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II. HORACIO EN LA POSTERIDAD : ANTIGÜEDAD Y EDAD MEDIA
ОглавлениеEs preceptivo en esta colección que las introducciones a los autores publicados den noticia sobre su influencia en la posteridad y especialmente en las literaturas hispánicas. Eso vamos a intentar nosotros en el caso de Horacio, si bien permitiéndonos la licencia de tratar separadamente su fortuna en la propia Antigüedad y la Edad Media, por una parte, y la que tuvo a partir del Renacimiento por otra, y dejando esta última para las introducciones parciales a las diversas obras. Esta decisión es discutible, pero no arbitraria. En efecto, puede decirse que las noticias antiguas y medievales sobre Horacio y su poesía forman un conjunto bastante homogéneo, que no obliga a quien se ocupe de ellas —al menos sin exceder el grado de detalle que aquí es del caso— a entrar en mayores distinciones en razón del género del que se trate. Por el contrario, la entusiasta recuperación de la que la obra horaciana fue objeto desde los albores del Humanismo pone ante el estudioso un panorama mucho más complejo y diverso de influencias, que, a nuestro parecer, aconseja un tratamiento diferenciado, al menos, de las ejercidas por su poesía lírica (incluyendo en ésta los Epodos ) y de las debidas a sus obras hexamétricas (Sátiras y Epístolas ), y en uno y otro caso en estrecha conexión y cercanía con las obras correspondientes.
Los augurios de pervivencia de su obra que, como veíamos, había formulado Horacio (Od . III 3, 1 ss.; cf . II 20, 17-20) se cumplieron sobradamente. También los que, en un tono menos solemne y entusiasta, pronosticaban a su primer libro de Epístolas , impaciente por salir a la luz, que acabaría siendo —digámoslo así— carne de escuela :
y otra cosa te espera: que enseñando a los niños las primeras letras, te sobrevenga en remotas callejas la balbuciente vejez (Epi . I 20, 17 s.).
Con todo, Horacio no alcanzó en el ranking de los autores escolares la categoría de los que formaron la tradicional quadriga : Terencio, Cicerón, Salustio y Virgilio 42 . Ello pudo deberse en parte a los inconvenientes de orden moral que se podían encontrar en algunas de sus obras a la hora de leerlas y explicarlas a jóvenes escolares, inconvenientes sobre los que ya llamaba la atención Quintiliano (I.O . I 8, 6), admirador de nuestro poeta pero severo pedagogo, cuando escribía: «no me gustaría que Horacio se explicara en algunos puntos».
Es cuestión aún no resuelta la de si la obra horaciana fue objeto de una «edición crítica» por obra del mayor gramático romano del siglo I de nuestra era, Marco Valerio Probo (c. 20-c.105 d. C.), militar retirado como Orbilio, aunque de muy distinta talla intelectual. Suetonio, en la semblanza que le dedica en su De grammaticis (cf. Biografías literarias latinas , B. C. G. n° 81, pág. 61) nada dice al respecto; pero en el llamado Anecdoton Parisinum , que parece derivar del propio Suetonio, se cuenta que Probo «anotó» las obras de Horacio, Virgilio y Lucrecio «como hizo Aristarco con Homero» 43 .
Pasando ya a la influencia de Horacio sobre los escritores de su inmediata posteridad, comencemos por recordar la admiración con que el joven Ovidio, que le sobrevivió unos 25 años, escuchó la recitación de sus múltiples ritmos líricos (Trist . IV 10, 49 s.). Más tarde, al coronar sus Metamorfosis , lo hace con un epílogo (XV 870 ss.) que imita claramente el que Horacio había puesto a sus Odas I-III pronosticando la duradera vigencia de sus versos. También se rastrean huellas de Horacio en el poema astronómico de Manilio, escrito entre los últimos tiempos de Augusto y los primeros de Tiberio (cf . SALEMME , EO III: 43 s.).
En la época de Nerón (54-68 d. C.) no son pocos los ecos horadanos que cabe reseñar. Así, por de pronto, los muy claros de sus metros líricos y yámbicos que se perciben en la versificación de las tragedias de Séneca y en especial en la de sus coros. Además, y como nos recuerda MAZZOLI (EO III: 63), Horacio y Séneca estaban unidos por el cultivo del genus Bioneum : el de la diatriba, versificada en Horacio, sobre el molde de la satura romana, en prosa en los llamados Diálogos y Epístolas del filósofo cordobés. Naturalmente, no pueden computarse como muestras de la influencia del primero las concomitancias achacables a la tradición compartida; pero la auctoritas de Horacio parece reconocida por Séneca en una de las más largas citas de sus que nos han llegado de aquellos tiempos: la que hace en Epi . 120, 20 del pasaje de la Sátira I 3 (11-17) en el que nuestro poeta cuenta el ejemplo de inconstancia que el cantor Tigelio ofrecía en todos los episodios de su vida.
Tampoco Lucano, el precoz y genial sobrino de Séneca, dejó de pagar tributo al magisterio literario de Horacio. Se han señalado, al menos, dos temas en los que las ideas del Venusino, e incluso la forma en que lo hace, se reflejan en los versos del malogrado épico cordobés: el de la execración de la guerra civil y el de la necesidad de que Roma, se ponga en guardia frente a los peligros del Oriente —los de siempre—, representados entonces por los partos (cf . R. BADALI , EO III: 41 s.).
Compañero y admirado amigo de Lucano fue A. Persio Flaco (34-62 d. C.), otra vida breve, que con sus sólo seis Sátiras se convirtió en el más inmediato continuador de Horacio. En ellas no comparecen, desde luego, los rasgos de humor que caracterizan al ya maestro del género, ni la comprensión con la que acaba mirando los defectos humanos, propios y ajenos, que censura. Y es que el rigorismo moral de Persio, estoico de estricta observancia, no deja títere con cabeza al fustigar los vicios y necedades de los que se siente rodeado. También fue amigo de Persio, y al parecer editor póstumo de su breve obra, Cesio Baso. Y también fue continuador de Horacio en el género lírico. Quintiliano (I.O . X 1, 96) lo cita justo tras de él como el único lírico de valía, aunque añadiendo que su talento era inferior al de los poetas que le habían sobrevivido. De su obra no nos han quedado más que versos sueltos, conservados a guisa de ejemplos en su tratado De metris , al parecer el primero de métrica conocido en latín 44 . En él se ocupa también de los ritmos horacianos, pero es apócrifo el De metris Horatii que desde antiguo ha corrido bajo su nombre.
En fin, dentro de la época neroniana, según la datación más comúnmente admitida, se sitúa también el Satiricón de Petronio, en el cual encontramos una cita literal del famoso Odi profanum uolgus et arceo de Od . III 1, 1, seguida de una alabanza de la curiosa felicitas , «el estudiado acierto» propio de Horacio.
Pasando ya a los tiempos de los emperadores Flavios (69-96 d. C.), cabe reseñar la huella de la lírica horaciana, aunque no muy profunda, en las misceláneas Silvas de Papinio Estacio y especialmente en sus poemas IV 5 y 7, escritos en metros típicos de nuestro poeta (alcaico el primero, sáfico el segundo). En este último tercio del s. I d. C. escribe también la mayor parte de su obra el epigramatista M. Valerio Marcial, en cuya obra también dejó vestigios visibles la de Horacio. Concretamente, se cree que se inspiró en el Epodo 2 para sus elogios de la vida campesina (por ejemplo, en I 49 y III 58), y en diversas Odas en su recreación del tema del carpe diem (así, por ejemplo, en VIII 44). Además, Marcial cita varias veces a Horacio, aunque siempre al lado —o a la sombra— de Virgilio (cf . SALEMME , EO III: 44 s.). En la misma época vivió Paseno Paulo, descendiente del elegíaco Propercio y amigo de Plinio el Joven. Éste (Cartas IX 22) habla con afecto de sus habilidades poéticas, no sólo en la elegía, sino también en la lírica, en la que seguía el modelo de Horacio; pero nada nos ha quedado de sus versos.
Y para acabar con la época flavia hemos de volver a Quintiliano, tal vez el crítico literario más fino y acreditado de su tiempo. Ya hemos visto los moderados reparos morales que ponía a la lectura indiscriminada de Horacio en la escuela; pero dejó bien clara la alta estima que tenía por su obra, que cita muchas veces. Lo aprecia sin reservas por sus Sátiras (I.O . X 1, 94), género en el que lo creía merecedor del primer lugar, «a no ser que yo me deje llevar por la afición que le tengo»; y como lírico lo considera «casi el único digno de leerse, pues de vez en cuando se eleva y está lleno de encanto y de gracia, y es variado en sus figuras y atrevido en su vocabulario, con los más brillantes resultados» (I.O . X 1, 96).
Ya en la época de Trajano y Adriano (98-138 d. C.) encontró Horacio un epígono que llevó la sátira latina a su plena madurez, hasta el punto de rivalizar con él en la estima de la posteridad. Hablamos, claro está, de Juvenal, el poeta inspirado por la indignatio . Al inicio de su obra, en dos lugares, y al igual que había hecho su modelo, Juvenal invoca el inevitable precedente de Lucilio (I, 19 s.; 165 ss.); pero entremedias alude a la Venusina lucerna , probablemente el candil con el que Horacio satírico había alumbrado los vicios de la sociedad de su tiempo. Pero su actitud es muy distinta: frente a la plácida ironía de Horacio, en Juvenal tenemos el amargo pesimismo de un viejo romano terciado de moralista estoico radical y —por qué no decirlo— obligado a compartir las estrecheces del pueblo menudo de Roma, y no habituado a la excelente mesa de Mecenas (cf . FACCHINI TOS I, EO III: 26 ss.).
Como se sabe, a partir del primer tercio del s. II d. C. la literatura latina, y especialmente la poesía, inicia un claro declive en cantidad y calidad. Por ello, lógicamente, también se reduce el espectro en el que pueden rastrearse huellas de los clásicos de antaño. Además, se había ido consolidando una extraña corriente arcaísta que desdeñaba a los grandes poetas augústeos, poniéndolos por debajo, incluso, de los arcaicos, de los que tanto había abominado Horacio. De esa tendencia ya se hacía eco el historiador Tácito en su Diálogo de los oradores , publicado en el 102 d. C., y precisamente poniendo como ejemplo a Horacio, si bien a la ya inevitable sombra de Virgilio:
Pero vosotros, en cualquier caso —dice el orador M. Apro— tenéis ante los ojos a esos que leen a Lucilio en lugar de Horacio y a Lucrecio en lugar de Virgilio (Diál . 23, 2; trad. de J. M. REQUEJO en el vol. 36 de esta B.C.G.).
Uno de esos arcaístas fue Cornelio Frontón (100-176 d. C.), hombre rico y poderoso, que alcanzó el consulado tras haber sido preceptor de la casa imperial de los Antoninos. Frontón (114, 5) llama a Horacio «poeta memorable», pero de inmediato vemos que, al menos en parte, por razones personales y no muy profundas: «...y no ajeno a para mí a causa de Mecenas y de mis Jardines Mecenatianos» (en efecto, había llegado a ser propietario de los mismos). Peor es, sin embargo, la actitud de su imperial discípulo Marco Aurelio, que considera a Horacio «para mí bien muerto» (ibid . 43, 2; cf . A. PERI , EO III: 24 ss.).
Entre los años 150 y 180 d. C. debió de escribir el erudito Aulo Gelio sus Noches Áticas , que contienen una variopinta recopilación de noticias literarias. Sin embargo, de Horacio sólo se encuentra en ella algún eco menor: una cita del profanum uolgus de Od . III 1, 1, que quizá ya se había convertido en proverbial (cf . GAMBERALE , EO III: 26). Entretanto, la obra de Horacio, como la de Virgilio, Ovidio y los demás poetas de éxito, ya había recibido los honores de la falsificación. Suetonio, que escribe su Vida hacia el año 120 d. C. nos habla de varios apócrifos que por entonces se le atribuían sin razón:
Han caído en mis manos unos poemas elegíacos a su nombre, y una carta en prosa en la que parece encomendarse a Mecenas, pero creo que ambas obras son espurias, ya que las elegías son triviales y la carta además oscura, defectos que Horacio no poseía en absoluto (Vida 13; trad. B.C.G. n° 81: 100).
No es inverosímil que esos apócrifos provinieran de ejercicios escolares o de la huella que los mismos hubieran dejado en talentos de segunda fila; pues por entonces Horacio ya llevaba bastantes años de clásico leído, explicado e imitado en las escuelas. Y a ese ámbito vamos a volver ahora para ocuparnos de los comentarios a que su obra, como la de los demás clásicos, dio lugar en los círculos filológicos.
Ya hemos dicho que no es seguro que el gramático Probo se hubiera ocupado de la edición crítica de la obra de Horacio. Sí lo es, en cambio, que Terencio Escauro, el más importante de la época de Adriano (117-138 d. C.), escribió un comentario a la misma, al parecer en 13 libros que no se han conservado 45 . Poco después, en tiempos de Marco Aurelio 46 , debió de escribir el suyo Helenio Acrón, excelente según algunas noticias, pero también perdido. Son dos los comentarios horacianos antiguos que han llegado hasta nuestros días. El mejor y más antiguo es el de Pomponio Porfirión, transmitido en tradición manuscrita autónoma, que parece ser posterior al final del s. II (cf . NISBET -HUBBARD , 1970: loc. cit ). Y si el auténtico comentario de Acrón se nos ha perdido, bajo su nombre circula desde antiguo una colección de escolios, transmitidos sólo como anotaciones a los códices horacianos, que se conoce con la denominación de Pseudo-Acrón? 47 .
En el tránsito del s. II al III , Terenciano Mauro, continuador de Cesio Baso, escribió un tratado de prosodia y métrica en verso que nos ha llegado trastornado y mutilado por los azares de la tradición (ya decía su autor aquello de habent sua fata libelli ). En él todavía podemos leer parte de la sección dedicada a los metros horacianos.
Anteriores a algunos de esos comentarios pudieran ser los tituli o inscriptiones que preceden en los manuscritos a muchas de las composiciones de Horacio, sobre todo a las Odas y también a parte de los Epodos . En ellos se da noticia de los destinatarios, de los metros de los poema y de algunas otras características de los mismos.
El III d. C. fue un siglo de crisis en todos los campos de la vida romana. También lo fue en el de la literatura, y especialmente en el de la escrita en latín. Ese vacío no logró colmarlo una corriente intelectual novedosa: la de la literatura cristiana en latín, que fue tomando cuerpo a medida que en el Occidente del Imperio surgía una clase de cristianos latinos letrados . Sus pioneros, como Tertuliano, habían escrito y publicado tiempo atrás a la intemperie de las recurrentes persecuciones. Fueron más los que lo hicieron a partir de los inicios del s. IV , una vez que el Edicto de Milán estableció la libertad religiosa. No parece fácil averiguar hasta qué punto ese cambio político favoreció el llamado «Renacimiento del siglo IV »; pero la verdad es que ese Renacimiento se dio, como canto de cisne del ya viejo Imperio, y con frutos literarios en los que, como era de esperar, también podemos rastrear las huellas de Horacio.
El africano Lactancio, profesor de retórica convertido al cristianismo en los duros tiempos de Diocleciano, representa, ya a finales del s. III , un ejemplo de buena avenencia de la nueva religión con la cultura clásica. Entre los muchos autores griegos y latinos que Lactancio aduce en su obra también está Horacio. En sus Instituciones Divinas (V 13, 16), a propósito de la fortaleza del sabio —y se intuye que del mártir—, hace una bella paráfrasis de los primeros versos de la Oda III 3 la del «hombre justo y tenaz en su designio» al que no hacen claudicar ni los gritos del pueblo ni las amenazas del tirano.
Más vulnerable todavía a los encantos de la musa horaciana se mostró el poeta Ausonio (c. 310-393 d. C.), personalidad mucho más frívola, en la que el cristianismo no parece haber calado hondo. En su amplio y abigarrado corpus poético rezuman por doquier las reminiscencias horacianas; así, por ejemplo, en la descripción de sus tierras bordelesas, en la que sigue la que Horacio hace de su finca sabina en Epi . I 16 (cf . S. PRETE , EO III: 6). También procedía de Burdeos, donde había sido discípulo de Ausonio, Paulino de Nola (c. 353-431 d. C.), hombre de un carácter muy distinto. Paulino nos dejó una interesante obra literaria, en la que abundan las huellas de los clásicos. Las de Horacio son patentes en su paráfrasis poética del Salmo 1: Beatus ille qui procul uitam suam , inspirado en el Epodo 2, y en varios otros de sus poemas (cf . T. PISCITELLI , EO III: 50 s.).
Ya hemos aludido a las carencias de la poesía latina clásica en uno de los géneros que más habían brillado en la griega: el de la lírica coral. Si prescindimos de venerables restos históricos (el Carmen Aruale y el Saliare) y de experiencias singulares como parece haber sido la del Carmen Saeculare del propio Horacio, puede decirse que no hubo una lírica coral latina hasta que la crearon los poetas cristianos, a imitación de sus correligionarios griegos y orientales, para satisfacer las exigencias de su culto. En el proceso de su creación intervinieron, entre otros, san Hilario de Poitiers (c. 315-367 d. C.), san Ambrosio de Milán (c. 340-397) y, sobre todo, el hispano —tal vez de Calahorra, como Quintiliano— Aurelio Prudencio (c.348-c.405). Él parece haber sido quien cristianizó y —si se nos permite el término— coralizó definitivamente los metros líricos monódicos que Horacio había llevado a Roma, para aplicarlos a sus obras polimétricas, y especialmente a los himnos de su Cathemerinon o Himnos cotidianos y a los de su Peristephanon o Libro de las coronas en honor de los mártires 48 .
Ya en el tránsito del s. IV al V de nuestra era nos encontramos con la figura de san Jerónimo (c.347-419), el más filólogo de los cristianos ilustrados. Es bien conocida la pugna que en su ánimo mantenían su estima por los valores de los grandes clásicos y su celo por la pureza de la doctrina revelada, que incluso lo llevó, aunque en sueños, a sentirse justamente tachado de «ciceroniano» en el supremo trance en que, ante todo, debía acreditarse como cristiano. Y, ciertamente, no faltan en su obra manifestaciones de esos prejuicios heredados, como aquella en la que exclama: «¿Qué hace Horacio junto a los Salmos , qué Virgilio junto al Evangelio, qué Cicerón junto al Apóstol?» (Epi . 22, 29, 7). Sin embargo, recurre a los clásicos, y precisamente a Horacio, a la hora de ponderar las excelencias poéticas, y en particular rítmicas, que a su entender traía consigo desde sus orígenes la lírica cristiana por excelencia, la de los Salmos : «¿Qué cosa hay más musical que el Salterio , el cual, a la manera de Horacio y del griego Píndaro, ora corre con el yambo, ora resuena con el alcaico, ora se hincha con el sáfico, ora avanza con el semipié?» 49 . El balance global resulta claramente favorable a la aceptación de la saecularis litteratura y en particular de la de Horacio, del que A. V. NAZZARO (EO III: 29) registra unas 65 reminiscencias y citas en la obra jeronimiana.
La otra gran luminaria de la cultura cristiana de esos tiempos, san Agustín, (354-430), tampoco disimuló en su obra la herencia recibida en la escuela de las letras profanas. De la obra de lírica de Horacio revela un profundo conocimiento en el tratado De la música 50 , en el cual multiplica los ejemplos tomados de sus versos. En el resto de su obra parece ser más notable la huella de las Sátiras y Epístolas (cf . A. V. NAZZARO , EO III: 5 ss.).
Por respeto a la cronología debemos intercalar en este contexto cristiano una referencia al que puede considerarse como el último poeta pagano de la Latinidad antigua: Claudio Claudiano, que, aunque nacido en Alejandría hacia el 370 d. C., acabó siendo en el más celebrado vate latino de la corte del emperador Honorio (395-424). Su obra está reciamente anclada en el clasicismo, como era de esperar en un miembro de la ya exigua resistencia intelectual pagana. Por ello no es de extrañar que en su obra abunden las reminiscencias e imitaciones de Horacio (cf . I. GUALANDRI , EO III: 13 ss.). Volviendo a la tradición poética cristiana, ya en la segunda mitad del siglo V , cuando se produjo la simbólica caída del Imperio Romano de Occidente , con la deposición de Rómulo Augústulo en el año 476, hemos de reseñar la importante huella horaciana en la obra de Sidonio Apolinar (430-487), un noble galo elevado a la dignidad episcopal, lo que no le impidió mostrarse, especialmente en sus poemas, como un entusiasta defensor de la tradición clásica. Cita a menudo al poeta, al que considera como lírico superior a Alceo y comparable a Píndaro (cf . A. V. NAZZARO , EO III: 72 ss.). En fin, el último de los poetas cristianos estrictamente antiguos, Ennodio, obispo de Pavía, también deja ver numerosas deudas con Horacio (c. 473-521) (cf . T. PISCITELLI , EO III: 17).
Ahora hemos de volver atrás en el tiempo para ocuparnos del interés suscitado por Horacio en las últimas generaciones de gramáticos y filólogos latinos antiguos, las surgidas al amparo del Renacimiento del siglo IV . La obra de bastantes de ellos no alcanzó el nivel que sabemos que tenía la de sus predecesores clásicos y postclásicos como Probo, Remio Palemón o Terencio Escauro; pero, en cambio, tenemos la suerte de que en su caso el contingente de textos conservados es mucho mayor e incluye bastantes obras completas. Son los textos que llenan la mayoría de los ocho volúmenes de los Grammatici Latini de H. KEIL . En este punto nos limitaremos a resumir la densa información que proporciona el excelente artículo de M. DE NONNO «Grammatici latini» en EO III: 32-36.
Al parecer, el papel de la obra de Horacio en la gramática tardía fue sobre todo el de una mina de ejemplos métricos y en especial de metros líricos. Se continúa así la tradición iniciada por Cesio Baso en el s. I y continuada, entre otros, por Terenciano Mauro. Y ello acredita, naturalmente, la importancia que a ese respecto se le seguía prestando en la escuela. Como ejemplos tardíos de esa tradición cabe citar los manuales métricos de Aftonio, Atilio Fortunaciano y Malio Teodoro, así como las partes que algunos tratados gramaticales generales dedican a la versificación. Entre los que lo hacen están los de Plocio Sacerdote, ya a fines del s. III , y los de Diomedes y Carisio en el IV. Por el contrario, Horacio no tuvo gran fortuna como auctor en materia estrictamente lingüística. Así, por de pronto, aparece pocas veces citado en los lexicógrafos como Nonio Marcelo o (Verrio-)Festo. En cuanto a los manuales de gramática, De Nonno, siguiendo a V. Law y a otros estudiosos, distingue entre los de carácter elemental («Schulgrammatik») y los del «tipo regulae» , que prestan mayor atención a los auctores reconocidos como modelos. En el primer grupo, en el que se cuentan, entre otros, los manuales de Elio Donato y Mario Victorino, la presencia de Horacio es «absolutamente exigua» (DE NONNO ), lo que tampoco es muy de extrañar si se considera que en los tratados de ese género no abundan las citas. Con todo, al parecer, en un tipo particular de esa clase de gramáticas, la de los «Comentarios a Donato», cuyo iniciador habría sido Servio, se observa un mayor interés por la obra del poeta. Tampoco parecen ser muy abundantes las referencias horacianas en los tratados gramaticales del segundo tipo que distingue DE NONNO , el de las regulae , representada sobre todo por textos secundarios que no ha lugar a enumerar aquí. Pero aparte de los dos grupos citados, y dado que no encajan bien en ninguno de ellos, están las «grandes compilaciones del área oriental», representadas, entre otras, por las de Carisio y Diomedes, ambas del s. IV ; y en esa categoría sí parece dedicarse a Horacio un razonable caudal de menciones.
En torno al año 400 escribió Servio, el gran comentarista de Virgilio, más filólogo que gramático. A su respecto hace notar S. TIMPANARO (EO III: 66 ss.) que, tras el propio Virgilio —como es obvio—, Horacio es el autor al que más cita, al parecer en 251 ocasiones. El estudioso italiano, a la hora de explicar esa «predilección», supone que el gran escoliasta, tal vez en línea con otros representantes de la «clasicidad» como Donato, Símaco y Macrobio, pretendía contribuir a «una defensa de la romanidad contra el cristianismo», y eso ya antes de que la interpretación de Virgilio en clave cristiana se impusiera.
Como es sabido, el último de los grandes gramáticos latinos antiguos fue el africano Prisciano de Cesarea, que escribió en Constantinopla, ya a principios del s. VI , sus monumentales Institutiones grammaticae . La actitud de Prisciano ante Horacio es bastante más generosa que la de la mayoría de sus predecesores, pues cita su obra —sobre todo la hexamétrica— en unas 150 ocasiones, por detrás de Virgilio, Terencio y Lucano, pero por delante de bastantes otros auctores (cf . de nuevo DE NONNO , EO III: 36 ss.). Horacio, pues, ocupa un puesto destacado en la obra de la que puede decirse que transmitió a la posteridad el patrimonio acumulado por cinco siglos de reflexión de los romanos sobre su propia lengua.
Y entretanto, hemos llegado a unos tiempos que ya cabría considerar como medievales .
En los tratados de literatura mediolatina suele aparecer como autor inaugural Boecio, cónsul en el año 510, sumariamente ejecutado por Teodorico el Grande en el 524, todo un símbolo de la nueva situación. Como es sabido, su Consolación de la filosofía , escrita en la prisión, pasó a la posteridad como modelo del género y también de la forma literaria del prosimetrum . En las partes versificadas de la misma, recrea los metros líricos introducidos por Horacio, aunque con libertad. Con todo, en opinión de A. TRAINA (EO III: 9), «la presencia de Horacio en Boecio se queda en modesta (con neto predominio de las Odas)» . También rindió su tributo al Venusino, otro romano colaborador de Teodorico, aunque más afortunado: el polígrafo Casiodoro, que deja ver algunas reminiscencias de sus versos.
En estos mismos años, y como una nostálgica figura del pasado, digna de un poema de Kavafis 51 , se nos aparece el único editor crítico de Horacio del que tenemos noticia segura hasta la época moderna: Vetio Agorio Basilio Mavorcio, cónsul en el 527, que dejó constancia de su esfuerzo en una subscriptio conservada en parte de los manuscritos: «lo he leído y lo corregí como pude, con la ayuda del maestro Félix, orador de la ciudad de Roma» 52 .
Ya en la segunda mitad del s. VI , el amable Venancio Fortunato, un italiano del Norte que sentó plaza de poeta de corte en la Galia —ya casi Francia— merovingia, parece haber imitado a Horacio, aunque no sabemos si de manera directa, en sus estrofas sáficas; además cita un verso de Ars Poetica (cf . A.V. NAZZARO , EO III: 77). Para algunos Fortunato representó un hito en la historia de la recepción de Horacio en cuanto que último autor hasta los de la llamada «segunda generación carolingia» (c. 850) que habría acreditado cierta familiaridad con su poesía.
Con el s. VII cae sobre buena parte de la Romania la oscuridad en la que naufragó no poco del legado cultural antiguo. Pero fue entonces cuando áreas marginales de Europa como Hispania y las Islas Británicas tomaron la antorcha de la tradición clásica. Al respecto de la España visigótica se suele incluso hablar de un «renacimiento» encabezado por la figura de san Isidoro de Sevilla (c. 560-636), en cuyas obras abundan las menciones y reminiscencia de Horacio, aunque —signo de los tiempos— buena parte de ellas tienen visos de ser de segunda mano, tomadas de otros autores y especialmente de los comentaristas 53 . Del otro polo de resistencia de la cultura antigua que hemos mencionados provenía el irlandés san Columbano (543-615), que en su labor misionera en el Continente fundó centros de cultura tan significativos como los monasterios de Luxeuil y Bobbio. En su obra, y en especial en sus poemas, hay huellas evidentes de Horacio, al que, sin embargo, nunca cita nominalmente. Pero queda por resolver «el problema de la proveniencia (insular o continental) de la formación cultural de C[olumbano] y del tipo de conocimiento (directo o a través de fuentes intermedias) que pudo tener de H[oracio]» (T. PISCITELLI , EO III: 16).
Pese a esos testimonios de pervivencia —por lo demás bien modestos—, también para Horacio habían llegado los siglos oscuros . Su obra tuvo la suerte de capearlos y alcanzar los buenos tiempos del Renacimiento carolingio, que pueden contarse a partir del entorno del año 750. Con ellos comienzan también los que ninguna periodización, por restrictiva que sea, duda en llamar medievales ; y por ello creemos que hay que aludir a un par de problemas aún no resueltos en cuanto a la fortuna de Horacio en el Medievo. El primero es el de dónde se mantuvo viva —o al menos indemne— la tradición manuscrita de su obra, hasta llegar a la floración de copias que surge a partir de mediados del s. IX . El segundo es el de la communis doctrina de que el Horacio medieval fue sobre todo el poeta ethicus , el de las Satiras y Epístolas , el «Orazio sátiro» del que hablaría Dante; en tanto que el Horacio lírico habría sido poco más que una «magni nominis umbra 54 .
En cuanto a la primera cuestión, parece que ya no es de recibo la tesis defendida en 1905 por P. von Winterfeld de que la recuperación de Horacio en los territorios europeos continentales se habría debido a la aportación de los eruditos insulares (irlandeses y británicos) llegados al calor del Renacimiento carolingio a mediados del s. IX . En efecto, veremos más abajo, al tratar de la tradición manuscrita del autor, que, si bien esos intermediarios debieron de desempeñar un papel estimable (así, en el caso del codex Bernensis , cuya letra denuncia un antígrafo irlandés), no se puede ignorar el de los centros de cultura del N. de Francia y del de Italia (sobre todo Milán) y de algunos de la Germania ya latinizada por entonces 55 . Además procede romper una lanza en favor de una noticia que tenemos sobre la presencia del poeta en España por esos mismos tiempos: la que nos proporciona el mozárabe Álbaro de Córdoba de los libros que su amigo y compañero de fatigas el mártir san Eulogio había traído de su viaje a tierras navarras, entre los que se contarían los Flacci saturata poemata (Vita Eul . 9, 12 s. GIL ). El propio Álbaro cita en otro lugar al poeta, pero en términos poco amistosos y de segunda mano, cuando, en Epist . 4, 19, 9 (GIL ), recurre a unas palabras de san Jerónimo que ya conocemos (Epist . 22, 29) para preguntarse qué pinta Horacio al lado de los Salmos .
En cuanto al predominio del Horacio hexamétrico sobre el lírico en la recepción medieval, no pretendemos en absoluto negarlo, siempre y cuando se trate simplemente de un «predominio». Pero tendremos ocasión de comprobar a la luz de algunas contribuciones recientes que el Horacio lírico fue en esos siglos algo más que la magni nominis umbra que Wilkinson decía.
Entrando en el Renacimiento carolingio, ya es tópico recordar la noticia de que el anglosajón Alcuino de York (c. 730-c. 804), mano derecha de Carlomagno en cuestiones culturales, había adoptado como alias literario dentro de la llamada Academia Palatina el de Flaccus . Sin embargo, se cree que, al menos, una buena parte de las citas y reminiscencias horacianas que aparecen en su obra están tomadas de textos patrísticos y gramaticales. Del otro extremo de la Europa latina, de Montecassino, provenía Paulo Diácono (c.720/30-c.797), cuya relación con Horacio parece ser similar a la de Alcuino: las reminiscencias son claras pero no acreditan un trato directo con su obra (cf . F. STELLA , EO III: 161). En cuanto al máximo poeta de esa época, el hispano Teodulfo de Orleáns (c. 750-821), también deja ver influencias de Horacio, pero poco significativas. Hay que llegar a los autores de la llamada «segunda generación carolingia» para encontrarnos con testimonios indudables de un manejo directo de la obra de nuestro autor. La figura señera en la poesía de esos tiempos —y, en opinión de muchos, de toda la poesía carolingia— fue Walafrido Estrabón (c. 808-849), abad del monasterio de Reichenau. Las claras influencias de Horacio en sus versos deben de proceder de un contacto directo con su obra, dado que, como luego veremos, se ha identificado su letra en las anotaciones marginales en el más antiguo códice del Venusino que ha llegado hasta nosotros: el Vat. Regin. lat . 1703, procedente de un monasterio alsaciano.
Dejando de lado a otros autores secundarios para nuestro propósito, hemos de referirnos a uno de los insulares que se incorporó al movimiento carolingio en estos tiempos: el irlandés Sedulio Escoto, que hacia mediados del s. IX emigró al territorio de la Lotaringia. Entre otras obras, escribió un Collectaneum que es «una imponente compilación de extractos patrísticos y clásicos» (F. STELLA , EO III: 474). En ella se han registrado más de cincuenta citas de Horacio y bastantes otras de su comentarista Porfirión. Por esa misma época floreció como foco de cultura humamística el monasterio de Saint Germain de Auxerre. Acerca de su abad Heirico escribía L. TRAUBE : «A Horacio no sólo lo conoció, sino que tal vez fue el primero que en Francia leyó con cierta atención también las Odas y los Epodos» 56 . Y así lo acreditan las numerosas y evidentes reminiscencias del poeta que muestra su obra (cf . F. STELLA , EO III: 206 s.). Discípulo y sucesor de Heirico como abad de Auxerre fue Remigio (c. 841-908), prolífico exegeta de poetas y gramáticos antiguos y de textos bíblicos, al cual incluso se ha atribuido un comentario a las Sátiras y Epístolas de Horacio que más bien parece datar del s. XII . Pero en sus obras indiscutidas queda claro que sí las conoció y manejó (cf . STELLA , loc. cit .).
Nos queda por recordar otro importante centro carolingio de cultura, el de la abadía de Sankt Gallen, en la actual Suiza. Allí nació la forma más original de versificación latina medieval, la de la secuencia, y por obra de Notker Balbulus («el tartamudo»), que vivió entre 840 y 912. No cabe duda de que Notker conoció la obra de Horacio y de que la imitó en varias ocasiones, al igual que su discípulo y amigo Hartmann. Parece ser que la escuela de Sankt Gallen representa «la cumbre de la fortuna horaciana en la literatura carolingia» (F. STELLA , EO III: 164 s.).
El gran L. TRAUBE 57 habló de una aetas Horatiana , que abarcaría los siglos X y XI , siguiendo a la Vergiliana (ss. VIII y IX ) y precediendo a la Ouidiana (ss. XII-XIII ). Nos sigue pareciendo aceptable esa periodización de la influencia de los grandes poetas clásicos en las letras del Medievo, aunque con un par de matizaciones. La primera, la de que la presencia de Horacio en la época cuyo patronazgo le adjudica Traube no es tan visible como la de Virgilio y Ovidio en los siglos que respectivamente les asignan; la segunda, la de que a partir de mediados del s. XI ya puede considerarse en marcha el llamado «Renacimiento del siglo XII » y con él el retorno de Ovidio de la discreta relegación que había padecido en los rigurosos siglos altomedievales.
Como producto ejemplar de la aetas Horatiana puede considerarse la Ecbasis captiui («La huida de un cautivo»), enigmático poema con el que se inicia la llamada «épica de animales». Probablemente fue escrito por un monje de Toul, en la antigua Lotaringia, en el s. X 58 . La impronta que Horacio dejó en esa obra queda bien reflejada en el balance que BRUNHÖLZL 59 (1992, II: 315) nos ofrece: «En números redondos, un quinto del total de los versos proceden parcial o totalmente de Horacio, y en él tienen la parte principal la Sátiras y Epístolas , como era de esperar; en algunos lugares también entran en consideración las Odas» (cf . G. SALANITRO , EO III: 204 s.; QUINT 1988: 125). Sin salir de la Lotaringia, merece una mención Notker de Lieja, que entre 972 y 1008 fue obispo de aquella sede, llamada a convertirse en un importante foco de cultura. En su obra hagiográfíca y epistolar Notker exhibe un insólito conocimiento de los clásicos y en particular de Horacio; y no sólo de su consabida obra hexamétrica, pues llega a citar una estrofa completa de las Odas (cf . BRUNHÖLZL , op. cit . II, 1992: 290 ss.). A su lado, según parece, se educó Egberto de Lieja, que vivió hasta c.1025. Escribió para sus alumnos un poema didáctico que tituló Fecunda ratis («La nave fecunda»), en el cual acumuló preceptos y anécdotas sapienciales y morales de vario acarreo. Horacio es el autor clásico del que más se sirve (en unos 80 pasajes) especialmente de las Sátiras y Epístolas (cf . G. ORLANDI , EO III: 204 s.).
En territorio propiamente alemán, el de la Renania, debieron de escribirse, ya en el s. X , parte de las composiciones incluidas en un florilegio con el que puede decirse que en Europa renace —o resurge a la superficie de la escritura— la lírica profana: el de los llamados Carmina Cantabrigiensia por la mera circunstancia de habernos llegado en un manuscrito del s. XI conservado en la Universidad de Cambridge. No es mucho lo que de Horacio encontramos en él: una cita, pero precisamente de las Odas , la parte menos atendida de su obra en estos tiempos (cf . F. Lo MONACO , EO III: 229).
En el monasterio bávaro de Tegernsee, que, según veremos, se haría ilustre en los anales del horacianismo medieval, escribió, en los últimos años del siglo, el monje Froumundo, cuyo epistolario está lleno de noticias interesantes sobre la vida literaria de su tiempo. La que más nos interesa es una referente a un préstamo interbibliotecario , en la que pide a un colega del monasterio de Sankt Emmeran que le envíe, para copiarlo, un ejemplar de Horacio, bajo promesa de devolverlo en su momento (cf . BRUNHÖLZL , op. cit , II, 1992: 464 s.). Por la misma época escribió Thietmar, obispo de Merseburg, a orillas del lago de Constanza, una Crónica de sus tiempos que tiene la singularidad de habernos llegado en un manuscrito copiado al dictado del autor y corregido de su mano. Pero lo que a nosotros nos interesa más es que Thiethmar se valió de abundantes citas de los clásicos y entre ellos de Horacio (cf . BRUNHÖLZL , op. cit ., II, 1992: 432).
Pasando a la que ya podemos llamar Francia con toda propiedad, nos encontramos en la segunda mitad del s. X con el obispo Adalberón de Laon, que también pagó su tributo a Horacio con alguna cita 60 (cf . MANITIUS , II, 1923: 526 n.). Algo posterior fue una figura casi mítica en la historia de la cultura medieval: Gerberto de Aurillac (c. 940/50-1003). Gerberto sembró sus escritos de citas y reminiscencia horacianas, y que a él parece deberse la reintroducción de H[oracio] como lectura en la escuela de Reims y la reinserción del poeta en la cultura de la de Chartres» (F. STELLA , EO III: 244); y añadamos que una y otra escuela desempeñaron un papel fundamental en la génesis del gran Renacimiento medieval del s. XII . Y precisamente en Chartres enseñó y escribió Fulberto (960-1028), que en su patria, Italia, seguramente había sido alumno de Gerberto. Se le tiene por fundador de la escuela catedral de Chartres, pilar fundamental de la restauración de la cultura antigua. Aparte lo antes dicho sobre la recuperación de Horacio en esa escuela, hay que decir que Fulberto deja ver alguna reminiscencia literal de su poesía. También parece haber sido discípulo de Gerberto el abad Abbón de Fleury (c. 940-1004), a cuyo monasterio, como luego comprobaremos, está ligada la transmisión del texto de Horacio. De él hace numerosas citas en sus escritos (cf . F. STELLA , EO III: 81 ss.).
Según luego se verá, también los centros italianos de cultura, y especialmente los de su región N., desempeñaron un papel importante en la tradición textual de nuestro poeta. Sin embargo, no hay mucho que reseñar acerca de su contribución a su recepción literaria en estos primeros tiempos de la aetas Horatiana . Se han señalado huellas de Horacio, aunque escasas, en la obra de Raterio (c. 890-974), obispo de Verona originario de Lieja (cf . MANITIUS , op. cit . II, 1923: 36, 42, 44 s.). Más significativas son las que acusa uno de los grandes escritores de aquel tiempo, el lombardo Liutprando (c.920-972), obispo de Cremona. Estrecho colaborador del emperador Otón I, estaba provisto de una profunda cultura clásica, palpable en su amplia obra histórica y apologético-satírica. Sin embargo, no parece haber conocido las Sátiras del Venusino, sino sólo sus Epístolas y sus Odas que, en contra de lo que era habitual por entonces, cita repetidamente (cf . P. CHIESA , EO III: 327).
Adentrándonos ya en el siglo XI , y recomenzando por las tierras germánicas, hemos de mencionar a Wipón, historiador y poeta que hacia la mitad de la centuria escribió la famosa secuencia Victimae paschali . También en su obra se han señalado citas y reminiscencias de Horacio (cf. BRUNHÖLZL , op. cit . II, 1992: 497). A principios del mismo siglo nació en Lieja el hagiógrafo Gosvino (o Gozechino), que luego pasó a Maguncia, y que en su obra demuestra un poco frecuente conocimiento de Horacio, al cual cita profusamente y echando mano de todas sus obras (cf . F. STELLA , EO III: 262 s.). También abundan los ecos horacianos en los Proverbios Otloh de Sankt Emmeran (c. 1010-C .1070) (cf . MANITIUS , op. cit . II, 1923: 94 s.; QUINT 1988: 89 ss.). Ya al final del siglo escribió el poeta, sin duda alemán, que se ocultó bajo el pseudónimo de Sexto Amarcio. Su obra puede considerarse como cumbre de la aetas Horatiana : sus cuatro libros de Sermones , en hexámetros como los de Horacio, suponen una restauración del género de la sátira latina en la literatura europea (cf . F. STELLA , EO III: 92 ss.; QUINT 1988: 164 ss.). Una figura en torno a cuya personalidad y obra sigue habiendo no pocas incertidumbres es la de Manegoldo de Lautenbach, que vivió entre Alsacia y Baviera en la segunda mitad del s. XI . Se le atribuyen algunos comentarios a autores antiguos en los que hay citas de Horacio (cf . C. VILLA , EO III: 336).
Entretanto en Francia la cultura de las escuelas catedrales , de las que habían sido pioneros, entre otros, Gerberto y Fulberto, ya estaba en marcha, preparando el advenimiento del gran Renacimiento medieval; y pese a que con el vendría la aetas Ouidiana , tendremos ocasión de comprobar que no por ello Horacio cayó en el olvido. Así, por de pronto, cita con gran soltura las Sátiras y Epístolas en sus escritos polémicos Berengario de Tours (c. 1000-1088), que con sus doctrinas sobre la eucaristía, expuestas en su De sacra coena , provocó la mayor controversia teológica de su tiempo. Pasando ya a los poetas franceses de la época, que son los llamados de la escuela del Loira , reclama el primer lugar Hildeberto de Lavardin (o de Le Mans), cuya obra se considera como una de las cumbres de la poesía latina del Medievo. Aunque más cercano a Ovidio, Hildeberto se vale con frecuencia de clichés y reminiscencias procedentes de Horacio (cf . G. ORLANDI , EO III: 289). También francés, aunque vivió en Inglaterra, y, al parecer, discípulo de Hildeberto era Reginaldo de Canterbury (c . 1050-post 1109). G. ORLANDI (op. cit .: 448) subraya la perfección formal de su poesía, en la que demuestra conocer bien a Horacio, incluida su lírica. Así, en un poema dirigido a su amigo el monje Osbern, en estrofas sáficas, lo invita a leer las Odas , citando literalmente algunas frases de las mismas 61 . En fin, también se registran ecos horacianos en otros poetas de la escuela del Loira como Marbodo de Rennes y Baldrico de Bourgueil.
A finales de este s. XI continúa destacando como centro de cultura en Italia el ya venerable monasterio de Monte Cassino; y entre los hombres de letras formados en él ocupa un lugar principal el arzobispo Alfano de Salerno (1025/30-1085), poeta prolífico, que también fue un gran conocedor e imitador confeso de Horacio, y en especial del lírico. Según FRIIS -JENSEN (1993: 290), Alfano «es excepcional en su acertada fusión del cristianismo con un verdadero espíritu horaciano» (cf . G. ORLANDI , EO III: 85 ss.).
No hay mucho que decir en esta época de los testimonios provenientes de la cultura insular , en decadencia ya desde el siglo anterior. Luego, la conquista de Inglaterra por los normandos en 1066 supuso un nuevo golpe para la singularidad británica, que tendió a fundirse en la cultura de los invasores, la cual, tras el Renacimiento carolingio, ya respondía a una especie de modelo europeo unificado , aunque, como es obvio, de rasgos predominantemente franceses. A ella pertenecía, en cuanto que nacido de estirpe normanda, Geoffroi de Winchester, que hacia 1100 escribió su Liber prouerbiorum , en el que, tras Séneca y Publilio Siro, Horacio es el autor más imitado (cf . G. ORLANDI , EO III: 262; QUINT 1988: 97 ss.).
Y en este lugar, al fin, tenemos de nuevo ocasión de mencionar a España en nuestra crónica de la recepción de Horacio. Eso —naturalmente— si se aceptan el origen hispano y la más tradicional datación de la obra de la que hay que tratar: la Garsuinis (según la adaptación de M. R. Lida, «Garcineida») o Garsiae Toletani tractatus . Es un panfleto anti-romano escrito en términos dignos de Rabelais, dirigido contra el papa Urbano II (1088-1099) y el arzobispo cluniacense de Toledo Bernardo de Agen, al que llama «Grimoardo», a cuento del mercadeo de cargos y dignidades al parecer habitual por entonces. La hilarante sátira/parodia, en prosa pero entretejida de citas poéticas, evidencia un conocimiento muy cercano de Horacio, y de todas sus obras 62 .
Así llegamos al gran siglo de la literatura mediolatina, el XII . Como decíamos, ya son tiempos de la aetas Ouidiana , lo que no significa que quedara olvidado Horacio (y no digamos el omnipresente Virgilio). Al contrario, el gran incremento de la actividad literaria que por entonces se registra hace que también sean más los autores y obras en los que se pueden rastrear ecos de nuestro poeta y de todos los grandes clásicos antiguos. Por ello tendremos que proceder con un criterio selectivo que sólo dé cuenta de los testimonios más representativos. Y vamos a comenzar nuestro censo por Francia, a la que el Renacimiento carolingio había predestinado como centro del Renacimiento del s. XII . Como se sabe, uno de los frutos más vistosos de ese movimiento es la poesía goliárdica , un fenómeno transnacional en el que tuvieron parte importante algunos autores franceses. El más característico de ellos fue tal vez Hugo de Orleáns, apodado «el Primado» (Primas ), que vivió entre c. 1093 y post 1160. Sus poemas, testimonio vivo de la bohemia parisina de sus tiempos, evidencian un buen conocimiento de Horacio (cf . V. DE ANGELIS , EO III: 494). También parece haber sido goliardo en sus años jóvenes Gautier de Châtillon (c. 1135- c. 1179), uno de los mayores poetas latinos medievales, cuya Alexandreis llegó a leerse en las escuelas como una más de las grandes obras antiguas. No es de extrañar que en su obra sean muchas y variadas las reminiscencias horacianas, según los datos que recoge V. DE ANGELIS (EO III: 294). Aunque desde una posición bien distinta, comparte con los poetas goliárdicos la crítica a los consabidos vicios de su tiempo el monje Bernardo de Morlas, que en su interminable poema De contemptu mundi («Del desprecio del mundo») cita a Horacio con frecuencia (cf . G. ORLANDI , EO III: 124). Otro gran exponente del Renacimiento del s. XII en Francia fue Alain de Lille (c. 1125/30-1203), el último gran intelectual formado en la escuela de Chartres. El contenido de su obra es más bien teológico y filosófico que propiamente literario; pero en buena parte de ella utilizó la exposición alegórica y la forma versificada, lo que facilitó la utilización de numerosos clichés derivados de los clásicos, entre ellos de Horacio y en especial de las Sátiras y Epístolas (cf . G. ORLANDI EO III: 253 ss.).
Como antes recordábamos, la invasión normanda de Inglaterra (1066) propició una gradual asimilación de su cultura al modelo continental heredado del Renacimiento carolingio y en particular a su variante francesa. De estirpe anglosajona, pero educado en el París de mediados del s. XII fue Juan de Salisbury, tal vez el mayor humanista de la época. Su relación con los clásicos fue estrecha, y demuestra conocer bien al Horacio que él llama ethicus (cf . G. ORLANDI , EO III: 256). De origen normando, aunque también formado en el Continente, era Giraldo Cambrense (o de Barri) (c. 1146-c. 123), prolífico historiador, geógrafo y polemista. También cita con cierta frecuencia a Horacio (cf. ORLANDI , op. cit .: 256; QUINT 1988: 139 ss.).
Ya en tierras germánicas hay que recordar a la enigmática y apasionada personalidad del que se denominó a sí misma como el Archipoeta . Fue una figura paralela a la de Hugo el Primado, pues también brilló a mediados del XII en la composición de poesía goliárdica. Los ecos horacianos en su obra van más allá de los que deja oír cuando trata del disfrute del vino y de otros temas festivos (cf. V. DE ANGELIS -G. ORLANDI , EO III: 94 ss.). En efecto, parece que incluso se permitió sentirse como una especie de segundo Horacio en cuanto que poeta al servicio de los poderosos, en su caso el arzobispo y canciller Rainaldo de Dassel y el emperador Federico I Barbarroja (cf . FRIIS -JENSEN , 1993: 293 ss.).
También escribió a mediados del XII uno de los grandes epígonos medievales de Horacio: el monje del monasterio bávaro de Tegernsee que se firmó Metelo, probable seudónimo. Después de Prudencio y de Boecio fue el máximo recreador hasta su tiempo de los metros líricos del Venusino. Lo hizo en sus Quirinalia , corona poética en honor de san Quirino, patrón de su cenobio. Él mismo declara su deuda con las Odas , aunque, como suele ocurrir en el Medievo, las vacía de su contenido y se vale de sus formas métricas y verbales para exponer los piadosos contenidos que a él le interesan (cf . FRIIS -JENSEN 1993: 290; G. ORLANDI , EO II: 355 ss.; QUINT 1988: 192 ss.). Algo anterior fue Ruperto de Deutz (c. 1070-c. 1130), originario de Lieja pero instalado luego en un monasterio cercano a Colonia. Fue un teólogo de tendencias más místicas que dialécticas y también un estimable poeta que recreó con habilidad los metros horacianos (cf . M. MANITIUS , op. cit . III, 1931: 132). De autor desconocido, tal vez de un monje alsaciano llamado Gunther, es el (Liber) Ligurinus («Libro de la Liguria»), poema épico sobre las empresas italianas de Federico I. Se han señalado en bastantes reminiscencia horacianas (cf . F. BAUSI , EO III: 325 ss.).
En la Italia del s. XII no son muy abundantes los testimonios de la pervivencia de Horacio. Sí es digno de reseña un monje camaldulense llamado Paulo que parece haber sido el primer autor de un ars dictaminis (manuales que enseñaban a escribir cartas) que se vale del Ars Poetica horaciana (cf . V. SIVO , EO III: 101). También cabe recordar a Enrico di Settimello, que en la segunda mitad del siglo escribió una Elegia en la que acredita conocer, al menos, las Sátiras y las Epístolas (cf . M. CAMPANELLI , EO III: 210).
Algo podemos rastrear también en las áreas marginales de la Latinidad medieval. Así en España, gracias a la obra de Domingo Gundisalvo (o, simplemente, González), arcediano de Segovia. A su respecto conviene aclarar ante todo que su apellido latinizado, que debe ser Gundisaluus o Gundisalui , ha circulado y sigue circulando en buena parte de la bibliografía extranjera en la forma errónea «Gundisalinus» , sin duda procedente de una mala lectura de los manuscritos por parte de su primer editor (L. Bauer, Münster, 1903, al que sigue, entre otros, FRIIS -JENSEN , 1993: 261 ss.). Pues bien, Gundisalvo fue colaborador de la actividad de la llamada Escuela de traductores de Toledo hacia la mitad del s. XIII . Su lugar en la recepción de Horacio ha sido reivindicado en el ya citado FRIIS -JENSEN (1993: 261 ss.), que glosa ampliamente las ideas expuestas en su De diuisione philosophiae acerca de la misión y sentido de la poesía, citando ampliamente el Ars Poetica . Aun más periférico es el llamado Saxo Grammaticus , un danés afincado en Lund (Suecia), que en el tránsito del s. XII al XIII escribió la primera y más importante contribución escandinava a la literatura latina medieval: sus Gesta Danorum , en los que alterna prosa y verso (prosimetrum) y que tiene, entre otros méritos, el de haber puesto por escrito por vez primera los acontecimientos de los que surgiría la trágica saga de Hamlet y su familia. Saxo acredita en bastantes pasajes su conocimiento de Horacio (cf . G. ORLANDI , EO III: 468 ss.).
Completaremos nuestra reseña del horacianismo en el Renacimiento medieval, y siguiendo el criterio aplicado por los redactores de la Enciclopedia Oraziana (nuestro soporte bibliográfico fundamental), con una que pudiéramos llamar revisión transversal que, en lugar de en territorios, se centrará en géneros o en corpora literarios que presentan una sustancial unidad por encima de divisiones geográficas e incluso de las personalidades de sus autores, que en no pocos casos nos son desconocidas.
Para empezar, hemos de volver por un momento a la poesía goliárdica, de la que la máxima manifestación es la antología conocida como Carmina Burana , conservada en un manuscrito que fue copiado c. 1225 en el S. de Austria. Buena parte de las composiciones que recoge son bastante anteriores y de autores tanto franceses como alemanes. Algunos son conocidos, como Hugo el Primado, Gautier de Châtillon o el Archipoeta, ya citados, además de Pierre de Blois, Felipe el Canciller y algún otro. Sin embargo, predominan los anónimos. Los Carmina Burana como típico fruto de la aetas Ovidiana , no son de antemano un campo ideal para el rastreo de influencias de Horacio; pero éstas no faltan, y provenientes de casi todas sus obras, entre el gran caudal de reminiscencia clásicas que presentan (cf. A . BISANTI , EO III: 156 ss.).
Pasando ya a grupos genéricos , aludiremos a los ecos del Ars poetica en las ya citadas artes dictaminis que proliferan entre los siglos XI y XIII (cf . V. SIVO , EO III: III s.). Más importancia tuvieron las artes poeticae , de las que la mayoría se escriben entre c. 1175 y c. 1280 por obra de autores franceses, sobre todo, pero también ingleses y alemanes. Mateo de Vendôme escribió c. 1175 su Ars uersificatoria , en la que se vale ampliamente del Ars Poetica horaciana y de alguna otra de las Epístolas . Ya de comienzos del s. XIII son la Poetria noua y el Documentum de modo et arte uersificandi de Geoffroi de Vinsauf. En la primera de esas obras no son muchos los ecos horacianos, que, en cambio, abundan en la segunda hasta el punto de que se la ha considerado como «una paráfrasis del Ars» . Gervasio de Melkley, al parecer de origen inglés, escribió hacia 1215 otra Ars uersificatoria que, aunque en menor medida, también cita el Ars Poetica . También procedía de Inglaterra Juan de Garlandia, que estudió en París con Alain de Lille. En tomo a 1220 publicó su Poetria de arte prosayca metrica et ritmica , en la que también abundan las huellas de la poética horaciana. Eberardo el Alemán, aunque nació y vivió en Bremen, también había estudiado en París y en Orleáns. Su Laborintus , escrito en verso, no contiene muchas alusiones a Horacio (cf . G.C. ALESSIO , EO III: 105 ss.; QUINT 1988: 204, para los dos primeros autores citados).
Otro fruto característico del Renacimiento medieval es la llamada comoedia elegiaca . Se trata, más que de auténticas comedias, de novelas en verso, sobre todo en dísticos elegíacos, aunque también suelen contener partes dialogadas sin intervención de un narrador. La mayoría de las piezas conservadas son de autores franceses de finales del s. XII y comienzos del XIII , pero también las hay procedentes de Inglaterra, Alemania e Italia. Entre los conocidos están Vital de Blois, Mateo de Vendôme y Arnolfo de Orleáns; pero en gran parte son obras anónimas, entre ellas la más difundida, el Pamphilus de amore . Como era de esperar, Ovidio es el autor antiguo que más influyó en la comedia elegíaca; pero no falta la huella de Horacio, hasta el punto de que un editor (Jahnke, 1891) tituló tres de ellas como Comoediae Horatianae . Son las Sátiras las obras de Horacio que, por razones de contenido y género, fueron más utilizadas por los comediógrafos elegíacos, aunque se perciban esporádicas influencias de su lírica (cf . A. BISANTI , EO III: 173).
Un ámbito todavía poco explorado de la pervivencia medieval de Horacio es el de los comentarios, debido a que gran parte de ellos permanecen inéditos. Es preciso, con todo, reconocer el trabajo que acerca de ellos ha realizado K. FRIIS -JENSEN (1993), sobre las bases sentadas por el importante catálogo de manuscritos medievales de los clásicos publicado por B. MUNK OLSEN 63 . FRIIS -JENSEN , que en el estudio citado nos da sólo algunas muestras de comentarios inéditos de los ss. XII y XII , deja clara la posición de Horacio como autor plenamente reintegrado a las escuelas y, consiguientemente, objeto de numerosas y detalladas exegesis (cf . también C. VILLA , EO III: 177 s., con bibliografía).
No parece ser mucho lo que para nuestro asunto de puede rastrear en los diversos corpora fabulísticos medievales. Las reminiscencias identificadas toman pie, como es lógico, en los elementos de ese género que Horacio intercala en sus obras, como el episodio del ratón del campo y el ratón de la ciudad de Sát . II 6, 79 ss. (cf . A. BISANTI , EO III: 217 ss.).
En cuanto a los florilegios poéticos, parece ser que dedicaron bastante atención a Horacio, y especialmente los llamados «prosódicos», destinados a suministrar ejemplos autorizados en relación con la medida de las sílabas. En los llamados «temáticos» se observa la presencia del poeta ya desde el elaborado por Sedulio Escoto en época carolingia (cf . F. Lo MONACO , EO III: 228 ss.; QUINT 1988:22 ss.).
Hacia la mitad del s. XIII puede darse por concluido el Renacimiento medieval. Es entonces cuando la cultura escrita se escinde en dos ramas. De una parte, la representada por la creciente producción literaria en lenguas vernáculas y de otra la también creciente en latín. La vieja lengua de cultura mantiene su posición en el ámbito de las leyes y los saberes, y en particular de la filosofía y teología escolásticas, que ahora florecen en el seno de las universidades. En estas condiciones, no es de extrañar que se produzca una inflexión de signo negativo en el caudal de testimonios de la pervivencia de los autores antiguos. Comenzando por Francia, hay que citar al dominico Vicente de Beauvais, que hacia 1250 inició la composición de la más vasta enciclopedia del Medievo: el Speculum maius . De las partes que lo integran tenemos completos el Speculum historiale , el naturale y el doctrinale , en tanto que el morale no llegó a terminarse por la muerte del autor en 1264. El Speculum historiale dedica a Horacio todo un capítulo que incluye numerosos extractos de sus obras, aunque advirtiendo que incontinentissimus fuit (cf . G. ORLANDI , EO III: 511 ss.).
En la Alemania de finales del s. XIII escribió Hugo de Trimberg en versos rítmicos su Registrum multorum auctorum , destinado a proporcionar materia a los predicadores. A Horacio le adjudica un puesto entre los ethici maiores , junto a Virgilio y Ovidio (cf . G. ORLANDI , EO III: 493).
En Italia, y ya en el tránsito del s. XIII al XIV , tenemos a Jeremías de Montagnone, autor de un Compendium moralium notabilium que contiene abundantes citas del Ars Poetica y de otras epístolas horacianas (cf . Lo MONACO , EO III: 245 ss.). Paisano y contemporáneo suyo fue Albertino Mussato, un autor que ya muestra ciertos rasgos pre-renacentistas. Aunque no cita a Horacio entre los auctores antiguos, la influencia de aquél es perceptible en su obra (cf . F. Lo MONACO , EO III: 367 ss.).
Muy poco es lo que se puede decir de Horacio en los autores hispanos del s. XIII . El Canciller Diego García de Campos, en su Planeta , escrito hacia 1218, lo cita en varias ocasiones, incluyéndolo entre los «phylosophi» . Bastantes años después, hacia 1277, el franciscano Gil de Zamora, preceptor de Sancho IV, utiliza bastantes pasajes de las Sátiras y Epístolas en su Dictaminis Epithalamium (cf . V. SIVO , EO III: 102).
Y ha llegado el momento de ocuparnos de la figura con la que puede decirse que las letras medievales alcanzan su cima y que la literatura en vulgar se sitúa a un nivel equiparable, por no decir superior, al de las mejores obras escritas en latín desde el final de la Antigüedad. Nos referimos, naturalmente, a Dante Alighieri (1265-1321). Casi al principio de la Commedia , Virgilio presenta al poeta a los otros grandes vates antiguos que incluso en el Limbo reciben honores especiales. Son Homero, Orazio satiro , Ovidio y Lucano (Inf . IV 88). Sin embargo, parece que es en sus opúsculos, y sobre todo en el Convivio , donde Dante se vale con más profusión de textos horacianos, y en particular del Ars Poetica , a la que llama, según la costumbre del tiempo, Poetria . En bastantes ocasiones no cita su fuente, lo que podría denunciar el carácter indirecto de la reminiscencia (cf . C. VILLA , EO III: 189 ss.).
Si Dante es todavía una figura plenamente medieval, F. Petrarca (1304-1374) es ya el precursor del Humanismo. Y, en efecto, propia de humanista fue su relación con Horacio: por de pronto, se procuró manuscritos de su obra, de los cuales se conservan cuatro con anotaciones autógrafas suyas que acreditan una devota lectura. Para Petrarca Horacio es el poeta preferido después de Virgilio y, al igual que él y que Homero, destinatario de una de sus epístolas Familiares (XXIV 10). Está escrita en versos asclepiadeos y en ella llama al Venusino «rey del canto lírico». También en el número de citas que hace Petrarca parece ir Horacio inmediatamente detrás de Virgilio, con más de dos centenares, tomadas de todas las obras y esparcidas por todas las suyas, tanto latinas como romances. Y también toma de él varios tópicos como el de la fugacidad de la vida, el de la solitaria paz de los campos o el del poder de la poesía para conferir la inmortalidad (cf . M. FEO, EO III: 405 s.). En fin, puede decirse con STEMPLINGER (PAULY -WISSOWA , RE VIII 2: 2396) que «Petrarca fue el primero que volvió a valorar por igual al Horacio «ético» y al lírico».
El tercero de los grandes poetas toscanos con los que se cierra en Italia el Medievo literario, G. Bocaccio (1313-1375) también acredita un cercano conocimiento de Horacio, debido sin duda en buena parte a su devoción por la obra de Dante y de Petrarca (cf . St. BENEDETTI , EO III: 130 ss.).
Concluiremos nuestra crónica de la fortuna medieval de Horacio con una referencia hispánica y, concretamente, a un autor que por su época y, sobre todo, por su orientación estética ya cabe considerar como pre-renacentista: el Marqués de Santillana (1398-1458). Es sabido, en efecto, su interés por las novedades literarias procedentes de Italia, donde el primer Humanismo ya estaba en pleno desarrollo. Fue —cómo no— M. MENÉNDEZ PELAYO 64 quién identificó en su Comedieta de Ponza una reminiscencia del Epodo 2 de Horacio (el famoso Beatus ille ) que posteriormente dio lugar a una copiosa bibliografía, no exenta de polémica 65 . A nuestro parecer, las estrofas del Marqués en cuestión tienen un claro aire horaciano ; pero no siguen al presunto modelo tan de cerca como para afirmar que estén inspiradas por él y no por la tópica que el petrarquismo había desarrollado en torno al ideal de la vida campesina a partir —eso sí— de Virgilio y del propio Horacio.
Y aquí se va a detener por el momento nuestra historia de la recepción de Horacio, que a partir del Renacimiento trataremos de manera separada para cada una de sus obras, conforme a lo dicho al inicio de este apartado.