Читать книгу Obras Notables de Henry James - Henry James - Страница 7
4
ОглавлениеAl día siguiente tuvo, por lo menos, la satisfacción de no suscitar sonrisas entre los sirvientes cuando preguntó en el hotel por la señora Miller. Sin embargo, ni la dama ni su hija estaban. Y cuando al otro día repitió la visita, Winterbourne tuvo de nuevo la desgracia de no encontrarlas. La fiesta de la señora Walker se celebró en la noche del tercer día, y a pesar de la frialdad de su última entrevista con la anfitriona, Winterbourne estuvo entre los invitados. La señora Walker era una de esas damas americanas que, mientras residen en el extranjero, se creen en la obligación —según sus propias palabras— de estudiar la sociedad europea, y en esta ocasión había reunido varios especímenes de mortales de diversas procedencias para que sirvieran, por así decirlo, de libros de texto. Cuando Winterbourne llegó, Daisy Miller no estaba allí; pero al cabo de un rato vio entrar a su madre, sola, muy tímida y afligida. El cabello de la señora Miller, sobre sus despejadas sienes, estaba más rizado que nunca. Cuando se acercó a la señora Walker, Winterbourne también lo hizo.
—Ya ve usted que he venido sola —dijo la pobre señora Miller —. Estoy tan asustada, no sé qué hacer. Es la primera vez que voy a una fiesta sola, especialmente en este país. Quería traer a Randolph, o a Eugenio, o a alguien, pero Daisy me hizo venir sola. No estoy acostumbrada a salir sola.
—¿Y su hija no va a honrarnos con su presencia? —preguntó la señora Walker, solemnemente.
—Bueno, Daisy ya está vestida —dijo la señora Miller, con ese acento de desapasionado, filosófico incluso, historiador con el que siempre relataba los incidentes usuales en la vida de su hija—. Se vistió con ese fin antes de cenar. Pero se ha presentado un amigo suyo: ese caballero —el italiano— que quería traer. Se han puesto a tocar el piano; parece como si no pudieran dejarlo. El señor Giovanelli canta magníficamente. Pero supongo que no tardarán en venir —concluyó esperanzada.
—Lamento de veras que venga... de esta forma —dijo la señora Walker.
—Le dije que de nada servía arreglarse antes de cenar, si luego iba a esperar tres horas —respondió la mamá de Daisy—. No veo la necesidad de arreglarse tanto para quedarse allí sentada con el señor Giovanelli.
—¡Es el colmo! —dijo la señora Walker alejándose y dirigiéndose a Winterbourne—. Elle s'affiche. Es su venganza por haberme atrevido a reprenderla. Cuando venga, no pienso dirigirle la palabra.
Daisy llegó pasadas las once, pero no era, esta vez, una joven de las que esperan que les dirijan la palabra.
Avanzó decidida envuelta en su radiante belleza, sonriendo y charlando, con un gran ramo de flores y escoltada por el señor Giovanelli. Todos dejaron de hablar y se volvieron para verla. Fue directamente hacia la señora Walker.
—Temí que pensara que no vendría, por eso mandé a mi madre para advertirla. Quería que el señor Giovanelli practicara un poco antes de venir: ya sabe que canta maravillosamente, y quiero que le pida que cante.
Este es el señor Giovanelli, recordará que se lo presenté. Posee una voz bellísima y un repertorio de canciones encantadoras. Esta noche se las hice repasar a propósito; nos hemos divertido muchísimo en el hotel.
Daisy dijo todo esto con la más dulce y clara de las voces, dirigiéndose ora a su anfitriona, ora al resto de los presentes, mientras se daba golpecitos en torno a los hombros por el borde del vestido.
—¿Hay alguien a quien yo conozca? —preguntó.
—¡Creo que todos la conocen a usted! —dijo la señora Walker intencionalmente, y saludó al señor Giovanelli de forma escueta.
Este caballero se comportó con gran aplomo. Sonreía, se inclinaba y enseñaba sus blancos dientes, se retorcía el bigote, hacía girar sus ojos, y desempeñaba todas las funciones propias de un bello italiano en una fiesta nocturna. Cantó, muy bien, media docena de canciones, aunque la señora Walker declaró más tarde que le había resultado imposible averiguar quién se lo había pedido. Aparentemente no fue Daisy la que le había dado órdenes: ella permaneció sentada a cierta distancia del piano y, pese a haber profesado públicamente la admiración por su forma de cantar, estuvo hablando todo el rato en voz no demasiado baja.
—Es una lástima que estas piezas sean tan pequeñas: no podemos bailar —le dijo a Winterbourne, como si le hubiera visto cinco minuto antes.
—Yo no lamento que no podamos bailar —respondió Winterbourne—, no sé hacerlo.
—Desde luego que no sabe hacerlo, es demasiado tieso —dijo Miss Daisy—. Espero que disfrutara de su paseo con la señora Walker.
—No, no lo disfruté. Hubiese preferido pasear con usted.
—Partimos emparejados, era mucho mejor —dijo Daisy—. Pero ¿oyó usted nunca algo tan inoportuno como ese deseo de la señora Walker de que yo subiera en su coche, dejando solo al pobre señor Giovanelli? ¡Con el pretexto de que era lo correcto! ¡La gente tiene unas ideas! Hubiese sido muy cruel; él había estado hablando de ese paseo durante los diez últimos días.
—No tendría que haberle dicho nada —dijo Winterbourne—. Jamás se le hubiera ocurrido pedirle a una joven de este país que paseara con él por la calle.
—¿Por la calle? —exclamó Daisy con su bella mirada—. ¿Por dónde le habría propuesto pasear si no? Además, el Pincio no es la calle y yo, gracias a Dios, no soy una joven de este país. Aquí las jóvenes se aburren terriblemente, por lo que he podido saber. No veo por qué tendría que cambiar mis costumbres por ellas.
—Me temo que sus costumbres sean las de una coqueta —dijo Winterbourne gravemente.
—¡Claro que lo son! —exclamó ella dirigiéndole de nuevo su mirada sonriente—. ¡Soy una temible, terrible coqueta! ¿Vio usted nunca alguna muchacha bonita que no lo fuera? Pero supongo que me va a decir que no soy una muchacha bonita.
—Usted es muy bonita, pero me gustaría que coqueteara conmigo, y sólo conmigo —dijo Winterbourne.
—¡Ah, gracias! Muchas gracias. Usted es el último hombre con el que pensaría en coquetear. Como ya he tenido el placer de informarle, es usted demasiado tieso.
—Dice eso con demasiada frecuencia —dijo Winterbourne.
Daisy rió encantada.
—Si tuviera la dulce esperanza de hacerle enfadar se lo volvería a decir.
—No lo haga; cuando estoy enfadado soy más tieso que nunca. Pero si no quiere coquetear conmigo, deje por lo menos de coquetear con su amigo del piano. Estas cosas no las entienden aquí.
—¡Creía que no entendían más que eso! —exclamó Daisy.
—No, si se trata de jóvenes solteras.
—Me parece mucho más propio de jóvenes solteras que de viejas casadas —declaró Daisy.
—Bueno —dijo Winterbourne—, cuando se trata con la gente de un país, hay que acomodarse a las costumbres del lugar. El flirteo es una costumbre puramente americana; aquí no existe. Así que cuando se exhibe usted en público con el señor Giovanelli y sin su madre... —¡Dios mío! ¡Pobre mamá! —interrumpió Daisy.
—Aunque usted pueda estar coqueteando, el señor Giovanelli no lo hace; él pretende algo distinto.
—En cualquier caso no sermonea —dijo Daisy con vivacidad—. Y si tanto quiere saberlo, ninguno de los dos coquetea; somos demasiado amigos para eso: somos amigos íntimos.
—¡Ah! —contestó Winterbourne—, si están enamorados, eso es otra cosa.
Hasta el momento ella le había permitido hablar con tanta franqueza que no esperaba molestarla con estas últimas palabras. Pero Daisy se levantó al punto, manifiestamente sonrojada y dejándole exclamarse mentalmente que las pequeñas coquetas americanas eran las criaturas más extrañas del mundo.
—Por lo menos, el señor Giovanelli —dijo, lanzando a su interlocutor una mirada furtiva— nunca me dice cosas tan desagradables.
Winterbourne estaba aturdido; permaneció allí, con la mirada perdida. El señor Giovanelli había terminado de cantar; dejó el piano y fue a reunirse con Daisy.
—¿Quiere usted tomar un poco de té en el otro salón? —le preguntó, inclinándose con su decorativa sonrisa.
Daisy se volvió hacia Winterbourne y empezó a sonreír de nuevo. El se quedó aún más perplejo, pues esa sonrisa inconsecuente no aclaraba nada, aunque parecía demostrar que, en realidad, la muchacha poseía una dulzura y una suavidad que la predisponían al perdón de las ofensas.
—Al señor Winterbourne nunca se le ocurrió ofrecerme té —dijo, con su estilo atormentador.
—Le he ofrecido consejos —contestó Winterbourne.
—¡Prefiero el té suave! —exclamó Daisy, y se fue con el brillante Giovanelli. Se sentó con él en el salón contiguo, sobre el alféizar de la ventana, y allí se quedaron el resto de la velada. Una interesante pieza sonaba en el piano, pero ninguno de los dos jóvenes le prestó la más mínima atención. Cuando Daisy fue a despedirse de la señora Walker, la dama reparó a conciencia la debilidad que había demostrado a la llegada de la muchacha. Se volvió dándole resueltamente la espalda y dejó que se las arreglara como pudiese. Winterbourne, que estaba cerca de la puerta, lo vio todo. Daisy se puso muy pálida y miró a su madre, pero la señora Miller era humillantemente inconsciente de cualquier violación de las reglas sociales. Parecía, en efecto, sentir un incongruente impulso de llamar la atención sobre su propia y estricta observancia de las mismas.
—Buenas noches, senora Walker —dijo—. Hemos pasado una velada deliciosa. Ya ve usted, aunque deje que Daisy vaya sola a las fiestas, no la dejo retirarse sin mí.
Daisy se alejó mirando con un semblante pálido y grave el círculo que se había formado junto a la puerta.
Winterbourne notó que, en los primeros momentos, estaba demasiado herida y desconcertada como para poder indignarse. El, por su parte, estaba profundamente conmovido.
—Eso fue muy cruel —le dijo a la señora Walker.
—¡No volverá a poner los pies en mi salón! —replicó la anfitriona.
Puesto que no iba a encontrarla en el salón de la señora Walker, Winterbourne fue con tanta frecuencia como pudo al hotel de la señora Miller. Rara vez las damas estaban allí, y cuando lograba encontrarlas siempre estaba presente el solícito Giovanelli. A menudo, el pequeño y refinado romano se hallaba en el salón, a solas con Daisy; al parecer la señora Miller profesaba la opinión de que la discreción es la mejor forma de vigilancia posible. Winterbourne notó, con cierta sorpresa al principio, que en tales ocasiones Daisy no se mostraba nunca turbada o molesta por su llegada. Pero pronto empezó a comprender que la muchacha no le reservaba ya sorpresa alguna: lo inesperado era lo único que de su comportamiento podía esperarse. No daba ninguna muestra de desagrado cuando su tète-a-tète con Giovanelli era interrumpido; podía charlar tan tranquila y espontáneamente con dos caballeros como con uno solo; en su conversación siempre había la misma extraña mezcla de audacia y puerilidad. Winterbourne se dijo que, si estaba seriamente interesada en Giovanelli, resultaba singular que no se tomara ninguna molestia en preservar la intimidad de sus entrevistas, y le gustó aún más por su espontánea indiferencia y su buen humor, aparentemente inagotable. Le hubiera resultado difícil decir por qué, pero le parecía una de esas muchachas incapaces de tener celos. A riesgo de provocar alguna sonrisa burlona en el lector, puedo afirmar que, con todas las mujeres que hasta el presente le habían interesado, Winterbourne tuvo a menudo la impresión de que, dadas ciertas contingencias, pudiera llegar —literalmente— a temerlas. Con Daisy Miller tenía la agradable sensación de que nunca podría temerla. Hay que agregar que dicho sentimiento no era precisamente halagador para Daisy, formaba parte de su convicción, o tal vez su aprensión, de que al conocerla mejor resultaría ser más bien superficial.
Sin embargo era evidente que estaba muy interesada en Giovanelli. Le miraba en cuanto abría la boca, siempre le estaba pidiendo que hiciera esto o aquello, le gastaba bromas y le mortificaba constantemente. Parecía haber olvidado por completo que Winterbourne le hubiera dicho algo desagradable en la fiesta de la señora Walker.
Un domingo por la tarde, habiendo ido a San Pedro con su tía, Winterbourne la vio paseando por el interior de la impresionante iglesia en compañía del inevitable Giovanelli. Señaló la muchacha y su galán a la señora Costello. La dama les miró un momento a través de sus impertinentes y luego dijo: —¿Eso es lo que te tiene tan pensativo, no es cierto?
—No tenía la menor idea de que estuviera pensativo —dijo el joven.
—Estás muy preocupado, estás pensando en algo.
—¿Y de estar pensando en qué me acusa usted? —preguntó él.
—En esa chica, Miss Baker, o Miss Chandler... ¿cómo se llama? Miss Miller y su intriga con ese aprendiz de barbero.
—¿Llama usted intriga —preguntó Winterbourne— a un asunto rodea do de una tan poco usual publicidad?
—Esa es su locura —dijo la señora Costello—, no su mérito.
—No —respondió Winterbourne, con algo de ese aire pensativo al que su tía había aludido—, no creo que pueda llamarse una intriga.
—He oído comentarlo a una docena de personas; dicen que está muy entusiasmada con él.
—Realmente son muy íntimos —dijo Winterbourne.
La señora Costello volvió a inspeccionar a la pareja a través de su instrumento óptico.
—El es muy apuesto. Salta a la vista. Ella lo considera el hombre más elegante del mundo, el caballero más distinguido. Nunca ha visto a nadie así, es, incluso, mejor que el «courier». Probablemente fue el propio «courier» quien se lo presentó y, si consigue casarse con la chica, estará esperando una magnífica comisión.
—No creo que ella piense casarse con él —dijo Winterbourne—, y no creo que él tenga ninguna esperanza de casarse con ella.
—Puedes estar seguro de que ella no piensa en nada. Vive de día en día, de hora en hora, como se hacía durante la Edad de Oro. No puedo imaginarme nada más vulgar. Y al mismo tiempo —añadió la señora Costello—, ten por seguro que en cualquier momento va a anunciarte que está «prometida».
—Creo que eso es más de lo que espera Giovanelli —dijo Winterbourne.
—¿Quién es Giovanelli?
—El italiano. He hecho algunas preguntas sobre él y he sabido ciertas cosas. Al parecer es un hombrecillo totalmente respetable. Una especie de cavaliere avvocato de poca monta. Pero no se mueve en los que llamamos círculos superiores. Creo que no es del todo imposible que fuera, efectivamente, el «courier» quien se lo presentara. Es evidente que se siente inmensamente cautivado por Miss Miller. Si ella lo considera el caballero más distinguido del mundo, él, por su parte, nunca tuvo contacto personal con tanto esplendor, tanta opulencia, tanta prosperidad. Y además, debe parecerle maravillosamente bella e interesante. Dudo que sueñe en casarse con ella. Eso sería demasiada suerte como para ser posible. El no tiene más que su hermosa cara para ofrecer, y en la misteriosa tierra de los dólares existe un señor Miller muy real. Giovanelli sabe que no tiene ningún título que ofrecer. ¡Si por lo menos fuera un conde o un marchese! Debe maravillarse de la suerte que ha tenido al ser aceptado de esa forma.
—¡Se lo explica por su linda cara y piensa que Miss Miller es una muchacha qui se passe ses fantaisies! —dijo la señora Costello.
—Es muy cierto —prosiguió Winterbourne— que Daisy y su madre todavía no han llegado a ese nivel... ¿cómo lo llamaría?... de cultura en que la idea de cazar un conde o un marchese empieza a asomar. Las considero intelectualmente incapaces de esa concepción.
—¡Ah, pero el cavaliere puede pensar otra cosa! —dijo la señora Costello.
Winterbourne recogió ese día en San Pedro evidencia suficiente del interés que suscitaba la «intriga» de Daisy.
Una docena de miembros de la colonia americana de Roma fueron a hablar con la señora Costello, que se había sentado en una pequeña banqueta portátil al pie de una de las grandes pilastras. El servicio vespertino proseguía con espléndidos cantos y música de órgano en el coro adyacente y, mientras tanto, entre la señora Costello y sus amigos muchas cosas se dijeron sobre la pobre Miss Miller, que estaba yendo realmente «demasiado lejos». A Winterbourne no le gustó lo que oyó, pero cuando al salir por la gran escalinata de la iglesia vio a Daisy, que había salido antes que él, subir a un coche descubierto con su cómplice y perderse por las cínicas calles de Roma, tuvo que reconocer que la chica iba realmente demasiado lejos. Sintió lástima por ella. No es exactamente que creyera que había perdido la cabeza, sino que le resultaba penoso que algo tan bello, natural e indefenso fuera relegado a un lugar vulgar entre las categorías del desorden. Después de esto, pensó en darle alguna indicación a Miss Miller sobre su situación.
Un día, en el Corso, se encontró con un amigo suyo —un turista como él— que acababa de salir del palacio Doria, pur cuyas hermosas galerías había estado paseando. Su amigo comentó unos instantes el maravilloso retrato de Inocencio X, pintado por Velázquez, que cuelga en uno de los aposentos del palacio, y luego dijo:
—Por cierto que en el mismo aposento he tenido el placer de contemplar un cuadro de una naturaleza muy distinta: a aquella encantadora americana que me mostraste el otro día.
En respuesta a las preguntas de Winterbourne, su amigo le contó que la bonita americana, más bonita que nunca, estaba sentada con su acompañante en el apartado rincón donde se encuentra encerrado el gran retrato papal.
—¿Quién era su acompañante? —preguntó Winterbourne.
—Un italiano bajito con un ramillete en el ojal. La chica es deliciosamente bella, pero me pareció entender, por lo que el otro día me dijiste, que era un joven du meilleur du monde.
—¡Lo es! —respondió Winterbourne; y tras asegurarse de que Daisy y su acompañante habían sido vistos apenas hacía cinco minutos, saltó a un coche y fue a visitar a la señora Miller. Estaba en casa; pero se disculpó por recibirle en la ausencia de Daisy.
—Ha salido con el señor Giovanelli —dijo—. Siempre anda con el señor Giovanelli.
—He notado que son muy íntimos —observó Winterbourne.
—¡Ah, diríase que no pueden vivir el uno sin el otro! —dijo la señora Miller —. De cualquier modo él es un verdadero caballero. ¡Yo ya le digo a Daisy que está prometida! —¿Y qué dice Daisy?
—Oh, ella dice que no lo está. ¡Pero muy bien podría estarlo! —continuó la imparcial madre—. Se comporta como si lo estuviera. Pero ya le he hecho prometer al señor Giovanelli que me lo dirá si ella no lo hace. Me gustaría escribirle al señor Miller al respecto. ¿Qué le parece a usted?
Winterbourne respondió que por supuesto que había de escribirle. Y la disposición de la madre de Daisy le parecía algo tan sin precedente en los anales de la vigilancia materna, que abandonó por irrelevante todo intento de ponerla sobre aviso.
Después de esto, Daisy no estuvo nunca en su casa, y Winterbourne dejó de encontrarla en las casas de sus amistades comunes porque, como pudo notar, esa perspicaz gente había decidido definitivamente que la joven estaba yendo demasiado lejos. Cesaron de invitarla y dieron a entender que deseaban expresar a los observadores europeos la gran verdad de que, si bien Daisy Miller era una joven americana, su comportamiento no era representativo, y sus compatriotas lo consideraban anormal. Winterbourne se preguntaba cómo se sentiría ella viendo que todo el mundo le volvía la espalda, y a veces le enojaba sospechar que no sentía absolutamente nada. Se dijo a sí mismo que era demasiado superficial e inmadura, inculta e irreflexiva, demasiado provinciana para reflexionar sobre el ostracismo que la afectaba, o siquiera para advertirlo. En otros momentos, en cambio, creía que la muchacha portaba en su hermoso e irresponsable organismo una conciencia desafiante, apasionada y perfectamente lúcida de la impresión que producía. Se preguntaba si la actitud desafiante de Daisy provenía del conocimiento de su propia inocencia o de ser, esencialmente, una jovencita muy temeraria. Debe admitirse que la creencia en la «inocencia» de Daisy fue haciéndose para Winterbourne, cada vez más, una cuestión de sutil galantería. Como ya he tenido ocasión de contar, le molestaba verse obligado a prescindir de la lógica con respecto a esa muchacha, le exasperaba su falta de certidumbre instintiva para determinar hasta qué punto sus excentricidades eran genéricas, nacionales, y hasta qué punto eran personales. Como quiera que fuese, la había de algún modo perdido, y ahora era ya demasiado tarde. Ella estaba «loca» por el señor Giovanelli.
Pocos días después de la breve entrevista con su madre, encontró a Daisy en esa hermosa morada de floreciente desolación conocida como el Palacio de los Césares. La temprana primavera romana había llenado la atmósfera de flores y perfumes, y la rugosa superficie del Palatino estaba cubierta de tierno verdor. Daisy, se paseaba por la cima de uno de esos enormes montones de ruinas terraplenados con mármoles musgosos y pavimentados con inscripciones monumentales. Nunca Roma le había parecido tan hermosa como en ese momento. Se quedó mirando la fascinante armonía de líneas y colores que circundan a lo lejos la ciudad, inhalando los olores suavemente húmedos, y sintiendo la juventud del año y la antigüedad del lugar reafirmarse mutuamente en misteriosa ósmosis. Le pareció también que Daisy estaba más bonita que nunca, pero ésa era una observación que se hacía cada vez que la encontraba. A su lado estaba Giovanelli, y también él tenía un aspecto de brillantez inusitado.
—¡Vaya! —dijo Daisy— ¡qué solitario anda usted! —¿Solitario? —inquirió Winterbourne.
—Siempre está paseando solo. ¿No puede encontrar a nadie que le acompañe?
—No soy tan afortunado —dijo Winterbourne— como su compañero.
Desde el principio, Giovanelli había tratado a Winterbourne con refinada cortesía; escuchaba sus observaciones con aire de deferencia; reía meticulosamente sus bromas: parecía dispuesto a testimoniar su convicción de que Winterbourne era un hombre superior. No se comportaba en absoluto como un pretendiente celoso: su tacto era evidente y no veía inconvenientes en que se esperase un poco de humildad por su parte.
Incluso a veces, Winterbourne tenía la impresión de que Giovanelli hubiera encontrado un cierto alivio mental manteniendo una entrevista privada con él... para decirle, cual hombre inteligente, que gracias a Dios, él bien sabía lo extraordinaria que era esa joven, y no abrigaba esperanzas ilusorias —o por lo menos demasiado ilusorias— de matrimonio y dólares. En esta ocasión, se alejó unos pasos para coger un ramillete de flores de almendro que se colocó en el ojal con gran esmero.
—Ya sé por qué dice eso —dijo Daisy, observando a Giovanelli—. Porque piensa que salgo demasiado con él— y señaló a su acompañante con un movimiento de cabeza.
—Todo el mundo lo piensa... si le interesa saberlo —dijo Winterbourne.
—¡Claro que me interesa! —exclamó Daisy con seriedad—. Pero yo no lo creo. Sólo fingen estar indignados. En realidad no les importa en absoluto lo que hago. Y, además, no salgo tanto.
—Creo que algún día descubrirá que sí les importa. Se lo mostrarán... desagradablemente.
Daisy le miró un momento.
—¿Cómo... desagradablemente? —¿No ha notado usted nada? —preguntó Winterbourne.
—Le he notado a usted. Pero la primera vez que le vi noté que era tieso como un paraguas.
—Algún día descubrirá que no lo soy tanto como otros —dijo Winterbourne sonriendo.
—¿Cómo lo descubriré?
—Yendo a visitar a los otros.
—¿Qué me harán?
—La tratarán con frialdad. ¿Sabe usted lo que eso significa?
Daisy le miraba fijamente; empezó a sonrojarse.
—¿Quiere decir, como hizo la señora Walker la otra noche? —¡Exactamente! —dijo Winterbourne.
Ella miró hacia donde estaba Giovanelli, que seguía adornándose con su ramillete de almendro. Luego volviendo a mirar a Winterbourne, dijo:
—No creo que usted les dejara ser tan crueles.
—¿Cómo podría evitarlo? —preguntó él.
—Podría decir algo.
—Ya digo algo —e hizo una pausa—. Digo que su madre me anuncia que está usted prometida.
—Sí, eso cree ella —dijo Daisy con sencillez.
Winterbourne se echó a reír.
—¿Y Randolph lo cree? —preguntó.
—Supongo que Randolph no cree en nada —dijo Daisy.
El escepticismo de Randolph excitó todavía más la hilaridad de Winterbourne, quien observó que Giovanelli regresaba hacia ellos. Daisy, al notarlo también, se dirigió de nuevo a su compatriota:
—Ya que lo ha mencionado usted —dijo— sí, estoy prometida...
Winterbourne la miró; había dejado de reír.
—¡No lo cree! —añadió ella.
El permaneció callado un momento y luego dijo: —¡Sí, lo creo! —¡Oh, no, no lo cree! —respondió ella—. Bien, en ese caso no lo estoy.
La joven y su cicerone se dirigían hacia la salida del recinto, de modo que Winterbourne, que había entrado más tarde, se despidió. Al cabo de una semana fue a cenar a una hermosa villa en el Monte Celio y, al llegar, despidió su coche de alquiler. La noche era encantadora, y se prometió a sí mismo la satisfacción de regresar a casa a pie, pasando por debajo del arco de Constantino y cerca de los vagamente iluminados monumentos del Foro. En el cielo había una luna menguante, cuyo resplandor no era brillante, sino velado por una sutil cortina de nubes que parecía difundirlo y regularizarlo. Cuando, al volver de la villa (eran las once de la noche), Winterbourne se acercó al círculo sombrío del Coliseo pensó, como amante de lo pintoresco que era, que valdría realmente la pena contemplar su interior bajo la pálida luz de la luna. Caminó pues hacia uno de los arcos vacíos, cerca del cual, según pudo observar, un coche abierto —uno de esos pequeños coches de alquiler romanos— estaba estacionado. Penetró por entre las cavernosas sombras de la colosal estructura, y salió a la arena clara y silenciosa. Nunca le había parecido tan impresionante aquel lugar. Una mitad del gigantesco circo estaba sumida en una sombra profunda; la otra dormía en la luminosa penumbra. Mientras estaba allí, empezó a murmurar los famosos versos del Manfred de Byron; pero antes de haber terminado su cita recordó que las meditaciones nocturnas en el Coliseo, si bien recomendadas por los poetas, eran desaconsejadas por los médicos. Ciertamente la atmósfera histórica estaba allí; pero la atmósfera histórica, considerada científicamente, era poco más que un morboso miasma. Winterbourne caminó hasta el centro de la arena para tener una visión más amplia, con la intención de marcharse luego inmediatamente. La gran cruz del centro estaba cubierta por las sombras; sólo al acercarse la distinguió con claridad. Entonces vio que había dos personas en las gradas bajas que forman la base. Una de ellas era una mujer, sentada; su acompañante estaba de pie frente a ella.
En ese momento el sonido de la voz de la mujer le llegó nítidamente en el tibio aire de la noche.
—¡Bueno!!Nos mira como los viejos leones o tigres debieron de mirar a los mártires cristianos!
Estas fueron las palabras que oyó, pronunciadas con el familiar acento de Miss Daisy Miller.
—Esperemos que no esté muy hambriento —respondió el ingenioso Giovanelli—. Tendrá que empezar por mí; usted le servirá de postre.
Winterbourne se detuvo con cierto horror; y, debe añadirse, también con cierto alivio. Fue como si una súbita claridad hubiese iluminado la ambigüedad del comportamiento de Daisy y el enigma se hubiese vuelto fácil de descifrar. Era una joven a la que un caballero no debía ya esforzarse en respetar. Se quedó allí mirándola, mirando a su acompañante, sin pensar que, aunque él los veía sólo confusamente, ellos debían verle con mayor nitidez. Se sintió enojado consigo mismo por haberse preocupado tanto acerca de la manera más justa de considerar a Miss Daisy Miller. Luego, cuando iba a reemprender su avance, se contuvo; no por temor a cometer una injusticia con ella, sino retenido por el peligro que supondría mostrarse indebidamente satisfecho por el repentino cambio de su crítica cautelosa. Se volvió, dirigiéndose hacia la entrada del lugar; pero, al hacerlo, oyó de nuevo la voz de Daisy: —¡Vaya, si era el señor Winterbourne! ¡Me ha visto y no quiere saludarme! ¡Qué malvada tan lista era, y cuán hábilmente representaba el papel de la inocencia ultrajada! Pero no, no la ignoraría. Winterbourne volvió a avanzar, esta vez hacia la gran cruz. Daisy se había levantado y Giovanelli se quitó el sombrero. Winterbourne había empezado a pensar simplemente en la locura, desde el punto de vista sanitario, de una delicada joven que perdía la noche en aquel nido de malaria. ¿Qué importaba que fuese una astuta malvada? Esa no era razón para que muriese de la perniciosa.
—¿Cuánto tiempo lleva usted aquí? —preguntó casi brutalmente.
—Toda la noche —respondió dulcemente—. Nunca he visto nada más hermoso.
—Me temo —dijo Winterbourne— que no encontraría muy hermosa la fiebre romana. Así es como la gente la contrae. Me sorprende —añadió dirigiéndose a Giovanelli— que usted, natural de Roma, haya permitido una imprudencia tan terrible.
—¡Ah! —dijo el bello nativo—, yo no estoy asustado.
—¡Ni yo lo estoy, por usted! Me estoy refiriendo a esta señorita.
Giovanelli alzó sus bien formadas cejas y mostró sus brillantes dientes. Pero se tomó el reproche de Winterbourne con docilidad.
—Le dije a la signorina que era una grave imprudencia. Pero ¿cuándo ha sido la signorina prudente? —¡Nunca he estado enferma, ni pienso estarlo! —declaró la signorina —. No lo parece quizá, pero estoy muy sana.
Estaba decidida a ver el Coliseo a la luz de la luna, por nada del mundo me hubiese ido de Roma sin verlo. Y hemos pasado un rato maravilloso, ¿no es cierto, señor Giovanelli? Si existe algún peligro, Eugenio puede darme algunas píldoras. Tiene unas píldoras magníficas.
—Le aconsejaría —dijo Winterbourne— que se fuera a casa lo más rápidamente posible y se tomara una.
—Lo que usted dice es muy sensato —intervino Giovanelli—. Voy a asegurarme de que el coche está listo.
Y se alejó con paso rápido.
Daisy y Winterbourne lo siguieron. El seguía mirándola y ella no parecía turbada en absoluto. Winterbourne no dijo nada; Daisy charlaba sobre la belleza del lugar.
—¡Bueno, ya he visto el Coliseo a la luz de la luna! —exclamó—. Es algo muy hermoso.
Luego, al notar el silencio de Winterbourne, le preguntó por qué no hablaba. El no contestó, sólo se echó a reír.
Pasaron bajo una de las sombrías arcadas. Giovanelli estaba allí con el carruaje. Daisy se detuvo un momento, contemplando al joven americano.
—¿ Creyó usted el otro día que estaba prometida? —le preguntó.
—No importa lo que creyera el otro día —dijo Winterbourne riendo todavía.
—Y bien, ¿qué cree ahora?
—No creo que el que esté usted prometida o no sea muy importante.
Sintió los bellos ojos de la muchacha fijos en él a través de la densa oscuridad de la arcada; parecía a punto de responder. Pero Giovanelli la hizo apresurarse.
—Rápido, rápido —dijo—. Si regresamos antes de la medianoche estamos a salvo.
Daisy tomó asiento en el carruaje, y el afortunado italiano se acomodó a su lado.
—¡No se olvide de las píldoras! —dijo Winterbourne mientras levantaba su sombrero.
—¡Poco me importa —dijo Daisy con extraño tono de voz— coger o no la fiebre romana!
En ese momento el cochero hizo chasquear su látigo y el ruido de las ruedas se perdió sobre los desniveles del antiguo adoquinado.
Winterbourne —rindámosle esta justicia— no mencionó a nadie que había encontrado a Miss Miller a medianoche, en el Coliseo con un caballero; sin embargo, un par de días más tarde, tales circunstancias eran conocidas y debidamente comentadas por todos los miembros del pequeño círculo americano. Winterbourne pensó que, indudablemente, se habían enterado en el hotel, y que al regreso de Daisy había habido un intercambio de bromas entre el portero y el cochero. Pero el joven era, al mismo tiempo, consciente de que había dejado de importarle que la pequeña coqueta americana fuese «tema de conversación» para esos malpensados sirvientes. Uno o dos días después, aquella misma gente tenía algo serio que comunicar: la coqueta americana estaba alarmantemente enferma. Cuando el rumor llegó hasta él, Winterbourne se dirigió inmediatamente al hotel para obtener más información. Se encontró con que dos o tres amigos caritativos le habían precedido y hablaban con Randolph en el salón de la señora Miller.
—Son las salidas nocturnas —dijo Randolph— que la han puesto enferma. Siempre sale de noche. No entiendo cómo le gusta: ¡está terriblemente oscuro! Aquí no se puede ver nada de noche, excepto cuando hay luna. ¡En América siempre hay luna!
La señora Miller no se dejaba ver; ahora, por lo menos, le otorgaba a Daisy el beneficio de su compañía. Era evidente que Daisy estaba gravemente enferma.
Winterbourne fue a menudo a pedir noticias, y un día vio a la señora Miller, quien, aunque profundamente alarmada, estaba —y eso más bien le sorprendió— perfectamente serena, y al parecer resultaba una enfermera juiciosa y eficiente. Habló bastante del doctor Davis, pero Winterbourne le hizo la deferencia de pensar para sus adentros que después de todo no era tan rematadamente boba.
—Daisy habló de usted el otro día —le dijo—. La mitad del tiempo no sabe lo que dice, pero creo que esa vez sí que lo sabía. Me dio un mensaje; me dijo que se lo transmitiera. Me pidió que le dijera que nunca ha estado prometida a ese guapo italiano. Estoy muy contenta, se lo aseguro. Desde que cayó enferma el señor Giovanelli no se ha acercado por aquí. Creí que era un caballero, pero su comportamiento no me parece muy cortés. Una señora me dijo que temía que yo estuviera enfadada con él por haber llevado a Daisy a pasear de noche. Pues bien, lo estoy; pero supongo que sabe que soy una dama. Mucho me cuidaría de reprochárselo. De cualquier modo, ella dice que no está prometida. No sé por qué quería que usted lo supiera, pero me lo repitió tres veces:
«No te olvides de decírselo al señor Winterbourne». Y luego me dijo que le preguntara a usted si recordaba aquella vez que fueron a ese castillo de Suiza. Pero yo le dije que no daría ningún mensaje de ese tipo.
Solamente que, si no está prometida, estoy muy contenta de saberlo.
Pero, como había dicho Winterbourne, aquello importaba muy poco. Una semana más tarde, la pobre muchacha murió; había sido un caso de fiebre terrible. La tumba de Daisy fue abierta en el pequeño cementerio protestante, en un ángulo de la muralla de la Roma imperial, bajo los cipreses y las abundantes flores de primavera. Winterbourne se quedó allí a su lado, con varios de los acompañantes del duelo; un número superior al que podía haberse esperado, dado el escándalo suscitado por las andanzas de la joven. Cerca de él estaba Giovanelli que se acercó aún más, antes de que Winterbourne se fuera. Giovanelli estaba muy pálido. En esta ocasión no llevaba flores en el ojal; parecía querer decir algo. Por fin, dijo:
—Era la muchacha más bella que he visto en mi vida, y la más amable —y luego añadió—: y también la más inocente.
Winterbourne le miró y al cabo de un momento repitió sus palabras: —¿La más inocente? —¡La más inocente!
Winterbourne se sentía triste y furioso a la vez.
—¿Por qué diablos —preguntó— la llevó usted a ese fatal lugar?
La urbanidad del señor Giovanelli era aparentemente imperturbable. Miró al suelo un momento, y luego dijo:
—Por mí mismo nada temía y ella quería ir.
—¡Esa no es una razón! —declaró Winterbourne.
El sutil romano volvió a bajar los ojos.
—Si ella hubiese vivido, yo no habría logrado nada. Nunca se hubiese casado conmigo, estoy seguro.
—¿Nunca se hubiese casado con usted?
—Por un momento lo creí. Pero estoy seguro de que no lo hubiese hecho.
Winterbourne le escuchaba, se quedó mirando fijamente a la horrible protuberancia entre las margaritas de abril. Cuando se volvió, el señor Giovanelli se había retirado con su paso lento y silencioso.
Winterbourne abandonó Roma casi inmediatamente, pero al verano siguiente volvió a encontrarse con su tía, la señora Costello, en Vevey. A la señora Costello le gustaba Vevey. En el intervalo, Winterbourne había pensado a menudo en Daisy Miller y en sus enigmáticas actitudes. Un día le habló de ella a su tía... le dijo que le pesaba en la conciencia el haber sido injusto con ella.
—Antes de morir me mandó un mensaje que en ese momento no entendí. Pero luego lo he comprendido.
Hubiera apreciado la estima de alguien.
—¿Es ésta una manera modesta de decir que hubiese correspondido a tu cariño? —preguntó la señora Costello.
Winterbourne no respondió a esta pregunta, pero al poco rato dijo:
—Tenía usted razón en la observación que hizo el verano pasado. Estaba escrito que iba a cometer un error. He vivido demasiado tiempo en el extranjero.
Sin embargo, volvió a vivir en Ginebra, desde donde continúan llegando los informes más contradictorios respecto al motivo de su estancia: se cuenta que está «estudiando» intensamente... se sugiere que está sumamente interesado en una inteligente dama extranjera.