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El vate de Roma

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Pero es hora de retornar a la carrera vital de nuestro poeta. Por lo que hemos visto, seguía en los tiempos de los que veníamos hablando bajo la protección de Mecenas y unido a él por estrecha amistad, al margen de los nubarrones que hubiera podido suscitar el affaire Murena. Pero no es arriesgado suponer que por entonces ya habría recibido alguna de las muestras de estima del propio Príncipe de las que nos habla la Vita (aparte de lo ya dicho sobre la posibilidad de que el espléndido donativo del fundus Sabinus se debiera a él). Según NISBET (EO I: 221), fue hacia el año 18 a. C. cuando Augusto empezó a interesarse directamente por Horacio y por su obra y, en consecuencia, cuando trató de vincularlo más estrechamente a su persona y a su política. No sabemos si tal actitud tenía algo que ver con el gran vacío que debió de dejar la muerte de Virgilio, ocurrida el 21 de septiembre del 19 a. C. Ese triste acontecimiento hubo de afectar profundamente a Horacio, que años atrás había llamado a su colega «la mitad del alma mía» (Od . I 3, 8); sin embargo, es una sorprendente verdad la de que Horacio no hace referencia alguna a su desaparición en los muchos versos que aún escribió posteriormente 37 ; y esa omisión incluso ha sido utilizado por cierto estudioso como uno de los argumentos en que apoyar su novelesca teoría de que la muerte del altissimo poeta no se debió a las calenturas contraídas en Mégara, sino a una oscura maniobra del Príncipe 38 . El caso es que en torno al 18 a. C. habría que situar el intento de Augusto de convertir a Horacio en su secretario:

Augusto, por su parte, le ofreció el cargo de secretario particular suyo, según lo da a entender en este escrito dirigido a Mecenas:

«Antes yo me bastaba para escribir mis cartas a mis amigos; ahora, tan ocupadísimo y mal de salud como estoy, deseo quitarte a nuestro buen Horacio; vendrá, de tu mesa, en la que está sólo como parásito, a este palacio mío donde a cambio me ayudará con la correspondencia» (Vida 5, trad. B. C. G. 81, pág. 98).

El biógrafo cuenta luego que, cuando Horacio no aceptó el cargo, el Príncipe le mantuvo su afecto, e incluso lo animó a que se tomara con él más libertades; y que sólo en tono de broma le hizo un pequeño reproche:

... aunque tú, altivo, despreciaste mi amistad, no por ello yo te pago con la misma moneda (Vida 6, trad. B. C. G. 81, pág. 98).

Siguen algunas anécdotas que dejan claro hasta qué punto la amistad de Horacio con Augusto había alcanzado un grado cercano a la intimidad. En primer lugar, la de que solía llamarle «impecable semental» (purissimum penem ) y «lindísimo capullo» (homuncionem lepidissimum ) 39 ; luego, la de que lo enriqueció con varias donaciones. Pero más nos interesan las noticias que vienen luego, pues conciernen sobre todo a la obra de nuestro poeta y al concepto que Augusto tenía de ella:

Le gustaban tanto los escritos de Horacio, y estaba tan seguro de que serían eternos, que no sólo le encargó la composición del Carmen Secular , sino también las odas que celebran la victoria de Tiberio y Druso, hijastros suyos, sobre los vindélicos; con ello le obligó a añadir un cuarto libro a sus tres libros de poemas 40 , publicados mucho antes (Vida 8, B. C. G. 81, pág. 99).

En efecto, y comenzando con el encargo del Canto Secular , en el año 17 a. C. Augusto decidió celebrar los Ludi Saeculares , un gran rito cívico-religioso con el que el Estado y el pueblo romano se preparaban para entrar en un nuevo siglo (a contar 110 años, no 100, desde la última celebración) invocando la protección de los dioses; y quiso que fuera Horacio el autor de un himno en honor de Apolo y de Diana que fue cantado en el Palatino y en el Capitolio por dos coros alternados de 27 muchachos y de 27 doncellas de familias nobles. Los Juegos, en los que participó en masa el pueblo romano, desde el Príncipe hasta los más humildes plebeyos, se desarrollaron durante tres días y tres noches a partir del 31 de mayo de ese año 17 a. C., y el papel que en ellos desempeñó Horacio vino a consagrarlo como una especie de «poeta laureado» y vate oficial del estado romano 41 . Los registros oficiales dejaron lapidaria constancia de él en una inscripción recuperada a finales del s. XIX en la ribera del Tíber (Corpus lnscriptionum Latinarum VI 32323) en la que, entre otros datos podemos leer el de que CARMEN COMPOSVIT Q. HORATIVS FLACCVS . Además, y con legítimo orgullo, el propio poeta, dirigiéndose una de las jóvenes —en realidad a todas— que habían cantado sus versos escribiría poco después:

y tú, muchacha, dirás, cuando ya estés casada: «Yo, cuando el siglo volvió con las luces de su fiesta, canté un himno que agradó a los dioses, dócil a los sones del poeta Horacio» (Od . IV 6, 41 ss.).

Augusto fue, pues, el responsable de que Horacio retomara su plectro para volver a la poesía lírica; pero, como la Vita nos dice, su impulso lo llevó también a la creación del que bien puede llamarse su canto de cisne en ese género: el libro IV de las Odas . El deseo del Príncipe de ver celebradas por el máximo poeta viviente de su tiempo las victorias de sus hijastros Tiberio y Druso sobre los pueblos célticos de los Alpes, en el año 15 a. C., debió de quedar sobradamente satisfecho con las dos magistrales odas que Horacio les dedicó en su nuevo libro: la 4, a Druso, y la 14, a Tiberio. En su última entrega lírica el poeta parece un poco olvidado de su querido Mecenas, al que sólo dedica la Oda 11, con motivo de su cumpleaños, lo que algunos ponen en relación con el quebranto que las relaciones entre Augusto y su estrecho colaborador sufrieron a raíz del ya citado episodio de Murena. Horacio celebra también a otros dos brillantes jóvenes del entorno familiar del Príncipe: Julo Antonio, casado con su sobrina Claudia Marcela, hija de Octavia, y Paulo Fabio Máximo, que por entonces habría desposado a su prima Marcia. Uno y otro tendrían un trágico final: Antonio, al descubrirse en el 2 a. C. su adulterio con Julia, la hija única de Augusto; Fabio, en el 14 d. C., poco después de la muerte de aquél, al parecer por haber hablado de la visita secreta que en sus últimos días había hecho a su único nieto varón superviviente, Agripa Póstumo, recluido por su anormalidad en la isla de Planasia (cf TÁC , An . I 5, 1-2).

La Vita nos cuenta también que, después de haber leído algunas de sus Epístolas, sin duda del libro I, Augusto se quejó a Horacio de que en ninguna de ellas lo mencionara:

«Has de saber que estoy enfadado contigo porque muchos de tus escritos de este tipo no están dirigidos especialmente a mí. ¿Temes acaso mala reputación entre las generaciones venideras porque pueda parecer que has sido amigo mío? y así le arrancó el poema que comienza...» (Vida 8, B. C. G. n° 81, pág. 99).

Y sigue el inicio de la Epístola II 1, la famosa Epístola a Augusto , que algunos atribuyen a los últimos tiempos del poeta, incluso posteriores a la muerte de Agripa (12 a. C.), a la a sazón el más cercano colaborador de Augusto y el único de sus yernos que le proporcionó descendencia. Y desde luego hay que reconocer que desde entonces el Príncipe tenía especiales razones para sentirse solo, según el propio Horacio le dice al inicio de su misiva: «Cuando llevas tú solo el peso de tantos y tamaños negocios...».

La epístola se ocupa, sobre todo, de asuntos literarios; en primer lugar, de la «querella de los antiguos y los modernos», que ya se había suscitado en la Roma de entonces, proclive, como en tantos otros aspectos, a venerar con preferencia las cosas de antaño; y en la misma línea, de la necesidad de que el teatro romano se pusiera a la altura de los tiempos, superando el pedestre nivel que, siempre a juicio de Horacio, tenía la comedia plautina.

La Epístola a Augusto acabó formando el libro II de las de Horacio junto con otra que databa de algunos años antes, aunque en el libro figure en segundo lugar: la Epístola a Floro , escrita hacia el 19 a. C. a un buen amigo que desde Asia Menor le reclamaba algún envío poético. Es también por su contenido una de las epístolas literarias fundamentales de nuestro poeta.

Nos queda por enmarcar en la vida de Horacio —viejo problema— la composición de la más larga de sus epístolas y de todas sus obras: la Epístola a los Pisones , también llamada desde la propia Antigüedad Arte poética . Es sin duda de sus años postreros, aunque algunos se niegan a considerarla como obra de última hora, por apreciar en ella rasgos que podrían acreditarla como anterior a la Epístola a Augusto . En su momento examinaremos el problema con el debido detalle; pero de antemano no cabe duda de que el Arte Poética viene a ser una especie de testamento literario de Horacio.

Odas. Canto secular. Epodos

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