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A la sombra del poderoso
ОглавлениеAsí, pues, desde principios del año 37 a. C. Horacio pasó a contarse entre los amigos —o más bien «clientes», aunque distinguidos— de Mecenas. Ello comportaba, amén de obvias ventajas, también ciertos compromisos. Tal parece haber sido el del viaje a Brindis que Horacio emprendió en la primavera del 37 a. C. acompañando a su patrono, que allí marchaba para preparar una entrevista entre Octaviano y Antonio. Aquél era el puerto preferente de arribada de quienes navegaban desde Grecia a Italia y allí se había acordado que acudiría Antonio para dirimir las cuestiones pendientes de la gobernación del Imperio. Horacio hizo famoso este viaje en su Sátira I 5. Él se unió a Mecenas y a otros prohombres cesarianos en Ánxur (Terracina), y en Sinuesa, límite meridional del Lacio, se añadió al grupo la grata compañía de Virgilio, Plocio y Vario, «las almas más puras que la tierra ha dado» (Sát . I 5, 41 s.). La amigable excursión, no sin incidentes más divertidos que alarmantes, como el incendio de una cocina, prosiguió hasta Brindis. La entrevista, a la que, como se ve, Octaviano quería presentarse con un séquito lucido, estuvo a punto de naufragar a causa de las tensiones latentes; pero al fin pudo celebrarse en la cercana Tarento, según parece, gracias a los buenos oficios de Octavia, emparedada entre su marido y su hermano. Y por el momento la paz se mantuvo.
No faltaban otras razones para que así fuera: Antonio y Octavio aún compartían un peligroso enemigo: Sexto Pompeyo, hijo del gran rival de César, que, como un fantasma de la anterior guerra civil, señoreaba las aguas de Sicilia con una flota en la que había enrolado a muchos esclavos fugitivos. En el año 36 Octaviano envió contra él una escuadra que, al doblar el cabo Palinuro, en la Lucania —justo donde Eneas había perdido al timonel que le dio nombre (En . V 840 ss.)—, a causa de una tempestad vio cómo se iba a pique una parte de sus naves. Mecenas estaba en aquella flota, y según algunos también Horacio, lo que daría sentido literal y pleno a lo que nos dice en Od . III 4, 28: «... [no acabó conmigo]... ni el Palinuro en las olas de Sicilia» 22 . Pocos meses después —digámoslo por completar la historia— la flota de Octaviano, mandada por Agripa, venció definitivamente a Sexto Pompeyo en la batalla de Náuloco, cerca del estrecho de Mesina.
No sabemos con certeza si Horacio estaba en el naufragio del Palinuro, pero sí que no mucho después, en el año 35 o, como muy tarde, en el 34 a. C. tomó la alternativa como poeta con la publicación del libro I de sus Sátiras , a las que probablemente dio el nombre de Sermones («Charlas»). Con ese libro no adaptaba modelos griegos, sino que renovaba y dejaba definitivamente tipificado un viejo género romano, posiblemente fundado por Ennio a comienzos del siglo II a. C., y copiosamente cultivado por Lulio a mediados del mismo y por Varrón, con sus Menipeas , ya en la primera parte del I. De esos precedentes sólo nos podemos hacer una idea aproximada, dado el carácter fragmentario de sus textos; pero parece claro que Horacio abordó el género con una actitud clasicista que no lo llevaba a apreciarlos mucho. De ellos sólo tiene en cuenta a Lucilio, al que cita como autoridad indiscutida pero no indiscutible en el género: le reprocha su descuido de la forma y su preferencia por la cantidad frente a la calidad (Sát . I 4, 6 ss.). Además, Horacio reivindica lo que la sátira romana debía a los géneros griegos, aunque bien distintos de ella: ante todo, a la parrhesía o licencia verbal propia de la comedia antigua (Sát . I 4, 1 ss.), que permitía censurar libremente a todos los ciudadanos que lo merecieran. Años más tarde, y aunque de manera indirecta, Horacio reconocerá también cuánto la sátira, al menos la suya, debía a un género griego en prosa, el de la diatriba cínico-estoica, el vehículo más popular de difusión de la filosofía. En efecto, en Epi . II 2, 60, la califica de Bioneus sermo , rindiendo homenaje al inventor oficial de la diatriba, Bión de Borístenes, que en la primera mitad del s. III a. C. había sido predicador ambulante de las doctrinas cínicas, tal vez las más directas herederas del magisterio de Sócrates. Pero Horacio también da entrada en sus Sátiras , ya desde su libro I, a los asuntos de teoría y polémica literaria y, concretamente, al de la propia esencia del género (así, en I 4). En fin, desde el inicio mismo de su libro Horacio se dirige a Mecenas, que así quedaba públicamente consagrado como su amigo y protector.
Hacia el año 32 a. C. Horacio se convirtió en propietario de la que iba a ser su morada preferida, su finca o villa en la región de los sabinos o, según suele decirse, en la Sabina. En Sát . I 6, 1 ss. nos cuenta cómo aquella adquisición había colmado todas sus aspiraciones:
Por esto hacía yo votos: una finca no grande en exceso, en la que hubiera un huerto y un manantial de agua viva cercano a la casa, y además un poco de bosque. Más y mejor me han dado los dioses. Bien está. Nada más pido, [Mercurio], hijo de Maya, sino que hagas que estos dones de verdad sean míos.
Parece claro que se trataba de un regalo, probablemente de Mecenas, aunque Horacio nada dice al respecto (otros han pensado en Octaviano). Al fin el poeta disponía de aquel «retiro» en el que tanto gustaría de refugiarse de la ajetreada vida de Roma, según nos cuenta la Vita (18 s.), y según él mismo nos dice en los vv. 60 y ss. de la propia Sát . I 6:
¡Oh campo! ¿Cuándo te veré y cuándo me será permitido, ya con los libros de los antiguos, ya con el sueño y las horas de asueto, lograr el dulce olvido de una vida agitada?
Y a continuación evoca la paz de sus sencillas cenas campesinas —habas y verduras rehogadas con tocino—, rodeado de sus esclavos de confianza y de algún que otro vecino; y cierra la sátira con el muy oportuno exemplum del ratón del campo y el ratón de la ciudad.
Gracias a las descripciones del propio Horacio y a las prospecciones arqueológicas, iniciadas ya en el s. XVIII , se han podido localizar con casi total seguridad las ruinas de su villa sabina y en bastante buen estado. Se encuentran a unos 55 kms. al N.E. de Roma, junto a la población de S. Pietro a Licenza, la cual toma su nombre del río Digentia del que el poeta nos habla (Epi . I 18, 104). Sabemos que la finca incluía tierras de cultivo: de cereal, de frutales, de viña y de olivar, presididas por el «ameno monte Lucrétil», por el que a veces, según el poeta, merodeaba el dios Fauno (Od . I 17, 1 s.). La propiedad, que el poeta describe con especial cariño a su amigo Quincio en Epi . I 16, 1-16, daba trabajo a ocho esclavos, al mando de un uilicus o capataz, y andando el tiempo incluso a cinco familias de colonos, lo que permite hacerse una idea de su extensión y calidad 23 .
La Vita (12) cuenta que Horacio tuvo además otra casa de campo en Tíbur, la actual Tívoli, a unos 30 kms. de Roma, también en dirección N.E., en el valle del río Aniene, y que por entonces ya se la mostraba a los visitantes «junto al bosque de Tiburno». Sin embargo, los estudiosos no se ponen de acuerdo sobre la autenticidad de la noticia en torno a esa villa tiburtina de Horacio, que algunos creen fruto, por así decirlo, del afán de atraer turistas al lugar; lo cual no ha impedido que los arqueólogos identificar sus restos. A su favor estaría también el hecho de que Horacio hable más de una vez de Tíbur y siempre en términos elogiosos, incluso haciendo votos para que sea el refugio de su vejez (Od . II 6, 5 ss.) (cf . QUILICI GIGLI , EO I: 257).