiene, no se me escapará.

- Serena sabe todo cuando hay que saber en este mundo -dijo la señora Touchett.

Después de tal conversación, Isabel le comentó a madame Merle que la suponía al tanto de que la señora Touchett la consideraba una mujer sin tacha. Madame Merle contestó, diciendo:

- Le agradezco infinito que me lo diga, pero me temo que su tía únicamente piensa o, cuando menos alude, a las aberraciones que el espejo del reloj pone de manifiesto.

- Eso quiere decir que tiene usted un lado rebelde que ella desconoce. -¡Ah, eso no! Me temo que mis facetas desconocidas son las más inofensivas. Lo que quiero decir es que para su tía el no tener defectos supone el no llegar nunca tarde a la hora de la cena… de sus cenas, por supuesto. Por cierto que el otro día, cuando regresaron ustedes de Londres, no es que yo llegase tarde: la hora de la cena era a las ocho, y a las ocho en punto llegué yo; lo que pasó es que ustedes habían llegado con anticipación. Supone que una contesta a una carta suya el mismo día que la recibe y que, cuando una va a pasar unos días con ella, no ha de llevar mucho equipaje y ha de tener buen cuidado de no caer-enferma. Estas cosas representan la virtud a los ojos de la señora Touchett… y es una verdadera bendición el poder reducirla a elementos tan simples.

La conversación de la señora Merle, como acaba de verse, estaba salpicada de audaces y francos toques de crítica que ni siquiera cuando tenían un efecto restrictivo le parecían a Isabel antinaturales. A la joven no se le ocurría, por ejemplo, que la talentosa amiga de su tía estuviera denigrándola, y ello por varias razones: la primera, Isabel compartía el sentido de aquellos reparos; la segunda, madame Merle dejaba suponer que aún quedaba mucho por decir; y la tercera, estaba claro que el que una persona te hablara sin remilgos de tus parientes próximos era una grata señal de la intimidad que tenía contigo. A medida que fueron pasando los días, fueron también aumentando las señales de profunda comunión de ideas que entre ambas se establecía, y a nada se mostraba Isabel tan sensible como al hecho de que madame Merle la escogiera con frecuencia a ella como tema de conversación. Aunque a menudo se refería a los incidentes de su propia carrera, nunca se detenía en ellos, pues tenía muy poco de egoísta y absolutamente nada de chismosa.

- Ya estoy vieja, agotada y descolorida -solía decir-, y no ofrezco más interés que un diario atrasado. Usted es joven y fresca y tiene lo más importante… está de actualidad. También lo estuve yo en mis tiempos, todos tenemos nuestro cuarto de hora. Pero a usted es muy posible que le dure mucho. Hablemos, pues, de usted, que nada de lo que diga dejará de tener un gran interés para mí. Eso de que me guste hablar con gente mucho más joven que yo demuestra que ya voy para vieja. Sin embargo, lo considero una compensación admirable. Si no podemos ya sentir la juventud dentro de nosotros mismos, podemos sentirla fuera y, en verdad, me parece que la vemos y la sentimos mejor de tal modo. Desde luego, debemos ser benevolentes con ella… y yo lo seré siempre. Ignoro si me mostraré impaciente con la gente de edad… creo que no, y hay personas ancianas a las que adoro. Pero con la juventud solo puedo ser servil, porque despierta en mí una gran simpatía y me emociona mucho. De modo que le doy a usted «carta blanca», incluso, si le cuadra, puede ser impertinente, yo se lo permitiré, con lo que la echaré terriblemente a perder. Dirá usted que estoy hablando como si tuviera cien años. Es que los tengo, si vamos a eso, nací antes de la Revolución francesa. ¡Ay, amiga mía! La verdad es queje viens de loro, que pertenezco a lo pasado, al mundo del ayer. Pero no es de ése del que quiero hablar sino del nuevo. Tiene que contarme más cosas de América; nunca me parecen bastantes las que me cuenta. Aquí he vivido siempre, desde que me trajeron a Europa de pequeñita, y es en verdad ridículo, mejor dicho escandaloso, lo poco que conozco de aquel país terrible, espléndido y divertido… y seguramente el mayor y más estrafalario de todos. Por aquí hay mucha gente como yo y debo decir que a veces pienso que somos unos pobres diablos. Uno debe vivir en su propia tierra, donde, pase lo que pase, cada uno tiene su lugar correspondiente. Si no somos buenos americanos, aquí no podemos ser más que unos europeos mediocres; nuestro sitio natural no es éste. Aquí somos meros parásitos arrastrándonos sobre la tierra, no tenemos los pies firmemente hundidos en el suelo. Por lo menos, una puede saberlo y no hacerse ilusiones. Las mujeres pueden tal vez defenderse mejor, porque me parece que la mujer no tiene en ninguna parte su sido natural; dondequiera que esté habrá de permanecer en la superficie y arrastrarse de una manera o de otra. ¿Protesta usted, querida amiga? ¿Se horroriza usted? ¿Declara usted que nunca se arras- trará? En verdad, no podría yo decir que la veo a usted arrastrándose, usted permanece más erguida que la mayoría de las criaturas. Está bien, yo soy la primera en creer que no se arrastrará. Pero los hombres, los americanos, dígame por favor, je vous demande un peu, ¿qué demonios hacen por estos pagos? La verdad, no es cosa de envidiarles al verles tratando de amoldarse a esto. Ahí tiene, un ejemplo, a Ralph Touchett, ¿cómo se le puede llamar? Afortunadamente para él padece de tisis, y digo afortunadamente porque así tiene algo en qué ocuparse. Su tisis es su carrera, algo así como una posición. Uno puede referirse a él diciendo: ¡Ah, el señor Touchett! El hombre cuida sus pulmones y sabe todo cuanto hay que saber sobre los distintos climas. Pero, si le quitan eso, ¿qué es, en realidad, qué representa? Solamente el señor Ralph Touchett, es decir un americano que vive en Europa, y pare usted de contar. Eso no significa nada… no puede haber nada que signifique menos que eso. Dirán que es muy culto y que tiene una linda colección de cajas de rapé. Lo único precisamente que le faltaba para que se le compadeciera. Ya estoy cansada de oír el sonido de la palabra compasión, que ha terminado por parecerme sencillamente grotesco. Ahora, el padre ya es otra cosa; tiene su propia personalidad, toda de una pieza. Representa a una gran institución financiera, y esto, en nuestro tiempo, vale tanto como cualquier otra cosa. De todos modos, para un americano es suficiente. Pero sigo pensando que para su primo es una suerte padecer una enfermedad crónica, siempre que no muera de ella; mucho mejor por descontado que las cajitas para rapé. Si no estuviera enfermo, haría algo, ocuparía el puesto de su padre en la empresa, pero no sé por qué se me antoja que al pobre no le entusiasma gran cosa la empresa.

De todas formas, usted lo conoce mejor que yo, aunque le conocí en otros tiempos bastante bien, por más que él pueda ponerlo en duda. Pero yo creo que el caso peor de todos es el de un amigo mío, un compatriota nuestro también, que vive en Italia (a donde igualmente le llevaron antes de que pudiese conocer nada mejor) y que es uno de los hombres más deliciosos que he conocido. Algún día tendrá usted que conocerlo, yo procuraré ponerles en contacto y verá que es verdad lo que digo. Se llama Gilbert Osmond, vive en Italia… y eso es todo lo que se puede decir o saber de él. Es inteligente en grado sumo, un hombre nacido para distinguirse, pero, como le digo, su descripción se agota con decir: es el señor Osmond que vive tout bétement en Italia. Sin carrera, sin nombre, sin posición, sin fortuna, sin pasado ni futuro, sin nada en fin. Pinta, es cierto, si así puede decirse… hace acuarelas como yo, aun que mejores que las mías. Su pintura es bastante mala, cosa que, lejos de entristecerme, a decir verdad, me alegra.

Afortunadamente para él, es muy perezoso, tan indolente que eso es como una especie de posición suya. Así, puede permitirse el lujo de decir: «¡Oh, yo no hago nada, soy demasiado perezoso. Uno no puede hacer hoy nada si no se levanta a las cinco de la mañana». Y así viene a ser como una especie de excepción, pues uno llega a creer que en realidad podría llevar algo a cabo si se levantase a la hora del alba. No habla jamás de su pintura… a todo el mundo por lo menos… es demasiado listo para eso; pero tiene una hijita… encantadora por cierto, y de ella sí habla. Siente un gran cariño por ella y, si el ser buen padre fuese una carrera, se habría distinguido grandemente en la suya. Pero mucho me temo que eso no valga más que las cajitas para rapé, a lo mejor ni eso. »Dígame, por favor, qué hacen en América -prosiguió madame Merle, que, dicho sea entre paréntesis, no expresó de una vez tales reflexiones, que aparecen aquí arracimadas para mayor conveniencia del lector.

Habló de Florencia, donde vivía la señora Touchett ocupando un palacio de la Edad Media; habló de Roma, donde ella tenía un pequeño pied-á-terre con buenos damascos antiguos. Habló de otros muchos lugares, de las gentes, y hasta, como suele decirse, de «temas», y de cuando en cuando se refería a su anciano y amable anfitrión y a las probabilidades de su mejoría. A decir verdad, no tenía, desde el primer momento, gran fe en ella, e Isabel se quedó admirada ante la manera positiva, competente y analítica con que ella calibraba lo que le quedaba de vida. Una noche le anunció categóricamente:

- Sir Matthew Hope me lo ha dicho con toda la claridad que permite el decoro, ahí mismo, de pie delante del fuego. Es un hombre muy agradable el tal doctor. No se refirió claramente al asunto, pero sabe decir las cosas con un tacto exquisito. Cuando le manifesté que yo me sentía incómoda por estar aquí en estos instantes y que creía indiscreto seguir… porque tampoco soy capaz de asistir al enfermo, me contestó: «Usted debe quedarse, no se vaya, que su tarea comenzará después». Lo cual era, a mi modo de ver, una delicada manera de decirme que el señor Touchett estaba camino del otro mundo y que yo resultaría luego útil para dar consuelo a los demás. Cuando de hecho mi utilidad va a ser nula. Su tía se consolará sola, y únicamente ella sabe cuánto consuelo precisará. Sería tarea mucho más delicada para otra persona ponerse a administrarle la dosis del consuelo. Con su primo de usted la cuestión es del todo distinta; echará enormemente de menos a su padre, pero no puedo pretender acompañarle en su dolor pues no estamos en términos que a ello se presten.

Madame Merle había aludido más de una vez a cierta incongruencia en sus relaciones con Ralph Touchett. Isabel supo, pues, aprovechar la ocasión para preguntar si eran buenos amigos, a lo cual contestó su amiga:

- Sí, lo somos, pero no le agrado. -¿Qué le ha hecho usted?

- Nada, pero para eso no hacen falta razones.

- Para no quererla a usted, sí. Para eso creo que habrá que tener alguna razón aceptable.

- Es usted muy amable, pero asegúrese de tener una lista para el día que usted empiece. -¿A no quererla? No pienso empezar nunca.

- Espero que no, porque el día que empiece ya no se detendrá. Así ocurre con su primo. Es una incompatibilidad de caracteres… si puede darse este nombre a algo completamente unilateral. Yo no tengo absolutamente nada contra él ni le guardo rencor por ser injusto conmigo. Todo lo que yo preciso es justicia y nada más que justicia. De todos modos, está claro que es un perfecto caballero y jamás hablará mal de nadie a sus espaldas. - Hizo una pausa y a renglón seguido añadió-: Cartes sur table. No le tengo miedo.

- Ya lo supongo -contestó Isabel que añadió algo referente a que era el mejor hombre del mundo. Sin embargo, recordó que, cuando le preguntó a él por madame Merle, contestó de manera que la dama podría haber considerado injuriosa sin ser explícita. Isabel pensó para sí que entre los dos había sin duda algo, pero no pasó de ahí. Pensó que, si fuera cosa de importancia, merecería todo respeto, y, si no lo era, no valía la pena sentir curiosidad. A pesar de su afición al saber, sentía una natural repulsión a levantar cortinas para escudriñar rincones escondidos. En su espíritu coexistían en la armonía más perfecta el deseo de conocimiento y la mejor disposición a la ignorancia.

De vez en cuando madame Merle decía cosas que la sobresaltaban, la hacían enarcar las claras cejas y después rumiar las palabras oídas.

- Yo daría cualquier cosa por volver a tener la edad de usted -dijo una vez su compañera, con una amargura que, sí bien diluida en su acostumbrada amplitud verbal, no quedaba del todo disipada. Y añadió-: Si pudiera volver a empezar de nuevo… si pudiera tener toda la vida por delante…

Isabel, que había quedado un tanto anonadada por lo que acababa de oír, contestó:

- Usted tiene todavía la vida por delante.

- No; la mejor parte ha pasado ya… y por nada.

- Seguramente que no habrá sido por nada -dijo Isabel. -¿Por qué no… qué es lo que me ha dado? Ni marido, ni hijos, ni fortuna, ni posición, ni siquiera huellas de una belleza que no tuve jamás.

- Pero, mi querida señora, tiene usted numerosos amigos.

- Tampoco estoy segura de ello -exclamó madame Merle.

- Me parece que está usted en un gran error; tiene usted recuerdos, encantos, aptitudes…

Madame Merle la interrumpió para decir: -¡Aptitudes! ¿Qué me han proporcionado mis aptitudes? Apenas la necesidad de utilizarlas para consumir mis horas, mis años, para engañarme a mí misma con falsos movimientos, en la inconsciencia más completa. Y, por lo que hace a mis encantos y recuerdos, cuanto menos se hable de ellos, mejor. Usted será amiga mía hasta que encuentre alguien mejor en quien depositar su amistad.

- De usted dependerá que así no sea -replicó Isabel.

- Cierto. Y haré un esfuerzo por conservarla. -Hizo un alto y luego prosiguió-: Cuando digo que quisiera tener la edad de usted, quiero decir con sus cualidades… siendo franca, generosa y sincera como usted. En tal caso, yo haría de mi vida algo mejor de lo que he hecho. -¿Qué habría usted querido realizar que no haya realizado?

Madame Merle tomó un cuaderno de música… Había estado sentada al piano mientras hablaban y de pronto se volvió en el taburete y empezó a pasar las hojas. Por último dijo:

- Soy muy ambiciosa.

- Pues si no ha logrado satisfacer sus ambiciones, han debido de ser extraordinariamente grandes.

- Y lo fueron. Me pondría en ridículo si hablara de ellas.

Isabel se preguntó cuáles habrían sido, si madame Merle habría pretendido ceñirse una corona.

- No sé cuál será su idea acerca del éxito -dijo-, pero se me antoja que usted lo ha conseguido. Por lo menos, a mis ojos es usted la viva imagen del éxito.


Madame Merle dejó a un lado la partitura con una sonrisa triste y preguntó: -¿Y la suya, cuál es su idea del éxito?

- Evidentemente, piensa usted que debe de ser muy modesta. A mí me parece que consiste en ver materializarse un sueño de la juventud. -¡Ah! -exclamó madame Merle-, yo no he visto jamás semejante cosa. Pero mis sueños eran tan extraordinarios… tan absurdos. Que el ciclo me perdone, estoy soñando ahora. -Se volvió hacia el piano y se puso a tocar arrebatadamente.

A la mañana siguiente, le dijo a Isabel que su definición del éxito era muy linda, pero espantosamente triste. Si se medía por ese baremo, ¿quién habría verdaderamente triunfado? Los sueños de la juventud eran encantadores y, por lo mismo, divinos. ¿Quién los había visto realizarse?

- Yo misma… algunos de ellos -Isabel se atrevió a decir. -¿Tan pronto?… Sueños de ayer mismo, sin duda.

- Empecé a soñar de muy niña -replicó Isabel sonriendo. -¡Ah! Si se refiere a las aspiraciones de su infancia… cuando se sueña con un cinturón rojo y una muñeca que abre y cierra los ojos…

- No me refiero a eso.

- O con un joven de lindo bigote arrastrándose a los pies de una…

- No, tampoco es eso -contestó Isabel con aún mayor énfasis.

Madame Merle pareció darse cuenta de la vehemencia de su amiga y dijo:

- Sospecho que sí se refiere a eso. Todas hemos tenido nuestro joven del lindo bigote, el inevitable joven; pero eso no cuenta.

Isabel permaneció callada un instante y luego dijo con especial inconsecuencia: -¿Por qué no ha de contar? Hay jóvenes y jóvenes.

- Y el suyo era una maravilla, ¿es eso lo que quiere decir? -preguntó riendo de buena gana su amiga. Y prosiguió-: Si usted logró tener al joven de sus sueños, eso fue un verdadero éxito y la felicito con toda el alma. Pero en ese caso, ¿por qué no huyó con él a su castillo de los Apeninos?

- No tiene ningún castillo en los Apeninos. -¿Qué tiene entonces… una sórdida casa de ladrillos en la calle Cuarenta? Por favor, no me lo diga. Me niego en absoluto a aceptarlo como ideal.

- Su casa me tiene sin cuidado -dijo Isabel.

- Eso es muy cruel por su parte. Cuando tenga usted mis años, verá que todo ser humano tiene su cascarón y que hay que tener en cuenta tal cascarón. Al hablar del cascarón, me refiero al conjunto de las circunstancias que lo envuelven. No existen el hombre ni la mujer totalmente aislados, y cada uno de nosotros está constituido por un puñado de pertenencias. ¿Qué constituye nuestro propio yo? ¿Dónde empieza y dónde acaba? Parece desbordarse en todo lo que nos pertenece y luego volver a retraerse. Yo sé que gran parte de mí misma está en los vestidos que me gusta ponerme. Siento un gran respeto por las cosas. Para los demás, el propio yo es cuanto una expresa; la propia casa, el mobiliario, la decoración, los libros que lee y los amigos que tiene… todo esto expresa la personalidad de una.

Todo ello era harto metafísico, aunque no más que muchas de las observaciones hechas por madame Merle. A Isabel le gustaba mucho la metafísica, pero no podía, a pesar de ello, lanzarse al intrincado análisis de la personalidad humana, que tan fácil parecía ser para su amiga.

No estoy de acuerdo con usted -dijo-, pienso Precisamente todo lo contrario. No sé si lograré expresarme bien a mí misma, pero creo que ninguna otra cosa puede hacerlo. Nada de cuanto me pertenece da la medida de mí misma, sino que todo constituye una limitación, una barrera, muchas veces completamente arbitraria. Es indudable que los vestidos que me gusta ponerme, como usted dice, ni me expresan ni quiera Dios que puedan llegar a expresarme.

- Pues usted sabe vestirse muy bien -interpuso a la ligera madame Merle.

- Es posible. Pero me resisto a que se me juzgue por eso. Mis vestidos pueden, a lo sumo, expresar a la modista o al sastre, pero de ninguna manera a mí. Por lo pronto, no soy yo quien los elige, sino la sociedad que me impone que los lleve. -¿Preferiría usted andar sin ellos? -preguntó madame Merle con un tono que de hecho ponía punto final a la discusión.

Aunque pueda entrañar cierto descrédito para la descripción que he hecho de la juvenil lealtad de nuestra heroína hacia aquella distinguida dama, debo confesar que Isabel no le había dicho nada sobre lord Warburton y se había mostrado igualmente callada en lo que a Caspar Goodwood se refería. Sin embargo, no le había ocultado que había recibido vanas propuestas matrimoniales ni pasó por alto el hecho de que algunas eran muy ventajosas. Lord Warburton se había marchado de Lockleigh dirigiéndose a Escocia con sus hermanas. De vez en cuando escribía a Ralph interesándose por la salud del anciano, de suerte que la joven se veía libre del azaramiento consiguiente a las indagaciones que el lord habría querido hacer personalmente si se hubiese hallado en las cercanías de la mansión de los Touchett. Aunque el lord era hombre de procedimientos exquisitos, Isabel estaba segura de que si él hubiera visitado Gardencourt, habría trabado conocimiento con madame Merle, hubieran sin duda simpatizado, y el aristócrata no habría tardado en comunicar a la distinguida visitante el secreto de su amor por la joven.

La casualidad había hecho que durante las anteriores visitas de la dama a Gardencourt (ambas fueron mucho más cortas que la actual) lord Warburton no estuviera en Lockleigh o no fuera a visitar a sus amigos de Gardencourt. De modo que, si bien madame Merle le conocía de oídas como la personalidad más importante de toda la comarca, no tenía motivos para sospechar que fuese pretendiente de la recién importada sobrina del señor Touchett.

- Todavía tiene usted mucho tiempo por delante -solía decir a Isabel en respuesta a las parciales confidencias que le hacía la joven y que no eran completas a pesar de que a veces la muchacha sentía el temor de haber dicho demasiado-. Me alegro mucho de que no haya hecho aún nada… de que deje la cosa esperar. Es algo magnífico para una muchacha el haber rechazado algunas propuestas… siempre y cuando no sean las mejores que se le puedan hacer en su vida. Disculpe si mis palabras le parecen corruptas, pero es que a veces hay que adoptar los puntos de vista mundanos. Ahora bien, no se le ocurra seguir rechazando las proposiciones de matrimonio sólo por darse el gusto de rechazarlas. Es un admirable ejercicio de poder, pero después de todo también el aceptar implica un ejercicio de poder. Se corre siempre peligro de rechazar demasiado, peligro que no es precisamente en el que yo incurrí… porque no rechacé lo bastante. Usted es una muchacha deliciosa y me gustaría verla casada con un primer ministro; pero, hablando en puridad, usted sabe muy bien que no es lo que suele llamarse técnicamente un parti. Es usted extraordinariamente agraciada e inteligente, sin duda una mujer excepcional. Usted se me antoja una persona que no tiene si no una idea muy vaga de sus bienes terrenales y, por lo que me parece haber deducido, no posee una renta. Sin embargo, me gustaría que tuviese algún dinero. -¡Qué más quisiera yo! -dijo Isabel, pareciendo haber olvidado que la pobreza había representado tan sólo un pecado venial para dos galantes pretendientes.

A pesar de la benévola recomendación del doctor Hope, madame Merle no pudo quedarse hasta el fin, ya que el desenlace de la enfermedad del señor Touchett había sido predicho con claridad. Tenía varios compromisos con otras personas, que le era imposible eludir, y abandonó Gardencourt no sin antes convenir que de todos modos volvería a ver a la señora Touchett, allí mismo o en la ciudad, antes de su partida de Inglaterra. Su despedida de


Isabel fue, todavía más que su encuentro, el comienzo de una verdadera amistad. Madame Merle le dijo al despedirse:

- Voy a visitar seis casas distintas una detrás de otra, pero no veré en ellas a ninguna persona que me guste tanto como usted. Todas ellas son, sin embargo, antiguas amistades, pues a mi edad no suelen hacerse amigos nuevos. Con usted he hecho una gran excepción. No lo olvide y piense de mí lo mejor que le sea posible. Debe recompensarme creyendo en mí.

En respuesta, Isabel le dio un beso y, aunque es sabido que las mujeres besan con facilidad, no lo es menos que hay besos y besos, y el de Isabel fue completamente grato a madame Merle. Después de marcharse ésta, nuestra joven heroína se quedó verdaderamente sola, apenas sí veía a su tía y a su primo a las horas de las comidas, y llegó a descubrir que, de las horas en que la señora Touchett estaba invisible, sólo dedicaba una pequeña parte de ellas a cuidar de su esposo. Se pasaba la tía la mayor parte del tiempo recluida en sus habitaciones, ocupada, por lo visto, en ejercicios misteriosos e inescrutables, puesto que a nadie le era permitida la entrada, ni siquiera a su misma sobrina. En la mesa se mantenía siempre solemne y grave, si bien Isabel comprobó que esa gravedad no era en absoluto afectada sino una verdadera convicción. Se preguntaba si su tía estaría arrepentida de haber obrado antes a su propio antojo, pero no había indicio alguno de ello… ni lágrimas, ni suspiros, ni exceso de un celo siempre apropiado. La señora Touchett parecía experimentar la irresistible necesidad de pensar en las cosas para luego resumirlas. Tenía un «libro moral» de contabilidad… -con columnas inflexiblemente dispuestas y un fuerte cierre de acero…- libro que llevaba con infalible exactitud. De cualquier modo, en ella la reflexión formulada tenía siempre resonancias prácticas. Así, dijo a su sobrina una vez que madame Merle se hubo ido:

- Si yo hubiese sabido esto, no te habría propuesto que vinieras ahora conmigo a Europa; habría esperado y te hubiera hecho venir el año próximo.

- Sí, pero entonces no habría tenido la suerte de conocer a mi tío. Para mí ha sido una verdadera dicha haber venido ahora.

- Eso está muy bien. Pero yo no te traje a Europa para que conocieses a tu tío.

Era una verdad irrefutable, pero fuera de lugar, a juicio de Isabel. Ésta tenía ahora tiempo sobrado para pensar en este y en otros asuntos. Se dedicó a dar un paseo sola todos los días y a pasarse las horas muertas en la biblioteca revolviendo y hojeando libros. Uno de los temas que la mantenían ocupada era las aventuras de su amiga la señorita Stackpole, con la que estaba en constante correspondencia. A Isabel le gustaba más el estilo epistolar que el periodístico de su amiga, hasta el extremo de creer que sus crónicas habrían sido admirables si no las hubieran publicado. Henrietta estaba muy lejos de obtener en su carrera un éxito tan notable como sería de desear, pensando en su felicidad personal. Aquella visión de la vida inglesa que tanto ansiaba ella reproducir en sus crónicas parecía estar danzando ante sus ojos como un fuego fatuo. Debido a camas misteriosas, la invitación de lady Pensil no llegó nunca a sus manos; y el consternado señor Bantling, con toda su amistosa inventiva, no fue capaz de explicar aquella desatención tan grave hacia una carta que él había enviado. No cabía duda de que estaba tomando muy a pecho las cosas de Henrietta y pensaba que le debía una com- pensación por su desengaño respecto a lo de Bedfordshire. Henrietta escribió en una de sus cartas a Isabel: «El señor Bantling dice que cree que debo ir al continente, y como él piensa ir pronto allá, pienso que me aconseja sinceramente. Quiere saber por qué no me decido a estudiar la vida francesa, y lo cierto es que tengo un vivo deseo de conocer la nueva República. Al señor Bantling no le interesa demasiado eso de la República, pero de todos modos piensa ir a París. Debo confesar que conmigo es todo lo atento que se puede ser, y luego podré, por lo menos, decir que he tratado a un inglés verdaderamente bien educado. De vez en cuando digo al señor Bantling que debería haber sido americano, y no puedes imaginarte cuánto le gusta esta idea. Cada vez que se lo digo prorrumpe en la misma exclamación: "¡Vamos, qué cosas tiene!"». Pocos días después, Henrietta escribió diciendo que había por fin decidido ir a París a fines de la semana siguiente y que el señor Bantling le había prometido despedirla… acompañándola quizás hasta Dover para embarcarla. Añadía que esperaría en París hasta que Isabel llegara, y lo decía como si creyese que Isabel fuera a emprender sola la excursión por el continente y sin hacer alusión alguna a la señora Touchett. Isabel, pensando en el interés que Ralph sentía por su compañera, le leyó algunos párrafos de la carta ya que éste seguía con una emoción casi anhelante la carrera de la corresponsal del Interviewer.

- Me parece que hace muy bien yendo a París con un ex lancero -comentó Ralph-. Si quiere algo interesante para describir, con este episodio ya tiene suficiente.

- Acaso no sea una cosa convencional -contestó Isabel-, pero si quieres dar a entender que, por lo que respecta a Henrietta, no es algo inocente, te equivocas de medio a medio. Tú no llegarás nunca a comprender a Henrietta.

- Perdona, pero la conozco perfectamente. Al principio no llegué a comprenderla, pero ahora ya sé a qué atenerme. De todos modos, temo que Bantling no comparta mi manera de pensar; puede prepararle alguna sorpresa. Te aseguro que comprendo a Henrietta tan bien como si la hubiese hecho con mis propias manos.

No estaba Isabel muy segura de ello, pero no lo dejó traslucir, pues estaba dispuesta por entonces a tratar a su primo con la mayor comprensión. Una tarde, a la semana de la partida de madame Merle, Isabel estaba instalada en la biblioteca sosteniendo un libro en cuya lectura no fijaba la menor atención. Se había sentado junto al alféizar de uno de los amplios ventanales, desde el cual se veía el parque, triste y húmedo. Y, como la biblioteca estaba en ángulo recto con la entrada de la casa, Isabel podía ver desde su sitio la berlina del doctor, que llevaba dos horas esperando ante la puerta. A Isabel le llamó la atención que estuviera tanto tiempo en la casa, pero al fin le vio aparecer en el pórtico, permanecer allí un momento mientras se ponía los guantes, mirar las patas de su caballo y, por último, subir al coche, que se puso en movimiento. Isabel siguió en su sitio durante una media hora. En la casa reinaba un gran silencio, tan profundo que al oír ella unos pasos lentos y suaves sobre la mullida alfombra de la biblioteca casi se sobresaltó. Al volverse vio ante sí a Ralph que, con las manos en los bolsillos, como siempre, no mostraba en el rostro su sonrisa habitual. Isabel se levantó, y en su ademán y en su mirada palpitaba una angustiosa pregunta.

- Todo se acabó -dijo Ralph con sencillez.

- Cómo, ¿quieres decir que mi tío…? -Isabel se detuvo.

- Hace una hora que mi padre ha muerto.

Ella suspiró, realmente apenada, le tendió ambas manos y exclamó: -¡Ah, mi pobre Ralph!

Obras Notables de Henry James

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