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ОглавлениеWinterbourne, que había regresado a Ginebra al día siguiente de su excursión a Chillon, fue a Roma hacia finales de enero. Su tía residía allí hacía varias semanas, y el joven había recibido un par de cartas suyas. «Esa gente con la que tan solícito te mostraste el verano pasado en Vevey, ha aparecido por aquí, «courier» incluido— escribía—. Parece que han hecho varias amistades, pero el «courier» sigue siendo el más intime. Sin embargo, la muchacha también ha intimado bastante con algunos italianos de tercera categoría, con los cuales se divierte de un modo que da mucho qué hablar. Tráeme esa deliciosa novela de Cherbuliez, Paule Meré, y no vengas más tarde del veintitrés.»
Siguiendo el curso natural de los acontecimientos Winterbourne, al llegar a Roma, habría averiguado en la banca americana la dirección de la señora Miller, y habría hecho una visita de cortesía a Miss Daisy.
—Después de lo que sucedió en Vevey, creo que puedo ir a verlas —le dijo a la señora Costello.
—Si después de lo que está sucediendo, en Vevey y en todas partes, aún deseas continuar con esa amistad, adelante. Desde luego, un hombre puede tener las amistades que quiera. ¡Los hombres tienen ese privilegio!
—Dígame qué es lo que sucede aquí, por ejemplo —pidió Winterbourne.
—La muchacha se pasea sola con sus extranjeros. Respecto a lo que sucede luego, tendrás que buscar información en otra parte. Se ha procurado media docena de los usuales cazafortunas de Roma, y se presenta con ellos en las casas de la gente. Cuando asiste a una fiesta particular, lleva siempre a algún caballero de buenos modales y admirable bigote.
—¿Y la madre, dónde está?
—No tengo la menor idea. Son una gente espantosa.
Winterbourne meditó un momento.
—Son muy ignorantes... muy indecentes. Eso no quiere decir que sean malas.
—Son irremediablemente vulgares —dijo la señora Costello—. Si el ser irremediablemente vulgar es «malo» o no, es una cuestión para los metafísicos. En cualquier caso son lo bastante malas como para no gustar; y en esta corta vida nuestra, eso basta.
La noticia de que Daisy Miller andaba rodeada de media docena de admirables bigotes, reprimió los impulsos que empujaban a Winterbourne a visitarla enseguida. Tal vez no se hubiera hecho demasiadas ilusiones de haber causado una impresión imborrable en el corazón de la muchacha, pero le molestó enterarse de un estado de cosas tan poco acorde con la imagen que había últimamente rondado sus meditaciones: la imagen de una bella muchacha asomada a una vetusta ventana romana y preguntándose con impaciencia cuándo llegaría el señor Winterbourne. Si bien decidió esperar un poco a recordarle a Miss Miller los derechos que tenía a su consideración, fue muy pronto a visitar a otros dos o tres amigos. Uno de ellos era una señora americana que había pasado varios inviernos en Ginebra, donde sus hijos iban a la escuela.
Era una mujer muy culta y vivía en la Vía Gregoriana. Winterbourne la encontró en un pequeño salón carmesí del tercer piso; la habitación estaba inundada por el sol meridional. No llevaba allí ni diez minutos, cuando entró un sirviente y anunció: «¡ Madame Mila!». Este anuncio fue seguido de la entrada del pequeño Randolph Miller que se detuvo en medio de la habitación con los ojos clavados en Winterbourne. Un instante más tarde su bella hermana cruzó el umbral, y luego, después de un intervalo considerable, la señora Miller avanzó lentamente.
—¡A usted le conozco! —dijo Randolph.
—Estoy seguro de que conoces muchas cosas —exclamó Winterbourne, tomándolo de la mano—. ¿Qué tal va tu educación?
Daisy estaba intercambiando cumplidos con su anfitriona muy gentilmente, pero en cuanto oyó la voz de Winterbourne volvió la cabeza con rapidez.
—¡Vaya! —dijo.
—Recuerde que le dije que vendría —respondió Winterbourne sonriendo.
—Bueno, no me lo creí —dijo Miss Daisy.
—Le estoy muy agradecido —dijo el joven riendo.
—¡Podría haber venido a verme! —dijo Daisy.
—Llegué ayer.
—¡No lo creo! —declaró la muchacha.
Winterbourne se volvió con una sonrisa de protesta hacia la madre, pero la dama rehuyó su mirada y, sentándose, fijó los ojos en su hijo.
—Nosotros tenemos una casa mayor que ésta —dijo Randolph—. Está llena de oro por las paredes.
La señora Miller se movió, incómoda, en su silla.
—¡Te dije que si te traía dirías alguna inconveniencia! —murmuró.
—¡Te lo dije yo a ti! —exclamó Randolph—. ¡Y se lo digo a usted, señor! —añadió jocosamente dándole a Winterbourne un golpecito en la rodilla—. ¡Es mucho más grande!
Daisy había entablado una conversación muy animada con la señora de la casa. Winterbourne juzgó que sería oportuno intercambiar unas palabras con la madre.
—Espero que se haya encontrado usted bien desde que nos separamos en Vevey —dijo.
Esta vez la señora Miller le miró sin ninguna duda, miró su mentón.
—No muy bien, señor —respondió.
—Tiene dispepsia —dijo Randolph—. Yo también la tengo. Y papá lo mismo. ¡La mía es la peor!
Esta declaración, en lugar de molestar a la señora Miller, pareció aliviarla.
—Sufro del hígado —dijo—. Creo que es el clima. No es tan vigorizante como el de Schenectady, especialmente en invierno. No sé si sabe que residimos en Schenectady. Le decía a Daisy que nunca había encontrado a nadie como el Dr. Davis, y no creo que lo encuentre. En Schenectady es el número uno: está sumamente bien considerado. Pese al trabajo que tiene, jamás ha dejado de hacerme un favor. Dijo que no había visto nunca nada como mi dispepsia, pero estaba decidido a curármela. Lo probó todo. Precisamente cuando partimos iba a tratarme con algo nuevo. El señor Miller quería que Daisy viera por sí misma Europa. Pero ya le he escrito diciéndole que al parecer no puedo prescindir del Dr. Davis. En Schenectady está en la cumbre; y también allí hay muchas enfermedades. Esto afecta mi sueño.
Winterbourne mantuvo una larga charla patológica con la paciente del Dr. Davis, durante la cual Daisy estuvo, a su vez, charlando incesantemente con su compañera. El joven preguntó a la señora Miller su opinión sobre Roma.
—Bueno, debo confesar que me ha defraudado —respondió—. Habíamos oído tantas cosas; supongo que demasiadas. Pero fue inevitable. Nos habían hecho creer otra cosa.
—Espere usted un poco y verá cómo se encariña con la ciudad —dijo Winterbourne.
—¡Yo la odio cada día más! —gritó Randolph.
—Tú eres como un pequeño Aníbal —dijo Winterbourne.
—¡No, no lo soy! —declaró Randolph, por si acaso.
—No te pareces mucho a un niño —dijo su madre— Pero hemos visto lugares —prosiguió— muy superiores a Roma en mi opinión.
—Y en respuesta al aire interrogativo de Winterbourne, concluyó—: Está Zurich, por ejemplo.
Encuentro Zurich preciosa, y no habíamos oído hablar de esa ciudad ni la mitad.
—¡El mejor lugar que hemos visto es el Ciudad de Richmond! —dijo Randolph.
—Se refiere al barco —explicó su madre—. Hicimos la travesía en ese barco. Randolph se lo pasó muy bien en el Ciudad de Richmond.
—Es el mejor lugar que he visto —repitió el niño—. Sólo que tomó un rumbo equivocado.
—Bueno, pues tendremos que tomar el rumbo correcto algún día —dijo la señora Miller con una risita.
Winterbourne expresó la esperanza de que su hija, por lo menos, encontrara alguna satisfacción en Roma, y ella le aseguró que Daisy estaba entusiasmada.
—Es gracias a la vida social, que aquí es espléndida. Va a todas partes, ha hecho muchísimas amistades. Desde luego sale mucho más que yo. Debo decir que han sido todos muy sociables: la aceptaron inmediatamente. Y además conoce a un gran número de caballeros. Ah, ella piensa que no hay nada comparable a Roma. Por supuesto, para una chica resulta mucho más agradable si conoce a muchos caballeros.
Para entonces Daisy había vuelto de nuevo su atención a Winterbourne.
—Le he estado contando a la señora Walker lo malvado que es usted —anunció la joven: —¿Y qué pruebas ha aportado? —preguntó Winterbourne, algo molesto de que Miss Miller no apreciara el interés de un admirador que, en su viaje a Roma, no se había detenido ni en Bolonia ni en Floreneia, en virtud simplemente de cierta impaciencia sentimental. Recordó que un cínico compatriota le había contado una vez que las mujeres americanas —las bonitas, lo cual daba una cierta ambigüedad al axioma— eran las más exigentes y las menos agradecidas.
—¡Cómo! Fue usted terribiemente malvado en Vevey. No quiso hacer nada. No quiso quedarse cuando yo se lo pedí.
—Querida señorita —exclamó Winterbourne con elocuencia—, ¿acaso he hecho este largo viaje hasta Roma para encontrarme con sus reproches? —¡Oiga lo que dice! —le dijo Daisy a su anfitriona, mientras le arreglaba un lazo del vestido—. ¿Ha oído usted nunca algo tan absurdo? —¿Tan absurdo, querida? —murmuró la señora Walker con tono de partidaria de Winterbourne.
—Bueno, no sé —dijo Daisy jugueteando con las cintas de la señora Walker—. Señora Walker, quiero decirle algo.
—Mamá —interrumpió Randolph con su entonación potente— Te digo que tienes que irte. ¡Eugenio se va a enfadar!
—No le tengo miedo a Eugenio —dijo Daisy, con un movimiento de cabeza—. Verá, señora Walker —continuó—, voy a asistir a su fiesta.
—Me complace mucho saberlo.
—Tengo un vestido precioso.
—Estoy segura de ello.
—Pero quiero pedirle un favor: el permiso para traer a un amigo.
—Me complacerá mucho conocer a cualquiera de sus amigos —dijo la señora Walker, volviéndose con una sonrisa hacia la señora Miller.
—Oh, no se trata de amigos míos —respondió la mamá de Daisy, sonriendo tímidamente como hacía de costumbre—. ¡Nunca les he hablado!
—Es un amigo íntimo, el señor Giovanelli —dijo Daisy, sin el menor temblor en su clara y fina voz, ni la menor sombra en su pequeña y radiante cara.
La señora Walker se quedó callada unos instantes y echó una rápida mirada a Winterbourne.
—Me encantará ver al señor Giovanelli —dijo a continuación.
—Es un italiano —prosiguió Daisy con una extraordinaria serenidad—. Un gran amigo: El hombre más guapo del mundo... ¡exceptuando al señor Winterbourne! Conoce a muchos italianos, pero le gustaría conocer también a algunos americanos. En su opinión los americanos son fabulosos. Es tremendamente inteligente. ¡Es un encanto!
Se acordó que el brillante personaje iría a la fiesta que daba la señora Walker, y luego la señora Miller se dispuso a despedirse.
—Creo que debemos regresar al hotel —dijo.
—Puedes regresar al hotel si quieres, mamá; yo voy a dar un paseo —dijo Daisy.
—Va a dar un paseo con el señor Giovanelli —añadió Randolph.
—Voy a ir al Pincio —dijo Daisy sonriendo.
—¿Sola, querida? ¿A esta hora? preguntó la señora Walker.
La tarde estaba ya muy avanzada. Era la hora en que las calles estaban atestadas de carruajes y peatones contemplativos.
—No lo creo aconsejable, querida —dijo la señora Walker.
—Ni yo tampoco —añadió la señora Miller —. Vas a coger la fiebre, estoy segura. ¡Recuerda lo que te dijo el Dr.
Davis!
—Dale alguna medicina antes de que se vaya —dijo Randolph.
El grupo se había puesto en pie. Daisy, mostrando todavía sus bellos dientes, se inclinó y besó a su anfitriona.
—Señora Walker, es usted demasiado perfecta —dijo—. No voy sola, voy a encontrarme con un amigo.
—Tu amigo no va a evitar que cojas la fiebre —observó la señora Miller.
—¿Se trata del señor Giovanelli? —preguntó la anfitriona.
Winterbourne observaba a la muchacha y al oír la pregunta aumentó su atención. Ella estaba allí sonriendo y alisando las cintas de su sombrero. Lanzó una mirada a Winterbourne. Luego, mientras le miraba y sonreía, respondió sin la menor vacilación:
—El señor Giovanelli... el bello Giovanelli.
—Mi querida amiga —dijo la señora Walker tomando su mano, en tono de súplica—, no vaya usted al Pincio a esta hora para encontrarse con un bello italiano.
—Bueno, habla inglés —dijo la señora Miller.
—¡Por Dios! —exclamó Daisy—. No quiero hacer nada impropio. Hay una manera muy fácil de arreglarlo —continuó mirando a Winterbourne.—. El Pincio está sólo a unos cien metros de aquí y, si el señor Winterbourne fuera tan cortés como pretende, se ofrecería a acompañarme.
Winterbourne se apresuró a reafirmar su cortesía, y la muchacha le permitió graciosamente que la acompañara.
Bajaron la escalera delante de la madre y, en la puerta, Winterbourne vio detenido el carruaje de la señora Miller, con el decorativo «courier» que había conocido en Vevey sentado en el interior.
—¡Adiós, Eugenio! —gritó Daisy—. ¡Voy a dar un paseo!
La distancia desde la Vía Gregoriana hasta el bello jardín situado al otro lado de la colina del Pincio se recorre, en efecto, muy rápidamente. Sin embargo, como el día era espléndido y la afluencia de vehículos, peatones y ociosos considerable, los jóvenes americanos vieron su marcha muy dilatada. El hecho resultaba sumamente agradable para Winterbourne, pese a ser consciente de lo singular de la situación. La multitud romana, lenta y ociosa, prestaba gran atención a la bellísima joven extranjera que la cruzaba tomada de su brazo; y él se preguntaba qué idea habría pasado por la mente de Daisy cuando propuso exponerse, sin compañía alguna, a la apreciación de esa multitud. Su misión, según parecía entender la joven, consistía en depositarla en las manos del señor Giovanelli; pero Winterbourne, molesto y complacido a la vez, decidió que no haría tal cosa.
—¿Por qué no vino a verme? —preguntó Daisy—. De ésta no va a salirse tan fácilmente.
—Ya he tenido el honor de explicarle que acabo de bajar del tren.
—Pues debe haberse quedado en el tren un buen rato después de que se detuviera —exclamó la muchacha con su risita habitual—. Supongo que estaría dormido. Tiempo para ir a ver a la señora Walker sí ha tenido.
—Conocí a la señora Walker... —empezó a explicar Winterbourne.
—Ya sé dónde la conoció. La conoció en Ginebra. Ella me lo dijo. Bien, a mí me conoció en Vevey, que viene a ser lo mismo. De modo que debiera haber venido.
No le preguntó nada más; empezó a charlar sobre sus propios asuntos.
—Tenemos unas habitaciones espléndidas en el hotel: Eugenio dice que son las mejores de Roma. Vamos a quedarnos todo el invierno, si no nos morimos de la fiebre; supongo pues que nos quedaremos. Esto es mucho mejor de lo que esperaba. Pensé que iba a ser horriblemente tranquilo. Estaba segura de que lo encontraría espantosamente mezquino. Estaba convencida de que pasaríamos el tiempo dando vueltas con uno de esos viejos horrendos que explican las pinturas y todo lo demás. Pero esto sólo duró una semana, y ahora estoy divirtiéndome. Conozco a tanta gente, y todos son tan encantadores... El círculo social es extremadamente selecto. Hay toda clase de gentes: ingleses, alemanes, italianos... Creo que los que más me gustan son los ingleses. Me gusta su estilo de conversación. Pero hay americanos adorables. Nunca vi nada tan hospitalario.
Todos los días hay una cosa u otra. No se baila mucho, pero debo decir que nunca creí que el baile lo fuera todo. Siempre me ha gustado la conversación. Supongo que no la echaré a faltar en casa de la señora Miller: sus habitaciones son tan pequeñas.
Cuando hubieron franqueado la verja de los jardines del Pincio, Miss Miller empezó a preguntarse dónde estaría el señor Giovanelli.
—Será mejor que vayamos allí delante —dijo—, la vista es mejor.
—No piense que la voy a ayudar a encontrarle —declaró Winterbourne.
—En ese caso le encontraré sin usted —dijo Miss Daisy.
—¡No irá a dejarme! —exclamó Winterbourne.
Ella dejó escapar su risita.
—¿Tiene miedo de perderse... o de que le atropellen? Pero, allí está Giovanelli; apoyado en aquel árbol. Mira a las mujeres de los carruajes. ¿Ha visto usted nunca semejante aplomo?
Winterbourne percibió a cierta distancia a un hombrecito que estaba de pie con los brazos cruzados, meciendo su bastón. Tenía un rostro agraciado, un sombrero colocado con mucho arte, un monóculo y un ramillete en la solapa: Winterbourne le miró un momento y luego dijo: —¿Pretende usted hablar con ese hombre? —¿Si pretendo hablarle? Bueno, no pensará que voy a comunicarme por señas.
—En ese caso, le ruego que comprenda —dijo Winterbourne — que tengo la intención de permanecer con usted.
Daisy se detuvo y le miró sin la menor huella de inquietud en su cara; nada sino la presencia de sus bellos ojos y sus hoyuelos alegres.
«¡Vaya, ella sí que tiene aplomo!... pensó el joven.
—No me gusta la forma en que dice eso —dijo Daisy—. Demasiado imperioso.
—Le ruego que me perdone si me expresé mal. Lo importante es darle a usted una idea de cuales son mis pensamientos.
La muchacha le miró más gravemente, pero con unos ojos más adorables que nunca.
—Nunca he permitido a caballero alguno decirme lo que tengo que hacer, o interferir en algo que yo haga.
Creo que es una equivocación —dijo Winterbourne—. A veces debería escuchar usted a un caballero... el adecuado.
Daisy comenzó a reír de nuevo.
—¡No hago otra cosa que escuchar a caballeros! —exclamó—. Dígame si Giovanelli es el adecuado.
El caballero del ramillete había advertido ya la presencia de nuestros dos amigos, y se acercaba hacia la muchacha con solícita rapidez. Se inclinó ante Winterbourne lo mismo que ante su compañera: tenía una sonrisa brillante, una mirada inteligente. Winterbourne pensó que su apariencia no era desagradable. Sin embargo, le dijo a Daisy:
—No. No es el adecuado.
Evidentemente, Daisy tenía un talento natural para hacer presentaciones: mencionó a cada uno de sus acompañantes el nombre del otro. Paseó luego con uno a cada lado. El señor Giovanelli, que hablaba el inglés con gran fluidez —Winterbourne se enteró más tarde de que había practicado el idioma con un gran número de herederas americanas—, le dedicaba gran cantidad de corteses trivialidades; era extremadamente educado y el joven americano, que no decía nada, reflexionaba sobre esa especial profundidad del talento de los italianos, que les permite ser tanto más afables cuanto más profundamente defraudados se sienten. Desde luego, Giovanelli había contado con algo más íntimo: no esperaba un grupo de tres. Pero su flema sugería precisamente la envergadura de sus intenciones. Winterbourne se felicitaba interiormente por haberle tomado las medidas.
«No es un caballero, se dijo, no es más que una buena imitación. Es un maestro de música, un gacetillero, un artista de tercera clase. ¡Al diablo con su agradable apariencial!»
El señor Giovanelli tenía ciertamente un rostro muy agraciado. Pero Winterbourne sentía una gran indignación de que su adorable compatriota no supiera distinguir un caballero verdadero de uno falso. Giovanelli charlaba y bromeaba, haciéndose maravillosamente agradable. Era evidente que si se trataba de una imitación, estaba muy lograda.
«Sin embargo, se dijo Winterbourne, una muchacha distinguida debería saberlo.»
Y volvía entonces a preguntarse si Daisy era realmente una muchacha distinguida. ¿Habría una muchacha distinguida —aún concediendo que fuera una pequeña coqueta americana— concertado una cita con un extranjero, presumiblemente de baja alcurnia? La cita, es cierto, había tenido lugar a plena luz del día y en el rincón más concurrido de toda Roma, pero ¿acaso no era posible ver en la elección de esas circunstancias una prueba de cinismo extremo? Por extraño que pueda parecer, Winterbourne estaba irritado por el hecho de que, al reunirse con su amoroso, la muchacha no se mostrase más afectada por su presencia, y si estaba irritado era debido a sus sentimientos. Era imposible considerarla una joven de conducta irreprochable: carecía de cierta delicadeza esencial. Por consiguiente, las cosas se hubiesen simplificado mucho de haber podido tratarla como al objeto de uno de esos sentimientos que los novelistas llaman «pasiones desenfrenadas». Si hubiera querido librarse de su presencia, él habría podido juzgarla más severamente, y eso la habría hecho a su vez menos desconcertante.
Pero Daisy, en esta ocasión, continuó presentándose como una combinación inescrutable de audacia e inocencia.
Llevaba caminando aproximadamente un cuarto de hora, escoltada por sus dos galanes, y respondiendo en un tono de alegría, que Winterbourne juzgaba particularmente infantil, a los floridos discursos del señor Giovanelli cuando, un carruaje que se había apartado del tráfico, se paró cerca del camino. En el mismo momento, Winterbourne advirtió que su amiga la señora Walker —la dama cuya casa acababan de abandonar— estaba sentada en el interior y le hacía señas para que se acercara. Dejando la compañía de Miss Miller, atendió presuroso a la llamada. La señora Walker estaba acalorada y presentaba un aire de gran excitación.
—Realmente es espantoso —dijo—. Esa muchacha no debería hacer esta clase de cosas. No debería andar por aquí con dos hombres. Mucha gente lo ha notado ya.
Winterbourne alzó las cejas:
—Creo que no vale la pena darle tanta importancia al asunto.
—¡Es una lástima dejar que esa muchacha se pierda!
—Es muy inocente —dijo Winterbourne.
—¡Es muy alocada! —exclamó la señora Walker— ¿Ha visto usted a nadie tan imbécil como su madre? Desde que se fueron de mi casa, no he tenido ni un momento de descanso pensando en todo esto. Me pareció una pena no intentar siquiera salvarla. Mandé que prepararan el coche, me puse el sombrero y he venido tan deprisa como me ha sido posible. ¡Gracias a Dios que les he encontrado! —¿Qué se propone hacer con nosotros? —preguntó Winterbourne sonriendo.
—Pedirle a la chica que suba conmigo, pasearla media hora por los alrededores para que la gente vea que no se ha vuelto completamente loca, y luego acompañarla a casa sana y salva.
—No creo que ésa sea una idea muy afortunada —dijo Winterbourne—, pero puede intentarlo.
La señora Walker lo intentó. El joven fue a buscar a Miss Miller que simplemente había inclinado la cabeza y sonreído a su interlocutora del carruaje, prosiguiendo luego su camino con su acompañante. Daisy, al enterarse de que la señora Walker deseaba hablarle, volvió sobre sus pasos con perfecto donaire, y con el señor Giovanelli a su lado. Declaró que estaba encantada de tener la oportunidad de presentarle dicho caballero a la señora Walker. Inmediatamente procedió a las presentaciones, afirmando que nunca en su vida había visto algo tan hermoso como la manta de viaje de la señora Walker.
—Me alegra que le guste tanto —dijo la dama sonriendo dulcemente—. ¿Quiere usted subir y dejar que la cubra con ella?
—Oh, no, gracias —dijo Daisy—. La admiraré mucho más si es usted quien se pasea con ella.
—Por favor, suba y paseemos juntas —dijo la señora Walker.
—Me encantaría, pero me encuentro en una situación tan agradable... —y Daisy lanzó una mirada radiante a los dos caballeros que la acompañaban.
—Puede que sea muy agradable, querida niña, pero aquí no es la costumbre —apremió la señora Walker, asomándose a su victoria con las manos suplicantes: —¡Pues debería serlo! —dijo Daisy—. Si no pudiera pasear, me moriría.
—Debería pasear con su madre, querida —gritó la dama de Ginebra, perdiendo la paciencia.
—¡Con mi madre, por Dios! —exclamó la joven. Winterbourne advirtió que empezaba a presentir la intromisión—.
Mi madre no caminó diez pasos seguidos en su vida. Y además, sepa usted —añadió riéndose— que ya soy mayorcita.
—Es usted lo suficiente mayor como para ser más razonable. Lo suficiente mayor, querida Miss Miller, como para dar que hablar.
Daisy miró a la señora Walker sonriendo intensamente.
—¿Para dar que hablar? ¿Qué quiere usted decir con eso?
—Suba al coche y se lo explicaré.
Daisy miró de nuevo y con rapidez a uno y otro caballero. El señor Giovanelli multiplicaba sus reverencias, acariciaba sus guantes y reía de forma muy agradable. Winterbourne pensaba que era una escena deplorable.
—Creo que no quiero saber lo que tiene usted que contarme —dijo Daisy, al cabo de un momento—. No creo que me gustara.
Winterbourne estaba deseando que la señora Walker se envolviera en su manta y se alejara. Pero a la dama —como más tarde le confesó a Winterbourne— no le gustaba que la desafiaran.
—¿Prefiere usted que la consideren una muchacha imprudente? —preguntó.
—¡Por Dios! —exclamó Daisy. Miró otra vez al señor Giovanelli, luego a Winterbourne. Sus mejillas estaban ligeramente sonrosadas: estaba tremendamente bella—. ¿Acaso el señor Winterbourne piensa —empezó a preguntar lentamente, sonriendo, echando la cabeza hacia atrás y mirándole de pies a cabeza —que, para salvar mi reputación, debería subir al coche?
Winterbourne enrojeció; por un momento vaciló. Resultaba tan extraño oírla hablar así de su «reputación».
Pero él no tenía más remedio que hablar de acuerdo con las reglas de la caballerosidad. En este caso, la caballerosidad consistía simplemente en decir la verdad, y la verdad para Winterbourne, como el lector habrá intuido por las pocas indicaciones que sobre él he podido darle, era que Daisy Miller debía seguir el consejo de la señora Walker. Observó su exquisita belleza, y luego dijo, muy suavemente:
—Creo que debería usted subir al coche.
Daisy rió violentamente: —¡Nunca he oído nada tan estricto! Si esto es incorrecto, señora Walker —prosiguió— entonces es que también yo soy incorrecta, y debe usted abandonarme a mi suerte. Adiós. ¡Le deseo un agradable paseo! —y acompañada por el señor Giovanelli, que hizo un saludo triunfalmente obsequioso, se alejó.
La señora Walker la siguió con la mirada, y los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Suba usted, caballero —dijo a Winterbourne, indicando el asiento a su lado. El joven le respondió que se sentía en la obligación de acompañar a Miss Miller, a lo cual la señora Walker declaró que si él rechazaba este favor, no volvería a dirigirle la palabra. Era evidente que lo decía en serio. Winterbourne alcanzó a Daisy y a su acompañante y, ofreciendo su mano a la muchacha, le dijo que la señora Walker reclamaba imperiosamente su compañía. Esperaba que, en respuesta, ella diría algo atrevido, algo que la empujaría un poco más hacia esa «imprudencia» de la que tan compasivamente había tratado de apartarla la señora Walker. Pero se limitó a estrechar su mano casi sin mirarle, mientras el señor Giovanelli lo despedía con una exagerada floritura de sombrero.
Winterbourne no estaba del mejor de los humores cuando tomó asiento en la victoria de la señora Walker.
—No estuvo usted muy hábil —dijo con franqueza mientras el vehículo se mezclaba de nuevo con el tropel de carruajes.
—En casos como éste —respondió su compañera —no deseo ser hábil, ¡sólo deseo ser formal!
—Bien, pues su formalidad sólo ha conseguido ofenderla y hacerla huir.
—Muy bien —dijo la señora Walker—. Si está por completo decidida a comprometerse, cuanto antes lo sepa uno mejor. Así podremos obrar en consecuencia.
—Sospecho que no lo hace con mala intención —prosiguió Winterbourne.
—Es lo que yo creía hace un mes. Pero está yendo demasiado lejos.
—¿Qué es lo que ha hecho?
—Todo lo que aquí no se hace. Coquetear con el primero que encuentra, sentarse en los rincones con misteriosos italianos, bailar toda la noche con la misma pareja, recibir visitas a las once de la noche. Cuando llegan los visitantes su madre se retira.
—Pero su hermano —dijo Winterbourne riendo— se queda levantado hasta medianoche.
—Debe ser muy edificante lo que ve. He oído decir que en el hotel donde se hospedan todo el mundo habla de ella, y que todos los sirvientes se sonríen cuando llega algún caballero preguntando por Miss Miller.
—¡Al diablo los sirvientes! —dijo Winterbourne irritado—. El único defecto que tiene la pobre muchacha es —añadió luego— su falta de cultura.
—Es desvergonzada por naturaleza —declaró la señora Walker—. Tome el ejemplo de esta mañana. ¿Cuánto tiempo hacía que la conocía usted cuando se fue de Vevey?
—Un par de días.
—Imagínese pues: ¡hacer una cuestión personal de que usted se marchara de allí!
Winterbourne permaneció en silencio por unos segundos. Luego dijo:
—Sospecho, señora Walker, que usted y yo hemos vivido demasiado tiempo en Ginebra —y le preguntó a continuación cuál había sido su propósito específico cuando le rogó que subiera al carruaje.
—Deseaba pedirle que pusiera fin a sus relaciones con Miss Miller —que no coqueteara con ella— para no darle más oportunidades de ponerse en evidencia... que la dejara sola, en una palabra.
—Me temo que no podré hacer eso —dijo Winterbourne—. Me gusta en extremo.
—Razón de más para que no la ayude a dar un escándalo.
—Le aseguro que no habrá nada escandaloso en mis atenciones hacia ella.
—Lo habrá sin duda en el modo en que ella las interprete. Pero ya he dicho lo que tenía sobre la conciencia —prosiguió la señora Walker—. Si usted desea reunirse de nuevo con esa señorita puede apearse cuando quiera. A propósito, ahora tiene la oportunidad.
El carruaje estaba cruzando la parte de los jardines del Pincio que domina la muralla de Roma y mira hacia la hermosa Villa Borghese. Está bordeada por una larga balaustrada, cerca de la cual hay varios asientos. Uno de ellos, a cierta distancia, estaba ocupado por un caballero y una dama, a los que la señora Walker señaló con un ademán de la cabeza. En ese momento se levantaron y caminaron hacia la balaustrada. Winterbourne, que había pedido al cochero que se detuviera, descendió del carruaje. Su acompañante le miró un instante en silencio; luego, mientras él levantaba su sombrero, se alejó majestuosamente. Winterbourne se quedó allí, había vuelto los ojos hacia Daisy y su galán. Evidentemente ellos no veían a nadie; estaban demasiado ocupados el uno con el otro. Cuando llegaron al límite del jardín, se quedaron un momento contemplando los macizos de pinos achaparrados de la Villa Borghese. Luego Giovanelli se sentó familiarmente sobre el ancho borde de la pared.
El sol que se ponía en el extremo opuesto del cielo proyectó un rayo brillante a través de dos nubarrones; el acompañante de Daisy tomó la sombrilla de las manos de ella y la abrió. La muchacha se le acercó un poco y él mantuvo la sombrilla sobre ella; luego, sin soltarla, dejó que descansara sobre el hombro de Daisy, de manera que sus dos cabezas quedaron ocultas a la mirada de Winterbourne. Este se entretuvo un momento y luego empezó a caminar. Pero no caminó hacia la pareja de la sombrilla, sino hacia la residencia de su tía, la señora Costello.