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La señora Ludlow era la mayor de las tres hermanas y se la consideraba la más juiciosa. En general se decía que Lilian era la práctica, Edith la hermosa e Isabel la intelec- tual. La señora Keyes, segunda del grupo, era esposa de un oficial del Cuerpo de Ingenieros de Estados Unidos y, como para nada le afecta nuestra historia, nos limitaremos a decir que era muy bella y constituía el principal ornato de los acantonamientos militares del país - especialmente en el inelegante Oeste- a los que, con gran pesar por su parte, era destinado su marido. Lilian se había casado con un abogado de Nueva York, joven de potente voz y gran entusiasmo por su profesión. Su matrimonio no resultó un enlace brillante, como tampoco el de Edith, pero a Lilian se le inculcó desde siempre la idea de que debía considerarse muy dichosa si llegaba a casarse con quien fuese… y por eso era mucho más sencilla que sus otras dos hermanas. Sin embargo, se sentía muy feliz, y por aquel entonces, en su calidad de madre de dos graciosos retoños y de dueña de una especie de escolio de oscura piedra violentamente encajonado en la calle Cincuenta y tres, parecía regodearse en su situación como en una feliz evasión de los sinsabores de este mundo. Era de baja estatura y cuerpo recio, y aunque de figura harto discutible, se le concedía buena presencia, ya que no majestad. No obstante, todos parecían convenir en que había ganado mucho con el matrimonio, y sentíase perfectamente segura de dos cosas en la vida: de la fuerza de los argumentos de su marido y de la originalidad de su hermana Isabel. A veces solía decir: «Yo no podría seguir el ritmo de Isabel… Me ocuparía todo mi tiempo». A pesar de eso, mantenía sobre ella una maternal vigilancia y la observaba con la misma triste solicitud con que una gran perra de aguas con- templaría los movimientos de un galgo suelto.

- Lo que yo quisiera es verla casada, eso es lo que de veras le conviene -decía con frecuencia a su marido.

A lo que Edmund Ludlow solía replicar en un tono muy audible:

- Pues debo confesar que no experimento el menor deseo de casarla.

- Ya sé que lo dices por discutir. Lo tuyo es llevar siempre la contraria. No veo qué puedas tener contra ella, a no ser que es original.

- Pues bien, es que no me gustan los originales, prefiero las traducciones -le había contestado más de una vez el señor Ludlow, añadiendo-: Isabel está escrita en un idioma extranjero y no puedo descifrarla. Lo que debería hacer es casarse con un armenio o un portugués.

- Eso es precisamente lo que temo que haga -exclamaba Lilian, que creía a Isabel capaz de cualquier cosa.

Así pues, al llegar a casa, escuchó con gran interés la " relación que su hermana menor le hizo acerca de la inesperada aparición de la señora Touchett y, por la noche, se dispuso a obedecer el mandato de su tía. No se tiene noticia de lo que Isabel dijera entonces, pero sin duda alguna sus palabras debieron de suscitar en su hermana el comentario que hizo a su esposo cuando ambos estaban preparándose para ir a hacer la visita:

- Ojalá se le ocurra hacer algo por Isabel; creo que lo hará, pues parece haberse encaprichado mucho con ella.

- Pero ¿qué quieres que haga? -preguntó Edmund Ludlow-. ¿Que le haga un buen regalo?

- No me refiero a eso; seguramente no será nada por el estilo. Me refiero a que se tome verdadero interés por ella, a que le resulte simpática. Precisamente, es de las pocas personas que pueden apreciarla, porque ha vivido mucho entre gente extranjera, y le ha contado a Isabel muchas cosas acerca de esa vida. Ya sabes que tú mismo has considerado siempre que Isabel tiene algo de extranjera.

- Ya veo lo que quieres decir: que la tía le procure un poco de simpatía en el extranjero. ¿Crees que en su país no se le otorga la necesaria?

- De todos modos, debería ir al extranjero -replicó la señora Ludlow-. Es el tipo de persona que debería viajar.

- Y quieres que la vieja señora se la lleve, ¿no es eso?

- Se ha ofrecido a llevarla… y está muerta de ganas de que Isabel vaya. Pero lo que yo deseo que haga cuando llegue allí con ella es que le proporcione toda clase de ventajas. Estoy segura de que lo único que debemos hacer es darle una oportunidad… -recalcó la señora Ludlow. -¿Oportunidad? ¿para qué?

- Para perfeccionarse.

Al oírlo, Edmund exclamó: -¡Dios Santo! ¡Espero que no vaya a perfeccionarse más!

- Si no tuviese la seguridad de que lo dices por discutir, me molestaría mucho lo que acabas de decir -replicó la esposa-. Pero no puedes negar que la estimas.

Más tarde, mientras el joven esposo se cepillaba el sombrero, preguntó a Isabel:

- Tú sabes que te aprecio, ¿verdad?


- Lo que sé y de lo que estoy segura es que me importa un bledo que me quieras o no - replicó la muchacha, con una sonrisa y un tono de voz que desmentían la altivez de sus palabras. -¡Oh! Desde que ha recibido la visita de la señora Touchett se siente tan superior… - comentó su hermana. Pero Isabel replicó con seriedad.

- No debes decir eso, Lily. No me siento superior a nadie.

- Aunque así fuera, no habría mal en ello-dijo su hermana, siempre conciliadora.

- Es que no veo en la visita de la señora Touchett nada que le haga a una sentirse superior. -¡Oh! -exclamó el señor Ludlow-, ahora se siente más superior que nunca.

- Cuando yo me sienta superior, si alguna vez lo hago -dijo la muchacha-, será por otra razón mejor.

Fuera como fuese, lo cierto es que se sentía diferente, como si le hubiese ocurrido algo. Una vez que se hubo quedado sola por la noche, se sentó bajo la lámpara, las manos vacías, sin ganas de ocuparlas en ninguna de sus habituales labores. Se levantó al cabo de un rato, se puso a andar de un lado para otro de la habitación y recorrió también otros aposentos, deteniéndose especialmente en los sitios en que la luz era menos intensa. La verdad era que se sentía intranquila, agitada, incluso había momentos en que temblaba. Lo que acababa de ocurrirle le parecía de una importancia desproporcionada, se había producido un verdadero cambio en su vida. Lo que éste hubiera de suponer en lo sucesivo era cosa por demás indefinida, pero en su actual situación ella daba un gran valor a cualquier cambio que le sobreviniese. Sentía un irresistible deseo de dejar atrás su pasado para, como ella misma decía, comenzar de nuevo. No había surgido tal deseo como por ensalmo con motivo de la ocasión presente, sino que éste le era tan familiar como el repiqueteo de la lluvia en los vidrios de las ventanas, y ya en más de una ocasión la había inducido a querer comenzar de nuevo. Se sentó en uno de los rincones más oscuros del silencioso salón y cerró los ojos, pero no con el deseo de quedarse adormilada para olvidar. Por el contrario, se sentía demasiado despierta y deseaba dominar la sensación que le causaba percibir demasiadas cosas a la vez.

Su imaginación había llegado a ser, por la fuerza del hábito, ridículamente activa, de suerte que, cuando la puerta no estaba abierta, se escapaba por la ventana. No tenía la costumbre de encerrarla bajo llave, y le sucedía que, en los momentos importantes en que se hubiera sentido agradecida por ser capaz de utilizar únicamente su capacidad de razonamiento, pagaba las consecuencias de haber dado alas a esa facultad de fantasear en la que no intervenía el análisis. En aquel momento, con la seguridad de que una mano invisible había tocado la nota del cambio, se le agolparon en la imaginación los fantasmas de las imágenes de las cosas que había dejado tras si; se presentaron a su recuerdo los días y las horas ya vividos, y los fue revisando lentamente en medio de aquel silencio que sólo interrumpía con su tictac el gran reloj de bronce. De aquel profundo examen, la verdad que más patente surgía ante sus ojos era la de que su vida había sido muy dichosa, de que ella era una persona verdaderamente afortunada. Había disfrutado lo mejor de todo y, en un mundo en que tantos individuos se desenvuelven en circunstancias nada envidiables, constituía una ventaja el no haber padecido nada desagradable. A Isabel le parecía que, en realidad, lo desagradable había permanecido demasiado ausente de su vida, ya que, de su contacto constante con la literatura, había deducido que lo desagradable constituía un manantial inagotable de interés e incluso de instrucción. Su padre… aquel hermoso y adorado padre que siempre experimentó tan marcada aversión por todo lo desagradable, la había mantenido alejada de ello. Para Isabel fue una gran felicidad haber sido hija de tal hombre, de suerte que llegó a sentirse orgullosa de su parentesco. Desde el momento de su muerte, ella lo recordó mostrándose siempre valeroso ante sus hijas, capaz de alejar las cosas feas de su propia imaginación, aunque no de su existencia. Pero eso sólo hizo que su ternura por él aumentara, y apenas si le resultaba doloroso pensar que él había sido demasiado generoso, demasiado alegre, demasiado indiferente a las ideas de sordidez. Muchos sostenían que había llevado tal indiferencia demasiado lejos, sobre todo los que componían el gran número de personas a quienes debía dinero. Isabel no había llegado a conocer jamás las opiniones de tales personas, pero al lector podría interesarle saber que, si bien le reconocían al difunto señor Archer una notable inteligencia y una manera de ser muy seductora, capaz de apoderarse de los demás (y no faltaba quien dijera que siempre estaba apoderándose de algo), ello no les impedía declarar abiertamente que hacía muy mal uso de su vida. Había derrochado una gran fortuna, por ser excesivamente hospitalario, y había jugado sin freno. Y hasta hubo críticos que dijeron que ni siquiera se había preocupado de educar a sus hijas: que no habían recibido una educación corriente, que no habían tenido un hogar permanente, y que habían sido al mismo tiempo malcriadas y abandonadas, relegando su educación a niñeras y gobernantas (casi siempre muy malas), o a frívolas escuelas, dirigidas por francesas, de las que al cabo de un mes eran retiradas con gran sentimiento de ellas, que lloraban a lágrima viva al ser alejadas de allí. Tal apreciación del caso había suscitado la indignación de Isabel, ya que a su modo de ver había gozado de muchas y buenas oportunidades. Incluso cuando su padre dejó a sus hijas durante tres meses en Neufchatel con una criada francesa, la cual no tardó en escaparse con un noble ruso que vivía en el mismo hotel…, aun en esa situación tan irregular que tuvo lugar cuando la muchacha no contaba más de once años, ella no experimentó el menor miedo ni la menor vergüenza y se limitó a considerarla un episodio romántico, justificado por una educación sumamente liberal. Su padre tenía unas miras muy amplias acerca de la vida, como lo probaba sobradamente su inquietud constante y la incoherencia ocasional de su conducta. Quería que sus hijas, aun siendo niñas, vieran cuanto fuera posible del mundo y, con tal objeto, antes de que Isabel alcanzara los catorce años de edad, ya las había hecho cruzar tres veces el Atlántico, proporcionándoles en cada ocasión sólo unos cuantos meses para observar por sí mismas el asunto propuesto. Esta táctica sólo había servido para abrir el apetito de nuestra heroína, excitando superlativamente su curiosidad sin llegar a satisfacérsela. Indudablemente ella era una acérrima partidaria de su padre, pues, de las tres, era la que mejor se las componía para compensarle por las incomodidades de las que él nunca se quejaba. En los últimos días de su vida, el deseo paterno de abandonar este mundo, en el cual la dificultad de hacer lo que a uno le gustaba parecía ir aumentando a medida que él iba envejeciendo, se había visto profundamente alterado por el dolor que le causaba tener que separarse de una hija tan inteligente, notable y superior. Posteriormente, cuando cesaron los viajes a Europa, él comenzó a mostrarse todavía más indulgente con sus hijas y, aunque hubo de sufrir no pocas dificultades económicas, nada alteró en ellas la irreflexiva seguridad de hallarse en posesión de muchas cosas. Isabel, que por cierto bailaba muy bien, no recordaba haber logrado un gran éxito en Nueva York como miembro del ambiente coreográfico; en cambio, su hermana Edith, al decir de muchos, tenía más condiciones para ello. Edith fue un caso tan notable de éxito que Isabel no pudo seguir haciéndose ilusiones acerca de lo requerido para lograr tal privilegio, así como tampoco acerca de los límites de su propia capacidad de brincar, saltar y desgañitarse… sobre todo para conseguir el efecto deseado. Diecinueve personas entre veinte (incluso la misma hermana menor) declaraban que Edith era la más guapa de las dos hermanas; sin embargo, la vigésima, a más de darse el gusto de pensar lo contrario, podía complacerse en pensar que todos los demás eran sólo unos estetas de lo más vulgar. En su naturaleza profunda, Isabel experimentaba un deseo más insaciable todavía que el de Edith de gustar, pero esa naturaleza profunda se encontraba en un lugar tan inaccesible de su alma que entre ésta y la superficie había una docena de fuerzas caprichosas que impedían la debida comunicación. Ella veía que los jóvenes acudían en tropel a visitar a su hermana, pero que, en cambio, sentían miedo de ella, pues tenían la sensación de que para hablarle había que poseer una preparación especial. La fama de ser mujer muy leída pesaba sobre ella y la envolvía como la densa nube que rodea a las diosas de las epopeyas, haciendo suponer que sólo se interesaba por cuestiones abstrusas y que su conversación jamás adquiría un tono apasionado. Si bien a la pobre le encantaba que se la considerase inteligente, la molestaba sobremanera que se la tuviese por libresca. Por ello, acostumbraba a leer en secreto y, aunque poseía una excelente memoria, procuraba abstenerse de citar lo que leía. La dominaba una gran ansia de saber, pero prefería a lo impreso cualquiera otra fuente de información directa, y era tal su curiosidad por las cosas de la vida que de todo se admiraba y todo la emocionaba. La vida había echado hondas raíces en ella y, por lo mismo, su goce más intenso consistía en sentir dentro de sí la continuidad entre las agitaciones de su propia alma y las del mundo externo. Ello hacía que le gustara extraordinariamente contemplar las grandes multitudes y las diversas regiones del país y leer lo más interesante acerca de las revoluciones y de las guerras, así como también admirar los cuadros históricos… proclividad que en más de una ocasión la indujo a cometer la incongruencia de perdonar lo malo de la pintura en aras de su tema. En tiempo de la Guerra de Secesión ella era todavía muy niña, lo cual no impidió que durante tal período pasara largos meses entregada a una apasionada excitación, en la que tan pronto se sentía emocionada por el valor de un ejército como por el del contrario, lo cual la sumía en una extraordinaria confusión. Desde luego, la circunspección de los suspicaces jóvenes no había llegado a convertirla en una proscrita social, pues el número de los que, al acercársele, sentían latir el corazón con la fuerza necesaria para recordar que también poseían cabeza la había mantenido alejada de las excelsas disciplinas propias de su sexo y su edad. Así, ella tuvo cuanto pudo apetecer una muchacha: cariño, admiración, golosinas, ramos de flores, la convicción de que no se le escatimaba nada de lo que podía obtenerse en el mundo en que ella vivía, ocasiones constantes para bailar, abundancia de nuevos vestidos, la revista Spectator de Londres, las últimas publicaciones de prensa, la música de Gounod, la poesía de Browning, la prosa de George Elliot.

Y todas aquellas cosas, a medida que la imaginación las iba evocando se transformaban en multitud de escenas vividas y de figuras conocidas. Cosas arrumbadas en el desván de la memoria se le aparecían de nuevo, mientras que muchas otras a las que en su día había concedido gran importancia quedaban alejadas de su vista. El resultado era verdaderamente caleidoscópico; pero, en aquel instante, el girar caprichoso del instrumento quedó paralizado por la llegada de la sirvienta que venía a anunciar la visita de un caballero: Caspar Goodwood. Era éste un joven de Boston. Hacía doce meses que conocía a la señorita Archer y, considerándola la mujer más bella de aquel tiempo, había dictaminado que el tiempo era únicamente, guiándose por la norma a que antes he aludido, un necio período de la historia. Le había escrito de vez en cuando, y últimamente sus cartas estaban fechadas en Nueva York; por lo cual ella casi confiaba en la posibilidad de que él viniera a verla… incluso puede decirse que pasó todo aquel día lluvioso esperándole sin darse cuenta cabal de que le esperaba. Sin embargo ahora, al saber que estaba allí, no experimentaba ningún deseo de verle ni de recibirle. El era el joven más admirable que ella había visto, un espléndido joven que llegaba a inspirarle un respeto grande y poco usual, sentimiento que ninguna otra persona le había inspirado hasta entonces. La gente se imaginaba que el quería hacerla su esposa, pero eso era algo que sólo a ellos dos concernía. Lo que desde luego puede afirmarse es que él hizo el viaje de Nueva York a Albany tan sólo por verla, después de haberse enterado en la primera de las dos ciudades, donde estaba pasando una temporada y donde había creído encontrarla, que ella iba a permanecer en la capital del estado. Isabel retrasó algunos minutos el momento de ir a verle, y anduvo de un lado para otro de la habitación, abrumada por la intuición de que la esperaban nuevas complicaciones. Pero por fin decidió ir en su busca, y le vio, de pie bajo la lámpara, tal como era: alto, fuerte, tal vez algo tieso, al propio tiempo que delgado y moreno. Su belleza no era romántica sino más bien tenebrosa. Su fisonomía tenía algo que reclamaba la atención y esa atención se veía recompensada por el encanto de unos ojos azules de imperturbable fijeza que no parecían corresponder a su semblante y de una mandíbula angulosa, de esas a las que suele atribuirse la virtud de denotar un temperamento enérgico y resuelto. Al verle, Isabel se dijo que aquella noche mostraba sin duda alguna una firme resolución. A pesar de ello, Caspar Goodwood, que media hora antes había llegado allí esperanzado y resuelto, acabó por volverse a su alojamiento con la convicción de haber fracasado en su empresa. Conviene advertir, sin embargo, que no era un hombre capaz de aceptar un fracaso así como así.

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