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Tío y sobrina comentaron a menudo con agrado la manera de ser de los ingleses, como si la joven se hallara en condición de agradar al público británico; pero la verdad era que el público británico permanecía absolutamente indiferente respecto a la señorita Isabel Archer, cuyo destino, como su primo solía decir, la había hecho ir a parar a la casa más triste de toda Inglaterra. En ella su tío, enfermo de gota, recibía a muy poca gente y no era de esperar que la señora Touchett recibiese tampoco a numerosas visitas, ya que no había cultivado las relaciones con los vecinos de su esposo. Por lo demás, era muy especial en sus gustos, entre los que figuraba su gran afición a recibir tarjetas. En cambio, por lo que suele llamarse trato social mostraba una desgana insuperable, a pesar de lo cual nada le agradaba tanto como cubrir la mesa del vestíbulo de la casa con fragmentos oblongos de simbólicos cartoncitos blancos.

Se vanagloriaba de ser una mujer sumamente justa y había llegado a la irrebatible verdad de que en este mundo nada se obtiene gratis. Como no había desempeñado en la vida social su papel de señora de Gardencourt, no era de creer que la gente de las cercanías llevase la cuenta de sus idas y venidas. Lo cual no obstaba para que ella considerase que no era correcto que hicieran tan poco caso de sus movimientos y creyera que su fracaso (en realidad, harto gratuito) en convertirse en un personaje importante en la comarca no tuviera nada que ver con la dureza con que ella se refería al país de adopción de su marido. He aquí, pues, que Isabel se hallaba en la singular situación de tener que defender la Constitución inglesa en contra de su tía, que experimentaba inaudito placer en acribillar con sus venenosos comentarios tan venerable instrumento público. Isabel se sentía impulsada a mitigar aquellos ataques, no porque creyera que causaban algún daño a aquel pergamino viejo y seco, sino porque imaginaba que su tía era capaz de emplear mucho mejor la agudeza de su ingenio. Ella era también crítica, cualidad inherente tanto a su edad como a su sexo y a su nacionalidad; mas, al propio tiempo era muy sentimental, y en la terrible sequedad de la señora Touchett había algo que daba libre salida al manantial de sus principios morales.

- Vamos a ver -le preguntó un día a su tía-, ¿cuál es su punto de vista? No cabe duda de que, cuando critica algo, es porque tiene su punto de vista sobre ello. El suyo no parece ser americano… pues todo lo de allí se le antoja sumamente desagradable. Yo, cuando critico algo, es porque tengo mi punto de vista particular, y es un punto de vista netamente americano.

A ello contestó la señora Touchett:

- Mi querida sobrina, en el mundo hay tantos puntos de vista como personas de juicio susceptibles de mantenerlos. Tú podrás por ello concluir que no deben de ser muy numerosos. ¡Americano, mi punto de vista! ¡Por Dios! ¡Jamás, por nada del mundo!


Entonces, sería lamentablemente estrecho. A Dios gracias, mi punto de vista es netamente personal.

Isabel pensó que ésa era una respuesta mejor de la que esperaba, pues constituía una descripción bastante aceptable de su propia manera de juzgar las cosas, aun cuando no habría estado bien que ella lo dijese claramente. En boca de una persona de menor edad y menor experiencia que la señora Touchett, es indudable que semejante declaración habría delatado una gran inmodestia, incluso una excesiva arrogancia. Sin embargo, ella se arriesgó a hacerlo poco después al hablar con Ralph, con quien departía a menudo y para el cual la conversación con su prima era un campo abierto para toda suerte de extravagancias. Como vulgarmente se dice, su primo había tomado por costumbre burlarse de ella, a cuyos ojos adquirió inmediatamente la reputación de tomarlo todo a broma; y él no era hombre que no sacara partido a los privilegios que una reputación semejante le pudiera conferir. Le acusaba Isabel de una falta de seriedad verdaderamente odiosa y de reírse de todo y de todos, empezando por sí mismo. Esa inclinación a la irreverencia la mostraba especialmente al hablar de su progenitor, si bien no dejaba de ejercitar despiadadamente su ingenio contra el mismo hijo de su señor padre y sus débiles pulmones, contra la inutilidad de su vida, su fantástica madre, sus amigos, especialmente lord Warburton, y su encantadora prima, recientemente hallada, oriunda de su propio país y a la que con tanto gusto había él adoptado. En una ocasión Ralph le dijo: «En mi antecámara tengo constantemente una orquesta de música, contratada para tocar sin interrupción, que me hace dos grandes favores al mismo tiempo: el primero, impedir que lleguen a mi habitación los ruidos del exterior; el segundo, hacer creer a la gente que en mis habitaciones se está siempre de baile». En efecto, cuando uno se acercaba allí no dejaba de percibir el sonido de una orquestina interpretando los valses de moda, los cuales parecían flotar en el ambiente. Isabel se irritaba frecuentemente a causa de ese constante rascar de violines; le habría gustado dejar atrás la antecámara, como su primo la llamaba, y penetrar en sus aposentos privados. Ante tan vehemente deseo poco importaba que él hubiese dicho que era un lugar sombrío; ella habría entrado encantada para barrer, limpiar a fondo y poner un poco en orden las cosas que hubiera. Eso de no dejarla penetrar allí era practicar la hospitalidad a medias; y, para vengarse de ello y castigarle, Isabel solía propinar a su primo innumerables palmetazos con la férula de su vivo y juvenil ingenio. A decir verdad, lo mejor de su ingenio debía emplearlo en defenderse de los ataques de su primo, que solía divertirse llamándola «Columbia» y acusándola de un patriotismo tan ardiente que abrasaba. Ralph dibujó una caricatura de ella en que la representaba como una joven muy guapa vestida a la última moda con los colores de la bandera nacional. El temor que más acuciaba a Isabel en ese momento de su ascensión era precisamente que se la considerase estrecha de miras, e inmediatamente después, el serlo de veras. Con todo, no sentía el menor escrúpulo en dar la razón a las invectivas de su primo y hacerle ver que suspiraba por los encantos de su país de origen. De tal suerte, estaba dispuesta a ser tan americana como a él le diera la gana creerla y, si se proponía reírse de ella por eso, sabría proporcionarle sobrado material para semejante entretenimiento. Isabel defendía a Inglaterra contra los ataques de la madre de Ralph, pero cuando éste, por vapulearla como él decía, cantaba las alabanzas de este país, se las arreglaba para estar en desacuerdo con su primo en no pocos puntos. Lo cierto era que aquel país tan pequeño y maduro le parecía de una cualidad tan exquisita como la de las sabrosas peras del mes de octubre; y puede decirse que esa satisfacción tenía su origen en la misma raíz de la generosa condescendencia con que acogía las chanzas de su primo y que le daba medios para devolvérselas con creces. Y si, a veces, flaqueaba en su buen humor, no era porque se sintiese poco hábil para seguir aparentándolo, sino porque su primo le daba lástima. Le parecía, en efecto, que Ralph hablaba a ciegas y no ponía mucho entusiasmo en lo que decía. Así, le dijo una vez:

- No sé qué te ocurre, pero tengo la sospecha de que eres un charlatán.


- Allá tú -contestó Ralph, que no estaba acostumbrado a que le hablaran con aquella crudeza.

- No sé qué te importa de verdad; me parece que nada de nada. En realidad, Inglaterra te importa un bledo aunque la alabes y te importa un comino América, aunque finjas que la denigras.

A lo que él replicó:

- Lo único que de veras me importa eres tú, querida prima.

- Si pudiera creer aunque no fuera más que eso, sería muy dichosa. -¡Qué menos! -exclamó el joven.

Si Isabel lo hubiese creído no habría estado muy lejos dé la verdad. Lo cierto es que él pensaba mucho en ella, siempre la tenía presente. En un momento en que sus propios pensamientos constituían una carga demasiado pesada, la repentina llegada de su prima, que nada prometía y era, sin embargo, como una dádiva ofrecida a manos llenas por el destino, sirvió para refrescar y aligerar aquellas cavilaciones dándoles alas y pretexto para volar. El infeliz Ralph llevaba varias semanas sumido en una honda melancolía, y sus perspectivas, habitualmente sombrías, se hallaban cubiertas por una nube todavía más densa y oscura. Su ansiedad por el estado de salud de su padre había aumentado grandemente, pues la gota que le aquejaba y que hasta entonces parecía haberse confinado en sus piernas, empezaba ya a afectar regiones más vitales del cuerpo. El anciano había estado gravemente enfermo durante la primavera, y los médicos dieron a entender al hijo que, si sobrevenía otro ataque, no sería tan fácil de dominar. Ahora parecía haber comenzado a no sentir dolores, pero Ralph no las tenía todas consigo y pensaba que aquello era un subterfugio del enemigo, que permanecía al acecho para pillarle desprevenido. Y, si tal maniobra lograba triunfar, quedarían muy escasas esperanzas de ofrecerle una resistencia decidida y eficaz. Ralph siempre había tenido la convicción de que su padre le sobreviviría…, de que su nombre sería el primero pronunciado con gravedad. Padre e hijo habían sido compañeros inseparables, y la idea de quedarse solo con los restos de una vida sin aliciente entre las manos no le resultaba nada grato al joven, que siempre había confiado en la ayuda de su mayor y mejor amigo para ir tirando lo menos mal posible. Ante la perspectiva de perder su auténtica motivación, Ralph acabó por perder su inspiración. Lo mejor sería que los dos muriesen al mismo tiempo, pero, sin el ánimo que la compañía de su padre le proporcionaba, era muy probable que él no tuviera paciencia sufi- ciente para esperar su turno. Por otra parte, carecía del incentivo de sentirse indispensable para su madre, y ante ésta tenía como norma no lamentarse. Pensó que no había mostrado gran bondad hacia su padre al desear que, de los dos, fuese el sujeto activo y no el pasivo el destinado a sufrir la herida doliente, y recordaba que el anciano había considerado siempre su pronóstico de un fin prematuro un brillante sofisma que él estaría encantado de desbaratar mediante el sencillo procedimiento de morir primero. Mas, de aquellos dos triunfos -el de refutar a un hijo sofista y el de continuar durante un tiempo más en un estado que, con todos sus sinsabores y malestares, le era grato soportar-, a Ralph no le parecía pecado esperar que el señor Touchett llegara a alcanzar el segundo.

A todas estas delicadas preguntas puso fin la llegada de Isabel, la cual sugería una posible compensación por la insoportable contrariedad de sobrevivir al genial dueño de la mansión. Ralph llegó a pensar que, tal vez sin darse cuenta, estaba abrigando «amor» hacia aquella joven fresca y espontánea procedente de Albany; pero tras meditarlo detenidamente, decidió que no. A la semana de la llegada de Isabel, ya estaba plenamente convencido de ello y se aferraba cada vez más a su convencimiento. Quien la había juzgado con verdadero acierto era lord Warburton, que la consideraba una damita realmente interesante; y a Ralph le maravillaba que su vecino hubiera llegado tan pronto a semejante conclusión, cosa que le ratificó en su idea sobre la gran habilidad de su amigo, por la cual había experimentado siempre una sincera admiración. Sin embargo, aunque su prima no fuera para él más que un entretenimiento, Ralph sabía que era un entretenimiento de primera categoría. «Ver en acción a un carácter como ése -se decía-, a una pequeña pero auténtica y apasionada fuerza, es una de las más sabrosas delicias de la naturaleza, mejor que la más bella obra de arte, mejor que un bajorrelieve helénico, mejor que un cuadro de Ticiano, mejor que una catedral gótica. Es realmente agradable sentirse tan bien tratado cuando uno menos se lo espera. Nunca estuve más sombrío, más preocupado, que durante la semana anterior a su llegada, y jamás tuve menos esperanzas de que pudiera sobrevenirme algo agradable. Y he aquí que fue como si de repente hubiese recibido por correo un Ticiano para colgarlo en la pared de mi cuarto, o un bajorrelieve griego para colocarlo en el panel superior de la chimenea. Es como si me hubieran entregado la llave de un suntuoso palacio y me hubiesen autorizado a visitarlo y admirarlo a mis anchas sin vigilancia alguna. Amigo mío, has sido hasta ahora un triste desa- gradecido y lo que debes hacer en lo sucesivo es estar tranquilo y dejar de refunfuñar». Nada, en verdad, más justo que el sentimiento que tales reflexiones inspiraban; sin embargo, no era exacto que a Ralph Touchett le hubiesen entregado una llave. Su prima era una joven muy brillante y habría que Hacer no poco antes de llegar a conocerla, pero era preciso ponerse a ello, y su actitud, si bien contemplativa e incluso crítica, no era en modo alguno enjuiciadora. Así pues, Ralph contemplaba a sus anchas el edificio por el exterior y lo admiraba grandemente; lo miraba por dentro a través de las ventanas y admiraba igualmente su belleza de proporciones, pero se percataba de que sólo había logrado entreverlo y de que no podía decir aún que hubiese traspasado el umbral. La puerta de la suntuosa mansión permanecía cerrada y, aunque él tenía varias llaves en su bolsillo, estaba convencido de que ninguna de ellas le serviría. La muchacha era inteligente, generosa, de naturaleza libre y hermosa, pero ¿qué se proponía hacer de sí misma? No era ésta una pregunta ortodoxa, ya que no cabe hacerla respecto a la mayoría de las mujeres. Por regla general, las mujeres jamás hacen nada de sí mismas, limitándose a esperar más o menos graciosa y pasivamente que un hombre pase por su lado y ofrezca un destino a sus vidas. La originalidad de Isabel consistía principalmente en que daba la impresión de abrigar propósitos propios. «Ahora, que llegue a ponerlos en práctica ya es harina de otro costal -se decía Ralph-. Me gustaría estar presente cuando lo haga».

La llegada de Isabel le impuso, por lo pronto, el deber de hacer los honores de la casa.

El señor Touchett se hallaba recluido en su sillón y, por su parte, la señora Touchett era una especie de visitante malhumorada; de tal suerte que, en lo que se refiere a las obligaciones que a la consideración y a la conciencia de Ralph se imponían, el placer se mezclaba en perfecta armonía con el deber. Así, aunque no era gran andarín, se dio a pasear por los campos con su prima, entretenimiento para el que el tiempo tenía a bien seguir mostrándose favorable con una persistencia que sobrepasaba las lúgubres expectativas que Isabel se había forjado del clima del país; y en las largas tardes, cuya duración daba la medida exacta de la agradecida vehemencia de la joven, iban en barca por el río, el encantador riachuelo, como ella lo llamaba, y cuya orilla opuesta parecía estar en un primer plano del paisaje ante su vista extendido; o recorrían los caminos en faetón, aquel bajo y espacioso faetón de gruesas ruedas que tanto usara en sus tiempos el señor Touchett y que había dejado ya de disfrutar. En cambio, era Isabel quien de el disfrutaba ahora enormemente y, empuñando las riendas de manera que el lacayo calificaba de «experta», no se cansaba jamás de guiar a los mejores caballos de su tío por entre aquellas llanuras azotadas por el viento y aquellos caminos vecinales repletos de los rústicos detalles que ella sospechaba habría de encontrar: casitas de madera con techos de paja, modestas tabernas de pulidas celosías, antiguos prados comunales y retazos de parques vacíos rodeados de setos que el verano espesaba a su antojo. Y, cuando después de tales excursiones llegaban a la casa, era siempre para encontrar el té servido en una mesa al aire libre, sobre el césped de delante de la casa, y a la señora Touchett que se limitaba a alargarle la taza llena a su marido, sin que hubiera otra cosa ni por parte de uno ni de otro, pues ambos permanecían la mayor parte del tiempo completamente silenciosos, él con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados, ella absorta al parecer en su labor de punto y afectando ese aire de concentración mental que adoptan muchas damas al poner sus diminutas lanzas en movimiento.

Pero un día se encontraron con que había un visitante. Los dos jóvenes habían pasado una hora bogando suavemente por el río y, al volver andando hacia la casa, vieron a lord Warburton sentado bajo un árbol y enzarzado en una conversación con la señora Touchett que, aun desde lejos, podía apreciarse era bien insustancial. El lord había ido a caballo llevando consigo una maleta, signo inequívoco de que había esperado, como a ello le tenían acostumbrado con sus reiteradas invitaciones el padre y el hijo, que se le invitase a cenar y a pasar allí la noche. Isabel sólo le había visto durante media hora el día de su llegada, y tan poco tiempo le había servido para descubrir que era muy de su gusto. La imagen del apuesto lord se había grabado con nitidez en el espíritu de la joven, que más de una vez pensaba ya en él con complacencia. Isabel había esperado volver a verle y deseaba ver también a algunos otros. Gardencourt, la herniosa mansión, no era triste; el lugar poseía una belleza soberbia, su tío se le aparecía cada vez más como una especie de abuelo maravilloso y Ralph era distinto de todos los primos con quienes hasta entonces había tratado y que le habían hecho formarse una lúgubre idea de los primos en general. Además, sus impresiones eran aún tan recientes y se renovaban con tanta celeridad que apenas dejaban zonas en blanco. Isabel tenía que obligarse a recordar que su principal interés era el conocimiento de la naturaleza humana y que su mayor ilusión, al emprender aquel viaje, había sido tener la oportunidad de conocer a una gran cantidad de gente.

De modo que, cuando Ralph le decía, como ya había hecho más de una vez: «No sé si podrás soportar esto. Deberías conocer a algunos de nuestros vecinos y amigos, pues, por extraño que te parezca tenemos unos cuantos», o cuando se ofrecía a invitar a, como él decía,

«un montón de gente» y a introducirla en la sociedad inglesa, ella le alentaba con entusiasmo para que llevase a cabo su hospitalario empeño y se comprometía por anticipado a poner todo de su parte.

De todas maneras, hasta entonces poco o nada había puesto él en práctica de todas aquellas promesas, y será cosa de decirle confidencialmente al lector que, si parecía como si el joven estuviera demorando darles cumplimiento, era porque la tarea de proveer por sí mismo solaz y entretenimiento a su compañera no le resultaba, ni mucho menos, tan penosa como para recurrir a la cooperación de los demás. Varias veces había hablado Isabel de los «ejemplares», palabra que desempeñaba un papel de gran importancia en su vocabulario y con la cual daba a entender que deseaba ver a la sociedad inglesa ilustrada con sus personajes más representativos. De modo que aquella tarde, al ir desde el río hacia la casa tras haber desembarcado de la lancha, él le dijo con gran satisfacción cuando divisaron a lord Warburton:

- Mira, ahí tienes un ejemplar. -¿Un ejemplar de qué? -preguntó la muchacha.

- De caballero inglés -replicó el primo. -¿Quieres decir que todos son como él? -¡Oh, no! De ningún modo. No todos son como él. -Pero es un buen ejemplar-dijo Isabel-, porque estoy segura de que es simpático.

- Sí que lo es. Y, además, muy acaudalado.

El acaudalado lord Warburton estrechó amablemente la mano de nuestra heroína y le preguntó si estaba bien, rectificando en el acto con las siguientes palabras:

- Pero, bueno, no necesito preguntarlo, pues si ha estado usted remando…

A lo que Isabel hubo de contestar:

- En efecto, he remado un poco. Pero ¿cómo lo sabe?


- Muy sencillo: porque sé que él no rema. Es demasiado vago para eso -rió su señoría el lord mirando a Ralph.

Tiene sus razones para ser un poco perezoso -comentó Isabel, bajando un poco la voz.

- Sí, sí, siempre tiene excusas para todo -exclamó lord Warburton, con una alegre carcajada.

- Mi excusa para no haber remado hoy -intervino Ralph- es que mi prima rema admirablemente. Bueno, todo lo hace igual de bien. No toca nada que no parezca quedar después adornado.

- Le dan a uno ganas de que usted le toque, señorita Archer -declaró lord Warburton.

- Pues déjese tocar, en el buen sentido de la palabra, que eso no le habrá de desmerecer-dijo Isabel, que, si bien se sentía complacida de oír que se le reconocían. tan diversas cualidades, era lo suficientemente fuerte para mostrar que semejante complacencia no derivaba de una posible debilidad de espíritu, toda vez que había vanas cosas en las cuales sobresalía. Su deseo de pensar bien de sí misma contaba, cuando menos, con la humildad de precisar siempre una prueba.

Lord Warburton no sólo pasó la noche en la mansión de Gardencourt, sino que insistieron en que se quedase todo el día siguiente, y, al final del segundo día, él mismo decidió postergar su partida hasta la mañana del otro. Durante todo aquel tiempo tuvo ocasión de dirigir no pocos cumplidos a Isabel, quien acogió aquellas manifestaciones de aprecio con muy buena voluntad. Al final se dio cuenta de que él le gustaba extraordinariamente.

Mucho había pesado sin duda la primera impresión que le produjo, pero, al final de la velada que habían pasado juntos, la joven no podía por menos de considerarle, sin que en ello hubiese nada de fantástico, un verdadero héroe de novela. De modo que por la noche, al acostarse, experimentaba una sensación de buena fortuna y sentía una viva convicción de posibles dichas futuras. «Verdaderamente es hermoso conocer a dos personas tan encantadoras como éstas», se dijo, aludiendo con este vocablo numeral a su primo y al amigo de su primo. Pero, además, conviene no olvidar que había ocurrido un incidente susceptible de poner a prueba su buen humor. El señor Touchett había ido a acostarse a las nueve y media de la noche, pero su esposa permaneció en el salón con el resto del grupo. Se quedó con ellos aproximadamente una hora, y luego, levantándose, hizo observar a su sobrina que ya era hora de dar las buenas noches a los caballeros. Por su parte, Isabel no tenía deseo alguno de ir a acostarse; la ocasión le parecía divertida, y las diversiones no terminaban por lo general a hora tan temprana. De manera que, sin poner en ello la menor intención, replicó: -¿Ha de ser ahora mismo, tía? Subiré dentro de media hora.

- No me es posible esperarte -repuso la señora Touchett. -¡Ah! No tiene por qué esperarme. Ralph encenderá mi vela -dijo alegremente la joven.

- Yo la encenderé. Por favor, déjeme usted que yo la encienda -exclamó lord Warburton-. Pero con una condición: que no sea antes de medianoche.

La señora Touchett lo traspasó con su encendida mirada y luego la posó fríamente en su sobrina, a la que dijo:

- No puedes quedarte sola con los hombres. Querida, aquí no estás…, no estás en tu dichosa Albany.

Isabel se levantó, ruborizada, y contestó:

- Ojalá lo estuviese.

- Mamá, por favor -intervino Ralph.

- Mi querida señora Touchett… -murmuró lord Warburton. Pero la querida señora Touchett contestó majestuosamente:

- Mi lord, no soy yo quien ha hecho su país. Debo aceptarlo tal como es. -¿No puedo quedarme con mi primo? -preguntó entonces Isabel.


- No sabía que lord Warburton fuese primo tuyo.

- Será mejor que yo me vaya a la cama-dijo lord Warburton-. Así se acabarán las discusiones.

La señora Touchett le dirigió una breve mirada de desesperación y se sentó de nuevo.

- Está bien, si es preciso, me quedaré hasta medianoche. Mientras tanto, Ralph le había dado a Isabel el candelabro. Durante aquel momento de breve entrechocar de espadas estuvo observándola y le pareció que con ello se había puesto de relieve el carácter de la joven; el incidente podía ser de sumo interés. Mas, si se hizo la ilusión de presenciar un estallido, se llevó un gran chasco, pues la joven se limitó a sonreír suavemente, saludó a los caballeros dándoles las buenas noches y se retiró acompañando a su tía. Por lo que a Ralph atañía, se sentía molesto por lo que hiciera su madre, si bien reconocía que tenía razón. Al llegar arriba, las dos mujeres se separaron delante de la puerta de la señora Touchett. Isabel no había abierto la boca mientras subían la escalera.

- Supongo que estarás molesta porque me he inmiscuido en tus asuntos -dijo la señora Touchett.

Isabel reflexionó un instante y repuso:

- Molesta no, pero sí sorprendida… y bastante desconcertada. ¿Acaso no estaba bien que yo me quedase en el salón -En absoluto. Aquí, las muchachas, por lo menos en las casas decentes, no se quedan con los caballeros hasta altas horas de la noche.

- Entonces ha hecho usted bien en decírmelo -replicó Isabel-. La verdad, no lo comprendo, pero me alegro de saberlo.

- Te lo diré siempre que me parezca que te excedes.

- No tenga reparo en hacerlo, se lo ruego. Aunque esto no quiere decir que sus observaciones hayan de parecerme siempre justas.

- Ya me lo figuro. A ti te gusta mucho hacer lo que se te antoja.

- Confieso que sí. Pero me gusta saber siempre las cosas que una no debe hacer. -¿Para hacerlas? -preguntó su tía.

- Depende -respondió Isabel.

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