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III. HISTORIA DEL TEXTO DE HORACIO La tradición manuscrita

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Recordemos, por de pronto, que la obra de Horacio nos ha llegado completa 66 y en bastante buen estado de conservación, según el parecer predominante. Son alrededor de 850 los manuscritos, incluyendo los renacentistas, que nos la han transmitido, aunque muchos de ellos sólo en parte. No es una cifra despreciable si se considera que de Virgilio, el poeta clásico por excelencia, tenemos unos 1000 y de las Metamorfosis de Ovidio, tal vez el más popular de los escritores antiguos, no más de 400 (cf . VILLA , EO I: 319 ss.). Sin embargo, la tradición de la obra de Horacio no goza de un privilegio que sí han tenido las de Plauto, Terencio, Virgilio, Livio, Lucano y otros clásicos latinos: la de incluir manuscritos que remontan a la propia Antigüedad, aunque sea a la tardía. Tampoco los papiros han sido generosos con nuestro poeta: hasta la fecha sólo un verso suyo (A.P . 78) ha podido leerse en un testimonio de esa clase, el pap. Hawara 24 (cf . M. CAPASSO , EO I: 51 s.). Los más antiguos manuscritos de Horacio que conservamos fueron copiados durante el Renacimiento carolingio (s. IX ), puerto seguro tras los llamados siglos oscuros , una vez alcanzado el cual puede decirse que no se ha perdido ninguna obra capital de la literatura latina antigua.

Naturalmente, gran parte de los 850 códices censados es irrelevante a la hora de establecer el texto de nuestro poeta, por proceder directa o indirectamente de originales también conservados. Y así, la moderna tradición editorial, que puede decirse que arranca de la edición de KELLER -HOLDER (Leipzig, 1864-1870) 67 ha ido decantando dentro del voluminoso caudal de manuscritos disponibles un grupo —por lo demás variable— de los que parecen pertinentes para el establecimiento del texto.

Por comodidad expositiva y como siguen haciendo bastantes estudiosos 68 , vamos a enumerar esos manuscritos partiendo de la clasificación propuesta en su día por KLINGNER en la introducción a sus sucesivas ediciones 69 aunque adelantando que la crítica posterior no reconoce a la misma el valor genético que su autor pretendía darle.

Pues bien, en la clase que KLINGNER agrupaba bajo la sigla Ξ habría que incluir los códices:

A: Parisinus , París, Biblioteca Nacional, lat .7900a , del monasterio de Corbie, copiado en Milán a finales del s. IX , según el autorizado parecer de Bischoff (cf . QUESTA , EO I: 334). Algunas hojas desgajadas de este códice se encuentran en el llamado Hamburgensis , Hamburgo, Staats- und Universitätsbibliothek, 53b.

B: Bernensis , Berna, Burgerbibliothek, 363. Venerable códice misceláneo que contiene poemas seleccionados de diversos autores. Al parecer, fue copiado en el Norte de Italia, de un original irlandés, a mediados del s. IX .

C/E: Monacensis , Múnich, Staatsbibliothek, lat . 14685, probablemente copiado en el monasterio alemán de Sankt Emmeran (Ratisbona) en el s. XII . La duplicidad de siglas obedece a la de modelos, que en su día demostró Klingner (la datación es de Bischoff, frente a una anterior en el s. XI ; cf . C.O. BRINK 70 1971:6).

K: Codex Sancti Eugendi , Saint-Claude (Departamento del Jura, Francia), Biblioteca Municipal, 2. Procedente del monasterio de Saint Oyan (Sanctus Eugendus ), del s. XI .

De la segunda clase de KLINGNER , agrupada bajo la sigla ψ, hay que citar, al menos, los códices:

φ: Parisinus , París, Biblioteca Nacional, lat. 7974, del s. X ; al parecer, procedente del monasterio de Saint-Rémy de Reims.

ψ: Parisinus , París, Biblioteca Nacional, lat. 7971, del s. X , y tradicionalmente tenido como del mismo origen que el anterior (Bischoff lo niega, aunque le reconoce origen francés; cf. QUESTA , EO I: 331). Parece haber estado desde muy pronto en el monasterio de Fleury.

λ: Parisinus , París, Biblioteca Nacional, lat. 7972, al parecer copiado en Milán en torno al año 900 71 .

l: Leidensis , Leiden, Biblioteca de la Universidad-Biblioteca Pública, 28, s. IX . Tal vez procede de Reims y muestra claro parentesco con el anterior.

δ: Harleianus , Londres, Museo Británico, 2725, de finales del s. IX . Comprado en 1725 por E. Harley al humanista J. Graevius (de donde su otra denominación de Graevianus). Parece haber sido copiado en el N. de Francia (según Bischoff, apud QUESTA , EO I: 331). Según BRINK (1971: 10), es el único manuscrito importante que Bentley manejó en su edición.

d: Harleianus , Londres, Museo Británico, 2688, de origen francés, de principios del s. X ; parece estrechamente emparentado con el anterior.

π: Parisinus , París, Biblioteca Nacional, lat . 10310, antes en la catedral de Autun (Augustodunensis ). Al parecer, es del s. IX , y muestra semejanzas con d y δ.

R: Vaticanus , Biblioteca Vaticana, Reg. lat . 1703, el más antiguo de los manuscritos conservados, en todo caso anterior al año 849 en razón de las notas del poeta carolingio Walafrido Estrabón que contiene, identificadas por Bischoff. Como su sigla indica, procede del fondo de códices legados a la Biblioteca Vaticana a finales del s. XVII por la reina Cristina de Suecia. Parece proceder del monasterio de San Pedro y San Pablo de Wissemburg (Alsacia).

u: Parisinus , París, Biblioteca Nacional, lat . 7973, de los ss. IX /X .

En fin, a la tercera clase o familia de códices de KLINGNER , agrupada bajo la sigla Q , se adscriben, entre otros, los que siguen:

L: Laurentianus , Florencia, Biblioteca Laurenziana, plut. 34.1; al parecer, de finales del s. X , utilizado y anotado por Petrarca. Fue conocido por KLINGNER sólo después de su Ia edición.

U: Vaticanus , Biblioteca Vaticana, lat . 866, ss. X /XI , también tardíamente conocido por KLINGNER .

a: Ambrosianus , Milán, Biblioteca Ambrosiana, O 136 sup., antes Avennionensis , ss. IX /X .

E: Monacensis , parte del C/E (vid. supra ) que como decíamos, parece proceder de una tradición distinta.

σ: Sangallensis , Sankt Gallen (Suiza), Biblioteca Municipal, 312, del s. X .

Ox: Oxoniensis , Oxford, Biblioteca Bodleiana (antes en la del Queen’s College), s. XI (cf . QUESTA , EO I: 331).

Caso aparte hay que hacer del manuscrito V, Blandinianus Vetustissimus , del monasterio de San Pedro de Mont Blandin (Blankenberg), cercano a Gante. Era, tal vez, el más antiguo de los que habían llegado a la Edad Moderna, pero ardió junto con bastantes otros libros en el incendio provocado en 1566 por los rebeldes protestantes de Flandes. Afortunadamente, el humanista J. Cruquius (Jakob van Cruucke) había hecho una colación de sus lecturas y de las de otros manuscritos de la misma biblioteca con vistas a su edición (aparecida en Amberes entre 1565 y 1578), lo que ha permitido sacar cierto partido de su testimonio.

Hasta aquí el censo de la mayoría de los manuscritos que los modernos editores han estimado relevantes para establecer el texto de Horacio. Nos queda por abordar la ya aludida cuestión genética: la de la relación histórica que mantienen unos con otros. Podríamos ponernos la venda antes de la herida recordando una de las famosas boutades de A. E. Housman, uno de los mayores críticos textuales de todos los tiempos: aquella en la que se refería a la clasificación de los manuscritos de Horacio como a un problema «de tanta complicación y de tan poca importancia» 72 . Y es que, aun sin ir tan lejos, hay que reconocer, como también advierte TRÄNKLE 73 que las investigaciones llevadas a cabo sobre ese problema durante más de cincuenta años «apenas han ejercido influencia en aquello que principalmente debían propiciar, a saber, la propia configuración del texto». La explicación de ese hecho innegable tal vez reposa sobre otro que tampoco discuten muchos: el de que, por decirlo con palabras de R. J. TARRANT 74 , «el texto de Horacio se ha conservado relativamente bien: las variantes antiguas no son excesivamente numerosas, los versos interpolados son escasos —Horacio no puede haber sido fácil de imitar— y la tradición indirecta no ofrece ninguna lectura indudablemente correcta que no se encuentre en los manuscritos medievales» 75 .

Ya dábamos a entender más arriba que la clasificación tripartita propugnada por Klingner en sus sucesivas ediciones llegó a tener un cierto carácter canónico; y de hecho, algo queda de su intento de encuadrar la variopinta grey de los códices horacianos relevantes en uno o varios stemmata o árboles genealógicos, según los principios de la moderna crítica textual sentados, sobre todo, por el genial K. Lachmann. El método de Lachmann permitía establecer relaciones de parentesco entre los manuscritos (atendiendo sobre todo a sus errores comunes) y, en última instancia, no siempre accesible, llegar hasta un hipotético arquetipo , fuente última de todos los testimonios conservados de la obra. Klingner, como decíamos, creyó posible clasificar los manuscritos de Horacio atendiendo a esos principios, así como al orden en que aparecen las obras en ellos y al de los subtítulos que suelen llevar las Odas y Epodos , no sin tener en cuenta los precedentes intentos de KELLER y VOLLMER . Estableció así, en primer lugar, dos fontes capitales, las ya vistas clases Ξ y Ψ , sucesoras de sendas ediciones antiguas (subar quetipos ), que ya estarían diferenciadas en los tiempos del escoliasta Porfirión (ss. II /III ). Además arbitró su clase Q , para incluir los manuscritos que, en su opinión, y ya en la Alta Edad Media, habrían surgido de la contaminación de las otras dos familias; es decir, los que presentaban semejanzas significativas con la una y la otra, lo que sólo podían explicarse por un trasvase de correcciones entre ellas. Sin embargo, la crítica de los años posteriores no ha dejado en pie mucho de ese intento de clasificación.

El ataque más contundente fue el de BRINK (1971: 1 ss.). En efecto, demostró, y a la luz del criterios más relevante —el de los errores que los códices presentan— que en muchos casos tal esquema, simplemente, no funciona , en razón de las concomitancias horizontales que se dan entre manuscritos de clases diversas (BRINK , 1971: 16 ss.). La de Horacio sería, pues, una «tradición abierta», alterada desde muy pronto por contaminaciones entre textos de familias distintas y en la que, consecuentemente, el método de Lachmann no puede abrirse camino. En lapidaria sentencia del propio BRINK (1971: 20): «Las variantes se dividen en clases, pero los manuscritos no». En fin, como hipótesis con que explicar ese confuso panorama, BRINK (1971: 29) propone la de que «en el principio mismo de nuestra tradición manuscrita está la supervivencia hasta el s. IX de, al menos, dos copias antiguas que representaban las dos clases divergentes de lecturas. El Blandiniano (V) puede representar una tercera tradición». Concretando más, BRINK (1981: 30) conjetura que los subarquetipos de los que deriva nuestra tradición manuscrita de Horacio deben de ser anteriores a los inicios del s. VI .

Esa línea de escepticismo sobre las relaciones entre los códices horacianos parece imperar hasta nuestros días. Es la que, con particulares matices, siguen, entre otros, TARRANT (apud REYNOLDS , 1983: 182 ss.), TRÄNKLE (1992: 7 ss.), BORZSÁK (1984: VII), SHACKLETON BAILEY (1995:1 ss., que empieza por adherirse a las conclusiones de BRINK , aunque mantiene la sigla Ψ ) y BRUGNOLI -STOK (EO I: 344).

Odas. Canto secular. Epodos

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